Esther Ramón, Caza con hurones; Icaria, Barcelona, 2013.
Esther
Ramón es poseedora de una voz poética singular, de difícil (e innecesaria) adscripción
a escuelas o estéticas. La poesía a la que más se parece, al llegar a su cuarto
poemario publicado, es la suya propia de poemarios anteriores. Apenas podríamos
establecer, por afinidad temática, algún hilo de relación con la Juana Castro
de Arte de cetrería (1989), que
también utilizó con fortuna el campo semántico cinegético para su lírica. De
tono sosegado, expresión contenida y lenguaje cuidado, Caza con hurones contiene fundamentalmente dos tipos de poemas:
unos algo más discursivos o narrativos, en los que es posible esclarecer algún
tipo de encadenamiento argumental o temático, y otros más crípticos, donde la
asociación paratáctica de imágenes parece destinada a la creación de otras
tantas estampas en la mente del lector, alejadas de cualquier denotación
reconocible aparte de la sensación de encierro. El resultado es una poesía
espinosa, poco complaciente con el lector acomodaticio, que en ocasiones
reflexiona sobre el lugar en que se posa la mirada poética y, en consecuencia,
también sobre aquello que se deja de ver (“Montaña”, “Raíz”). Una poesía dura
pero que cuando es acechada con la paciencia del hurón, acaba produciendo
frutos vibrantes: “Tampoco hay espera, / ni guantes que cubran / las manos. /
En el jardín de los / términos medios, / las rosas crecen sin tallo, / asoman
sus rojas cabezas / directamente de la tierra / humedecida, / con los ojos
siempre / entreabiertos, / siempre entrecerrados” (“Limbo”).
Fernando Castro Flórez, Mierda y catástrofe; Fórcola Ediciones,
Madrid, 2014
Vuelve
Fernando Castro a tocar en Mierda y
catástrofe un tema que le es querido, el de la relación entre el vómito y
las artes. Ignoro si otras veces que lo ha tocado tuvo en cuenta esta fabulosa
imagen de Cervantes: “Vio un día en la acera de San Francisco unas figuras
pintadas de mala mano y dijo que los buenos pintores imitaban la Naturaleza, pero
que los malos la vomitaban” (“El licenciado Vidriera”, Novelas ejemplares). Este ensayo de Castro Flórez, desatado como
todos los suyos, hunde el cuchillo conceptual en el “desastre estético actual”
(p. 37), y en su banalidad generalizada, pues “el arte está arrojado a la
pseudo-ritualidad del suicidio” (p. 173), examinando diversos tipos de
prácticas artísticas con ánimo de esclarecer su lugar dentro de un difícil eje
de coordenadas: aquel que intenta diferenciar, nada menos, cuándo un hacer
estético está intentando combatir la inercia ideológica de su tiempo y cuándo
está reproduciéndola pese a postularse como su enemiga. En otras palabras:
cuando intenta el arte luchar contra la mierda y cuándo se dedica a revolverla
sin más. En el mismo sentido, se intenta deslindar cuándo la transgresión es
sólo una pantomima que indica la asunción acrítica del espectáculo como
lenguaje, y cuándo tiene fines realmente alternativos, combativos, estéticos
(en un sentido profundo de la palabra, no confundir con esteticistas) o emancipatorios.
Castro
descubre pronto sus cartas; en la misma página 37 se muestra partidario de “lo
maravilloso, en vez de lo siniestro (…) es necesario lo imposible, lo desmesurado”; es decir, postula la necesidad de un
arte grande y ambicioso, que no caiga en la parodia, ni en la transgresión
fácil, ni en el lenguaje manido, ni en la repetición carente de sentido. Más
adelante sostiene que “para cruzar es frontera de la banalidad necesitamos
verdaderos creadores de acontecimientos dispuestos a superar la narcosis de lo
virtual” (p. 95). A lo largo de su libro recoge ejemplos de arte memorable, que
cumple esos requisitos. Parece Castro Flórez muy interesado sobre todo en
aquellas prácticas artísticas que intentan unir lo natural con lo artificial,
acercándose a las experiencias próximas a la naturaleza, sea a través del paseo
(Richard Long), sea a través de la escultura de/en la naturaleza, donde se
demora en los ejemplos de Andy Goldsworthy, Giuseppe Penone, Miguel Ángel
Blanco y David Nash.
Uno
de los puntos fuertes del ensayo de Castro Flórez es su profundo análisis de
las relaciones entre el arte y el espectáculo, que desmonta, entre otros
recursos discursivos, mediante el concepto de camuflaje. Citando a numerosos
autores, Castro Flórez explica cómo el camuflaje permite ser visible e
invisible al mismo tiempo, lo que parece una constante en el arte actual, bien
sea por la voluntad de invisibilización del artista, bien porque en otros casos
su comercialidad le permite ser parte del decorado espectacular sin llegar a
ser distinguido por la contemplación
artística. Para muchos, según denuncia, “Es urgente
desvelar todos los secretos y, especialmente, airear lo reprimido,
convertir lo real en show, no sea que
algo verdaderamente ‘inquietante’ acabe por tragarnos y llevarnos al sin-fondo de lo enigmático” (p. 197). El
resultado es un arte del ruido, del ruido de fondo, donde es difícil encontrar
lo valioso entre el estruendo mediático y el pacífico rumor bovino del arte
museístico y de bienal. A favor del ensayo de Castro Flórez, apuntamos la amplitud
de la mirada y su voluntad de intentar deslindar el grano de la paja, lo que es
frecuente en visiones conservadoras del arte (vgr., Avelina Lesper) pero no
siempre en las visiones progresistas, que por no pecar de dogmáticas prefieren
caer en el no menos peligroso relativismo. Como reparo, la poética maquínico-textual
del autor, cargada de citas, quizá podría aliviarse un poco de ciertos pensadores
posmodernos que, como Baudrillard o Virilio, han demostrado su reaccionarismo y
superficialidad a la hora de entender el arte contemporáneo (entre otras
realidades), siendo tan gratuitos y previsibles para denostar el mal arte como
incapaces para detectar el arte realmente valioso.
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[Relación con los autores: ninguna. Relación con las editorales: ninguna.]