La soledad de los ventrílocuos; Tropo Editores, Zaragoza, 2008.
Antes de las jirafas; Páginas de Espuma, Madrid, 2011.
tocar este reverso con las manos
Matías Candeira, Antes de las jirafas
En uno de los cuentos de su primer libro, La soledad de los ventrílocuos (Tropo Editores, Zaragoza, 2008), puede leerse este párrafo: “Si fuera llovía de un modo constante, con esa violencia prehistórica, dentro del edificio las goteras parecían monzones que ametrallaran continuamente un paisaje cerrado, en el que internarse constituía toda una expedición a otra realidad” (p. 124). Me atrevo a enfatizar estas líneas como una probable poética de toda la obra cuentística de Matías Candeira (Madrid, 1984), que pese a su juventud ha sido destacado ya por varios antologadores de relatos como uno de los exploradores jóvenes más atinados del género. El párrafo antes citado tiene tres elementos que, a mi juicio, operan como columnas de esta narrativa: la construcción de los espacios exteriores como representación –podríamos decir romántica– de la psique, el acierto de algunas imágenes plásticas –que podríamos tildar de poéticas sin ningún demérito en la asociación– y, sobre todo, esa tensión centrífuga que lleva sus relatos a una estética alejada del realismo y que los conforma, en efecto, como una “expedición a otra realidad”.
Esta vertiente irracional (a veces fantástica, a veces onírica, en muy contadas ocasiones surreal) de los cuentos de Candeira me parece muy sugestiva e interesante. Se han producido en los últimos años muchas visiones polarizadas de la narrativa breve española. Unos apuntaban a la distinción entre los hijos de Carver y los hijos de Borges. Otros, a la divergencia entre una escritura de textos breves con apoyo en lo experimental (agrupados en Mutantes, la antología de Julio Ortega y Juan Francisco Ferré) y otra sustentada en valores tradicionales (Siglo XXI, de Gemma Pellicer y Fernando Valls; no deja de ser curioso apuntar que, como viese agudamente Jorge Carrión, no hay autores en común entre las dos antologías, proponiéndose ambas, según viese Javier Calvo, como totalizadoras). Calvo dice que la oposición entre estas dos formas de mirar distingue la narrativa fragmentaria de la realista, y puede ser una forma de verlo, pero si vamos a hablar de realismo yo hablaría de otra oposición binaria. Supongo que ya estará formulada hasta la saciedad, pero mi ignorancia me permite repetirla como si fuera mía: la oposición entre los hijos de Chéjov y los de Poe. Ambos autores están siempre en boga en nuestro panorama, contando incluso con homenajes colectivos publicados por los propios cuentistas: éste es el de Poe y éste el de Chéjov. La estela más realista de Chéjov, sin olvidar sus dimensiones simbólicas, extiende su rastro por numerosos textos actuales, así como la fantasía de Poe, sin obliterar sus pragmáticas piezas detectivescas, ha tenido bárbara descendencia. No somos pocos los escritores que creemos que, en realidad, no hay por qué renunciar a ninguna de esas tradiciones. En mi caso tengo libros que podría adscribir a la primera y otros a la segunda, y otro tanto puede decirse de muchos compañeros. Pero es cierto que hay escritores que parecen haber optado por una sola de las líneas, incluso de forma programática, como parece deducirse de algunas poéticas o de ocasionales ensayos sobre el género.
Candeira es un sostenido defensor de la libertad absoluta del texto, de la fantasía, y de diversas formas de irracionalismo, que si bien pueden desestabilizar en algunas ocasiones el texto, en otras le procuran aciertos inolvidables. Así, cuentos como “Cuando se muere la nevera”, “Jugar” o “La segunda vida” de La soledad de los ventrílocuos o “El extraño” o “Una voz en el umbral” de Antes de las jirafas (Páginas de Espuma, Madrid, 2011) me parecen relatos escritos en estado de gracia, por la permeabilidad que demuestran entre el lado fantástico de la vida y el más cotidiano y mostrenco. Rara vez sitúa Candeira sus historias en la pura fantasía; por el contrario, las situaciones son de lo más común, describiendo a personas agarrotadas en la superviviencia diaria, que de pronto cruzan el umbral de lo imaginario. Su poética, por lo tanto, entra dentro de una clara oposición al realismo, por lo menos al realismo chato. Este es un tema (la distinción entre un realismo literario consciente y crítico y el habitual realismo chato e ignorante de sus oxímoros epistemológicos) del que ya hablamos en Singularidades y sobre el que se ha extendido un excelente relatista y teórico muy importante para entender a Matías Candeira, Ángel Zapata. Zapata, que ha sido, si mis datos no fallan, profesor de escritura creativa de Candeira, y que aparece citado como maestro o referencia en las notas finales de sus dos libros publicados, había escrito en cierto lugar y con no poco acierto que
“Realismo, en literatura y en todo, es creer no exactamente que ‘el mundo está bien hecho’, como dijo el poeta; pero sí, cuando menos, que el mundo –mal o bien- está hecho de una vez por todas: que las cosas encierran dentro de sí un núcleo sólido, opaco y berroqueño de realidad, refractario a los lenguajes y a los códigos que configuran el deseo humano, indiferente a la historicidad, sordo al misterio. Realismo es la tautología cazurra que afirma que las cosas son lo que son… Y las palabras, a fin de cuentas, nada más que palabras”.[1]
Y desde luego la narrativa de Candeira no es para nada sorda al misterio. Preñada de deseo humano, e inhumano también, se desliza de continuo por los pasadizos que conducen nuestro mundo a otras regiones menos tangibles y protocolizadas por la normatividad del consciente. En la narrativa de Candeira se habla mucho de techos pero, significativamente, casi nunca de paredes, a no ser que sea para apuntar el modo de cruzarlas por cualquier lugar con excepción de la puerta. En alguna poética se ha mostrado partidario de una cuentística escrita “sin depender tanto de la gigantesca ballena realista”[2]. Es destacable asimismo su capacidad para entender la identidad como un concepto maleable y sujeto a metanoias, así como su gusto para ocupar mediante la ficción el lugar del otro (“Soy ellos”, La soledad de los ventrílocuos, p. 155; “nosotros somos tú”, Antes de las jirafas, p. 42), incluso cuando el otro no es una persona, sino un monstruo. Porque su narrativa está llena de monstruos; si en Antes de las jirafas centra Candeira su foco narrativo en figuras como el Dr. Octopus, no menos inquietantes son los inquilinos musgosos o las mujeres con túneles ventrales de La soledad de los ventrílocuos. Las oquedades, conductos, cerraduras y demás pasajes, entendidos como medio simbólico de penetración de lo irracional en lo racional (aunque también como “canales semióticos”, por usar la expresión de Eco en Los espejos y otros ensayos), abundan en estos relatos, incluso en los epígrafes que los anteceden: “Estaba mirando un agujero… un agujero negro. Y el agujero se abrió mientras miraba”[3]; he aquí la cita de Charles Burns que abre Antes de las jirafas, acompañada de otras no menos explícitas del poeta David Eloy Rodríguez y de Fogwill. La literatura entendida como un sistema de vasos comunicantes entre lo real y lo imaginario, o más bien entre lo difícilmente real y lo posiblemente real, esa es la almendra de la estética de Matías Candeira. Recordemos lo que decía Nabokov, hablando de El Quijote:
“El arte tiene sus maneras de trascender los límites de la razón. Yo quiero proponer esta tesis: esta novela se habría muerto de la risa que su trama picaresca pretendía provocar, si no contuviera episodios y pasajes que suavemente introducen al lector al mundo ensoñado del arte permanente e irracional”.[4]
Yo creo que el relato breve también se habría muerto sin esa ocasional pulsión antirrealista, sin esa vocación de bucear en los mundos pelágicos del inconsciente. Pero es una postura que no busca tener razón sino, más bien, ser irracional. Así que no me hagan mucho caso.[5]
Candeira es un escritor muy joven todavía, y sus dos libros, como suele suceder en no pocos libros de cuentos, son heterogéneos y con altibajos en la calidad. Piezas notables se intercalan con otras prescindibles como “Ese señor de ahí”, “Nuestro futuro” u otras sustentadas únicamente en la humorada, como “Asalto 99”. Sus libros están aún lastrados por esa encomiable impetuosidad y atrevimiento que le deseamos a un autor de su edad, pero lo importante no es destacar los refinamientos que aún no tiene y que la experiencia le irá dando, sino su talento natural, sus dotes para construir relatos puntualmente bellos y visionarios, y su capacidad para presentarnos mundos nuevos o permitirnos ver éste mismo con otros, y quizá mejores, ojos.
[1] Ángel Zapata, “La ternura del nómada (Una introducción a la poética de Medardo Fraile)”; en Medardo Fraile, Escritura y verdad: cuentos completos; Páginas de Espuma, Madrid, 2004.
[2] Y continúa: “Cada vez hay más escritores que gustan del género fantástico, lo que me deja respirar tranquilo porque es, probablemente, el género al que más afín me siento”, respuesta de M. Candeira al cuestionario sobre el cuento incluido en Andrés Neuman (ed.), Pequeñas resistencias 5. Antología del nuevo cuento español (2001-2010); Páginas de Espuma, Madrid, 2010, p. 448.
[3] “Él dice que su pequeño cuerpo (…) alberga en realidad el núcleo del Universo, agujeros negros de conciencia en una espesa inmensidad” (Antes de las jirafas, p. 43).
[4] Vladimir Nabokov, Curso sobre el Quijote (1983); Ediciones B., Barcelona, 1997, 135.
[5] No se apuren, ya sé que nunca me lo han hecho.