lunes, 9 de julio de 2012

Afasia parlante



Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca; Periférica, Cáceres, 2012




A esta época, como sabemos, le gustan los huesos. No todos los huesos, se aseguran de elegir bien, disputan y a veces se matan por esta elección: solamente los huesos que se pueden recubrir con un texto
Pierre Michon, Abades

En varias ocasiones he mencionado en este blog el nombre de la narradora chilena Diamela Eltit, a mi juicio uno de los grandes nombres de la narrativa en castellano, que sigue siendo aún bastante desconocida por los lectores españoles. La búsqueda en el ISBN no arroja mucha luz, por lo que es posible que Jamás el fuego nunca (Periférica) sea la primera novela publicada en nuestros lares de la fabulosa autora de Los trabajadores de la muerte. De hecho, para poder leerla tuve que comprar sus libros en Estados Unidos en ediciones latinoamericanas.

Pero nunca es tarde para internarse en el mundo fascinante y áspero de las historias de Eltit, y no se me ocurre mejor modo de comenzar viaje que esta magnífica novela, publicada en Chile en 2007 y ahora presentada en España, construida a través de la voz en primera persona de una mujer luchadora que masca su doliente paciencia en una crispación estructural, formalizada en una primera persona que a veces deviene segunda. La voz ha sobrevivido a la lucha ideológica contra la dictadura de Pinochet dentro de una célula comunista, a la prisión, a la pérdida de un hijo y a una relación de pareja que se sostiene sólo por la costumbre o por la lealtad debida a un pasado compartido de clandestinidad. A partir de estos marcos referenciales, el universo de Jamás el fuego nunca (el título es un verso de César Vallejo) presenta un durísimo y desangelado retrato de la vida de esta mujer sin nombre, que no ahorra la deshumanización habitual en las novelas de Eltit, una de las características por las que más conocida es su narrativa. Eltit va ahondando psicológicamente en las cosas y en las personas hasta que las deja en su estructura menor, en su esqueleto, en su chasis. En la dialogía entre lo carnal y lo óseo se establece, entiendo, una de las claves de la novela. Respecto al primer extremo, lo celular, el doble juego entre la célula como unidad mínima de lo vital y la célula política comunista ha sido bien visto por Mónica A. Ríos, quien escribía con acierto en su reseña a la edición chilena: “en esta novela, Eltit presenta una imagen ya conocida en su escritura: el cuerpo padece lo que la sociedad. Ese reelaboración –en negativo– de la metáfora organicista que los políticos del Iluminismo usaron para describir el comportamiento de los individuos en la sociedad moderna es trasladada aquí a partir de su unidad mínima: la célula, que vincula la unidad biológica de los cuerpos con la base de la jerarquía revolucionaria y el aislamiento moderno”. Algo explícito en la novela: “para asumir que estamos fundidos en la misma célula, en la célula que somos y que nos dispara ya hacia la crisis, una crisis celular o un deteriorado estado celular” (p. 81). Esta es una de las puertas de apertura de sentido, pero la otra es desde luego lo óseo, por no decir lo osificado. Para la narradora (y, me permiten la extrapolación, para toda la narrativa de Eltit), lo esencial de lo humano no está en lo celular (lo vital), sino en la osamenta, en la estructura medular de resistencia: “sí, un poder que había ofendido la única consistencia del cuerpo que, sabíamos, era primordialmente óseo” (p. 145). Eltit es consciente del dicho mallarmeano de que la carne es triste y a su juicio el consuelo no son tanto los libros como los huesos, la parte que dota de firmeza y estabilidad ese sujeto feble que somos y que sólo alcanza dignidad en cuanto (se) resiste.

Uno de los grandes aciertos de este libro es el tiempo fantasmal y ucrónico desde el que está narrado, como si la larga noche de piedra de la dictadura hubiese anulado el tiempo y lo hubiera vuelto eterno; por momentos la habitación donde conviven la protagonista y su pareja parece una Comala rulfiana llena de espectros del pasado, compañeros del viaje revolucionario devenidos símbolos de la decadencia y desaparición de una resistencia. José Antonio Rivera Soto ha relacionado este tiempo utópico con el tiempo histórico del materialismo dialéctico y ha esclarecido algunos puntos de relación entre la novela y la obra de Marx, que funciona a veces como hipotexto del monólogo de la protagonista[1].

Como vemos, hay numerosas capas de significación en esta novela soberbia y devastadora, cuyos temas son pasados por el rodillo de un lenguaje narrativo preciso, óseo, seco y despojado; un lenguaje afilado que lejos de decir menos dice todavía más del despojamiento emocional, ideológico, verbal y de esperanzas sufrido por una generación de izquierdistas chilenos. Frente a esa mostrenca realidad histórica, Jamás el fuego nunca “puede ser leída como el peregrinaje de una comunidad (…) des/amparada del lenguaje”, según dijo Julio Ortega sobre otra novela de Eltit, Mano de obra. En cierto lugar de la novela leemos: “es que ya no sentía mientras copiaba una a una las palabras que yo misma había seleccionado. De pronto empezaban a perder su propósito o sencillamente se alejaron de mi mano” (p. 73). La afasia como síntoma de la rendición ante el poder, como le sucede a Calibán en La tormenta de Shakespeare, que pierde su lengua en detrimento de la del usurpador, o “la renuncia silenciosa de Grillparzer y de Mörike a seguir trabajando (…) el callar sobre el callar por el sentimiento de empecatamiento, la culpa metafísica, o la culpa humana, culpa en la sociedad por indiferencia, por defecto. (…) En nuestro siglo me parece que esas caídas en el silencio, los motivos para ello y para el retorno desde el silencio, son de mayor importancia para la comprensión de las realizaciones lingüísticas que las preceden o siguen porque la situación se ha agudizado”[2]; sí, tenía y aún tiene razón Ingeborg Bachman: se han hecho más intensas que nunca las formas del silencio ante el poder, frente a las cuales se levanta, arisca y atronadora, esta novela brutal. Jamás el fuego nunca politiza y hace estruendoso el silencio social culpable, interiorizado y comunal a la vez, simbolizado en una habitación marital osificada, poblada de muertos, donde las frases han perdido el afecto y la emoción y el único discurso con sentido es el de los ralos números con que la protagoniza retrata su pobreza cotidiana. Estamos ante una obra monumental de obligada lectura porque a nadie puede dejar indiferente ni el dolor colectivo que narra ni la excelsa forma con que está contado.


[Relación con autora y editorial: ninguna]


[1] José Antonio Rivera Soto, “La muerte del tiempo utópico en Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit”, Analecta literaria, n. 39, II. Sem, 2009.
[2] Ingeborg Bachmann, Problemas de la literatura contemporánea; Tecnos, Madrid, 1990, p. 8.