Ricardo Menéndez Salmón, El corrector; Seix Barral, Barcelona, 2009
VLM: En El corrector examinas el 11 de marzo de 2004, día de los atentados en Madrid que provocaron casi doscientos muertos. Blanca Riestra, en Madrid Blues, también ha abordado desde la narrativa el 11/M. Javier Cercas, en su último libro, analiza el 23 de febrero de 1981, fecha del intento frustrado de golpe de Estado contra la democracia española. Antes de que yo diga alguna vulgaridad, prefiero que seas tú quien me señale las posibles causas que os han llevado a narradores menores de 50 años (menos de 40, en tu caso y el de Riestra) a reflexionar sobre la realidad histórica reciente.
Ricardo Menéndez Salmón: España, que es un país extraordinariamente complejo y plástico en su vertebración, y en ese sentido representa un modelo político muy avanzado, también es un país bastante monolítico en su imaginario creador, hasta el punto de que nuestros escritores mantienen una relación casi siempre incómoda con la realidad política inmediata, como si se sintieran más seguros cuanto más alejada del aquí y del ahora se desarrollara la acción ficcional. Ya sabes lo que quiero decir: montones de girasoles ciegos pero ninguna agenda oculta.
A pesar de la cantidad de cosas que han sucedido en nuestro país durante los últimos 34 años, desde la muerte de Franco, es notable que el guerracivilismo siga siendo el tema por antonomasia de nuestra literatura, y que, por ejemplo, los escritores se hayan asomado con tanta prevención, salvo en el caso excepcional de Raúl Guerra Garrido, al problema de ETA como aspecto central de una obra, un problema que ha generado océanos de tinta en la prensa y en la opinión pública, pero sólo ríos de escaso caudal en la literatura de ficción. Cito el caso del terrorismo vasco, pero lo mismo podría decirse de la Transición o del cuestionamiento del modelo de monarquía constitucional bajo el que vivimos.
Hablando en primera persona, confieso que el tema de la Guerra Civil no sólo me cansa como lector, sino que me produce indiferencia como ciudadano. Soy hijo de una generación que vive el intento de golpe de Estado con 10 años y asume su adolescencia y madurez en un régimen democrático consolidado, así que mi horizonte ideológico y mis motivaciones íntimas deben construirse en torno a una serie de ítems que hacen de España un país con sus contradicciones, con sus luces y sombras, pero que, honestamente, sospecho que tiene caladeros para la ficción mucho más intensos por abordar que el eterno debate acerca de la República que no pudo ser o el agujero negro moral que supusieron cuarenta años de dictadura.
Aun hoy seguimos en esa indiferencia hacia lo inmediato. Me pregunto, por ejemplo, cómo es posible que nuestra literatura no haya dado todavía una gran novela acerca de la inmigración, un Buda de los suburbios español. Imagino que habrá que esperar a que un chino de segunda generación, un senegalés de las conurbaciones o un búlgaro llegado en el eterno viaje del Este hacia el Oeste nos regale ese texto.
Antes de pasar a la siguiente pregunta, me gustaría recordar que también autores como Fernando Aramburu, Manuel Vilas, Bernardo Atxaga, Iban Zaldua o Juan Francisco Ferré, entre otros, han tocado el tema del terrorismo etarra, y Belén Gopegui y José Morella han buceado –a mi juicio con gran acierto y profundidad, pero quizá es pronto para saber si las suyas son o no grandes novelas– en la inmigración. Pero tienes razón respecto a que es una minoría frente al espesor de la corriente guerrista o posguerrista. Sigamos avanzando. En El corrector se utiliza el recurso, últimamente muy habitual, de la autoficción. Los últimos libros de Isaac Rosa, Lolita Bosch, Julián Rodríguez, Ray Loriga, Enrique Vila-Matas, Leonardo Valencia o Javier Pastor vienen bajo este patrón narrativo. Tu primera novela se llama La filosofía en invierno, y la del corrector protagonista El invierno de los filósofos; la segunda Panóptico y la segunda de él Frenopático, él es corrector y tú haces trabajos editoriales para KRK. ¿Por qué, en tu caso, la elección de este modo de contar? Si lo que querías era acercar la historia real del 11/M a tu punto de vista, ¿por qué no hacerlo directamente, como Ricardo Menéndez Salmón? ¿A qué se debe ese pequeño desvío o hiato entre tu anécdota personal y la del corrector?
A que no todo lo que le sucede a Vladimir en la novela le ha sucedido en la vida a Ricardo Menéndez Salmón. Puede parecer una respuesta maximalista, pero así es. Vladimir es una decantación, a veces meliorativa, a veces peyorativa, de mis virtudes y defectos. Vladimir encarna, en cierta medida, no sólo lo que Ricardo Menéndez Salmón es, sino lo que Ricardo Menéndez Salmón podría haber sido y lo que Ricardo Menéndez Salmón nunca se atrevió a ser. Y ello también es aplicable a su catálogo de opiniones, a la doxa que derrama a lo largo de la acción. La ecuación protagonista = autor no es en este caso plenamente legítima. Ricardo Menéndez Salmón es mucho más y, al tiempo, mucho menos que Vladimir. Además, a menudo se tiende a olvidar una circunstancia que, quizá por demasiado evidente, como la carta robada de Poe que tenemos ante los ojos y no vemos, obviamos en lo que se refiere a las autoficciones: El corrector es sólo una novela y, como tal, no es un reportaje periodístico, ni una confesión con luz y taquígrafos ni un capítulo de unas memorias.
Dicho esto, me atrevería a añadir una consideración de carácter supersticioso: aunque no me tembló el pulso al ver sobre la pantalla parpadear los nombres de Aznar o de Otegi, no puedo decir lo mismo cuando vi mi propio nombre escrito al lado de los suyos. El temor a la magia contaminante, imagino.
En este punto, alguna voz crítica ha señalado que tu implicación personal en la historia (quizá acentuada por el uso de la primera persona, que creo no habías utilizado más que en alguno de tus relatos) daña el distanciamiento, por crear un abismo entre el nivel habitual de tus libros, instalados –por decirlo de alguna manera– en las alturas de la reflexión, y el pie de calle de la referencia a políticos y declaraciones públicas del 11/M. Como si hubiera dos libros y dos tonos, uno más anecdótico que otro, en El corrector. ¿Crees que esto es así? ¿Qué valoraste a la hora de elegir la primera persona como canal narrativo?
Acerca de esa dialéctica transitividad/intransitividad que ciertos críticos apuntaron apelando a Barthes, debo decir que, aunque acepto esas críticas, sobre todo porque han sido elegantemente expuestas, no las puedo compartir. Como Sergio Gaspar, editor de DVD, me confesó: «Decir todo sin decirlo es no decir nada».
Para mí hay dos instancias fundamentales en la novela, que ningún crítico ha sabido interpretar. Me refiero a las frases de Corrección, la novela de Bernhard, que enmarcan la novela. En esas dos citas Bernhard reclama la soberanía del silencio (en cuanto nombramos algo, lo aniquilamos) y la tentación de la misantropía (nada más inteligente que retirarse del mundo y cultivar la indiferencia). Bien. Es posible que, en circunstancias normales, yo me adhiriera abiertamente a las tesis de un escritor que para mí representa la cumbre de la literatura europea de la segunda mitad del siglo veinte, pero, sin embargo, en el escenario de las jornadas de marzo del 2004, en un país que se vio golpeado por el terror más indiscriminado y por la manipulación más maquiavélica, la soberanía del silencio y la tentación de la misantropía, que en mí están profundamente arraigadas, entraron en contradicción con la realidad de los hechos y con los poderes de la escritura. De modo que, al escoger la primera persona, valoré tres circunstancias, que tienen que ver con otros tantos estados de conciencia vividos por mí durante aquellos días: el dolor causado por la muerte de todos nosotros (por primera vez en la historia de España, y salvando el ataque de Zaragoza en Hipercor, que sabemos se debió a un error de cálculo, asistíamos a un atentado absolutamente democrático, donde no se discriminaba entre los objetivos), el estupor (provocado al advertir cómo el poder iba construyendo, paso a paso, minuto a minuto, comparecencia a comparecencia, un discurso alternativo al de la realidad, al modo de 1984) y la indignación (que alcanza su punto álgido el 29 de noviembre del 2004, cuando Aznar anuncia en cierta comisión que los atentados de Madrid no habían sido urdidos en «lejanas montañas ni en remotos desiertos»).
Quizá, también, esa prevención de ciertos críticos ante el tono de El corrector tenga que ver con la primera pregunta que me haces. España es un país poco acostumbrado a que los escritores se ensucien con la realidad, que por definición mancha. Orhan Pamuk lo explica magníficamente en esa lección de literatura que es Nieve: «Soy un escritor que considera la política un destino inevitable que no le gusta». Ese ha sido mi humilde caso en El corrector.
El protagonista rechaza la idea de narrar, y explica las razones que le llevaron a dejar de hacerlo (pp. 70 y ss.), pero sin embargo se embarca en la redacción de una crónica.
Esta paradoja central (la asunción de que Vladimir, en realidad, acaba de escribir su tercera novela) me parece que humaniza extraordinariamente al protagonista y desvela lo que de frágil y, al tiempo, de poderoso alienta en él. Como todos los que han escrito y publicado alguna vez, Vladimir debe lidiar con sus limitaciones y trabajar sobre el terreno nada firme de sus anhelos y de sus renuncias. Aunque lo que en realidad Vladimir está diciendo es que, por encima de todo, contra viento y marea, hay temas que deben ser escritos. La gran literatura, guste o no a los bien pensantes, es siempre urgente. Kurt, en La ofensa, miraba hacia otro lado ante el horror y dimitía de la realidad; Manila, en Derrumbe, se buscaba en los ojos de Mortenblau y de Los Arrancadores para acabar convirtiéndose él mismo en un asesino; Vladimir, en El corrector, dinamita ambas actitudes (la suspensión del juicio y la osmosis con la maldad) y reclama la escritura como contrapoder. Por eso El corrector es, desde mi punto de vista, una novela decididamente optimista, porque supone una declaración de amor a los poderes emancipadores de la literatura, a su capacidad para destruir todo criterio de autoridad que no se asiente sobre la razón.
Otra contradicción que quiero que me expliques, porque supongo que es deliberada: el protagonista critica la vanidad y la falta de autocrítica de los escritores actuales (p. 89, por ejemplo), pero cuando se refiere a su primera novela, habla de «su belleza» (p. 78). ¿Intentas señalar irónicamente con esto que incluso todos los escritores actuales son, sois o somos, unos vanidosos?
Vanidad y literatura parecen inseparables. Una mirada a la historia más íntima de la literatura lo confirma sin remedio. Lo cual no significa que yo niegue al escritor el poder de contrastar la potencia y singularidad de su obra (y la de sus contemporáneos) con mayor relevancia que cualquier otra mirada. Steiner, que en mi opinión es un lector inmenso, lo explica en «Invidia», un capítulo de su extraordinario Los libros que nunca he escrito. Allí dice que la crítica es indispensable para la difusión y dilucidación de los textos, pero que queda en pie un hecho fundamental (y a menudo doloroso para el crítico) resumido en una frase contundente: «Pushkin escribe las cartas». Vladimir, que es, que ha sido un diminuto Pushkin, sabe con propiedad de qué habla cuando se refiere a una belleza pasada.
Cuando hice la reseña de Derrumbe, insistí en el tema del mal. Un tema que quizá es el leitmotiv de nuestro tiempo. Antes de leer nada tuyo, estaba preso de la escritura de una novela que apenas acabo de terminar, que también examina este problema, y en la última y excelente novela de Iván Thays, Un lugar llamado Oreja de Perro (Anagrama, 2008), el protagonista se dice a sí mismo: «a mí el tema que me interesaba era el mal» (p. 17). ¿Crees que es el mal el tema de nuestro tiempo? ¿Crees que el miedo social, que apuntas en la novela como emblema de nuestra era, sería sólo el efecto del mal generalizado? ¿Has cerrado con este libro una trilogía sobre el mal, que comenzaría con La ofensa y Derrumbe o el mal, como me inclino a pensar y a la vista de obras tuyas anteriores como Panóptico, es en realidad el asunto central de tu escritura?
Hay una intuición de Roberto Arlt en Los siete locos que asumo como propia: «Sólo el mal», escribe el escritor argentino, «afirma la presencia del hombre sobre la tierra». Frase terrible pero muy certera, porque a poco que uno reflexione se da cuenta de que la maldad y, por extensión, el terror son privilegio de nuestra especie. La peripecia que conforman La ofensa, Derrumbe y El corrector, y que como bien insinúas arranca de Panóptico, no tiene fin, porque el tema es inagotable, aunque ahora mismo, y por razones incluso de higiene mental, me apetece separarme de esa temática durante un tiempo. Las caracterizaciones que en mis libros ha ido adoptando el asunto (la locura como sanción burguesa de lo que es o no es aceptable en Panóptico; la guerra sensu stricto en La ofensa; el miedo como ideología dominante en Derrumbe; la mentira como realpolitik en El corrector) no agotan el tema, sin duda, pero desgastan mucho.
Pecando de esa vanidad de la que antes hablábamos, me atrevo a decir que, en las condiciones actuales de la literatura española, pocos autores están arriesgando en sus libros como yo, formal y argumentalmente. En tres años he ofrecido otros tantos libros muy distintos entre sí y, a la vez, secretamente dialogantes, solidarios, hermanados: 1) una historia de redención, 2) una historia de terror puro y, por fin, 3) una historia de redención y de terror puro, pero creo haberlo hecho en tres envoltorios, si no novedosos, desde luego excéntricos en la literatura de la última década: grosso modo, 1) un ensayo filosófico disfrazado de novela de aventuras, 2) un cronomapa del desconcierto contemporáneo disfrazado de novela negra y, por fin, 3) un homenaje a los seres queridos disfrazado de lo más desesperanzador y escéptico que quizá exista: la novela política.
Ahora me he ganado el derecho a un libro luminoso. Y en eso estoy.
Gracias, Ricardo.
miércoles, 29 de abril de 2009
viernes, 24 de abril de 2009
La alquimia del lenguaje (digital)
Francis Pisani y Dominique Piotet, La alquimia de las multitudes. Cómo la web está cambiando el mundo; Paidós, Barcelona, 2009[1]
Señalaba Néstor García Canclini cómo los mismos antropólogos que en 2002 decían que no se podía hacer un “trabajo de campo” en Internet, entienden ahora que una investigación científica de su rama sin utilizar la Red es un error de concepto. Esto es buena muestra de que Internet es hoy el lugar clave para detectar tempranamente tendencias sociológicas que acaban afectando, en poco tiempo, a las demás realidades que nos rodean.
El periodista Francis Pisani y el empresario y asesor Dominique Piotet han llevado a cabo en La alquimia de las multitudes un exhaustivo trabajo que recoge los cambios importantes que, desde la Red, comienzan a afectar la realidad no virtual. El título del libro hace referencia a la evolución que han sufrido los antiguos destinatarios de la tecnología WWW, ahora convertidos en rectores de su destino. Para Pisani y Piotet, los antiguos internautas han devenido webactores, palabra que a su juicio explicita el cambio del estatismo navegador de la web 1.0 a la dinamicidad relacional de la red social o “web 2.0”. Lo que hoy conocemos por Internet no es ya sólo, como antes, creación de empresas, sino y sobre todo de los propios internautas, gracias a la facilidad de uso de las nuevas aplicaciones, accesibles a quienes no tenemos conocimientos de informática, y a la democratización de cierto tipo de saberes y herramientas de trabajo. Esto ha provocado que la antigua WWW que conectaba páginas se utilice ahora como instrumento para conectar contenidos o informaciones (p. 264), que la interacción haya devenido alquimia[2] y que el “crowdsourcing” o externalización a las masas sea un modo de trabajo práctico para las empresas: según el New York Times, la palabra “crowdsourcing” fue de las más buscadas en Google el pasado enero. La importante economía generada en Internet se basa en la transmisión de datos (p. 118), en los que la facilidad de acceso y la gratuidad de las aplicaciones ha sido un dinamizador considerable. Curiosamente, los internautas contribuyen, mediante lo que Bricklin ha llamado la “cornucopia de la comunidad”, a la incorporación de los datos, ya que al final son ellos (y no sólo las empresas a las que ayudan) quienes se aprovechan del resultado. Las empresas ahora tienen fans, personas dispuestas a trabajar gratuitamente por ellas, siendo el caso prototípico el de Appel. Las empresas informáticas abren su código para que los internautas lo usen y/o mejoren, como ha ocurrido recientemente con bitácoras.com. El proceso responde a una aplicación radical de la división platónica del trabajo: si todos ponemos un poco de esfuerzo, se logra un resultado mucho más completo y rápido que el producido por una o pocas personas trabajando toda la vida. Aunque no deja de resultar curioso que esa pasión se vuelque no sobre ideas o instituciones públicas, sino sobre empresas privadas.
Siguiendo el modelo de ensayo claro, los autores explicitan sus objetivos: “nuestra hipótesis es que, desde 2004, la web ha dado lugar a la emergencia de una nueva ‘dinámica relacional’. Ésta adquirió visibilidad gracias al éxito de empresas como Google, YouTube, MySpace o Facebook, y la mantiene gracias a la participación de millones de individuos y de pequeños grupos muy informales. La tecnología estaba ahí. Y los webactores empezaron a usarla de forma masiva” (p. 52). Los autores oponen con agudeza esta dinámica (movimiento no lineal, rápido e incontrolado) a la anterior mecánica (movimiento lineal, lento y controlado) que regía la web hace sólo seis años. Esa dinámica relacional, que definen con el nombre de “alquimia de las multitudes”, se basa en cinco puntos esenciales: acumulación de datos -producida por los internautas-, apuesta por la diversidad, capacidad de compilación y síntesis de los datos, puesta en relación de los mismos, y deliberación grupal sobre las consecuencias del proceso (págs. 154-56). En efecto, sucesos posteriores a la salida del libro dan la razón a Pisani y Piotet: fijémonos lo que ha pasado con Facebook. Después de los cambios propuestos unilateralmente por los administradores el pasado año, el revuelo de los usuarios fue tal que, en una medida inédita, Facebook decidió que en el futuro serán los propios usuarios los que decidirán sobre los desarrollos y normas. Mark Zuckerberg, el director de la empresa, aseguró su idea era crear una democracia formada por 175 millones de ciudadanos. En unas interesantes declaraciones, apuntó que “lo que pasó la semana pasada nos recuerda que los usuarios cultivan un verdadero sentimiento de propiedad, no sólo sobre las informaciones que comparten, sino también sobre Facebook. Las empresas como las nuestras deben desarrollar nuevas formas de gobernarse”[3]. Esto tiene importancia si tenemos en cuenta que un reciente estudio ha señalado cómo el 74% de los internautas españoles (lo que arroja la nada desdeñable cantidad de 13 millones de personas) visitó en diciembre de 2008 algún sitio perteneciente a redes sociales[4], sobre todo Facebook.
Una de las tesis más sugestivas del libro es que el mapa que puede hacerse de Internet en la actualidad es dinámico. La vieja idea de la cartografía fija no es válida para la Red. Siguiendo la metáfora de Google Earth, los mapas sólo son válidos si los satélites disparan fotografías una vez por minuto y la información se actualiza cada poco. En la Red los enlaces que vinculan nodos, según el libro de Barabási Linked (2003), no pueden entenderse como puntos fijos, sino que “los enlaces no son más que la representación de flujos, de intercambios, de interacciones y de los movimientos complejos que resultan de todos ellos” (citado por Pisani y Piotet, p. 57). Esto lleva a los autores a colegir que los símiles con que se intenta hacer una definición plástica de Internet, sacados casi siempre de la terminología de los transportes (“autopista de la información”, “conducto”, “canales”), no son realmente operativas para un sistema que funciona basado en flujos. Bauman diría: de forma líquida. Las palabras nodo y enlace deben entenderse, pues, de una manera dinámica: “Todo ocurre como si el término, más bien estático, de ‘enlaces’ nos impidiera ver de lo que realmente se trata: la red está hecha de flujos que transitan por esos nodos” (p. 58).
Uno no piensa en la importancia que ha ganado Internet en tan poco tiempo hasta que los datos le confrontan con la realidad: la red sólo existe desde hace 25 años, y en la forma en que hoy la conocemos (como web o WWW), sólo 15. Google salió a bolsa no hace ni cinco años. Los autores plantean cómo se han producido los cambios que han cambiado una parte del mundo (o una gran parte de nuestra visión sobre el mundo), pero no al modo de otros expertos o digeratis en tendencias digitales, aportando su mera opinión, sino examinando esas revoluciones con ejemplos y consecuencias mesurables económicamente. Primero los autores examinan el proceso gradual hacia la empresa “líquida”, apuntando decenas de casos que demuestran cómo cada vez más compañías utilizan los instrumentos accesibles en línea para abaratar costos y agilizar los procesos (hace poco leíamos que algunas comunidades autónomas españolas van a comenzar a utilizar en sus sistemas informáticos programas de código libre para no invertir en licencias de uso), para a continuación examinar el impacto que estas nuevas tendencias de los usuarios han tenido en los medios tradicionales de comunicación. Que el New York Times o El País tuvieran que hacer de libre acceso en 2007 todos sus contenidos en línea no fue una decisión debida a la generosidad de sus responsables, sino una técnica de supervivencia al ver que sus contenidos –y la publicidad que los acompaña– se quedaban fuera de las listas de los buscadores, reservadas a información de libre acceso. Los internautas no pagan por lo que pueden conseguir gratis en otro sitio, lo que está alterando sustancialmente los modos de consumo y producción. Asimismo, los internautas son cada vez más activos en la participación, de modo que están comenzando a integrarse en situación de horizontalidad en los medios tradicionales. El País, por ejemplo, tiene en su versión digital una sección titulada “Yo periodista” donde los internautas que han presenciado un hecho concreto pueden enviar sus imágenes, lecturas o comentarios de los mismos. Los medios refractarios a estas políticas de aceptación de “lo amateur”, mal que le pese a Andrew Keen y otros nostálgicos, están destinados a desaparecer con el tiempo o a volverse absolutamente minoritarios[5]. A la posible democratización se unen factores económicos: “Los medios de comunicación tradicionales han entreabierto la puerta a la participación de los periodistas aficionados al menos por tres buenas razones: estos últimos poseen información que los profesionales no tienen; eso les permite ahorrar dinero; y con ello intentan desarrollar su relación con las audiencias” (p. 248). Como se ve, no son razones para ignorar fácilmente.
El libro de Pisani y Piotet ahonda en algo a tener muy en cuenta: el poder de los ciudadanos y de su actuación, cuando deciden moverse. Y se mueven por lo que les interesa: por sorprendente que pueda parecer, cualquier ganador del programa American Idol (modelo del que surgió Operación Triunfo, entre otros) recibe más votos de los que recibió George W. Bush en su última elección. Por encima de lecturas sociológicas superficiales, hay en este ejemplo una verdad de fondo que es la que se han propuesto estos autores investigar en su excelente ensayo.
Notas.
[1] Esta reseaña es una versión extendida de la aparecida en Mercurio nº 110, abril 2009, p. 40.
[2] “A los usuarios de MySpace, Facebook o Bebo les resulta más atractivo establecer relaciones en la medida en que son decenas de millones que si fueran un puñado. Cada actuación de los webactores conectados entre ellos con datos añade algo, un valor que no estaba y cuyo conjunto desemboca en lo que algunos han sentido la tentación de llamar ‘inteligencia colectiva’ o ‘sabiduría de las masas’. Términos quizá demasiado ambiciosos, que prometen mucho y que corren el peligro de decepcionar tanto como prometen. Por nuestra parte, preferimos hablar de ‘alquimia de las multitudes’; Francis Pisani y Dominique Piotet, La alquimia de las multitudes. Cómo la web está cambiando el mundo; Paidós, Barcelona, 2009, p. 22.
[3] http://es.noticias.yahoo.com/12/20090227/tts-en-una-medida-inedita-en-internet-fa-3c8ed92.html.
[4] Estudio realizado por ComScore, difundido en El País, 25/02/2009. El estudio coloca a España en el segundo lugar entre los países europeos más asiduos a redes sociales.
[5] “La web ha puesto de manifiesto que el concepto de lo que constituye la actualidad difiere en función del grupo social, del país y de la generación. Los medios tradicionales aún no han asumido todas las consecuencias de este hecho”; Francis Pisani y Dominique Piotet, La alquimia de las multitudes. Cómo la web está cambiando el mundo; op. cit., p. 38.
domingo, 19 de abril de 2009
La muerte de J. G. Ballard
Over my head the sky brightened, bathing the placid roofs in an auroral light, transforming this suburban high street into an avenue of temples. I felt queasy and leaned against the chestnut tree outside the post office. I waited for this retinal illusion to pass, unsure whether to halt the passing traffic and warn these ruminating women that they and their offspring were about to be annihilated.
J. G. Ballard, The Unlimited Dream Company
Hoy domingo, a los 78 años, y después de la larga enfermedad que todos sus lectores conocíamos, ha muerto J. G. Ballard. Hasta cierto punto, podemos decir que con esta desaparición se acaban los años 70, la carrera espacial, la guerra fría y las especulaciones sobre la vida sexual de Ronald Reagan.
En realidad, no sé muy bien qué decir. Sólo que siento la existencia de un vacío nuevo, un abismo muy grande, cuyo sentido tardaré tiempo en comprender.
Si alguien quiere recordar cosas de Ballard, puede asomarse a la página de www.ballardian.com, donde nunca se ha dejado de escribir sobre él; o puede leer el texto sobre el futuro Museo Ballard escrito por Rodrigo Fresán, uno de los más recalcitrantes ballardianos, comentado por Iván Thays.
He escrito en un par de ocasiones sobre Ballard. A continuación transcribo los dos primeros párrafos de mi texto: "Ballard: guerras reales y guerras textuales", incluido en Jordi Costa (ed.), J. G. Ballard. Autòpsia del nou mil.leni (CCCB, Barcelona, 2008), esperando que sirvan no como acicate para leer el resto del artículo, sino para animar a quien no lo haya hecho a la lectura de las obras de Ballard:
1 / A / Creo que la visión de James Graham Ballard sobre el ser humano se resume, más o menos, a esta hipótesis: después de aplicar a una persona una decena de electroshocks, lo más seguro es que desaparecieran de su mente todos sus pensamientos y voliciones habituales, salvo la violencia.
1 / B / Creo que la visión de James Graham Ballard sobre la literatura se reduce, más o menos, a esto: si a un texto le quitas la retórica, los epítetos innecesarios, la carga cultural heredada, las referencias equívocas y la hojarasca argumental, lo que permanece es la tensión.
J. G. Ballard, The Unlimited Dream Company
Hoy domingo, a los 78 años, y después de la larga enfermedad que todos sus lectores conocíamos, ha muerto J. G. Ballard. Hasta cierto punto, podemos decir que con esta desaparición se acaban los años 70, la carrera espacial, la guerra fría y las especulaciones sobre la vida sexual de Ronald Reagan.
En realidad, no sé muy bien qué decir. Sólo que siento la existencia de un vacío nuevo, un abismo muy grande, cuyo sentido tardaré tiempo en comprender.
Si alguien quiere recordar cosas de Ballard, puede asomarse a la página de www.ballardian.com, donde nunca se ha dejado de escribir sobre él; o puede leer el texto sobre el futuro Museo Ballard escrito por Rodrigo Fresán, uno de los más recalcitrantes ballardianos, comentado por Iván Thays.
He escrito en un par de ocasiones sobre Ballard. A continuación transcribo los dos primeros párrafos de mi texto: "Ballard: guerras reales y guerras textuales", incluido en Jordi Costa (ed.), J. G. Ballard. Autòpsia del nou mil.leni (CCCB, Barcelona, 2008), esperando que sirvan no como acicate para leer el resto del artículo, sino para animar a quien no lo haya hecho a la lectura de las obras de Ballard:
1 / A / Creo que la visión de James Graham Ballard sobre el ser humano se resume, más o menos, a esta hipótesis: después de aplicar a una persona una decena de electroshocks, lo más seguro es que desaparecieran de su mente todos sus pensamientos y voliciones habituales, salvo la violencia.
1 / B / Creo que la visión de James Graham Ballard sobre la literatura se reduce, más o menos, a esto: si a un texto le quitas la retórica, los epítetos innecesarios, la carga cultural heredada, las referencias equívocas y la hojarasca argumental, lo que permanece es la tensión.
viernes, 17 de abril de 2009
Viaje contra espacio, de Jorge Carrión
Antes de entrar en el libro de Carrión, os pongo sobre aviso de cosas que he publicado en otros sitios y que a lo mejor son de vuestro interés:
En la revista Ínsula, un largo artículo sobre la trayectoria poética de Olvido García Valdés que posiblemente sea lo menos malo que he hecho sobre poesía española contemporánea: “Olvido García Valdés: cartas de la vidente”, Ínsula nº 748, abril 2009, pp. 4-8.
En la revista Viajes National Geographic del mes de abril, un reportaje sobre la visita que hice a los parques naturales de Arizona y Utah: el Gran Cañón del Colorado, el Glenn Canyon, Monument Valley... Las fotos -hechas por un profesional, claro- son absolutamente impresionantes.
En el Quimera de abril, un diccionario irreverente de autores surrealistas contemporáneos.
En Clarín (la revista española, no la publicación argentina), también del mes de abril, un artículo a dos manos con José Ángel Cilleruelo, sobre el concepto de tiempo.
Es curiosa la coincidencia de la publicación de los cuatro artículos en el mismo mes, cuando han ido escribiéndose durante el último año. Espero que alguno de ellos sea de vuestro agrado.
Jorge Carrión, Viaje contra espacio. Juan Goytisolo y W. G. Sebald; Iberoamericana, Madrid, 2009
Lo que sigue no es un análisis del libro de Jorge Carrión en sentido estricto. No estoy capacitado para ello porque no conozco ni la obra de Goytisolo ni la de Sebald con la profundidad con que Carrión las conoce, que entiendo máxima, al provenir el libro de su tesis doctoral. En consecuencia, serán los expertos en Goytisolo y Sebald quienes deban hacer una lectura crítica de la crítica de Carrión. A mí me interesan hoy otros aspectos de este ensayo, como por ejemplo la luz que arroja sobre la propia obra del autor –un caso parecido al de Gil de Biedma y sus textos de El pie de la letra, tan importantes por su relación con la poética de Biedma como por su visión sobre los puntuales autores abordados–. Pero antes deberíamos esbozar, cuanto menos, una somera nota informativa sobre el libro.
Tras una clarificadora introducción, el ensayo se desarrolla mediante una habilidosa estructura sucesiva: en breves capítulos, se van alternando estudios de los mismos o parecidos temas en Goytisolo y Sebald, que van justificando, creo que sobradamente, el “atrevimiento metodológico” de mezclar dos autores distintos de dos lenguas, sin utilizar los instrumentos del comparativismo crítico. Como partidario que soy del atrevimiento, sobre todo metodológico, creo que el experimento de Carrión (que en manos más academicistas hubiera terminado en una interminable dialogía de párrafos en alemán con otros en español), no sólo funciona a la perfección, sino que establece un interesante modo de poner a conversar tradiciones. Algo propicio y útil cuando ambas tradiciones, tanto la de Sebald como la de Goytisolo, consisten precisamente en sacudir con furibundo sentido crítico la tradición propia: “Ésta es otra concordancia entre los proyectos literarios de Goytisolo y Sebald: ambos se sienten parte de una tradición de escritores de su misma nacionalidad que escribieron contra sus patrias respectivas; ambos lo han hecho contra el espacio diseñado por sendas dictaduras fascistas y las tradiciones ideológicas que las sustentan” (p. 126). Carrión aborda dos autores que tienen en común el viaje, la condición nómada, la perspectiva autoconsciente sobre la narración viajera (el metaviaje), la posición crítica ante la tradición cultural e histórica de sus culturas de origen, la preocupación por el idioma como re/generador de sentido mediante su deconstrucción ideológica, la construcción del yo como una obra dinámica (una diatopía), la inteligencia lectora y observadora, el ser humano como eje final de sus –muy distintas– poéticas. De ahí que la elección de Carrión me parezca correcta, ya que, a pesar de las obvias diferencias entre ambos (véase p. 158), Goytisolo y Sebald tienen más cosas en común que, por ejemplo, Goytisolo y Marsé.
Carrión hace una observación en las primeras páginas que delimita el tipo de viaje en el que su propia literatura, de La brújula (2006) a Australia. Un viaje (2008) se inserta: la del metaviaje, que parte de “la exagerada auto-conciencia del género” (p. 17). Ya hablamos de esto en nuestra hipercrítica de Australia, así que no abundaré mucho sobre ello. Pero Viaje contra espacio es el “hipotexto” que venía sustentando, desde el principio, el resto de elaboraciones, tanto teóricas como prácticas, de Carrión sobre el metaviaje. El hecho de aparecer en último lugar no opaca su carácter originario. Es durante la investigación sobre Goytisolo y Sebald, que se remonta -según el autor declara en la nota final- a 2002, cuando Carrión opone a los sistemas geonarrativos de Sebald y Goytisolo el suyo propio, en una mecánica de oposición, si cabe, bastante goytisolosebaldiana. El hecho de que Australia aborde el asunto de la emigración de manera central, y sin embargo Viaje contra espacio no lo toque más que para Sebald, apelando a que ese tema tiene ya un desarrollo suficiente –y así es– en el trabajo de Marco Kunz (Juan Goytisolo: metáforas de la migración; Verbum, 2003), es también significativo de hasta qué punto la obra de Carrión y su paralela investigación teórica están entrelazadas y generan tensión textual entre sí. Según algunos, esta es una constante de la narrativa mutante, y puede que así sea, pero estoy demasiado cerca para verlo con claridad y arrogarme una distancia que no poseo. En todo caso, el resultado en Viaje contra espacio es una codificación de los presupuestos con los que Carrión aborda su obra narrativa: el desplazamiento físico, acompañado de una documentación previa y posterior (tanto libresca como virtual, sobre todo a través del Google Earth), el entendimiento del viaje como modo de explorar un tema concreto (la inmigración española a Australia, por ejemplo), sin abandonar lo que tiene de viaje al interior de la propia conciencia (p. 25), el intento de ahondar en lo posible en la cultura del lugar estudiado, evitando la prosa de estampa, repensando el propio lenguaje utilizado, y volcando luego la experiencia sobre la tradición española, con una postura crítica. Sin embargo, tampoco debemos caer en una trampa habitual: creer que es verdad lo que dice el autor sobre su obra. Más bien es una cuestión de deseo, una proyección psicológica de lo que Carrión quiere que pensemos sobre su modo de hacer literatura. Él lo sugiere hablando de Chateubriand y Sebald; sobre el último, apunta: “éste construye la tradición desde donde quiere ser leído. Desde donde debe leerse” (p. 110). Tenemos que estar vigilantes, por tanto, y tomar todas esas coordenadas como puntos teóricos de partida, pero no de llegada. Son en realidad los libros de creación los que confiesan, casi nunca de forma explícita, su orilla de destino. Es obviedad sabida: lo más importante de un libro no es lo que dice, sino lo que calla. Lo dije hablando de Rodrigo Fresán: las influencias más importantes que ha recibido, los autores más importantes para él, son quizá aquellos de los que nunca habla. Sebald, según Carrión, tiene como hipotexto constante a Celan y quizá a Mandelstam, pero no los menciona apenas en sus obras. Del mismo modo, hay que estar atentos al ruido crítico que Carrión genera sobre el metaviaje, para después intentar cazar lo esencial, que puede ser, o no, la tradición metaviajera que Carrión dice seguir. Pero algo sí podemos esclarecer, sin temor a equivocarnos: hay un aire de familia entre la obra de Carrión y las de Goytisolo y Sebald. De hecho, en su página web puede visitarse su Proyecto Asebald. De forma que, para terminar, podría completarse un párrafo del autor de esta manera: “los periplos de Goytisolo [, Carrión] y de Sebald, aunque apunten parcialmente hacia el regreso necesario, sacuden en su trayectoria la presunta inmovilidad y unidad de lo real. Buscan reconciliarse con lo propio y sólo lo consiguen en una pequeña parte; insatisfactoriamente” (p. 164). Por fortuna, en sus obras la insatisfacción es una sensación interna, psíquica, que no tiene nada que ver con la experiencia de lectura, más que satisfactoria.
En la revista Ínsula, un largo artículo sobre la trayectoria poética de Olvido García Valdés que posiblemente sea lo menos malo que he hecho sobre poesía española contemporánea: “Olvido García Valdés: cartas de la vidente”, Ínsula nº 748, abril 2009, pp. 4-8.
En la revista Viajes National Geographic del mes de abril, un reportaje sobre la visita que hice a los parques naturales de Arizona y Utah: el Gran Cañón del Colorado, el Glenn Canyon, Monument Valley... Las fotos -hechas por un profesional, claro- son absolutamente impresionantes.
En el Quimera de abril, un diccionario irreverente de autores surrealistas contemporáneos.
En Clarín (la revista española, no la publicación argentina), también del mes de abril, un artículo a dos manos con José Ángel Cilleruelo, sobre el concepto de tiempo.
Es curiosa la coincidencia de la publicación de los cuatro artículos en el mismo mes, cuando han ido escribiéndose durante el último año. Espero que alguno de ellos sea de vuestro agrado.
Jorge Carrión, Viaje contra espacio. Juan Goytisolo y W. G. Sebald; Iberoamericana, Madrid, 2009
Lo que sigue no es un análisis del libro de Jorge Carrión en sentido estricto. No estoy capacitado para ello porque no conozco ni la obra de Goytisolo ni la de Sebald con la profundidad con que Carrión las conoce, que entiendo máxima, al provenir el libro de su tesis doctoral. En consecuencia, serán los expertos en Goytisolo y Sebald quienes deban hacer una lectura crítica de la crítica de Carrión. A mí me interesan hoy otros aspectos de este ensayo, como por ejemplo la luz que arroja sobre la propia obra del autor –un caso parecido al de Gil de Biedma y sus textos de El pie de la letra, tan importantes por su relación con la poética de Biedma como por su visión sobre los puntuales autores abordados–. Pero antes deberíamos esbozar, cuanto menos, una somera nota informativa sobre el libro.
Tras una clarificadora introducción, el ensayo se desarrolla mediante una habilidosa estructura sucesiva: en breves capítulos, se van alternando estudios de los mismos o parecidos temas en Goytisolo y Sebald, que van justificando, creo que sobradamente, el “atrevimiento metodológico” de mezclar dos autores distintos de dos lenguas, sin utilizar los instrumentos del comparativismo crítico. Como partidario que soy del atrevimiento, sobre todo metodológico, creo que el experimento de Carrión (que en manos más academicistas hubiera terminado en una interminable dialogía de párrafos en alemán con otros en español), no sólo funciona a la perfección, sino que establece un interesante modo de poner a conversar tradiciones. Algo propicio y útil cuando ambas tradiciones, tanto la de Sebald como la de Goytisolo, consisten precisamente en sacudir con furibundo sentido crítico la tradición propia: “Ésta es otra concordancia entre los proyectos literarios de Goytisolo y Sebald: ambos se sienten parte de una tradición de escritores de su misma nacionalidad que escribieron contra sus patrias respectivas; ambos lo han hecho contra el espacio diseñado por sendas dictaduras fascistas y las tradiciones ideológicas que las sustentan” (p. 126). Carrión aborda dos autores que tienen en común el viaje, la condición nómada, la perspectiva autoconsciente sobre la narración viajera (el metaviaje), la posición crítica ante la tradición cultural e histórica de sus culturas de origen, la preocupación por el idioma como re/generador de sentido mediante su deconstrucción ideológica, la construcción del yo como una obra dinámica (una diatopía), la inteligencia lectora y observadora, el ser humano como eje final de sus –muy distintas– poéticas. De ahí que la elección de Carrión me parezca correcta, ya que, a pesar de las obvias diferencias entre ambos (véase p. 158), Goytisolo y Sebald tienen más cosas en común que, por ejemplo, Goytisolo y Marsé.
Carrión hace una observación en las primeras páginas que delimita el tipo de viaje en el que su propia literatura, de La brújula (2006) a Australia. Un viaje (2008) se inserta: la del metaviaje, que parte de “la exagerada auto-conciencia del género” (p. 17). Ya hablamos de esto en nuestra hipercrítica de Australia, así que no abundaré mucho sobre ello. Pero Viaje contra espacio es el “hipotexto” que venía sustentando, desde el principio, el resto de elaboraciones, tanto teóricas como prácticas, de Carrión sobre el metaviaje. El hecho de aparecer en último lugar no opaca su carácter originario. Es durante la investigación sobre Goytisolo y Sebald, que se remonta -según el autor declara en la nota final- a 2002, cuando Carrión opone a los sistemas geonarrativos de Sebald y Goytisolo el suyo propio, en una mecánica de oposición, si cabe, bastante goytisolosebaldiana. El hecho de que Australia aborde el asunto de la emigración de manera central, y sin embargo Viaje contra espacio no lo toque más que para Sebald, apelando a que ese tema tiene ya un desarrollo suficiente –y así es– en el trabajo de Marco Kunz (Juan Goytisolo: metáforas de la migración; Verbum, 2003), es también significativo de hasta qué punto la obra de Carrión y su paralela investigación teórica están entrelazadas y generan tensión textual entre sí. Según algunos, esta es una constante de la narrativa mutante, y puede que así sea, pero estoy demasiado cerca para verlo con claridad y arrogarme una distancia que no poseo. En todo caso, el resultado en Viaje contra espacio es una codificación de los presupuestos con los que Carrión aborda su obra narrativa: el desplazamiento físico, acompañado de una documentación previa y posterior (tanto libresca como virtual, sobre todo a través del Google Earth), el entendimiento del viaje como modo de explorar un tema concreto (la inmigración española a Australia, por ejemplo), sin abandonar lo que tiene de viaje al interior de la propia conciencia (p. 25), el intento de ahondar en lo posible en la cultura del lugar estudiado, evitando la prosa de estampa, repensando el propio lenguaje utilizado, y volcando luego la experiencia sobre la tradición española, con una postura crítica. Sin embargo, tampoco debemos caer en una trampa habitual: creer que es verdad lo que dice el autor sobre su obra. Más bien es una cuestión de deseo, una proyección psicológica de lo que Carrión quiere que pensemos sobre su modo de hacer literatura. Él lo sugiere hablando de Chateubriand y Sebald; sobre el último, apunta: “éste construye la tradición desde donde quiere ser leído. Desde donde debe leerse” (p. 110). Tenemos que estar vigilantes, por tanto, y tomar todas esas coordenadas como puntos teóricos de partida, pero no de llegada. Son en realidad los libros de creación los que confiesan, casi nunca de forma explícita, su orilla de destino. Es obviedad sabida: lo más importante de un libro no es lo que dice, sino lo que calla. Lo dije hablando de Rodrigo Fresán: las influencias más importantes que ha recibido, los autores más importantes para él, son quizá aquellos de los que nunca habla. Sebald, según Carrión, tiene como hipotexto constante a Celan y quizá a Mandelstam, pero no los menciona apenas en sus obras. Del mismo modo, hay que estar atentos al ruido crítico que Carrión genera sobre el metaviaje, para después intentar cazar lo esencial, que puede ser, o no, la tradición metaviajera que Carrión dice seguir. Pero algo sí podemos esclarecer, sin temor a equivocarnos: hay un aire de familia entre la obra de Carrión y las de Goytisolo y Sebald. De hecho, en su página web puede visitarse su Proyecto Asebald. De forma que, para terminar, podría completarse un párrafo del autor de esta manera: “los periplos de Goytisolo [, Carrión] y de Sebald, aunque apunten parcialmente hacia el regreso necesario, sacuden en su trayectoria la presunta inmovilidad y unidad de lo real. Buscan reconciliarse con lo propio y sólo lo consiguen en una pequeña parte; insatisfactoriamente” (p. 164). Por fortuna, en sus obras la insatisfacción es una sensación interna, psíquica, que no tiene nada que ver con la experiencia de lectura, más que satisfactoria.
jueves, 16 de abril de 2009
Firma y pincel invitados: Jesús Andrés
El pintor y escritor Jesús Andrés (www.jesusandres.net/) me ha enviado este texto para Diario de Lecturas, y le he propuesto publicarlo dialogando con alguno de sus propios cuadros. He aquí el resultado.
El libro del diario pintado
Aquello no era exactamente un libro. Era otra cosa. El primer capítulo del libro se titulaba Viernes. El autor, contaba como en un diario íntimo pero público, todo cuanto hacía cada día. Había desayunado un vaso de leche caliente con cacao en polvo y cereales. Después se había duchado, vestido, he ido a trabajar. Había vuelto a casa a comer, visto las noticias del mediodía en la televisión y dormido una breve siesta. El autor no se consideraba a sí mismo escritor. Él era pintor. Y había comenzado a escribir su diario como si lo pintase. Como si hiciese un collage. Para él, aquel libro era una obra de arte. Buena o mala, quedaba por juzgar. No creía “que cada hombre es un artista” sino que cada hombre podía ser un artista. Y si no quedaba más remedio que admitir que todo lo que hace el hombre es arte por definición, abogaba por establecer los que entraban en el salón, los que no y los que irían han salón de los rechazados. Si todo era arte, lo había bueno, malo y regular. Y con esa idea en la cabeza, él escribía. Con el propósito de enviarlo al salón. Había estudiado Bellas Artes y expuesto con regularidad tanto en exposiciones colectivas como individuales. Seguía enviando cuadros a concursos y era seleccionado, expuesto y catalogado. Sin embargo cada vez pintaba menos y repartía su tiempo en leer y en asistir a muchas de las inauguraciones de arte contemporáneo que se hacían en la ciudad. Y en escribir. En el diario, escrito a lápiz, entre la narración, estaban pegados folletos de exposiciones, entradas al museo, al teatro, la ópera, el cine , de metro, recibos de gasolina, de la compra, etiquetas despegadas de botellines de cerveza, recortes fotocopiados de los libros que iba leyendo,…, un sin fin de documentos muestra de sus actividades. Las visitas a exposiciones se citaban en el transcurso del texto, pero además al final del día se insertaba una página escrita con la crítica. Lo mismo ocurría con los libros que leía, las obras de teatro, el cine , …, toda actividad que hubiese suscitado su interés, era objeto de comentario, configurando una suerte de museo imaginario. Un día decidió reescribirlo en su ordenador portátil. Empezó siendo un largo documento de texto acompañado de comentarios independientes. Para poder leer todo de un modo más ágil, vinculó los comentarios a los nombres de libros, muestras y artistas, y creó un hipertexto en el que se podía transcurrir de un sitio a otro sin seguir una secuencia concreta. Del Viernes, se podía saltar a la crítica de las dos exposiciones que había visto ese día o a una breve reseña de los artistas, y al revés podía volver desde un artista, a otro comentario cuando lo hubiese o a cualquiera de los días que habían coincidido, pues frecuentemente los artistas locales eran conocidos suyos. La red de conexiones había ido creciendo de tal modo que había catalogado a todos sus conocidos, y podía saber con exactitud cuándo y dónde se habían encontrado cada vez. En una ocasión dudó de la última tarde que había hablado con un galerista y sumó a la ficha de cada persona un enlace con el diario donde se citaba cada llamada de teléfono. A esto le siguió un enlace a correos electrónicos. Y por último los mensajes de teléfono móvil. Por suerte no tenía contestador ni buzón de voz. Otro día al recoger el correo ordinario, cayó en la cuenta de escapaba a su control, he hizo fichas para cada empresa que le facturaba, incluyendo el ayuntamiento por las multas de tráfico, hacienda por los requerimientos, y excluyendo la publicidad. Esto último porque también la había excluido en el correo electrónico recibido. En este proceso, había dejado de escribir a lápiz su diario. Había quedado amontonado en varios tomos de tamaño folio, con múltiples anotaciones, marcadores y desplegables, que hizo cuando convirtió el texto en hipertexto, vinculando cada dato con información que se encontraba en otra página. El último día, había escrito, “a partir de hoy este diario ya no se escribe a mano”. Tenía una copia de seguridad del documento que crecía y crecía sin parar. Pero ahora era la información sobre papel la que le preocupaba. Estableció un sistema de archivo. En una carpeta colocó impreso el diario. En otra las reseñas, separando, exposiciones, libros, cine, teatro y ópera. Y en otras los papeles que seguía coleccionando y escaneando para el hipertexto. Los folletos de las exposiciones que antes pegaba en el diario ahora aparecerían con sólo hacer clic en un vínculo. Las facturas se archivaban en carpetas tal y como antes. Pero también estaban escaneadas y vinculadas. Todo. La factura de la luz de la casa, del estudio, los tiques de la gasolina, las facturas de revisión de la moto, del coche, las notas de los restaurantes, la etiqueta de la ropa, la portada de los libros que había leído,…, una red que crecía a su alrededor fagocitando todo cuanto caía bajo su campo de visión. Se había convertido en una especie de cámara andante. Era como si grabase una película en tiempo real, y haciendo un camino inverso la convirtiese en guión. Sólo que este guión era un inmenso hipertexto que no tenía un recorrido secuencial. Era un laberinto sin salida. Así que decidí no entrar. Lo escribí para liberarme de tener que hacerlo. En realidad había empezado el diario en el portátil. Y lo transcribía a papel a lápiz. Cada día estaba escrito en un Basic A-3 que había manchado previamente con pintura acrílica blanca, quebrada con un tono ligeramente amarillo de Nápoles. Los había colocado en el suelo del estudio. Sobre los papeles había colocado los recortes del collage. Y escribía dejando los huecos para pegar estos elementos. Ni siquiera llegué a montar todos los que preparé. A la vuelta de las vacaciones de verano, los recogí todos y los metí en una carpeta tal cual estaban. Seguí escribiendo en el portátil el diario y las reseñas. Todavía no está archivado como debiera. Y no tengo copia de seguridad. Por dos veces se ha averiado mi portátil con riesgo de perder todo el trabajo. La idea de crear un hipertexto como el de la narración es tentadora. Pero para mí no lo es menos que inventarla. Aquí narro la invención y este documento lo considero como creación artística. Ya sea impreso o en pantalla. En el caso de que se opte por exponerlo, se debería hacer a modo instalación junto con la carpeta que guarda los collages inacabados y alguna muestra de los mismos.
Jesús Andrés
Aquello no era exactamente un libro. Era otra cosa. El primer capítulo del libro se titulaba Viernes. El autor, contaba como en un diario íntimo pero público, todo cuanto hacía cada día. Había desayunado un vaso de leche caliente con cacao en polvo y cereales. Después se había duchado, vestido, he ido a trabajar. Había vuelto a casa a comer, visto las noticias del mediodía en la televisión y dormido una breve siesta. El autor no se consideraba a sí mismo escritor. Él era pintor. Y había comenzado a escribir su diario como si lo pintase. Como si hiciese un collage. Para él, aquel libro era una obra de arte. Buena o mala, quedaba por juzgar. No creía “que cada hombre es un artista” sino que cada hombre podía ser un artista. Y si no quedaba más remedio que admitir que todo lo que hace el hombre es arte por definición, abogaba por establecer los que entraban en el salón, los que no y los que irían han salón de los rechazados. Si todo era arte, lo había bueno, malo y regular. Y con esa idea en la cabeza, él escribía. Con el propósito de enviarlo al salón. Había estudiado Bellas Artes y expuesto con regularidad tanto en exposiciones colectivas como individuales. Seguía enviando cuadros a concursos y era seleccionado, expuesto y catalogado. Sin embargo cada vez pintaba menos y repartía su tiempo en leer y en asistir a muchas de las inauguraciones de arte contemporáneo que se hacían en la ciudad. Y en escribir. En el diario, escrito a lápiz, entre la narración, estaban pegados folletos de exposiciones, entradas al museo, al teatro, la ópera, el cine , de metro, recibos de gasolina, de la compra, etiquetas despegadas de botellines de cerveza, recortes fotocopiados de los libros que iba leyendo,…, un sin fin de documentos muestra de sus actividades. Las visitas a exposiciones se citaban en el transcurso del texto, pero además al final del día se insertaba una página escrita con la crítica. Lo mismo ocurría con los libros que leía, las obras de teatro, el cine , …, toda actividad que hubiese suscitado su interés, era objeto de comentario, configurando una suerte de museo imaginario. Un día decidió reescribirlo en su ordenador portátil. Empezó siendo un largo documento de texto acompañado de comentarios independientes. Para poder leer todo de un modo más ágil, vinculó los comentarios a los nombres de libros, muestras y artistas, y creó un hipertexto en el que se podía transcurrir de un sitio a otro sin seguir una secuencia concreta. Del Viernes, se podía saltar a la crítica de las dos exposiciones que había visto ese día o a una breve reseña de los artistas, y al revés podía volver desde un artista, a otro comentario cuando lo hubiese o a cualquiera de los días que habían coincidido, pues frecuentemente los artistas locales eran conocidos suyos. La red de conexiones había ido creciendo de tal modo que había catalogado a todos sus conocidos, y podía saber con exactitud cuándo y dónde se habían encontrado cada vez. En una ocasión dudó de la última tarde que había hablado con un galerista y sumó a la ficha de cada persona un enlace con el diario donde se citaba cada llamada de teléfono. A esto le siguió un enlace a correos electrónicos. Y por último los mensajes de teléfono móvil. Por suerte no tenía contestador ni buzón de voz. Otro día al recoger el correo ordinario, cayó en la cuenta de escapaba a su control, he hizo fichas para cada empresa que le facturaba, incluyendo el ayuntamiento por las multas de tráfico, hacienda por los requerimientos, y excluyendo la publicidad. Esto último porque también la había excluido en el correo electrónico recibido. En este proceso, había dejado de escribir a lápiz su diario. Había quedado amontonado en varios tomos de tamaño folio, con múltiples anotaciones, marcadores y desplegables, que hizo cuando convirtió el texto en hipertexto, vinculando cada dato con información que se encontraba en otra página. El último día, había escrito, “a partir de hoy este diario ya no se escribe a mano”. Tenía una copia de seguridad del documento que crecía y crecía sin parar. Pero ahora era la información sobre papel la que le preocupaba. Estableció un sistema de archivo. En una carpeta colocó impreso el diario. En otra las reseñas, separando, exposiciones, libros, cine, teatro y ópera. Y en otras los papeles que seguía coleccionando y escaneando para el hipertexto. Los folletos de las exposiciones que antes pegaba en el diario ahora aparecerían con sólo hacer clic en un vínculo. Las facturas se archivaban en carpetas tal y como antes. Pero también estaban escaneadas y vinculadas. Todo. La factura de la luz de la casa, del estudio, los tiques de la gasolina, las facturas de revisión de la moto, del coche, las notas de los restaurantes, la etiqueta de la ropa, la portada de los libros que había leído,…, una red que crecía a su alrededor fagocitando todo cuanto caía bajo su campo de visión. Se había convertido en una especie de cámara andante. Era como si grabase una película en tiempo real, y haciendo un camino inverso la convirtiese en guión. Sólo que este guión era un inmenso hipertexto que no tenía un recorrido secuencial. Era un laberinto sin salida. Así que decidí no entrar. Lo escribí para liberarme de tener que hacerlo. En realidad había empezado el diario en el portátil. Y lo transcribía a papel a lápiz. Cada día estaba escrito en un Basic A-3 que había manchado previamente con pintura acrílica blanca, quebrada con un tono ligeramente amarillo de Nápoles. Los había colocado en el suelo del estudio. Sobre los papeles había colocado los recortes del collage. Y escribía dejando los huecos para pegar estos elementos. Ni siquiera llegué a montar todos los que preparé. A la vuelta de las vacaciones de verano, los recogí todos y los metí en una carpeta tal cual estaban. Seguí escribiendo en el portátil el diario y las reseñas. Todavía no está archivado como debiera. Y no tengo copia de seguridad. Por dos veces se ha averiado mi portátil con riesgo de perder todo el trabajo. La idea de crear un hipertexto como el de la narración es tentadora. Pero para mí no lo es menos que inventarla. Aquí narro la invención y este documento lo considero como creación artística. Ya sea impreso o en pantalla. En el caso de que se opte por exponerlo, se debería hacer a modo instalación junto con la carpeta que guarda los collages inacabados y alguna muestra de los mismos.
Jesús Andrés
viernes, 10 de abril de 2009
martes, 7 de abril de 2009
Tres pequeñas joyas
Leonardo Valencia, Kazbek; Funambulista, Madrid, 2009
El ecuatoriano Leonardo Valencia (Guayaquil, 1969) escribe en Kazbek sobre los libros de pequeño formato, término que siempre me hace recordar al libro de Jabès, fascinante como todos los suyos: Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato (Círculo de Lectores, 2002). La concepción de Valencia de este tipo de pequeña joya no tiene que ver con el tamaño del volumen sino, quizá, y a la vista del listado de las páginas 60-61, con las dimensiones de la huella que dejan en el lector. Kazbek tiene dos partes, la segunda de ellas (aunque están hiladas entre sí) más interesante que la primera, lastrada por el mal de nuestra época: la autoficción. En el último número de Revista de Libros titula Amelia Gamoneda “Memorias de egotismo” su revisión de las memorias de Sollers, y me temo que ese título puede resumir a la perfección la narrativa en castellano de nuestro tiempo. Dentro de esta literatura egódica, como doy en llamar a la literatura excesivamente inflada de yo, entre la que por desgracia se encuentra mi Circular (2003), hay grados de egotización y narcisismo. Algunos son tolerables y otros no. Por fortuna, Kazbek está entre las más admisibles. Hay un autor ecuatoriano que vive en Barcelona y que escribe libros parecidos a los de Valencia, pero la palabra “Valencia” no aparece por ningún sitio, algo de agradecer. En la segunda parte, las variaciones libres sobre los dibujos de Peter Mussfeldt, transformado en la ficción en el Sr. Peer, son muy sugestivas e inquietantes, a mi juicio lo mejor del libro. Zazbek me ha interesado, aunque lo cierto es que dentro de las obras de Valencia sigo prefiriendo El libro flotante de Caytran Dölphin (2006), sobre todo en su magnífica versión digital, que analizo en un artículo que aparecerá en breve en un libro colectivo sobre literatura española. En todo caso, Zazbek interesará a los lectores que gusten de la literatura austeriana, a los amantes de los libros fragmentarios y de pequeño formato, a los inclinados a la unión de literatura y arte y a los lectores de Leonardo Valencia, un colectivo al que recomiendo la adhesión.
Hugo Mújica, La casa y otros ensayos; Vaso Roto, Barcelona, 2008.
Un poeta es alguien que calla
Hugo Mújica
Vaso Roto, la editorial de Monterrey (México), que acaba de instalarse también en Barcelona, viene publicando hasta el momento libros de autores muy interesantes, como Mark Strand, Alda Merlini, Charles Wright, Derek Walcott o el autor al que ahora nos referiremos, Hugo Mújica, de quien ofrece tres ensayos poéticos agrupados bajo el título de La casa y otros ensayos.
Cuando me preguntan el momento en que más próximo me he sentido a la gran poesía, siempre respondo que ese momento fue el día en que leí poemas conjuntamente con Hugo Mújica. Los treinta centímetros de distancia que nos separaban en Córdoba marcaron mi máxima proximidad con la poesía con mayúsculas, aunque él -muy modesto, por lo que me pareció ese día-, parece escribirla con minúsculas. Su experiencia de monje trapense durante varios años, en los que guardó voto de silencio (muy parecida a la de otro gran poeta, el coreano Ko Un, que hizo lo mismo durante muchos años), parece haber forjado el carácter de sus poemas, llevados al extremo de la precisión y la contención expresivas, como si no quisieran levantar polvo al ser leídos, o no quisieran hacer ruido al ser escuchados. Mújica es también un ensayista notable, capaz de aunar diversas tradiciones para tejer un ensayo imprescindible sobre el vacío y el silencio (Pensar el vacío; Trotta, 2002), de hacer un ensayo en verso que pasó, por desgracia, bastante desapercibido en nuestro país (Lo naciente. Pensando el acto creador; Pre-Textos, 2007), y de apuntar en unas breves palabras y con una delgadez metafísica ideas imborrables sobre el parecido entre la casa y el cuerpo en “La casa”, primero de los textos que componen La casa y otros ensayos. Este texto tiene en común con los siguientes, “Crisis y fecundidad” y “El hueco de cada corazón”, que los tres alumbran conceptos distintos pero de parecida simbología: algo que, en principio, debía ser interior y cerrado (la casa, la crisis, el corazón), demuestran que, lejos de ser términos relativos al enclaustramiento, hacen referencia a la apertura, a la irradiación centrífuga hacia el exterior. Ya decía Juan Ramón Jiménez que “el centro escucha en círculos”, y Mújica es muy consciente de esa misma tensión de lo nuclear hacia lo exterior, en cuyo tránsito está la esencia misma del concepto movimiento, pero también del concepto esencia. Con una visión orientalizante, Mújica entiende que las cosas no responden a un solo principio, sino que se conforman dialógicamente, a la vista de sus opuestos y en dirección a ellos, siempre con un sentido de apertura. De ahí que el poeta escriba: “la casa, morada y estancia, habitada se entiende hogar, hogar que, encendido, se abre hospedaje: se ofrece apertura” (p. 25); “la imagen de la crisis es una ruptura, pero una ruptura por exceso: algo que entra donde no hay espacio, lo abre” (p. 42); “corazón es entonces, el nombre del espacio, la apertura” (p. 56). Cualquier texto de Mújica es valioso; este pequeño librito quizá no es una de sus grandes obras teóricas, pero en cualquier caso es una buena puerta de entrada para quien no conozca su imprescindible obra literaria.
Manuel Moyano, El Imperio de Chu; Ediciones Tres Fronteras, Consejería de Cultura, Juventud y Deporte, Murcia, 2008.
A pesar de las dudas sobre el género que mostraba hace poco Andrés Ibáñez en ABCD, siempre me ha interesado mucho el microcuento como forma literaria. Los he disfrutado mucho como lector e intento estar pendiente de lo que hacen autores como Luis Britto, José María Merino, Ana María Shua, Pedro Ugarte, Julia Otxoa, Luis Landero, Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio y otros tantos autores que tocan (puntual o exclusivamente) el microgénero. A ellos se suma el excelente relatista Manuel Moyano, que ha sacado un libro minúsculo, de diminuto formato, donde podemos encontrar piezas tan sugestivas como estas dos:
EL EXPEDIENTE
Responde con un vigoroso apretón de manos al jefe de personal cuando éste le comunica que ya es un empleado más de la compañía. Entra en su nueva oficina y, nada más sentarse a la mesa, alguien le tiende un expediente. Algo inseguro, lo abre sin detenerse a leer el título y empieza a rellenar casillas en blanco, a sembrarlo aquí y allá de anotaciones: no quiere que nadie dude de su aplicación en el trabajo. De vez en cuando, pregunta una duda a un compañero, saca un refresco de la máquina o atiende alguna llamada. Su ímpetu inicial, sin embargo, empieza a disminuir, y cada vez se siente más cansado. El expediente parece no tener fin: siempre hay una nueva página después de la última, esperando a ser rellenada. Repara en sus propias manos: han empezado a salirle unas manchas de color café. En cuanto a su cabello ―lo puede ver reflejado en la base del flexo que descansa siempre sobre la mesa―, se ha vuelto blanco. Cuando el nuevo jefe de personal le comunica que su contrato ha terminado, que ya está jubilado, intenta darle las gracias, pero un fuerte ataque de tos se lo impide. Apenas logra incorporarse de su silla. Antes de abandonar para siempre la oficina, cierra el expediente y lee por fin las dos palabras que lo encabezan: «Mi vida».
LUNA PÁLIDA
Tras contemplar el delicado paisaje que se extiende más allá de su ventana, el emperador remoja el cálamo de su pluma en el tintero y escribe: «Bella flor de loto bajo la luna pálida». Mientras relee su propia composición, una sutil lágrima se desliza por su mejilla y cae sobre el fino papel de arroz. Lo seca cuidadosamente con la manga de su vestido. Poco después, comprueba que queda suficiente tinta en el cálamo y firma con trazo elegante la sentencia a muerte de trece campesinos que esta mañana osaron pedir una reducción de los tributos a las puertas de palacio.