[Sólo se oye bien con auriculares, mis disculpas]
jueves, 29 de enero de 2009
domingo, 25 de enero de 2009
Fragmenta III
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Reproducción de dinosaurio cazada viva en un área de descanso en Arizona.
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[Diciembre 2008] “You need a face to face the world”, dice Maria Siemionow, de la Cleveland Clinic, directora del equipo de ocho cirujanos que, durante 22 horas del día 17 de diciembre, han realizado un transplante de rostro casi total. La intervenida era una mujer que había sufrido una terrible desfiguración; parte de la piel utilizada era suya, y parte era de un cadáver. How do you feel about the prospect of living with a face from a dead person?, le preguntaron en uno de los test psicológicos previos, aunque no le dejaron ver el rostro del donante para que no pensara que iba a parecerse a él/ella. Lo que hace al rostro no es tanto la musculatura, sino la estructura ósea tras ella, de forma que la piel nueva se adapta al contorno facial. En tanto el trauma había afectado a los huesos, el resultado es inesperado para la paciente, aunque al verse no ha rechazado su nueva cara. No sabemos qué respondió la paciente cuando le preguntaron cómo se planteaba la perspectiva de vivir con la cara de una persona muerta. Pero todas las células de nuestra cara y las de nuestros huesos mueren y son sustituidas por completo por otras (salvo las neuronas y algunas otras) cada siete años, de modo que cada siete años somos otra persona, y llevamos nuestro rostro sobre el cadáver de otro. El de aquel que fuimos.
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“Puso un rostro en nuestra faz sin nosotros”, escribió el místico persa Rumi.
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La literatura de César Aira puede resumirse en la imagen de un hombre paseando a un perro congelado.
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En los premios literarios, a los escritores ya nos queda sólo el lugar de los finalistas.
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Francisco Gálvez
Tránsito; Diputación Provincial de Málaga, Col. Puerta del Mar, Málaga, 2008.
Reedita la Diputación Provincial de Málaga, creo que con muy buen criterio, este excelente poemario de Francisco Gálvez publicado por vez primera en 1994. Como señala Eduardo García en su prólogo, eran aquellos malos tiempos para la diversidad y un período poco adecuado para la aparición de un poemario tan singular como Tránsito. Quizá ahora haya otros vientos para apreciar un libro que entonces era contracorriente y hoy también, pero por fortuna existen hoy más corrientes que en aquellos días, o más espacio para otras corrientes. La figura de Francisco Gálvez, a pesar de editar en editoriales conocidas, como Pre-Textos o Hiperión, y de coordinar revistas (Antorcha de paja, La manzana poética) y encuentros literarios, no es todo lo conocía que debiera por el gran público, y sin duda ello se debe a que dentro de sus distintos tonos (que van de la poesía tecnológica de El hilo roto [2001] a la reflexión “lakista” de El paseante [2005]), su lírica nunca ha sido complaciente ni ha atendido a las modas en curso. Tránsito sigue siendo, hoy por hoy, el libro más importante del autor, y quizá el que mejor define su poética. Eduardo García coloca a este poemario, con buen juicio, dentro de la escasa poesía metafísica real escrita en castellano (porque la conocida últimamente como tal, según García y de nuevo con razón, ni es metafísica ni es –en algunos casos– poesía), en cuanto ahondamiento profundo y riguroso en el concepto de tiempo, a través del motivo del tránsito. Este motivo, como sigue apuntando García, no hace referencia a la fugacidad ni a la pérdida, sino a “la conciencia de la continua transformación del mundo” (p. 20). Sobre la senda heraclitiana, García establece las líneas de lectura de estas transformaciones, que son tanto del tiempo en nosotros como de nosotros en el tiempo: “y el mundo es otro mundo, / y el hombre es otro hombre” escribe Gálvez, mientras que García recuerda las casi parejas palabras de Heráclito: “es siempre uno y lo mismo en nosotros, lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo anciano. Lo primero se transforma en lo segundo, y lo segundo en lo primero” (fragmento 88). La conciencia de esa escisión nuclear del individuo, no en dos partes separadas y estancas, sino en dos o más secciones fluctuantes, ventriculares, comunicadas, dicotiledóneas, metanoicas, “sístole y diástole / de un mismo espejo”, que decía Gonzalo Rojas[1], es la que nutre la mejor poesía moderna y posmoderna, desde Pessoa a John Ashbery, de Juan Ramón y Vallejo a Bernard Nöel, Eduardo Milán o Gamoneda. En esa estirpe que toma al sujeto como una incertidumbre, y no como un risible sujeto sólido y firme, es donde se coloca este excelente poemario de Gálvez. Un poemario en el que encontraremos textos como este “Rotación”:
La noche es el comienzo
de un día que ya es noche.
Todo gira en destellos y relámpagos
y la penumbra es un viaje
sin partida ni llegada.
En lo temporal huye el hombre,
mientras el mundo gira en su esplendor
como una bengala de fiesta.
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Ideas para instalaciones artísticas. Colocar en las calles de una ciudad bocas de metro falsas, idénticas a las reales pero colocadas en lugares donde no puedan jamás existir, para despistar a los viandantes. Colocar postes de parada de autobús o marquesinas en la ribera de un río. Escaleras mecánicas en funcionamiento, que den a muros en construcción.
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Él no había estado nunca en una casa de lenocinio (...) La mujer mantiene una billetera frente a su cara, con las dos manos.
-¿Usted es escritor?
-¿Yo? No. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Le gustan los escritores?
-No, no me gustan.
-¿Por qué? No son malas personas.
-Sí, son malas personas.
Ricardo Piglia, Nombre falso
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Amar: perder lectoras.
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Edmundo Paz Soldán, Palacio Quemado; Alfaguara, Madrid, 2008.
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“Puso un rostro en nuestra faz sin nosotros”, escribió el místico persa Rumi.
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La literatura de César Aira puede resumirse en la imagen de un hombre paseando a un perro congelado.
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En los premios literarios, a los escritores ya nos queda sólo el lugar de los finalistas.
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Francisco Gálvez
Tránsito; Diputación Provincial de Málaga, Col. Puerta del Mar, Málaga, 2008.
Reedita la Diputación Provincial de Málaga, creo que con muy buen criterio, este excelente poemario de Francisco Gálvez publicado por vez primera en 1994. Como señala Eduardo García en su prólogo, eran aquellos malos tiempos para la diversidad y un período poco adecuado para la aparición de un poemario tan singular como Tránsito. Quizá ahora haya otros vientos para apreciar un libro que entonces era contracorriente y hoy también, pero por fortuna existen hoy más corrientes que en aquellos días, o más espacio para otras corrientes. La figura de Francisco Gálvez, a pesar de editar en editoriales conocidas, como Pre-Textos o Hiperión, y de coordinar revistas (Antorcha de paja, La manzana poética) y encuentros literarios, no es todo lo conocía que debiera por el gran público, y sin duda ello se debe a que dentro de sus distintos tonos (que van de la poesía tecnológica de El hilo roto [2001] a la reflexión “lakista” de El paseante [2005]), su lírica nunca ha sido complaciente ni ha atendido a las modas en curso. Tránsito sigue siendo, hoy por hoy, el libro más importante del autor, y quizá el que mejor define su poética. Eduardo García coloca a este poemario, con buen juicio, dentro de la escasa poesía metafísica real escrita en castellano (porque la conocida últimamente como tal, según García y de nuevo con razón, ni es metafísica ni es –en algunos casos– poesía), en cuanto ahondamiento profundo y riguroso en el concepto de tiempo, a través del motivo del tránsito. Este motivo, como sigue apuntando García, no hace referencia a la fugacidad ni a la pérdida, sino a “la conciencia de la continua transformación del mundo” (p. 20). Sobre la senda heraclitiana, García establece las líneas de lectura de estas transformaciones, que son tanto del tiempo en nosotros como de nosotros en el tiempo: “y el mundo es otro mundo, / y el hombre es otro hombre” escribe Gálvez, mientras que García recuerda las casi parejas palabras de Heráclito: “es siempre uno y lo mismo en nosotros, lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo anciano. Lo primero se transforma en lo segundo, y lo segundo en lo primero” (fragmento 88). La conciencia de esa escisión nuclear del individuo, no en dos partes separadas y estancas, sino en dos o más secciones fluctuantes, ventriculares, comunicadas, dicotiledóneas, metanoicas, “sístole y diástole / de un mismo espejo”, que decía Gonzalo Rojas[1], es la que nutre la mejor poesía moderna y posmoderna, desde Pessoa a John Ashbery, de Juan Ramón y Vallejo a Bernard Nöel, Eduardo Milán o Gamoneda. En esa estirpe que toma al sujeto como una incertidumbre, y no como un risible sujeto sólido y firme, es donde se coloca este excelente poemario de Gálvez. Un poemario en el que encontraremos textos como este “Rotación”:
La noche es el comienzo
de un día que ya es noche.
Todo gira en destellos y relámpagos
y la penumbra es un viaje
sin partida ni llegada.
En lo temporal huye el hombre,
mientras el mundo gira en su esplendor
como una bengala de fiesta.
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Ideas para instalaciones artísticas. Colocar en las calles de una ciudad bocas de metro falsas, idénticas a las reales pero colocadas en lugares donde no puedan jamás existir, para despistar a los viandantes. Colocar postes de parada de autobús o marquesinas en la ribera de un río. Escaleras mecánicas en funcionamiento, que den a muros en construcción.
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Él no había estado nunca en una casa de lenocinio (...) La mujer mantiene una billetera frente a su cara, con las dos manos.
-¿Usted es escritor?
-¿Yo? No. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Le gustan los escritores?
-No, no me gustan.
-¿Por qué? No son malas personas.
-Sí, son malas personas.
Ricardo Piglia, Nombre falso
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Amar: perder lectoras.
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Edmundo Paz Soldán, Palacio Quemado; Alfaguara, Madrid, 2008.
Según nos dice la Wikipedia,
El Palacio Quemado es el nombre popular para denotar al Palacio de Gobierno boliviano, está situado en la Plaza Pedro Domingo Murillo en el centro de la ciudad de La Paz. Es un edificio en el cual se encuentra el presidente de la república y sus ayudantes que dirigen el país. El edificio ha tenido muchos nombres. Su apodo (Palacio Quemado) se originó del hecho de que fue incendiado en una sublevación del año 1875 en el gobierno de Tomás Frías. Se ha construido y mejorado desde entonces un buen número de veces, pero el nombre ha permanecido arraigado en el pueblo paceño.
La historia de un país se puede contar, bien a través de uno solo de sus habitantes, al modo de los narradores rusos del XIX (Anna Karenina, Miguel Strogoff, Tarás Bulba, Raskolnikov), o por uno solo de sus edificios. En el caso de Bolivia, si hay un edificio que admite ese simbolismo aglutinador es sin duda el Palacio Quemado. En esta novela, Paz Soldán toma el edificio como espacio narrativo de esta novela dura, realista, implacable con la política reciente de su país y con ciertos círculos históricos viciosos, que parecen impedirle salir adelante según los deseos de muchos de sus ciudadanos. El personaje elegido es idóneo: un escritor de discursos. Los escritores de discursos –entre los que me encontré durante un tiempo– son personajes con una perspectiva muy interesante sobre lo que sucede, ya que están a la sombra del poder, principalmente político y económico, aunque esa permanencia en la penumbra les permite no quedarse ciegos con la luz de los flashes. No comparten el lugar de los oradores, pero toman su voz. Una de las muchas facetas interesantes de Palacio Quemado es precisamente la de la responsabilidad personal respecto a los discursos escritos. Cada escritor de discursos, supongo, la salva a su manera, aunque Óscar, el protagonista de la novela, elige la peor de las vías: asumir por completo y dirigir ortodoxamente el discurso del Presidente Canedo, que sabe fallido y destinado al fracaso desde muy pronto. Óscar va haciendo que el Presidente (que niega con su roma actitud personal y la rigidez de su cuerpo los dinámicos parlamentos que Óscar le prepara) sea más coherente con su propia política de lo que realmente es, con lo cual las palabras le hunden aún más en el vacío de su propia irresolución. Una irresolución que se debate perennemente entre el Coyote, un ministro populista y tirano, y Mendoza, un Vicepresidente razonable, culto y elitista. Que al final de la novela descubramos la rapacidad de ambos es el modo de Paz Soldán de mostrar el cul de sac de cierta clase política latinoamericana, incapaz de conducir a sus países ni por el lado populista ni por el elitismo democrático: “un puerto chileno, una trasnacional norteamericana… De golpe y porrazo, los grandes responsables de nuestro atraso –porque nos costaba aceptar que quizás fuéramos nosotros mismos los responsables– parecían unidos a los ojos de la oposición” (p. 71). Una incapacidad estructural para gobernar(nos) que sólo mi optimismo antropológico sin pruebas me impide extrapolar ahora mismo a cualquier clase política de cualquier país del mundo. El caso es que Óscar comienza la novela siendo consciente del poder de los discursos (“la gente se quejaba de que los políticos siempre decían lo mismo […] y sin embargo a la hora de la verdad los escuchaba y analizaba cada una de sus frases como si éstas tuvieran poder. Y era verdad, lo tenían”, pp. 46-47), y poco a poco va siendo consciente que el poder es más bien relativo (p. 270), y que lo que importa es el poder de la imagen:
Constaté con angustia que aunque ya era muy consciente de que mis palabras no servían para nada, de que las palabras no servían de nada, de que el lenguaje no servía de nada, de que quizás para lograr que el presidente se comunicara con el pueblo debía inventar otro lenguaje que no pasara necesariamente por las palabras –estaba leyendo Homo videns, el libro de Sartori que me había recomendado Mendoza– (…) (p. 176)
Nada baladí la cita de Sartori, pues Homo videns es precisamente un manual preciso de cómo el poder político actual pasa, cada vez con más intensidad, por las pantallas pequeñas (aunque Sartori cometió el error, en 1997, de minimizar el papel de Internet). Y este es uno de los méritos más interesantes de la novela, a mi juicio: esclarecer la forma en que los pequeños detalles que rodean al poder pueden a veces injerir en la vida política de un país, determinarla y acabarla estropeando de forma irresoluble. El escritor de discursos es el que escribe para la realidad desde la sombra; Paz Soldán ha intentado iluminar esa sombra, arrojar luz narrativa para saber cuáles son los hilos con los que se mueve la realidad de las cosas, y quiénes los mueven.
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Guillermo Bon Bonzá, doctor en Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona, envió a varios congresos tres ponencias con nombres falsos, párrafos plagiados e insultos racistas escondidos en citas en alemán. Una de las comunicaciones la firmaba Hans Heidelberg, supuesto profesor titular de la inexistente Universidad Politécnica de Münchengladbach. Al desvelar su trampa, dijo que los trabajos, aceptados por comités de especialistas y editados en los CD-Rom de tres universidades importantes, revelaban los teatros inverosímiles en que se han convertido las ferias de vanidades académicas.
Néstor García Canclini, Diferentes, desiguales y desconectados, 2006
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EL PROFETA
¡Acerté, adiviné en un libro mío la forma en que se acabaría el mundo!, me gritaba el muy imbécil, mientras yo corría buscando a mi mujer.
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Diciembre 2008 - enero 2009 .
Notas
[1] G. Rojas, “A unas muchachas que hacen eso en lo oscuro”, Esencial. 104 poemas y otros textos; Equinoccio, Caracas, 2005, p. 100.
[1] G. Rojas, “A unas muchachas que hacen eso en lo oscuro”, Esencial. 104 poemas y otros textos; Equinoccio, Caracas, 2005, p. 100.
martes, 20 de enero de 2009
lunes, 5 de enero de 2009
Olvido digital vs. memoria digital
Manfred Osten
La memoria robada. Los sistemas digitales y la destrucción de la cultura del recuerdo. Breve historia del olvido; Siruela, Madrid, 2008.
En este ensayo, breve a pesar del largo título, Osten desarrolla varios temas que se van cruzando: la aceleración histórica, las consecuencias que la misma tiene en cuanto a la progresiva dificultad de conservar la memoria, los problemas histórico-sociales-culturales del olvido, y los sistemas de archivo digital. Esta cuadrangulación es interesante y tiene una obvia lógica relacional, que no ha pasado desapercibida ni al autor ni a los pensadores en que se apoya. Porque, digámoslo ya, Osten no es un gran pensador. No es un filósofo al uso, ni siquiera un fino ensayista, sino una persona inteligente que sabe leer libros y artículos de manera cruzada, tejiendo un texto a partir de las referencias de otros. No estamos defendiendo una absurda actitud de no citar a nadie, sino criticando la extendida costumbre de que las citas de los demás sean la parte más importante del texto, no por cantidad sino cualitativamente, obliterando aquella otra donde se exponen –o debieran exponerse– las hipótesis propias. La aportación de Osten es minúscula, y en realidad son otros pensadores alemanes (Harald Weinrich, Odo Marquard, Wolfgang Früwald, Wolf Singer, Wolfgang Hagen) los que sostienen el libro. Con todo, precisamente por la inteligencia lectora de Osten, el ensayo es muy interesante, por lo que tiene de clarificador en el planteamiento de los temas y por su labor difusora de los pensadores alemanes. Y enfatizo pensadores alemanes porque, en un gesto de cierto chovinismo alemán –por ser piadosos en la descripción– Osten escribe como si ningún pensador francés, norteamericano, español, chino o inglés hubiera escrito jamás sobre estos temas. Y si comenzar con unos rudimentos sobre filosofía de la historia puede hacerse, sin severos problemas, apoyándose exclusivamente en el pensamiento germano, conforme nos acercamos a la exposición de los sistemas digitales de archivo de datos, ciertas ausencias (Maldonado, Castells, Manovich) convierten al libro en un acercamiento muy limitado al tema de la consolidación de la memoria mundial. Osten parece ser uno más entre los numerosos pensadores que se acercan a los temas digitales sin saber lo que es una base de datos, un sistema operativo o una memoria en red. La ausencia total a lo largo del libro de referencias a los sistemas de trabajo en régimen Grid, por ejemplo, es una laguna crítica, porque apela directamente a la hipótesis de fondo del ensayo, esto es: que la aceleración histórica y los procesos de archivo de datos nos están sumiendo culturalmente en el olvido de la cultura tradicional. Desconocer algunos de los más importantes y revolucionarios modos de gestión de datos y procesos digitales, como el citado Grid, entre otros, desarticula la hipótesis y la deja a la intemperie de la Historia, que para algunos siempre incluye el pasado… pero casi nunca el presente.
Pero vamos a examinar algunas ideas del ensayo con los menos prejuicios posibles. En las primeras páginas expone Osten algunas ideas que merece la pena comentar. Por ejemplo:
La aceleración histórica desde la secularización es un hecho evidente; un pedagógico desarrollo histórico de la misma puede verse en el excelente libro de Reinhart Koselleck, Aceleración, prognosis y secularización (Pre-Textos, 2003), y es cierto que una consecuencia lógica es que los archivos culturales tienen menos tiempo para ser validados y su contenido asimilado por las sucesivas oleadas de procesadores, si queremos evitar el economizado término de consumidores. También es cierto, y muy triste, que asistimos, como dice Osten, “a la liquidación de las instituciones tradicionales de la memoria”, sobre todo de las bibliotecas, cuyos requerimientos de espacio físico casan mal con nuestros tiempos de especulación inmobiliaria. También se asiste, con dolor y resignación, al guillotinamiento masivo de ejemplares no vendidos de libros (recordemos el célebre caso de algunas colecciones de Alianza), por los altos costes de almacenaje, que es otra forma de liquidación cultural, en forma de incendio ecológico, ya que supuestamente los ejemplares guillotinados se convierten en pulpa para seguir imprimiendo. Pero en lo que no estamos de acuerdo es en la parte relativa (a la que se dedica el penúltimo capítulo del ensayo) a la dilapidación de la memoria colectiva (tradicional y/o histórica) por culpa de los problemas de compatibilidad de los soportes técnicos y de las memorias digitales. Sí, es cierto que “un PC moderno ya no está en situación de descifrar los contenidos del viejo Commodore” (p. 82). Ni falta que hace. Sí, es cierto que la BBC ha podido perder buena parte de sus contenidos visuales de los años 60. Mi hipótesis es que si eso ha sucedido es porque esos datos, como los de los viejos Commodores, en realidad no le interesaban lo suficiente a nadie. “Esto supone por una parte que se deje exclusivamente al parecer y criterio de las actuales élites de funcionarios el determinar qué contenidos de memoria estarán disponibles en el futuro y cuáles deberán considerarse obsoletos” (p. 85). Pues claro. ¿Acaso no ha sido siempre así históricamente? ¿No debemos a los funcionarios de los faraones los restos jeroglíficos de las tumbas, no debemos a los monjes medievales la supervivencia de la cultura anterior a ellos, no debemos a los eruditos árabes el rescate de los tratados de Aristóteles? Siempre hay una élite intelectual que decide, pero es que a esa élite es a la única que realmente le interesa la custodia de ciertos contenidos culturales. La ventaja es que los modernos medios digitales que Osten condena son, paradójica y cruelmente, los primeros en la Historia que han democratizado esos procesos de salvación del saber, y los han puesto a disposición de cualquier persona. En Wikipedia, un medio de conservación digital del saber que Osten, con pasmosa tranquilidad (será que no hay muchos contenidos wiki en alemán), ignora por completo en su ensayo, hay 180.000 colaboradores de todas las partes del mundo que han decidido sumarse a esa élite, del mismo modo que otros proyectos digitales, como el SAN (este sí citado por Osten), o la propia Encyclopaedia Britannica, que se ha pasado a la red. El resultado es que… ya no hay élite, por fortuna. Ahora somos decenas de millones de personas en el mundo las que mediante webs, wikis, blogs, videologs, fotologs, Youtube y demás recursos de almacenamiento cultural estamos dejando un testimonio de la cultura existente, tanto de aquella producida en marcha como de la almacenada durante siglos. El formato de almacenamiento de información conocido como byte es de los más reproducibles y perdurables que se han inventado, mucho más que las cintas de casete o las impresiones magnéticas o las tarjetas perforadas que ya pasaron a nuestro arcón de la memoria. Los bytes son líquidos, fluctúan, se almacenan fácilmente, y acumulan muchísima información en muy poco espacio. Will Wright, el creador del fascinante videojuego Spore estima que, en su creación, “un planeta entero, con su ecosistema, su orografía, sus civilizaciones y ciudades, cabe en 80 kilobytes, y que la cantidad de información necesaria para codificar un animal entero es apenas un par de kilobytes”[1]. Ochenta kilobytes es apenas el triple de lo que ocupa este texto en formato Word. Todo lo que he escrito a lo largo de mi vida no supera los cincuenta megas, de forma que en un CD-Rom cabe la obra completa de 14 escritores polígrafos y en un simple DVD la de 70. Guerra y paz se almacena, bien comprimida, en un diskete de 1’4. Mientras los sucesivos soportes informáticos funcionen con esta tecnología, y todo parece indicar que así será durante mucho tiempo, la capacidad humana de acumular información es simplemente inagotable e indestructible. La era digital, por tanto, no es la enemiga de la memoria ni la partidaria del olvido cultural, sino todo lo contrario. Los pesimistas como Osten o Weinrich sostienen que, como dice el último, “almacenar datos supone olvidarlos” (citado en Osten, p. 16). Podemos mirarlo así. También podemos mirarlo de este modo: “almacenar datos mecánica y universalmente es la única manera de garantizar que, cuando queramos recordarlos o necesitemos volver a ellos, estarán a nuestra disposición”. Que estos nuevos modelos de almacenamiento están afectando a nuestra organización cerebral es obvio, del mismo modo que la calculadora redujo nuestro potencial de computación y que la televisión ha reducido nuestra capacidad de atención continuada. Los pesimistas ven esto como una pérdida. Yo lo veo como una liberación, como el medio en que el propio hombre se ha dotado de instrumentos para liberarse de los trabajos pesados y mecánicos para dedicarse a trazar respuestas entre conceptos lejanos, del mismo modo que el automóvil nos permitió llegar antes a los sitios donde queríamos llegar. Fui opositor durante años. Llegué a almacenar de memoria miles o millones de datos que luego han devenido absolutamente innecesarios. Todavía sueño con las listas de bienes inmuebles del artículo 334 del Código Civil o con las penas para el robo con escalo. Algunas sentencias judiciales que vemos de cuando en cuando nos garantizan que saber de memoria la ley no garantiza siempre la justicia. Hay muchos críticos de literatura que han leído mucho y no se han enterado de nada. Hay gente que se estudia las guías de teléfonos. Yo me alegro por ellos. Pero me encanta haber comprobado, por mí mismo, que la memoria por sí sola no significa nada. Que lo importante no es tener todos los datos de alguna materia, sino saber los suficientes para entender y poder localizar los restantes cuando es necesario. Nuestro conocimiento es ya demasiado vasto para que un Goethe acumule todos los saberes de su tiempo. Hoy nuestro Goethe se llama Google. Este Googlthe es el único que puede rastrear nuestras epistemes casi por completo, con la ventaja de que es un instrumento (como cualquier otro buscador, como la Wikipedia o como la WWW) a disposición de usted, que lee estas palabras, a disposición de cualquiera que se acerque a Internet. La tecnología sólo es mala cuando se utiliza mal. Cuando se utiliza bien por los hombres la tecnología elimina el cáncer, corrige la vista, controla las placas solares y los molinos eólicos, fabrica los medicamentos, canaliza el agua y la filtra, etiqueta los alimentos orgánicos, crea vacunas, separa a los niños siameses y les da esperanza a quienes nacen sin riñones y hasta devuelve la vista a algunos ciegos. Hasta contribuye a crear depósitos del saber, tanto virtuales como tangibles, donde todo el conocimiento del mundo está a salvo, incluso el conocimiento creado por los autores pesimistas, luditas y tecnófobos. Feliz año a todos.
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Notas
[1] Javier Candeira, “Un universo en una línea de código”, en VVAA, Mondo píxel, vol. 1; Editorial Tébar, Madrid, p. 58.
La memoria robada. Los sistemas digitales y la destrucción de la cultura del recuerdo. Breve historia del olvido; Siruela, Madrid, 2008.
En este ensayo, breve a pesar del largo título, Osten desarrolla varios temas que se van cruzando: la aceleración histórica, las consecuencias que la misma tiene en cuanto a la progresiva dificultad de conservar la memoria, los problemas histórico-sociales-culturales del olvido, y los sistemas de archivo digital. Esta cuadrangulación es interesante y tiene una obvia lógica relacional, que no ha pasado desapercibida ni al autor ni a los pensadores en que se apoya. Porque, digámoslo ya, Osten no es un gran pensador. No es un filósofo al uso, ni siquiera un fino ensayista, sino una persona inteligente que sabe leer libros y artículos de manera cruzada, tejiendo un texto a partir de las referencias de otros. No estamos defendiendo una absurda actitud de no citar a nadie, sino criticando la extendida costumbre de que las citas de los demás sean la parte más importante del texto, no por cantidad sino cualitativamente, obliterando aquella otra donde se exponen –o debieran exponerse– las hipótesis propias. La aportación de Osten es minúscula, y en realidad son otros pensadores alemanes (Harald Weinrich, Odo Marquard, Wolfgang Früwald, Wolf Singer, Wolfgang Hagen) los que sostienen el libro. Con todo, precisamente por la inteligencia lectora de Osten, el ensayo es muy interesante, por lo que tiene de clarificador en el planteamiento de los temas y por su labor difusora de los pensadores alemanes. Y enfatizo pensadores alemanes porque, en un gesto de cierto chovinismo alemán –por ser piadosos en la descripción– Osten escribe como si ningún pensador francés, norteamericano, español, chino o inglés hubiera escrito jamás sobre estos temas. Y si comenzar con unos rudimentos sobre filosofía de la historia puede hacerse, sin severos problemas, apoyándose exclusivamente en el pensamiento germano, conforme nos acercamos a la exposición de los sistemas digitales de archivo de datos, ciertas ausencias (Maldonado, Castells, Manovich) convierten al libro en un acercamiento muy limitado al tema de la consolidación de la memoria mundial. Osten parece ser uno más entre los numerosos pensadores que se acercan a los temas digitales sin saber lo que es una base de datos, un sistema operativo o una memoria en red. La ausencia total a lo largo del libro de referencias a los sistemas de trabajo en régimen Grid, por ejemplo, es una laguna crítica, porque apela directamente a la hipótesis de fondo del ensayo, esto es: que la aceleración histórica y los procesos de archivo de datos nos están sumiendo culturalmente en el olvido de la cultura tradicional. Desconocer algunos de los más importantes y revolucionarios modos de gestión de datos y procesos digitales, como el citado Grid, entre otros, desarticula la hipótesis y la deja a la intemperie de la Historia, que para algunos siempre incluye el pasado… pero casi nunca el presente.
Pero vamos a examinar algunas ideas del ensayo con los menos prejuicios posibles. En las primeras páginas expone Osten algunas ideas que merece la pena comentar. Por ejemplo:
La secularización de todas las relaciones de la vida comienza bajo el signo de una rápida aceleración y de la leva de cualquier anclaje en una molesta memoria. Se trata pues de arrojar por la borda supuestos lastres a favor de una exclusiva orientación hacia el progreso (…) Un proceso que se acompaña de ulteriores y radicales rupturas de la continuidad de la memoria en forma de guerras mundiales, quema de libros y revueltas sesentayochistas. Pero sólo en la sociedad global de la información del siglo XXI parece que este proceso ha conseguido una dimensión que amenaza con superar todos los estadios hasta ahora alcanzados: tanto en el carácter ilusorio del supuesto alivio de la memoria mediante los sistemas digitales como en la tendencia a la liquidación de las instituciones tradicionales de la memoria (bibliotecas, teatros, óperas, museos, etc.).
La aceleración histórica desde la secularización es un hecho evidente; un pedagógico desarrollo histórico de la misma puede verse en el excelente libro de Reinhart Koselleck, Aceleración, prognosis y secularización (Pre-Textos, 2003), y es cierto que una consecuencia lógica es que los archivos culturales tienen menos tiempo para ser validados y su contenido asimilado por las sucesivas oleadas de procesadores, si queremos evitar el economizado término de consumidores. También es cierto, y muy triste, que asistimos, como dice Osten, “a la liquidación de las instituciones tradicionales de la memoria”, sobre todo de las bibliotecas, cuyos requerimientos de espacio físico casan mal con nuestros tiempos de especulación inmobiliaria. También se asiste, con dolor y resignación, al guillotinamiento masivo de ejemplares no vendidos de libros (recordemos el célebre caso de algunas colecciones de Alianza), por los altos costes de almacenaje, que es otra forma de liquidación cultural, en forma de incendio ecológico, ya que supuestamente los ejemplares guillotinados se convierten en pulpa para seguir imprimiendo. Pero en lo que no estamos de acuerdo es en la parte relativa (a la que se dedica el penúltimo capítulo del ensayo) a la dilapidación de la memoria colectiva (tradicional y/o histórica) por culpa de los problemas de compatibilidad de los soportes técnicos y de las memorias digitales. Sí, es cierto que “un PC moderno ya no está en situación de descifrar los contenidos del viejo Commodore” (p. 82). Ni falta que hace. Sí, es cierto que la BBC ha podido perder buena parte de sus contenidos visuales de los años 60. Mi hipótesis es que si eso ha sucedido es porque esos datos, como los de los viejos Commodores, en realidad no le interesaban lo suficiente a nadie. “Esto supone por una parte que se deje exclusivamente al parecer y criterio de las actuales élites de funcionarios el determinar qué contenidos de memoria estarán disponibles en el futuro y cuáles deberán considerarse obsoletos” (p. 85). Pues claro. ¿Acaso no ha sido siempre así históricamente? ¿No debemos a los funcionarios de los faraones los restos jeroglíficos de las tumbas, no debemos a los monjes medievales la supervivencia de la cultura anterior a ellos, no debemos a los eruditos árabes el rescate de los tratados de Aristóteles? Siempre hay una élite intelectual que decide, pero es que a esa élite es a la única que realmente le interesa la custodia de ciertos contenidos culturales. La ventaja es que los modernos medios digitales que Osten condena son, paradójica y cruelmente, los primeros en la Historia que han democratizado esos procesos de salvación del saber, y los han puesto a disposición de cualquier persona. En Wikipedia, un medio de conservación digital del saber que Osten, con pasmosa tranquilidad (será que no hay muchos contenidos wiki en alemán), ignora por completo en su ensayo, hay 180.000 colaboradores de todas las partes del mundo que han decidido sumarse a esa élite, del mismo modo que otros proyectos digitales, como el SAN (este sí citado por Osten), o la propia Encyclopaedia Britannica, que se ha pasado a la red. El resultado es que… ya no hay élite, por fortuna. Ahora somos decenas de millones de personas en el mundo las que mediante webs, wikis, blogs, videologs, fotologs, Youtube y demás recursos de almacenamiento cultural estamos dejando un testimonio de la cultura existente, tanto de aquella producida en marcha como de la almacenada durante siglos. El formato de almacenamiento de información conocido como byte es de los más reproducibles y perdurables que se han inventado, mucho más que las cintas de casete o las impresiones magnéticas o las tarjetas perforadas que ya pasaron a nuestro arcón de la memoria. Los bytes son líquidos, fluctúan, se almacenan fácilmente, y acumulan muchísima información en muy poco espacio. Will Wright, el creador del fascinante videojuego Spore estima que, en su creación, “un planeta entero, con su ecosistema, su orografía, sus civilizaciones y ciudades, cabe en 80 kilobytes, y que la cantidad de información necesaria para codificar un animal entero es apenas un par de kilobytes”[1]. Ochenta kilobytes es apenas el triple de lo que ocupa este texto en formato Word. Todo lo que he escrito a lo largo de mi vida no supera los cincuenta megas, de forma que en un CD-Rom cabe la obra completa de 14 escritores polígrafos y en un simple DVD la de 70. Guerra y paz se almacena, bien comprimida, en un diskete de 1’4. Mientras los sucesivos soportes informáticos funcionen con esta tecnología, y todo parece indicar que así será durante mucho tiempo, la capacidad humana de acumular información es simplemente inagotable e indestructible. La era digital, por tanto, no es la enemiga de la memoria ni la partidaria del olvido cultural, sino todo lo contrario. Los pesimistas como Osten o Weinrich sostienen que, como dice el último, “almacenar datos supone olvidarlos” (citado en Osten, p. 16). Podemos mirarlo así. También podemos mirarlo de este modo: “almacenar datos mecánica y universalmente es la única manera de garantizar que, cuando queramos recordarlos o necesitemos volver a ellos, estarán a nuestra disposición”. Que estos nuevos modelos de almacenamiento están afectando a nuestra organización cerebral es obvio, del mismo modo que la calculadora redujo nuestro potencial de computación y que la televisión ha reducido nuestra capacidad de atención continuada. Los pesimistas ven esto como una pérdida. Yo lo veo como una liberación, como el medio en que el propio hombre se ha dotado de instrumentos para liberarse de los trabajos pesados y mecánicos para dedicarse a trazar respuestas entre conceptos lejanos, del mismo modo que el automóvil nos permitió llegar antes a los sitios donde queríamos llegar. Fui opositor durante años. Llegué a almacenar de memoria miles o millones de datos que luego han devenido absolutamente innecesarios. Todavía sueño con las listas de bienes inmuebles del artículo 334 del Código Civil o con las penas para el robo con escalo. Algunas sentencias judiciales que vemos de cuando en cuando nos garantizan que saber de memoria la ley no garantiza siempre la justicia. Hay muchos críticos de literatura que han leído mucho y no se han enterado de nada. Hay gente que se estudia las guías de teléfonos. Yo me alegro por ellos. Pero me encanta haber comprobado, por mí mismo, que la memoria por sí sola no significa nada. Que lo importante no es tener todos los datos de alguna materia, sino saber los suficientes para entender y poder localizar los restantes cuando es necesario. Nuestro conocimiento es ya demasiado vasto para que un Goethe acumule todos los saberes de su tiempo. Hoy nuestro Goethe se llama Google. Este Googlthe es el único que puede rastrear nuestras epistemes casi por completo, con la ventaja de que es un instrumento (como cualquier otro buscador, como la Wikipedia o como la WWW) a disposición de usted, que lee estas palabras, a disposición de cualquiera que se acerque a Internet. La tecnología sólo es mala cuando se utiliza mal. Cuando se utiliza bien por los hombres la tecnología elimina el cáncer, corrige la vista, controla las placas solares y los molinos eólicos, fabrica los medicamentos, canaliza el agua y la filtra, etiqueta los alimentos orgánicos, crea vacunas, separa a los niños siameses y les da esperanza a quienes nacen sin riñones y hasta devuelve la vista a algunos ciegos. Hasta contribuye a crear depósitos del saber, tanto virtuales como tangibles, donde todo el conocimiento del mundo está a salvo, incluso el conocimiento creado por los autores pesimistas, luditas y tecnófobos. Feliz año a todos.
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Notas
[1] Javier Candeira, “Un universo en una línea de código”, en VVAA, Mondo píxel, vol. 1; Editorial Tébar, Madrid, p. 58.