lunes, 30 de marzo de 2009

Al oeste de Varsovia




El poeta, traductor y narrador José Ángel Cilleruelo (con quien he escrito, en el último número de la revista Clarín, un artículo a dos manos sobre diversos conceptos de tiempo en la actualidad), acaba de publicar una novela titulada Al oeste de Varsovia (Fundación José Manuel Lara). Su lectura me ha motivado una serie de preguntas que he querido formularle directamente al autor.


José Ángel, creo que hay algunos lazos de unión entre El visir de Abisinia (2001) y esta novela. Amén de algún tranvía perdido (p. 86), lo cual es una constante en tu obra filolisboeta (Barrio Alto, 1997; De los tranvías, 2001), tienen en común la presencia de poetas vanguardistas de principios de siglo, cuyas anécdotas vitales sólo conducen al desastre. ¿Por qué los poetas experimentales te parecemos seres tan desgraciados?


Es cierto que El visir de Abisinia y Al oeste de Varsovia poseen cierto parentesco. Ambas novelas han sido concebidas como una elegía de la vanguardia. En la primera se planteaba de una forma coral: un grupo de poetas que en una gran ciudad emprendía una aventura de vanguardia. El precipitado final de aquella historia, en el referente real donde se inspiraba la novela, se saldó con el suicidio de Sá-Carneiro y la cirrosis y muerte prematura de Pessoa. Existe en las escrituras literarias extremas un elemento trágico que con frecuencia se traduce en un desastre biográfico. Acaso sea precisamente este elemento el que da legitimidad a la experimentación: no son inocentes juegos de gabinete. Al oeste de Varsovia, en su origen, buscaba indagar en la tragedia de los vanguardistas solitarios, que con frecuencia han vivido en una provincia apartada de los núcleos literarios avanzados y han sentido la incomprensión hacia su literatura en la vida diaria. Pensaba, al principio, en poetas como Miguel Labordeta. En el curso de la escritura, sin embargo, la novela adquirió otros argumentos, otros contenidos, y la elegía del poeta solitario de vanguardia quedó en un segundo plano.


Es bastante habitual, para referirse a la época de la II Guerra Mundial en Europa, hacer la narración alternando una historia posterior con otra acaecida durante esa etapa; recuerdo ahora la deliciosa novela de Urs Widmer, El amante de mi madre (Siruela, 2001). En tu novela el procedimiento funciona a la perfección, sin que chirríen los engranajes. ¿Tenías pensado contar así la historia desde el principio, o fue al escribir una de las dos historias cuando surgió la otra?


La necesidad de un contrapunto en el presente apareció en el mismo momento en el que la historia del pasado empezó a ser escrita. Se impuso como una exigencia estructural del argumento: la creación de dos historias que se cruzaran en todos sus aspectos, tanto el argumental (hay un clímax inicial en la narración del pasado y otro final en la del presente), como el estilístico (una parte está narrada en tercera persona, con recursos literarios que evocan —digamos— el cine en blanco y negro; la otra está escrita en primera persona —si puedo estirar la analogía— con el color quemado, sin matices, de la comedia televisiva), el formal (los personajes se reparten dos alfabetos, uno en sentido recto —en el pasado— y otro inverso —en el presente—) y el estructural (el modo de alternarse los dos tiempos en cada capítulo responde a secuencias diferentes, de modo que nunca se suceden pasado y presente con el mismo ritmo). Así pues, pasado y presente, indagación y vida cotidiana, conocimiento e ignorancia de la acción están entreverados hasta tal punto que resulta imposible deslindarlos. Tal vez sea una necesidad de la novela contemporánea: su fragmentación esencial astilla las decisiones que vertebran la historia —punto de vista, marco espaciotemporal, acción... imposibles de mantener con validez durante todo el argumento— de modo que ya sólo es posible ir construyendo el amparo narrativo de la historia pedazo a pedazo, sin importar cómo hayan sido contados los fragmentos contiguos.


Estoy de acuerdo con eso; ese fragmentarismo me parece una tónica general de la narrativa actual, y no sólo en España. Pasando a otro tema, en alguna entrevista sobre este libro he visto que has hecho la ambientación en Polonia sin conocer el país, algo cada vez más frecuente en nuestra época, gracias al “complemento visual” de Google. ¿Puedes explicarnos qué recursos de Internet has utilizado para documentarte, y por qué lo has hecho?


No estar familiarizado con los contextos de la novela me parecía un elemento esencial de su escritura, pues permitía la flexibilidad total de la imaginación literaria. Una novela es siempre un cuaderno con hojas de papel reciclado, donde se percibe aún la vida anterior de los papeles que formaron la pasta. La fidelidad a los espacios y a los acontecimientos siempre me ha parecido una manera de satinar el papel: el resultado es más brillante, pero amputa la capacidad que la literatura tiene para reubicar todas las experiencias. Esta infidelidad programática no significa una ausencia de documentación. De hecho, una de las tareas más atractivas de la escritura es la constante y nada sistemática combinación de realidad e imaginación. Con un poco de paciencia, en Internet logré llegar hasta algunos blogs de ciudadanos que vivían en la población donde la novela transcurre. Un grupo de amigos, por ejemplo, se reúne semanalmente en un café y cuelga después las fotos que me permitieron que ciertas descripciones de la novela sean rigurosamente reales; otras trasladan a Polonia pequeños rincones de mi ciudad, como las letras de tipografía periodística que sobreviven en una hoja de papel reciclado.


Durante los últimos días he estado viendo algunas películas sobre la persecución nazi, desde Edge of Darkness (Lewis Milestone, 1943) hasta Zwartboek (Paul Verhoeven, 2006), pasando por The Schlinder’s List (Spielberg, 1993) y por el clásico de Bergman The Serpent’s Egg (1977), una de mis películas favoritas de todos los tiempos. Es curios comprobar cómo las películas rodadas, como Edge of Darkness, durante el período de la contienda, retratan a los nazis sin concesiones, como asesinos natos e incapaces de cualquier rasgo humano (como es lógico, la propaganda bélica jugaba un papel fundamental).






Conforme pasa el tiempo los directores se van acercando de un modo más distanciado al tema, admitiendo un nazi voluble en La lista de Schlinder y llegando en El libro negro de Verhoeven a la creación de un “nazi bueno”, capaz de enamorarse de una judía y ser razonable ante las propuestas de tregua.





Cuando te planteaste los alemanes que aparecen en la novela, ¿consideraste aspectos éticos a la hora de enfocar estos personajes? ¿Crees que hay un estereotipo nazi, crees que es ético o inmoral re/planteárselo?

Lo único que tenía claro es que la novela transcurría en Polonia y que los personajes con nombre y matices eran todos polacos, y de hecho, a ellos se debe que se desencadene la tragedia inicial de la trama. Los nazis sólo iban a colocar la pistola, es decir, la posibilidad real de que una animadversión se convierta en un asesinato. Este papel, el único que la novela exige a los nazis, es el que estos brindaron a la historia: la práctica disolución de la frontera que separa la vida y la muerte de las personas. La novela, creo, muestra más interés por sus descendientes, que desde actividades consideradas legales continúan explotando como un negocio la debilidad y el desamparo.

jueves, 26 de marzo de 2009

Narciso y el final del XIX




Manuel Segade
Narciso fin de siglo; Melusina, Barcelona, 2008


Jean Nouvel: ¿Tienes todavía una opción positiva de la modernidad?
Jean Baudrillard: ¿Tuve alguna vez una?[1]

La historia del pensamiento estético occidental puede hacerse simplemente observando las transformaciones que ha tenido el mito de Narciso a través de los tiempos. El de Narciso es un mito proteico, que ha sabido adaptarse de forma natural a las evoluciones de la cultura, y este libro de Manuel Segade puede ayudar a explicarnos una de las causas: la relación psicológica que parece tener con el hecho de la creación, y con la posición narcisista del creador ante su obra, en la cual cree ver reflejada su propia grandeza. Segade concreta históricamente el objeto de su investigación; su objetivo no es el rastreo del mito en cualquier época, sino en una muy concreta: finales del siglo XIX, momento en el cual en Europa se germina –con cierta influencia norteamericana, la de Edgar Allan Poe vía Baudelaire– lo que será el clímax de la Modernidad. Para Segade, “Fin de Siglo nombra un período: la acotación temporal de los últimos años de un siglo. Pero también connota la ajada condición de lo que acaba. Por su propia definición es un período de transición” (p. 20). Es decir, cumple la doble condición de dar cuenta de lo que acaba y también de la “crisálida en gestación” (ibídem) de la cultura que viene, de “lo nuevo”. De la muerte de un régimen y de la llegada de otro, de la lucha, señalada por Antoine Compagnon, entre los modernos y los antimodernos; siendo estos últimos, aun con su carga negativa, los que mejor comprendieron precisamente lo nuevo que lo moderno traía[2]; caso paradigmático, negativo y positivo a un tiempo, sería el de Villiers L’Isle-Adam[3], no en vano estudiado por Segade (pp. 138ss).

Para el autor, como hemos apuntado, hay un vínculo indisoluble entre el mito de Narciso y el modo en que los artistas finiseculares reflexionan sobre el hecho de la creación artística. Así, “los creadores del Fin de Siglo asumieron la autoconciencia como requisito previo al acto creador. Todos se miraron dentro, como Narciso contemplaba su reflejo sobre la superficie del agua” (p. 21); o, como dice más adelante, “mirarse hacia dentro es hacer secreto: el enclaustramiento y la exclusión son el objeto mismo del relato finisecular” (p. 95). Estudia el autor algunas tendencias anexas de la época (el dandismo, pp. 263ss), algunos pintores focalizados en temas similares (Moreau, Redon, Khnopff), y algunos escritores clave:

Stéphane Mallarmé le explicaba en una carta a su amigo Aubanel: ‘Acabo de gestar el plan para toda la obra, después de haber hallado la clave de mí mismo’. Odilon Redon tituló su diario: À soi-même: Journal (1867-1915). Hugo Von Hofmannsthal, en la Carta de Lord Chandos, pone en boca de su alter ego el deseo de escribir una obra inmensa en la que hablar de los mitos con el don de lenguas: ‘la obra entera se titularía Nosce te ipsum’, el ‘conócete a ti mismo’ del mandato délfico (ibídem).

Examina Segade, por ejemplo, la relación entre el Tratado de Narciso (1890) de Gide, dedicado a Valéry, y los poemas sobre Narciso que a éste le motivó el tratado, como ejemplo claro del proceso metanoico al que el mito es sucesivamente sometido, ajustándose, por cada autor y época, a sus necesidades expresivas. El rastreo del mito en obras, biografías, correspondencias, cuadros, tendencias estéticas, tratados esotéricos, diarios y esculturas es fascinante, y el notable peso que la literatura tiene en la primera parte del libro (seguramente dirigida a tomar “el aliento” de la época, p. 55), se ve aligerada hacia el final con una gradual apertura a la estética de las artes plásticas de finales del XIX, casi siempre centrando el examen en Francia, aunque con numerosos puentes a Inglaterra. Quizá, por señalar algún defecto a un ensayo incontestablemente valioso, se echan en falta mayores referencias a la importante cultura germánica de la época, aunque la amplitud del tema invite a centrarse en lo geográfico y lo temático; pero lo cierto es que Segade propone como centros geográficos referenciales París y Bruselas, cuando a juicio de Josep Casals (con el que coincidimos) buena parte de las tensiones artístico-literarias referentes a los cambios subjetivos de final del XIX se produjeron en Viena (véase al respecto su excelente ensayo Afinidades vienesas. Sujeto, lenguaje, arte; Anagrama, Barcelona, 2003). También podría ponerse como pequeña objeción al libro que no se hagan constar las referencias concretas de las citas; se entiende que el autor o el editor hayan querido aligerar de notas al pie el texto, pero hay fórmulas imaginativas para cohonestar la limpieza de la caja del libro y el debido rigor, sobre todo teniendo en cuenta que el texto proviene de un entorno académico y las referencias, como es lógico, estaban bien localizadas.

Todo el tejido teórico expuesto por Segade está, pues, en relación con el profundo carácter simbólico del mito ovidiano (el tratado de Gide sobre Narciso se subtitulaba, significativamente, Teoría del símbolo), ya que el narcisismo es siempre una tentación del sujeto que se enfrenta a sí mismo, y es precisamente en el XIX cuando esta realidad, según Gilles Lipovetski, alcanza dimensiones patológicas: “lejos de derivarse de una ‘concienciación’ desencantada, el narcisismo resulta del cruce de una lógica social individualista hedonista impulsada por el universo de los objetos y los signos, y de una lógica terapéutica y psicológica elaborada desde el siglo XIX a partir del enfoque psicopatológico”
[4]. En efecto, este narcisismo es, como apunta Segade, muy “autoconsciente” (p. 51), y acusa énfasis en una época donde todo lo relativo al sujeto era, de por sí, muy problemático[5]. El mito de Narciso, que es una representación simbólica, está siempre rondando el problema de la subjetividad, y por eso es muy feliz la frase de Segade cuando sintetiza que “la identidad es una cuestión estética, un problema de representación” (p. 25), planteamiento que también han rozado en otros ensayos Carlos Thiebaut (Historia del nombrar) o Carlos Piera (Contrariedades del sujeto). Ahí podría estar, quizá, la clave de la supervivencia constante del mito, que llega hasta nuestros días (Narciso, la novela de Germán Sánchez Espeso; Narciso en el acorde último de las flautas, el poemario de Leopoldo María Panero; Narcisia, el libro de versos de Juana Castro, entre centenares de ejemplos posibles): su asociación con el tema que más nos preocupa desde siempre: nosotros mismos, observados desde una perspectiva literaria.

Uno de los puntos más interesantes del libro llega cuando Segade aborda unos “Apuntes para una genealogía del segundo romanticismo” (pp. 29ss). Allí defiende la estrecha relación entre la llegada a la autoconciencia del creador de Fin de Siglo y el Romanticismo. Para Segade, “en el romanticismo alemán se planteo la idea de una subjetividad refleja, volteada sobre sí misma en una continua pirueta” (p. 30). Creo que sería oportuno tender lazos aquí con otra interesante novedad bibliográfica, el último libro del filósofo José Luis Molinuevo: Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo (2009). Escribe Molinuevo que “individuo y totalidad son los dos grandes polos del movimiento romántico”
[6], para examinar a continuación cómo a partir de Kant la evolución del sujeto viene firmemente marcada por la tradición romántica, creada a la vez por filósofos (Schlegel, Schelling, Hegel), por poetas (Novalis, Rilke) y por poetas filósofos (Hölderlin). Este proceso romántico tiene su importancia porque, como señala el propio Segade, es durante la última década del XIX cuando todos estos libros alemanes (o prusianos, para ser exactos) van a ir traduciéndose y asimilándose en Francia. Hegel y Novalis son ya citados en torno a 1895, y “de la mano de Maeterlinck se actualizaba la mística de Novalis o de Ryusbroeck como práctica apotropaica” (Segade, p. 31). Tanto Segade como Molinuevo apelan al espejo como el símbolo básico de ese momento histórico. Segade cita a Schiller utilizando el espejo como símbolo de la imaginación creadora del hombre, y Molinuevo remite a Ewers para recordar que “la imagen del doble saliendo del espejo es la afirmación de los derechos de lo empírico. El doble es el gran tema del romanticismo negro que muestra cómo en el idealismo absoluto anida ya el expresionismo, lo inquietante en lo familiar, lo inhóspito en las moradas. El espejo, pura superficie, es la profundidad que emerge, es la profundidad habitada” (Magnífica miseria, p. 67). Por su parte, Segade recuerda que “el problema romántico del Döppelganger, del doble, se hace real en la vida cotidiana finisecular” (p. 87). La consecuencia que ese vaciado sistemático del Romanticismo sobre el sujeto acaba llevando a una Modernidad finisecular muy consciente de que “la correlación entre el sujeto y el modo de representación se desvanece”, como ha visto Álex Matas Pons[7], configurando un auténtico giro subjetivo[8] artístico que corre paralelo al giro lingüístico que en pocos años alterará el pensamiento filosófico.

Las metamorfosis de Narciso estudiadas por Segade confluyen en un terreno que supone un hiato entre realidad y representación y una tensión entre el amor del creador por su obra y el desprecio por sí mismo. Todo el desmesurado esteticismo de la época, llena de tocados, simbolismos, cisnes, salones entendidos como decorados, tafetanes y poses exageradas ante las nacientes cámaras fotográficas, acaba en la guardarropía de un cementerio. Los procesos narcisistas devienen en un terrible encastillamiento, en una clausura laica en la que el artista sólo puede contemplar la ruina de sí mismo: el estudio realizado por Segade sobre la casa-castillo-torre de marfil del pintor Fernand Khnopff es, a estos respectos, precioso, impecable e implacable (pp. 300ss). El resultado que nos ofrece Narciso Fin de Siglo es la cosmovisión de una cultura finisecular en clara relación con el duelo, con el entierro en vida, con la inmersión en una forma clausurada y autofágica de la existencia entendida como forma de arte.



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Notas:
[1] Jean Baudrillard y Jean Nouvel, Los objetos singulares. Arquitectura y filosofía; Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2006, p. 50.
[2] Cf. Antoine Compagnon, Los antimodernos; Acantilado, Barcelona, 2007, pp. 107-108.
[3] “Con este texto [Claire Lenoir] Villiers inicia su programa irónico-satírico contra el positivismo y la llamada religión del progreso, intentando exorcizar así las fuerzas negativas del mundo. Rebelde idealista de fin de siglo, Villiers luchará contra la mediocridad de una sociedad que detesta”; Carmen Camero Pérez, “Un rebelde idealista de fin de siglo: Villiers de L’Isle-Adam, el cuento y la ironía”; en VVAA, Homenaje al Prof. J. Cantera; Universidad Complutense, Servicio de Publicaciones, Madrid, 1997, p. 145.
[4] Gilles Lipovetsky, La era del vacío; Anagrama, Barcelona, 1996, p. 53.
[5] “En definitiva, nos enfrentamos a un siglo que intentará, por todos los medios, no solo conciliar el individuo con la sociedad sino, quizás, las dos vertientes de ese mismo individuo: la trascendente e ideal con la inmanente y material”; Isabel Veloso Santamaría, “El viaje de las artes hacia la Modernidad: la Francia del Siglo XIX”, Cauce. Revista de Filología y su Didáctica, nº 29, 2006, pp. 425-445; p. 429.
[6] José Luis Molinuevo: Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo; CENDEAC, Murcia, 2009, p. 27.
[7] Álex Matas Pons, “La nueva trama del héroe”, Tropelías, nº 15-17, 2004-2006, p. 362.
[8] Cf. Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión; Siglo XXI, Buenos Aires, 2005 y Nora Catelli, La era de la intimidad; Beatriz Viterbo, Buenos Aires, 2007.


jueves, 19 de marzo de 2009

La pregunta más respondida






Antoine Compagnon,
¿Para qué sirve la literatura?; El Acantilado, Barcelona, 2008

Este librito contiene la lección inaugural de la cátedra de Literatura Francesa Moderna y Contemporánea del Collège de France, que leyera Compagnon el 30 de noviembre de 2006. Traducido exquisitamente por Manuel Arranz, este ensayo propone dar cuenta de la ambiciosa poética crítica de Compagnon, que intenta compatibilizar la secular división entre teoría e historia a la hora de abordar el estudio de la literatura. Comienza el autor describiendo la génesis (tan histórica como teórica) del problema para luego avanzar su personal intento de síntesis, del que sería tan buena muestra su excelente Los antimodernos (El Acantilado, 2007). Su síntesis parte de una redefinición de los términos: “teoría no querrá decir ni doctrina ni sistema, sino atención a las nociones elementales de la disciplina, crítica de los perjuicios de toda investigación, o incluso duda metodológica; por su parte, historia significará menos cronología o calendario de la literatura que preocupación por el contexto, por el otro, y por consiguiente: prudencia deontológica” (p. 19). Compagnon recuerda la imagen de Albert Thibaudet, que comparaba la escalera de doble espiral del Castillo de Chambord (foto inferior) con la debida complicidad entre historia y crítica literarias. Para Compagnon, el ADN de la literatura tendría un modelo de triple hélice: teoría, historia y crítica (p. 20).

A la luz de esta última, el autor se hace la pregunta más interesante de estos tiempos, sobre todo después del proyecto Bolonia: ¿Por qué es importante leer? ¿Para qué es útil la literatura? Compagnon parece verlas venir: “la universidad atraviesa un momento de incertidumbre sobre las virtudes de la educación general (…) de manera que la iniciación al estudio de la literatura y de la cultura humanista, menos rentable a corto plazo, parece peligrar en la escuela y la sociedad del futuro” (p. 25). En nuestro país, estamos comenzando a sufrirlo: en la Universidad del País Vasco, por el
manifiesto que nos ha llegado, parece que quieren suprimirse cuatro títulos de Filología, ni más ni menos. El hecho mismo de tener que explicar la importancia de la literatura ya dice mucho de su decadencia en nuestros días, desde luego. En ello la posición privilegiada de la ciencia, presentada como la explicación de la vida (antes se consideraba tal a a literatura), ha tenido mucho que ver. Compagnon cita al escritor francés del XIX Louis de Bonald, si no me equivoco tatarabuelo de nuestro Caballero Bonald (en la primera parte de sus memorias se refiere Caballero a esta ascendencia), que ya en 1859 anunciaba que “todo anuncia la rendición próxima de la República de las Letras y el dominio universal de las ciencias exactas y naturales”. De ahí a la manida guerra de las “dos culturas” ya hay un paso, y todos los que hemos abogado por su conciliación, que hemos sido muchos en todo el mundo durante todo el siglo pasado y el presente, comprobamos ahora nuestro fracaso (no el fracaso en los medios, sino en la obtención del Fin, la propia conciliación).

Compagnon recuerda las tres explicaciones clásicas del poder de la literatura: su capacidad para instruir de forma amena; la formación crítica que procura frente al engaño, la tiranía o el oscurantismo; y su poder para mejorar y completar la insuficiencia del lenguaje común. Añade a continuación cómo las letras son el caldo de cultivo del cual se sacan más enseñanzas para ramas tan distintas como la historia de la cultura o la ética. Termina el ensayo con una encendida defensa de la necesidad de la literatura para el autoconocimiento, y para el cabal entendimiento de la historia de nuestra Modernidad, profundamente arraigada en la práctica literaria. Por poner algún defecto, quizá se hace algo pesado el excesivo chauvinismo cultural de Compagnon, que le lleva a citar, salvo rarísimas excepciones como las de Musil o Aristóteles, exclusivamente a autores franceses; hasta la única ópera que cita en cierto punto del ensayo es francesa y no italiana. Cuando cita historiadores de la cultura sólo parecen existir galos, y dentro de la filosofía moral no están mencionados Tugendhat, Rorty, Habermas ni MacIntyre, sino un tal Bouveresse, no demasiado conocido internacionalmente, salvo por sus pullas a Derrida y Debray. Por lo demás, es un texto muy recomendable, firmado por uno de los pensadores literarios más interesantes de la actualidad.


Otras razones para defender los estudios humanísticos

Todas las razones apuntadas por Compagnon para justificar la literatura acaban volviendo, fatalmente, al territorio de las humanidades. Eso no es malo, por supuesto, pero genera el problema de ser comprendido por los de fuera, por los bárbaros. Frente a los cerriles ecónomos que consideran que las Humanidades en general y la literatura en particular no tienen sentido en el mundo actual, y teniendo en cuenta que ellos no creen en las evidentes bondades apuntadas, habría que hablarles en su lenguaje, en términos que puedan entender, ya que el abandono de la lectura les ha vuelto imbéciles (o, en realidad, no les ha permitido dejar de ser bebés de chupete). Por eso planteo estos argumentos, en los que late cierto economicismo, no lo niego, pero creánme que he tratado con ellos y razones este tipo de son las únicas que escuchan. Alabo el espíritu utópico de quienes creen que no se deben mezclar razones prácticas en la defensa de las humanidades, pero me parece que no conocen bien a quienes tienen delante. Se sorprenderían de lo que esta gente piensa de ideas como “cultura”, “formación de la personalidad”, “patrimonio cultural humanístico”, “forja de la capacidad crítica” y conceptos similares. Por lo tanto, y con los pies muy en el suelo, otras posibles razones, infinitamente menos importantes que las alegadas pero tan o más necesarias por la obcecación economicista de los estúpidos detractores de los estudios de letras, podrían ser:

1. La literatura estimula el uso y el desarrollo de la imaginación, de manera mucha más efectiva que el cine, donde la imaginación se mutila al estar todos los recursos de la narración puestos en escena, salvo escasos supuestos de elipsis, cada vez menos utilizada por los cineastas actuales. En cambio, la literatura sólo presenta verbalmente esos recursos
[1], teniendo que hacer el lector el esfuerzo de completar las letras con su imaginación, para visualizarlas en su mente. La literatura es mucho más compleja que el cine (con muy pocas excepciones), precisamente por operar sobre abstracciones racionales. Por esa razón, el territorio de lo imaginable en ella es muy superior al existente en los lenguajes audiovisuales. Y la imaginación tiene un poder pragmático incuestionable: permite los razonamientos individuales (o brainstorming colectivos) apropiados para hallar soluciones imprevistas a los problemas, alienta a los creativos publicitarios, ayuda al pensamiento lateral de los gestores y directivos, está detrás de las ocurrencias de los auténticos estadistas y es lo único que permite crear, casi de la nada, patentes industriales. Los grandes estadistas, de Marco Aurelio a John Fitzgerald Kennedy, eran grandes lectores y ocasionales escritores de libros; también los grandes científicos que ayudaron a construir el conocimiento tal y como hoy lo entendemos, desde Newton a Einstein o Niels Bohr (Atomic Theory and the Human Knowledge, 1958), leyeron y escribieron libros, que desarrollaron su creatividad y contribuyeron a dar sentido a lo que estaban haciendo. La conclusión es que cualquier cosa que estimule la imaginación, y nada lo hace como la literatura, es buena para el desarrollo de la sociedad.

2. Para entender el mundo actual, algo que deben hacer quienes quieren insertarse laboral o profesionalmente en él, las humanidades son necesarias porque son las que dotan al cerebro de la complejidad intelectiva necesaria no sólo para entender el funcionamiento de las cosas (algo que hacen también los sistemas científicos), sino para darles un sentido, un alcance humanista: saber no sólo cuándo las cosas son lógicas, sino además cuándo son justas, adecuadas a su fines o proporcionales. Hay que hacer hincapié en que el Derecho, aunque sea parcialmente una ciencia no exacta, es también una rama de las humanidades, es una carrera “de Letras”. El desaparecido sabio Eugenio Montejo escribía: “Me río de los políticos que quieren ordenar las cosas de los hombres sin tocar su lenguaje. Tratan de ignorar adrede que la falacia de sus leyes es de índole lingüística más que jurídica”
[2]; y con ello hizo énfasis no sólo en la importancia de la lingüística, de la Filología, sino en el hecho innegable de que para conocer las repercusiones sociales de cualquier medida (jurídica o económica) hay que conocer bien a la sociedad sobre la que se opera. No niego que las matemáticas complejas puedan darnos datos importantes sobre el movimiento de una muchedumbre, pero entender una sociedad no puede hacerse sólo desde la ciencia, sino desde la conciencia: desde una lectura humanística global del grupo humano, que una lo científico y lo cultural. Las dos cosas a la vez, no sólo una de ellas. Sobre los grupos humanos y sobre las personas que lo forman, nada dice tanto como la literatura, de la que han tomado infinitos ejemplos los sistemas psicológicos, incluido el psicoanálisis de Freud, montado sobre clásicos de la literatura mundial.

3. La cultura es uno de los bienes económicos de mayor crecimiento en Europa durante los últimos años; algunos estudios hablan de que el mercado cultural produce hasta un 13% del PIB de algunos países. En el caso de España, la lengua española (que, mientras nadie me demuestre lo contrario, requiere de Facultades de Filología para formar a los profesores de español), es un valor económico en alza en nuestro país y en todo el mundo. Aquilatar ese rico patrimonio multisecular sólo puede hacerse si hay lugares donde la enseñanza del idioma pueda hacerse a conciencia, a partir de sus resultados culturales, entre los cuales tiene la literatura un papel único, por ser el mejor modelo de uso del idioma. Esos lugares son las Facultades de Filología, en los cuales la enseñanza de la literatura, española y ajena, tiene un lugar determinante. [Nota para quienes me conocen: imaginaos cómo tiene que estar el ambiente para que yo, con lo que he sido y lo que he dicho, tenga que salir a defender la Filología]

4. El sistema editorial español produce o genera, directa u oblicuamente, miles de millones de euros a la economía española todos los años, por no hablar de un número enorme de puestos de trabajo, directos o derivados (imprentas, industrias papeleras, empresas de logística y distribución). La existencia de licenciados en Filología es absolutamente necesaria para esta industria, bien porque escriben los libros (muchos escritores son filólogos, por afinidad profesional, y también son filólogos los redactores de manuales de enseñanza del español, por ejemplo), bien porque desempeñan el trabajo de corrector de originales, bien porque realizan los informes de lectura o porque proponen, gracias a su pericia técnica económicamente valuable, los libros que deben publicarse. Sin ellos el sistema editorial está condenado a la mediocridad y, de producirse ésta, a su rápida extinción.

5. Los escritores de discursos, a sueldo de políticos europeos refractarios a las humanidades que hacen caso a tecnócratas memoboloñeses, necesitan leer libros, para que los discursos que preparan a esos políticos sean convincentes y persuasivos, según las leyes ya expuestas por un tal Aristóteles (un personaje de los Simpson) en su Retórica (capítulo de la segunda temporada). Hasta para engañar a las masas hace falta literatura.

6. La única forma de que la literatura sea conocida y difundida, para mantener cubiertas las necesidades anteriores, es que haya en las educaciones primaria y secundaria un grupo amplio de profesores de literatura, que transmitan ese importante conocimiento a los niños. Y para que esto sea posible se requieren Facultades de Filología que formen a estos profesores (a ser posible, abierta, amplia y rigurosamente). Así que dejen de hacer el ganso antes de que todos volvamos al mono por la vía rápida.


Addenda sobre la doble hélice y las escaleras de espiral

Antes he dicho que soy partidario de una idea de Cultura que incluye, indispensablemente, a la ciencia, no sólo a las humanidades más pegadas a la letra. Y me alegro de trabajar en una institución, como el Instituto Cervantes, que tiene eso muy claro y que en su programación cultural incluye, de manera obligatoria, actividades científicas, desde conferencias hasta exposiciones. La mención de Antoine Compagnon a Thibaudet, las escaleras de caracol y las dobles hélices me llevan a hacer una comparación (ya habitual) entre algunas escaleras de caracol y los modelos de reproducción del ADN humano.

Algunas reproducciones de estos modelos visuales, donde se pueden ver en colores los componentes del ácido desoxirribonucleico, son incorrectas por estar orientadas hacia la izquierda, cuando en la realidad las dobles hélices giran hacia la derecha. El modelo válido es el reproducido en el lateral (aclarando que se trata de una representación aproximada). Se ruega no sacar insostenibles conclusiones ideológicas de este modelo científico.

El modelo válido coincide con el de estas dos escaleras que incluimos a continuación.


La escalera de Bramante de los Museos Vaticanos es la más conocida; en la actualidad sólo está abierta una de las dos hélices.













La otra escalera, que no es de doble hélice, es de un edificio de Sidney; en realidad la he puesto porque me parece muy elegante.













En la fotografía que incluimos debajo de estas líneas, del Museo de las Ciencias Príncipe Felipe (Valencia), el modelo de reproducción está orientado correctamente. Pero, y termino con esta pregunta para científicos o para alumnos de la Universidad de Alicante: ¿cuál es el error que tiene este modelo?

















Solución en los comentarios.




Notas
[1] Con las numerosas excepciones que pueden citarse: hipertexto, poesía visual, holopoesía, escritura electrónica, y un largo etcétera que hemos estudiado en otra parte.
[2] Eugenio Montejo, El cuaderno de Blas Coll; Pre-Textos, 2007, p. 38.

sábado, 14 de marzo de 2009

Noches de aburrimiento


Haruki Murakami
After Dark; Tusquets, Barcelona, 2008

He leído ya algunos títulos de Murakami y aún sigo buscando dónde está el “genio”, el “gran novelista de nuestro tiempo” y el “maestro” del que varias críticas hablan. Una sola página de Pynchon o de Coetzee guarda más talento y mayor pregnancia en la memoria que After Dark. Las novelas de Murakami son propicias para personas que necesitan libros sin complicaciones, que se lean rapidito y “de un tirón”; ese tipo de novelas que interesan a quienes no gustan de eso que unos llaman alta literatura y otros literatura a secas. Leer las novelas de Murakami, al menos para mí, es pasar unas horas con la conciencia de que al rato (dos horas, dos días) se desvanecen de la memoria y pasan al limbo de los libros leídos sin ningún tipo de provecho. En El lamento de Portnoy dicen que la estructura temporal de After Dark coincide con la del ritmo de lectura, pero en mi caso no ha llegado ni a la mitad, será que leo muy rápido. Vargas Llosa decía que las novelas de Murakami son frívolas. A mí me parecen superficiales. Cita numerosos novelistas occidentales, pero no parece haber aprendido de ellos. Nulo uso de la elipsis. Nula ambición estilística, estructural o argumental. Ni un párrafo brillante. Ni un pensamiento agudo, elevado o subrayable. El bolígrafo con que suelo anegar de tinta otras novelas señalando hallazgos, citas o diálogos majestuosos queda hoy a un lado, aburrido, inútil. Las conversaciones de After Dark entre Mari y Takahashi son intercambiables con las de Naoko y Töru de Tokio Blues, lo cual quiere decir dos cosas: 1) que Murakami no domina los códigos lingüísticos de los adolescentes frente a los de quienes rozan la treintena y cree que todos hablan igual; 2) también quiere decir que se queda en la superficie psicológica, como si todos los hombres y todas las mujeres del mundo fueran clones, y no hubiera más que un único tipo de pensamiento. También son intercambiables los espacios: el bar nocturno de After Dark es idéntico al que regenta el protagonista de Al sur de la frontera, al oeste del sol. Tokio de noche podría ser Shangai, París o Alpedrete. Ni una sola singularidad espacial, ninguna descripción que llevar a un taller de escritura creativa como modelo. Y así con todas las facetas narrativas. Murakami es autor de un solo personaje femenino y de uno masculino, de un solo espacio, de una sola ciudad, de un solo libro (no demasiado divertido y no demasiado ambicioso). Por ese motivo, es bastante posible que, a no mediar recomendación expresa de algún lector inteligente, After Dark sea el último libro de Murakami que leo. Muy mal debe estar el panorama internacional para considerar a Murakami un maestro en algo, a no ser de los best-sellers escritos con decencia pero… perfectamente olvidables. Pienso en Saramago, en Murakami, en algún narrador español subido al éxito mundial, y me pregunto si para ser un narrador global es requisito indispensable dar la mínima literatura posible en cada libro. Mejor no me contesto.

viernes, 6 de marzo de 2009

Publicidad cavernícola y UrRock

Mi demencial ritmo de compromisos –que debe disminuir, que voy a disminuir– están convirtiendo la lectura de Homo sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop (Anagrama, 2008), de Eloy Fernández Porta, en una experiencia digna del propio ensayo. La lectura del libro, que hago a saltos espaciotemporales (comencé a leerlo en México, seguí en España, sigo con él en Estados Unidos) es toda una vivencia del RealTime™ que Eloy señala en el ensayo. Su lectura es como una experiencia intelectual paralela a todas las demás, de modo que llevo meses con el ensayo y todavía voy por la página 220. Pero el caso es que, debido a estas anomalías, Homo sampler me está gustando más, creo que por la lentitud y por la dificultad de acceso (requisito este último que Diderot consideraba necesario para cualquier empresa amatoria); Homo sampler es lo que leo en los escasos momentos en que “he terminado” con el mundo y puedo dedicarme un rato a mí mismo.

La lentitud de la lectura me está procurando una curiosa desviación más: al extenderse durante meses, está logrando abrirse un espacio cerebral propio, de modo que todo lo veo en modo homo sampler, sub aespecie portis, y la crítica mercadotemporal enriquece mi observación como si ya fuera parte natural de mi modo de mirar. Hoy quiero hablar de eso (de Homo sampler como libro hablaré en otro lugar, quizá en un formato diferente, no en una reseña; quizá Homo sampler sólo pueda analizarse –combatirse– desde otro libro), quiero hablar del modo de mirar de Fernández Porta, que me sacude continuamente cuando veo la televisión.

Dentro del primitivismo señalado por Eloy como uno de los elementos estéticos centrales de la estética Afterpop, es curioso cómo, en la edad de la hipertecnificación, el motivo del cavernícola tiene un inesperado predicamento. El regreso a nuestro pasado –no demasiado lejano en esa imagen, a medias memorable y a medias cursi, del reloj de la creación– es una forma natural del gag humorístico, es un recurso fácil que despierta nuestra sonrisa por dos motivos: 1) el cavernícola es todo lo contrario al hombre contemporáneo; 2) el hombre de hoy es un cavernícola profundo y maniatado por la corrección cívica. En esa dialéctica, aparentemente insalvable pero de total coherencia, hunde los dientes el arquetipo publicitario de la aseguradora Geico:










Una variedad del hombre atrasado y rudo, una especie de cavernícola intermedio, es el vikingo, utilizado para difundir las tarjetas de crédito de Capital One:















Fernández Porta apela también al imaginario musical para el asentamiento de sus hipótesis Ur u originales, primitivistas. Algo nada extraño,ya que la música genera siempre una conexión digamos prehistórica con el hombre: Schönberg decía que "La melodía es la forma de expresión más primitiva de la música", precisamente por el hilo invisible que la une al inconsciente. Al hilo de sus razonamientos he recordado varios casos de UrRock profundo: Bruce Springsteen y su estética de leñador o Neil Young, uno de mis músicos favoritos, rápidamente distiguible por su peliagudo look cavernícola. Otras muestras más atávicas serían Ozzy Osbourne comiéndose un murciélago en el escenario:









O el vídeo de Jimi Hendrix tocando el maravilloso solo de Hey Joe con los dientes:







Por no recordar otros casos de violencia ancestral, como Iggy Pop cortándose el pecho con vidrios en escena, o The Who destrozando el equipo al finalizar el concierto:


En cierta manera, el rock, sobre todo el rock duro, es una devolución a un estado primitivo del cuerpo, una base rítmica y acústica que nos sitúa en un estadio primordial, básico, anterior al civismo. Por eso, quizá, nos gusta tanto. Es rock and roll animal.