lo que ocurre son palabras
Beckett, El
Innombrable
Uno escribe porque no puede hablar en voz alta
consigo mismo.
Canetti, Hampstead
A
través de la palabra viva se producen los efectos en Shakespeare, y esto se
nota mejor cuando se lee en voz alta.
Goethe,
Shakespeare y no se acaba (1815)
1) Tanto en las versiones grecolatinas del mito, como
en sus revisiones modernas, así la de Calderón de la Barca en Eco y Narciso (1674), la historia de la
ninfa Eco está siempre asociada a muertes dramáticas y finales terribles, en las
que su voz se queda repitiendo las últimas palabras del interlocutor. Pero,
desde otro punto de vista, el efecto acústico del eco, que tomó nombre de la
desgraciada enamorada de Narciso, permitió al hombre una especie de
proto-grabadora de su voz. Los espacios abiertos con eco fueron el primer lugar
en que el hombre pudo oírse como si fuera otro, pudo escuchar su voz grabada. Y, en consecuencia, oírse con exterioridad, para procesar después,
ya como objeto del pensamiento, la reverberación que había escuchado.
El primer libro de poemas de Beckett se llamaba Echo’s Bones -los huesos del eco- y, a juicio de George Steiner, es un título muy ajustado para “Beckett’s reductio of the language” (Extraterritorial, 1972, p. 23).
El primer libro de poemas de Beckett se llamaba Echo’s Bones -los huesos del eco- y, a juicio de George Steiner, es un título muy ajustado para “Beckett’s reductio of the language” (Extraterritorial, 1972, p. 23).
.
2) He
leído esta semana el fabuloso artículo que José Manuel Cuesta Abad ha publicado
en el número de abril de Cuadernos
Hispanoamericanos, “Harold Bloom, o la lección de lo sublime”, donde el
comparatista español aborda críticamente (en el verdadero sentido de la
palabra) el tema del sublime canónico
de Bloom, ese oxímoron sobre el que el profesor estadounidense ha construido
buena parte de su obra. Cuesta Abad hace un minucioso análisis del tema,
entrando a fondo en uno de los recursos shakespearianos que, a juicio de Bloom,
es el detonante de la magna creación del autor de Hamlet: la capacidad de sus personajes de convertirse en overhearers, de escucharse
distraídamente a sí mismos para, a continuación, pensar sobre lo que se han oído decir. Recuerdo al lector
que “escuchar” y “oír” no son sinónimos, como bien sabe; “escuchar” significa
oír prestando atención, pero
utilizaré en lo que sigue ambos términos para evitar nauseabundas repeticiones
constantes. Para Cuesta Abad, el overhearer
o “sobreoyente” descrito por Bloom tiene su importancia: “quiere esto decir
que en aquello que decide la genialidad de la tragedia de Shakespeare, el self-overhearing o el
‘auto-sobre-oírse’, radicaría también un componente ideal de la genialidad y la
originalidad de cualquier obra literaria”[1].
Estudia Cuesta esta figura del sobreoyente en otros apuntes de Bloom, remonta
al Teeteto platónico en este pensar a
partir de lo auto-dicho, y apunta un hermoso ejemplo propio, el de la
Celestina, quien “andando por el camino, habla consigo misma”. Mientras estaba
leyendo el artículo, pensaba en El
Innombrable de Beckett. Casi al final Cuesta Abad lo menciona, pero muy de
pasada, seguramente porque el objeto de su artículo no es tanto apuntar
ejemplos concretos, sino ahondar con su acostumbrada brillantez en la
“anomalía” (Cuesta Abad, p. 60) que presenta el modelo canónico de lo sublime
en Bloom.
.
3) Como todos los veranos suelo revisitar alguna de
las novelas de Beckett, después de leer el artículo me sumergí de nuevo en El Innombrable (1953), y vi más claro
que nunca que una de las grandezas de esta obra es precisamente la apuntada por
Bloom para la obra de Shakespeare y descrita por Cuesta Abad en los términos
citados arriba: en el auto-sobre-oírse radica
también la genialidad de esta novela beckettiana.
.
Para verlo, pasemos a recordar y examinar algunos fragmentos
de la novela de Beckett, puesto que el narrador sin nombre es, desde luego, la
figura antonomástica del sobreoyente: “de
pronto uno se escucha hablando de no se sabe qué como si nunca se hubiera hecho
otra cosa”[2],
sentencia el Innombrable. Hay que prestar atención a ese extrañamiento, sobre
el que luego volveremos (un extrañamiento ante la voz propia que recuerda,
retornando a Eco y Narciso, al que siente el bello al mirar su imagen en las
aguas del río). Otro ejemplo del auto-sobre-oírse
en la novela de Beckett: “no hay que tener miedo de decir una tontería,
¿cómo saber que lo es, antes de haberla dicho?” (p. 141). Es decir, para el
innombrable sólo se constituye el sentido cuando las palabras han sido
pronunciadas; es entonces, tras su enunciación, cuando son consideradas como pensamiento evaluable. Esto suele funcionar en
la vida diaria cuando hablan los demás, claro, pues no tenemos acceso previo a
su pensar, pero para el innombrable funciona asimismo con el pensamiento propio, que sólo puede someterse a
juicio cuando es escuchado por quien lo pronuncia. Un poco más tarde,
imaginándose una obra de teatro, dice, se dice, el Innombrable: “ése es el
espectáculo, esperar el espectáculo, al rumor de un murmullo, se convence uno
mismo, ¿se trata, a fin de cuentas, de una voz? (…) ése es el espectáculo,
esperar solo, en el aire inquieto, a que eso empiece, a que algo empiece, a que
haya otra cosa que uno mismo, a que uno se pueda ir, a ya no tener miedo, uno
se habla” (p. 144). Uno se habla.
Y algo después: “os diré quién soy, ellos me dirán quién soy, no comprenderé,
pero se habrá dicho, ellos habrán dicho quién soy, ellos habrán dicho quién
soy, y yo lo habré oído, sin oreja lo habré oído, y lo habré dicho, sin boca lo habré dicho, lo habré oído fuera
de mí, después, al momento, en mí” (p. 145, subrayado mío). Y algo antes:
“presté oídos a lo que debía ser mi voz siempre” (p. 59).
.
Es significativo el párrafo en que la voz innombrable
presenta a tres protagonistas de novelas anteriores de Beckett: “No me engañan
esos Murphy, Molloy y Malone. Me hicieron perder el tiempo, trabajar
inútilmente, dejándome hablar de ellos, cuando era menester hablar solamente de
mí, al objeto de poder callarme. Pero acabo de decir que he hablado de mí, que
estoy hablando de mí. Me río de lo que acabo de decir” (p. 52). Después de
escuchar su contradicción, el hablante la procesa y se ríe agrazmente, lo cual
no le impide seguir hablando más o menos en los mismos términos, con total
obcecación. También en uno de los relatos breves de Beckett, “Textos para
nada”, leemos: “Hablar, no hay más, hablar, vaciarse, aquí como siempre, no hay
más”[3].
.
La diferencia entre la voz innombrable y las citadas
“autoescuchas” de Hamlet o la Celestina es que mientras éstos no dudan de que
la voz sea propia, la voz de Beckett mantiene siempre significativas dudas
sobre su origen y, en consecuencia, incertidumbre sobre su identidad. Es una
voz que persigue convencerse de ser la
voz de uno, lo que es un problema metafísico, como cuando los robots de Assimov
se preguntan si su pensamiento es original y propio, o una consecuencia de la
programación humana. Esta incertidumbre del Innombrable se advierte en diversos
pasajes: “Es que se trata de una cuestión de palabras, de voz, (…) se trata de
algo que hay que decir, por ellos, por mí, esto no está claro” (p. 147); “soy
yo el que habla (…) qué cosa más curiosa, no se nota una boca, no se nota ya la
boca, no se necesita una boca, las palabras están en todas partes, en mí, fuera
de mí, esto sí que es bueno (…) soy palabras, estoy hecho de palabras” (p.
149); “la duda está ahí, a este respecto, en algún sitio, continúo, cómo hago,
para oír, si soy yo el que oye, y cómo para comprender (…) la misma reserva, y
cómo se hace eso, si soy yo el que habla, y cabe suponerlo como cabe dudarlo,
si soy yo el que habla, que yo hablo, sin parar, que tenga ganas de pararme,
que no pueda pararme” (p. 153). La voz persiste en sus fantasías combinatorias (rasgo
de la escritura de Beckett señalado por Deleuze), en su empeño de hablar, aun
poniéndose en cuestión, para acabar deduciendo que no puede tratarse más que de
la voz propia: “esta voz (…) no conozco ninguna más. Ella sale de mí, me llena,
clama contra mis paredes, no es la mía, no puedo detenerla, no puedo evitar que
me desgarre, que me sacuda, me asedie. (…) a propósito de esto debe hablarse,
con esta voz que no es la mía, pero que no puede ser más que la mía, pues aquí
no hay nadie más” (pp. 56-57). Como señalaba Maurice Blanchot, “El innombrable es experiencia vivida
bajo la amenaza de lo impersonal”[4],
puesto que la impersonalidad amenaza en todo momento al hablante: “es de mí de
quien hablo, ¿es posible?, seguro que no, he aquí otra cosa que sé, hablaré de
mí cuando ya no hable más” (El
Innombrable, p. 156).
.
El discurso en primera persona se vuelve admonitorio
sobre su necesidad, y se llega a lo
que me parece una hermosa metáfora: “la imagen de una gran boca idiota, roja,
hocicuda, babeante, incomunicada, vaciándose incansablemente, con un ruido de
colada de colada y de sonoros besos, de las palabras que la obstruyen” (p.
154): la expresión como salida
(evacuación) del yo. El personaje de El
innombrable nos estremece porque comprendemos que está aterrado pensando
que, si deja de hablar, puede devenir el
discurso de otro, puede limitarse a ser lo que otro dice, en lugar de quien dice. Inseguro de sí (“diríase que
soy yo, que soy el que habla, el que oye”, p. 173), carente de nombre e incapaz
de moverse en el espacio, sólo la sucesión de ruidos que pronuncia es la
salvación de su identidad (en realidad, el sonido incesante es su única
identidad). Como el pez, muere si deja de moverse, de mantener la voz
moviéndose. Imagínense que Borges, en vez de escribir “Yo soy el único
espectador de esta calle, / si dejara de verla se moriría”[5],
hubiese escrito: “soy el único enunciador de estas palabras, / si dejase de
hablar, me moriría”; pues ese es el dilema metafísico del personaje de Beckett,
que ignora si hay un exterior[6]
a su discurso o sí él es el discurso que los otros (Mahood, Murphy, el
nonato Worm) pronuncian. De ahí que el hablante sostenga el soliloquio, el solus loquens, el solus locus, el locus solus,
sin solución de continuidad: “estoy obligado a hablar” (p. 38), dice al final
del primer párrafo; “no puedo hablar más que de mí, tampoco, no puedo hablar de
nada, y, sin embargo, hablo” (p. 171), comunica in media res; y “hay que seguir, voy a seguir” son las inolvidables
palabras que cierran el libro.
.
Sí, el escucharse a uno mismo, el oír al uno que habla es el comienzo del
pensamiento moderno y también, y en consecuencia, el principio de lo terrible,
el lugar donde Eco se ancla a sus finales predeterminados y terribles. Las
criaturas de Beckett se agostan en el discurso paratáctico, exhaustivo,
tartamudeante, repetitivo, de quien se habla a sí mismo y reflexiona tras
escuchar su nadería letal, su letanía natal, su balbuceo. O, como dice Jiménez
Heffernan, “la existencia como diáfora, agotamiento, horizonte, aplazamiento,
sintaxis”[7],
lanzada contra el espejo de nadie. Es terrible porque nos suena.
.
.
[1] J. M. Cuesta Abad, “Harold Bloom, o la lección de lo sublime”, Cuadernos Hispanoamericanos, n. 754,
abril 2013, p. 45.
[2] Samuel
Beckett, El Innombrable; Alianza
Editorial, Madrid, 1971, p. 167; traducción de Rafael Santos Torroella.
[3] Samuel
Beckett, Relatos; Tusquets,
Barcelona, 1997, p. 86. Traducción de Félix de Azúa y Canoex Sanz.
[4] M. Blanchot, El libro por
venir; Trotta, Madrid, 2005, p. 251.
[5] J. L. Borges, “Caminata”, Fervor
de Buenos Aires, en Obras Completas;
tomo I, Emecé, Buenos Aires, 1989, p. 43.
[6] Sobre el tema de la dialéctica exterior/interior en Beckett, véase
J. M. Cuesta Abad, “Aut:Out. El dilema de Beckett”, en Julián Jiménez Heffernan (ed.), Tentativas sobre Beckett; Círculo de
Bellas Artes, 2007. Jiménez Heffernan recuerda que el capítulo 9 de Murphy comienza con este epígrafe de
Malraux: “Il est difficile à celui qui vit hors du monde ne pas rechercher les
siens” (“Resulta difícil para quien vive fuera del mundo no buscar a los
suyos”, J. Jiménez Heffernan, “Los inventarios de Beckett”, en Jiménez
Heffernan (ed.), Tentativas sobre Beckett;
op. cit., p. 144).
[7] J. Jiménez Heffernan, “La cuestión de la sintaxis. Hacia el
expresionismo en Beckett”, De Mostración.
Ensayos sobre descompensación narrativa, Antonio Machado Libros, Madrid,
2007, p. 103.