Pablo Katchadjian, La libertad total;Bajo la luna, Buenos Aires, 2013
Fernanda García Lao, Fuera de la jaula; Emecé, Buenos Aires,
2014
Mauro Libertella, El libro enterrado; Mansalva, Buenos Aires, 2013
Ramiro
Quintana, El intervalo; Tantalia,
Buenos Aires, 2006
Luis Chitarroni, Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa; Interzona,
Buenos Aires, 2007.
Admiro la literatura argentina,
desde adolescente, por su libertad creativa (común a todos los países
hispanoamericanos, pero hoy nos centraremos en el caso argentino). Quizá, si le
preguntamos a cualquier crítico argentino, sacará a relucir –como haríamos
nosotros para la literatura española– diversas fuerzas interiores de reacción,
líneas normalizadoras, prácticas institucionales, tensiones con la tradición,
etcétera, que atemperarían o limitarían una aserción como la nuestra. Pero debo
decir, con honestidad, que desde la férrea normalización literaria peninsular,
que atenaza en el realismo ingenuo y sentimentaloide a la narrativa y en la
línea figurativo-melancólica a la poesía (con numerosas excepciones en ambas,
por fortuna), las convenciones argentinas
nos parecen algo así como una playa caribeña para un preso siberiano.
Antes de continuar quiero hacer dos
advertencias: 1) no soy experto en literatura argentina, sino mero y rendido
admirador, y cuanto sigue debería ser leído como lo que es: la expresión
ardorosa de un fan o un supporter de
la literatura argentina. Por ese mismo motivo, en cuanto gesto de simple
comentario dirigido a compartir mi felicidad con otros lectores
hispanohablantes que quizá no han oído hablar de estos libros, 2) he prescindido
de incluir notas de la crítica argentina o hispanoamericana que ha estudiado
estos textos, actuando como una especie de Adán arrojado a su lectura
libérrima, atrevimiento que puede ser criticable, y me disculpo, pero es
reproducción a escala, espero, del atrevimiento mayor con que estos escritores
hicieron sus libros, haciendo de su capa un sayo.
A estos cinco libros podrían
añadirse muchos más, claro, pues la libertad en Argentina es la norma, y no la
excepción (de hecho, podíamos añadir los de Alinovi y Peyrou que ya comentamos aquí).
Pero para no cansarles con la extensión, me he centrado en los que siguen.
Libertades
totales. Concebida como un
experimento conversado, al modo de los diálogos platónicos y con parecidos
recursos (sofismas, falacias lógicas, etcétera), a los que habría que añadir el
sentido del humor, La libertad total (2013)
de Pablo Katchadjian aglutina a diez personajes anónimos que se encuentran en
un espacio onírico, preñado de simbolismo y similar al espacio en blanco de la
película Nada (2004), de Vincenzo Natali. Denominados como A,
B, C, D, E, F, G, H, e I, la anonimia y cuasi-intercambiabilidad de los
personajes los configura casi como nomenclaturas matemáticas, como X e Y utilizadas
para materalizar funciones. La discusión retórica y sofística entre ellos, sus
reflexiones sobre la reflexión y sobre la naturaleza del lenguaje, utilizado
como instrumento para no entenderse,
cuajan un libro devestido de anécdota, abstracto
y por el que parece que apenas pasan pasiones humanas –aunque pasan todas–.
Fábula metafísica, especulación lingüística y narrativa, La libertad total condena y a la vez sanciona las posibilidades de
la libertad artística: hay libertad total, sí, pero sostenida por numerosas
limitaciones o constricciones, programadas de modo inmisericorde. Como en Qué hacer (2010), el texto a veces elige
repetirse, otras veces escoge la permutación que cruza la puerta y no aquella
que se limita a abrirla y cerrarla constante, binariamente. Variaciones
programadas y fijas vestidas con las galas del libre albedrío. Como la vida
misma, parece decirnos Katchadjian.
*
Libertinaje. Otro ejemplo de libertad mayúscula es el que se ha permitido
Fernanda García Lao en su última novela, Fuera
de la jaula (Emecé, 2014), un delirante retrato polifónico de dos familias
o dinastías que comienza en 1956 y acaba en torno a los años 90, lo que permite
a la autora hacer una especie de tríptico à
la El Bosco de la historia argentina, vislumbrada aquí más a través de los
comportamientos privados de los personajes que por el recuento explícito de los
sucesos históricos. Imposible punto de encuentro entre Mientras agonizo (1930) de Faulkner y la película de Tod Browning Freaks (1932), Fuera de la jaula presenta como normal la anormalidad y como
cotidiana la aberración, con sano humor y un excelente estilo sustentado en la
frase breve y vigorosa, aliñada de cuando en cuando con toques de
irracionalidad. La novela se levanta a partir de una variada sucesión de voces,
comenzando por la de Aurora, quien rompe a hablar una vez muerta. Sobre este
particular, que no es nuevo en literatura pero al que García Lao ha sacado
excelente provecho, ha reflexionado la autora en términos que me parece muy
interesantes:
Por otro lado,
hay un juego con el narrador omnisciente, un narrador que ha quedado medio
exiliado de nuestros textos. Si muere la idea de Dios, entonces ¿cómo vas a
saber todo? Podés tener un narrador pegado a la nuca que te sigue y comparte tu
punto de vista, pero no puede saber lo que sentís, a no ser que lo hagas
evidente. Me dije que la muerte me daba un permiso genial; desde ese punto de
vista me sentía muy libre, la primera persona siempre es impune, pero acá era
el colmo. Decidí que Aurora podía saber lo que estaban pensando y que accede a
un recorte de su propia vida del que no había tenido noción mientras estaba
viva porque su presencia era incómoda dentro del entramado familiar.[1]
Como puede verse, ese “permiso” que
se ha concedido la autora y que le concede libertad total para contar, es uno
de los medios de hacer de la necesidad virtud, a la vez que se salva uno de los
problemas narrativos más frecuentes en la narrativa de este lado del charco.
Virtuosa de la construcción elocutoria, García Lao da voz en su novela a una
muerta, a varios vivos, a una androide e incluso a las dos cabezas del bicéfalo
ManFredo, quizá el mayor hallazgo del libro y una de las reflexiones sobre el
Doppelgänger más estimulantes que he podido leer los últimos años (y he
dedicado parte de mi tesis doctoral a ese tema).
*
Libertad es
igual a Libertella. La serie es ésta,
según me explicase Damián Tabarovsky: Libertella – Liber terra – Liber in terra
– El libro enterrado, de Mauro
Libertella, un tomito autobiográfico escrito a raíz de su relación con su
padre, el enorme escritor argentino Héctor Libertella. Para quienes no lo
conozcan, Libertella padre es un escritor inclasificable, para quien la
relación con el lenguaje es inquietante y corrosiva, es una relación discomplaciente con el español; ya sé
que no existe tal cosa como discomplaciente
en nuestra lengua, pero Libertella ya no existe tampoco, y neologismo y
hombre pertenecían a un modo retador y retorcido de entonar la lengua; otrosí
me gusta discomplaciente porque
ampara en su seno la disconformidad y lo díscolo, y Libertella era ambas cosas.
No divinicemos al hombre pero, permítanme, a la obra
sí; me parece que Héctor Libertella fue o es un escritor en otra dimensión (la
cuarta, por ejemplo), y aun sigo bajo el efecto que me provocaron en su momento
libros como ¡Cavernícolas! o A la
santidad del jugador de juegos de azar; libros conmovedores no por emotivos
sino por destructivos, porque conmueven estructuras, socavan prejuicios
literarios, remueven esclerosis estilísticas y se configuran como actos de
libertad total escrituraria que quiebran las ideas de quien lee, e incluso el
proceso de lectura de quien lee. Para Libertella, la escritura era un concepto
total, según cuenta su hijo Mauro: “Mi viejo preparó ese libro como hacía
siempre, componiendo desde el cuerpo del texto hasta las solapas y la
contratapa. No sólo le gustaba escribir libros, le gustaba hacerlos” (p. 21).
En el valiente y hermoso libro de su vástago, aparece un Libertella
desacralizado y humano, demasiado humano, pero que termina de cerrar el vínculo
“emotivo” que sienten o sentimos los lectores que tanto agradecimiento debemos
a Libertella padre. “No hace falta una agudeza sustantiva”, dice Libertella
hijo sobre los libros que abordan la desaparición paterna, “para saber que esos
libros se escriben, justamente, para atravesar esa contradicción” –se refiere a
la de “idealizar al padre y saldar cuentas” (p. 66)–, y añade: “y que con el
punto final subyace la promesa de una especie de redención” (p. 67). Los que
hemos pasado por la misma experiencia sabemos hasta qué punto es hermosa la
elegancia con que Mauro Libertella ha cruzado el Rubicón de esa idealización justiciera de su padre.
*
Lenguaje. La descomposición del yo es un tópico de toda la literatura
hispánica reciente, como hemos recordado en La
literatura egódica (2013), y desearíamos resaltar su agudo tratamiento en El intervalo (2006) de Ramiro Quintana.
Esta breve novela sitúa en espacios reducidos a un personaje masculino,
Virgilio, absolutamente perdido en los laberintos de su cerebro y en sus
paranoias, incapaz para relacionarse con su entorno, paralizado por sus volutas
mentales y con nula inteligencia emocional, y lo hace con un elegante
tratamiento literario, singularizado a las circunstancias. El intervalo se centra en el torrente de pensamiento del personaje,
que va desvelándose al lector a través de la técnica conductista, mediante la
descripción de sus actos. La introducción por Quintana de numerosas palabras en
desuso, o extrañas en un discurso literario (a menos que se trate del discurso
de un Miguel Espinosa, por ejemplo), podría hacer referencia –especulo con
total libertinaje– a un modo lingüístico de mostrar el anacronismo vital y la
sustancial diferencia y/o extrañeza
de Virgilio, el personaje central, respecto a las circunstancias de las demás
personas. El lenguaje del narrador, como el de algunos personajes de Beckett, a
pesar de ser correcto, no es un
lenguaje que permitiera a su protagonista comunicarse.
Su aislamiento, reforzado así mediante el lenguaje (literario y aun
lingüístico) con el que se le describe, es el asunto central de El intervalo, que revela a un narrador joven
a quien seguir los pasos.
*
Liberación. Peripecias del no (2007) de Chitarroni es,
como reza su subtítulo, el Diario de una
novela inconclusa, pero sobre todo se trata de un elaborado juego de
alcances y renuncias que persigue la recuperación de ese Borrador mítico e
irrecuperable que, en la mitología de cualquier novelista, guardaba las
esencias de la novela que deseaban escribir, pero de la cual fueron
distanciándose con su escritura. El propósito –desmesurado– de Chitarroni es volver
ahí, a lo perdido, al original del
original, cuando nada había sido estropeado y la ambición del proyecto estaba
intacta. Juego de apócrifos a partir de una ficticia revista pseudónima de
literatura, Ágrafa, el falseamiento
está presente por doquier en Peripecias
del no, un libro en el que todo es exceso en estado puro: de personajes, de
citas, de ejercicios de estilo, porque lo que define a una novela por terminar
es que nunca sufrió la poda y se ha quedado con los recortes por hacer. De ahí
que a veces se ofrezcan al lector
enumeraciones caóticas de nombres o libros, simples apuntes de una palabra, o
una frase, que serían como notas que se apunta el narrador para la futura
novela; amén de despistar (pues algunos nombres son apócrifos, o remiten a bibliografía
inexistente, o son cul de sac referencial),
su función es la de convertir el texto en una suerte de hipertexto, señalando
la dirección a la que la novela inacabada debería apuntar, con lo cual se
expande el horizonte hermenéutico de la novela conclusa; sus referencias
(reales y apócrifas) son otras tantas llamadas a elementos afines a lo que se cuenta en Peripecias
del no y, en consecuencia, forman parte “hipotextual” o subterránea, textual pero no legible, de la misma. En
Peripecias del no, que algunas cosas
no puedan leerse no significa que no sean parte
de la novela, lo cual me parece un hallazgo.
Vaya por delante que no es un libro fácil de leer. Conocíamos muchos narradores
no fiables, pero pocos en los que todo,
desde el título a la estructura, invitan a la sospecha. Algunas partes parecen
reescritas (compárense páginas 31ss y 169ss) pero hay leves diferencias entre
ellas. Las citas tampoco son honestas: la cita de Anthony Powell, “The nearest
some women get to being faithful to their husbands is to give their lovers
absolute hell”, es ligeramente alterada por Chitarroni, incluso en el inglés:
“esa observación de Powell según la cual el mayor rasgo de fidelidad de las
mujeres consiste en ser desagradables y combativas también con sus amantes. The nearest some women get
to being faithful to their husbands is being disagreeable to their lovers. A. P.” (p. 54); y el verso
de Quevedo “vivo en conversación con los difuntos” deviene “vivo en comunión
con los difuntos ” (p. 225), entre otros muchos ejemplos de retorcimiento
erudito. Pero quizá la infidelidad sea algo natural en una novela acabada que
se presenta como inconclusa, en un artefacto que, desde sus primeras páginas,
se construye sobre la fabulosa negación de su presupuesto.
*
En
alguna ocasión he ofrecido este plausible concepto de literatura: construcción dirigida a la destrucción de
alguna idea preconcebida (ideológica, ética, estética) del lector. Creo no
equivocarme si digo que las obras aquí citadas pueden poner en jaque muchas de
esas convenciones o incluso todas a la vez.
.
.
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[No hay ninguna relación con los autores y las editoriales citadas]
[1] En Silvina Friera, “Los personajes existen, hay que excavar para
encontrarlos”, Página 12, 08/09/2014,
accesible en http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-33287-2014-09-08.html.