[Para Luis Rodríguez, que me forzó a leer a Noll]
Pero, como era usual, él
andaba de acá para allá.
Edgar Allan Poe[1]
-Me encanta pasear por
Londres –dijo la señora Dalloway.
Virginia Woolf[2]
Anduve entre la multitud.
João
Gilberto Noll[3]
Es bastante curioso que The Man of the Crowd
(1840), de Edgar Allan Poe, Mrs. Dalloway
(1925), de Virginia Woolf y Lord (2004),
de João
Gilberto Noll, sitúen en Londres la acción narrativa. Es extraño porque el
geográfico es sólo uno de los aspectos que tienen en común. Las tres obras
plantean, cada una a su modo, la disolución subjetiva en una ciudad, la
dispersión identitaria en la urbe, y cruza
por las tres –de diferentes formas– cierta idea de ilegibilidad. En su relato breve The Man of the Crowd (1840), Edgar Allan
Poe presenta a un hombre que tiene una experiencia urbana diferente: tras leer detenidamente el tráfago humano
desde el interior de un café, detecta a un hombre mayor que llama su atención,
porque la expresión desesperada de su rostro era algo que no había visto nunca
antes, y decide seguirle. Tras hacerlo durante toda la noche y todo el día
siguiente, se da cuenta de que se limita a caminar entre la gente, esquivando
las áreas despobladas, prefiriendo caminar por las más populosas y transitadas,
disolviéndose en ellas. Miss Dalloway,
la novela de Woolf en la que el tejido urbano tiene una función estructural o
conectiva, cuenta las historias paralelas
de dos personajes que transitan por Londres sin llegar a rozarse en ningún
momento, ni tener noticia uno del otro. El Lord
de Noll narra la disolución de un escritor brasileño llegado a Londres tras
una extraña invitación, representándose su progresiva dispersión –mental y
física– en la ciudad, en la cual centra sus esperanzas hasta no proponerse más
objetivo que permanecer en ella, perdiendo su subjetividad y diluyéndose en
otras personalidades. El innominado personaje de Noll, desde que llega a
Londres, comienza a temer su borrado y
a perseguirlo al mismo tiempo: compra un espejo para poder verse porque en su
apartamento no hay ninguno, “pues necesito constatar que todavía soy yo mismo,
que otro no tomó mi lugar” (p. 25), pero poco después sale a comprar maquillaje:
“en aquella tienda de Piccadilly Circus y comprar lo que me transformaría, no
digo en un joven, pero sí en un señor de apariencia ejemplar” (p. 29). Anagnórisis
y extrañamiento simultáneos. Entra en la National Gallery y se maquilla en los
baños, haciéndose consciente de que “había venido a Londres para ser varios”
(p. 30); a partir de ahí la novela dibuja repetidos contornos de un personaje
regido por la metamorfosis, que se somete a otras prácticas para destruir su
personalidad reconocible y va evitando o tapando los espejos de Londres para no
verse en ellos. Londres, recordemos, es la ciudad donde transcurre la nouvelle de Stevenson Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde (1886),
un clásico de la literatura sobre la división de la personalidad. Es curioso
que cuando hablé en La literatura egódica
de los espejos en la literatura, uno de los ejemplos que puse también era londinense:
“Según Rank, en Londres, en 1913, se juzgó a un
hombre que había
encerrado a su amante infiel durante ocho días en una habitación cubierta por
entero de espejos: la joven no soportó el enfrentamiento a su mirada acosadora
y enloqueció”[4].
Eso es justo lo que intenta evitar el protagonista de Lord, que cubre con sábanas todos los azogues que encuentra. En la
escena final, con un gesto maestro, desvela Noll qué sucede cuando el personaje
desempaña el espejo y se enfrenta finalmente la imagen reflejada.
En los tres textos la ciudad interrumpe los pensamientos de los
personajes, confundiéndose con ellos, y marca el ritmo narrativo:
Yet,
as we proceeded, the sounds of human life revived by sure degrees, and at
length large bands of the most abandoned of a London populace were seen reeling
to and fro. The spirits of the old man again flickered up, as a lamp which is
near its death hour. Once more he strode onward with elastic tread. Suddenly a
corner was turned, a blaze of light burst upon our sight, and we stood before
one of the huge suburban temples of Intemperance—one of the palaces of the
fiend, Gin. [E. A. Poe, “The Man of the Crowd”, op. cit., p. 36]
Hubiera preferido
ser una de esas personas como Richard, que hacían las cosas por sí mismas,
mientras que ella, pensó, esperando a cruzar, la mitad de las veces no hacía
las cosas así, simplemente, por sí mismas; más bien para que la gente pensara
esto o aquello, una perfecta idiotez, lo sabía (ahora el policía levantaba una
mano), porque nunca nadie se creía el cuento ni por un instante. ¡Ay! ¡Si hubiese
podido volver a vivir! Pensó, bajando de la acera, ¡si hubiese podido incluso
tener otro físico! [Virginia
Woolf, La señora Dalloway, op. cit.,
p. 157]
Ya habíamos caminado
un poco y ahora nos mirábamos frente al Parlamente con mucha gente pasando alrededor.
(…) No es de golpe, hombre: es que quedar como quedó, por un lado, o volver a
América del Sur en el horizonte, por el otro, hace que no me reconozca más, que
me transfigure, que salga de este cuerpo idiota de aquí, me vomite de asco, me
vuelva otro. Él me miraba frente al Parlamento. Parecía que no me había visto
nunca. [J. G. Noll, Lord, op. cit.,
pp. 92-93]
El vagar disociativo del personaje de
Noll es muy similar al de Septimus Smith en la novela de Woolf; muy atento a la
tradición británica, sobre todo a Samuel Beckett, quien a ratos parece resonar
en el libro (“Me fui atravesando la calle, tenía maña, a estas horas siempre es
bueno acordarse de que se es brasileño”, p. 95; “¿Qué
hace usted ahí?, me preguntó. Estoy acostumbrado a esa pregunta, la comprendí
en seguida”, Beckett, Molloy), es bastante
posible que Noll haya tenido presente un libro canónico como Mrs Dalloway, que retrata también a un
personaje masculino con problemas mentales dejándose mecer por el movimiento de
las calles de Londres. Como en Mrs
Dalloway, uno de los momentos climáticos es el suicidio de un personaje al
lanzarse al vacío y, como en la novela de Woolf, es la ciudad –hasta la huida
final– el elemento conector de toda la trama, al par que disolvente subjetivo.
Porque los personajes de estas prosas no tienen
nada que ver ni con los paseantes de Robert Walser, ni con las derivas
situacionistas, ni con el flâneur baudelairiano. No persiguen mirar la ciudad,
sino hacerse invisibles en ella; no buscan ver, sino dejar de ser vistos.
Ilegibilidad
En este punto podríamos hacer una leve conexión asimismo
a The Waste Land de Eliot, no sólo
porque también se refiere a Londres, sino porque además es una referencia casi
explícita de Mrs Dalloway[5]. No hace mucho leía
la versión facsimilar del borrador del libro de Eliot, editada por Valerie
Eliot, y descubría en ella un verso borrado por el poeta y que no aparece en la
versión definitiva de La tierra baldía:
“(London, your people is bound upon the wheel!)”[6]. La edición añade
las anotaciones que hizo Ezra Pound al borrador coloreadas en rojo, y al margen
del verso eliotiano escribe el autor de los Cantos: “vocative”, como apuntando que el
vocativo del verso le resulta problemático. Quizá por esta anotación de su
amigo decidiese Eliot suprimirlo de la versión final. La cuestión es que este
verso extirpado de Eliot, “(Londres, ¡tu gente está atada a la rueda!”) parece
ser una clara remembranza del King Lear de
Shakespeare, donde leemos en el acto IV, última escena: “but I am bound upon a
wheel of fire / that mine own tears do scald like molten lead” (traducido como “pero
yo estoy atado en una rueda / de fuego, de manera que mis lágrimas / abrasan
como plomo derretido”[7]), que es, a su vez,
una referencia obvia a la Rueda de Fuego de la mitología griega, la rueda ardiente
donde pagara Ixión su traición a Zeus, según la Metamorfosis ovidiana y los dramas homónimos de Esquilo y Eurípides
(parece que hubo otro Ixión, de Sófocles,
hoy perdido[8]). De modo que el
verso borrado, ilegible, de Eliot,
nos lleva a toda una mitología (y toda una iconografía) de dolores ardientes y
de castigos divinos, asociados a una lectura negra, casi psicogeográfica, de
la ciudad de Londres.
Ixión lanzado al Hades, J. E. Delaunay, 1876.
Londres y la dificultad
de lectura: el relato de Poe acerca del
hombre de la multitud comienza con una mención a un libro alemán del cual fue
dicho que no se deja leer (“er lässt sich nicht lessen”[9],
cita en alemán en el original); esa mención se repesca al final del relato para
equipararlo a un corazón humano, el del hombre de la multitud. El narrador de
Poe entiende que hay algo oscuro y terrorífico, relacionado con el crimen, en
el corazón de ese hombre errabundo, un secreto que nunca llegará a conocer por
más que lo persiga a lo largo y ancho de la ciudad. Es decir, la verdadera
identidad del hombre está encubierta por
la ciudad; del mismo modo que Stillman, el paseante-mapa descrito por Auster en
La ciudad de cristal (otro personaje
que lleva a cabo derivas urbanas obcecadas), su errancia nos dice cosas pero nos oculta lo esencial. Vemos las letras de su texto pero no podemos desentrañar su
contenido, es ilegible. En Mrs Dalloway
la ilegibilidad vino determinada en su tiempo por su estructura perturbadora,
por su simultaneísmo y la forma de dar voz
a los dos personajes encarnando desde fuera los monólogos interiores, que
son recreados sin cederles la palabra.
El narrador casi omnisciente de Woolf nos permite acceder a una parte de sus
mentes pero ellos, en realidad, la tienen ocupada
por la ciudad, haciendo ilegibles al lector sus verdaderos sentimientos
(quizá, ha apuntado María Lozano, porque su problema es precisamente no sentir).
En Lord,
la ilegibilidad adopta dos variantes: la primera, la de un texto privado de las
habituales marcas de lectura: el personaje no tiene nombre, la atmósfera semi-irracional
impide la autoficción, no hay pausas narrativas, no hay sentido en las acciones
narradas, sino un continuum difícil
de asumir que el lector asume embelesado, hipnotizado por el ritmo narrativo y
la cadencia metamórfica del personaje que se
habla en primera persona
(precisamente porque se habla a sí mismo y no a nosotros es por lo que no
entendemos algunas referencias, que apelan a algo que él sabe y que nosotros
desconocemos). La segunta variante de ilegibilidad es más, diríamos, metafísica:
el personaje creado por João Gilberto Noll es el vivo retrato del hombre de la multitud de Poe: es viejo
como él, se describe un callejeo de toda una noche de duración parejo al suyo, y
asimismo tiene la ropa sucia y su expresión es desesperada o podemos imaginarla
sin dificultad como tal, pues algunos viandantes se acercan para ayudarle. Como
el hombre de la multitud de Poe, el protagonista de Lord sólo quiere ser masa
urbana indistinguible. En algún momento confiesa: “era de ese material
difuso de la multitud que yo construía mi nuevo rostro, una nueva memoria” (p.
37). Quizá no haya una relación deliberada con el relato de Poe, pero el hecho
de que podamos establecerla sin forzar el sentido (la innegable posibilidad no
de una “influencia”, sino de un obvio paralelismo), nos dice ya suficientes cosas, por ejemplo que ambas historias
representan la disolución identitaria urbana, en lo urbano, a la perfección (como le sucede al Septimus de Mrs Dalloway). En las tres obras la
ciudad y su multitud es parte de la identidad no sólo de la propia historia,
sino de la propia psique de los personajes, a la que se incorpora como contenido. Y ese choque provoca un
brutal encuentro, que deja a los personajes desguarnecidos, despersonalizados,
en los límites de la razón, al borde del abismo, a punto de caer al Hades. Los tres personajes masculinos
se disuelven en lo colectivo porque tienen algo
que ocultar.
“El peor corazón del mundo”, remata
Poe, “es un libro más grueso que el Hortulus
Animae y quizá no es más que uno de los grandes dones de Dios que er lässt sich nich lessen”[10],
que no se deje leer, que no pueda ser leído.
[1] E. A. Poe, “The Man of the Crowd”, The Works of Edgar Allan Poe in Five Volumes;
vol. V., The Electronic Classic Series, University of Pennsylvania, Philadelphia,
2011-2103, p. 37.
[2] Virginia Woolf, La señora
Dalloway; Cátedra, Madrid, 2000, traducción de María Lozano, p. 153.
[4] V. L. Mora, La literatura
egódica; Universidad de Valladolid, Valladolid, 2013, p. 92.
[5] Cf. la nota al pie de María Lorenzo en su edición de Mrs Dalloway, op. cit., p. 215.
[6] T. S. Eliot, The Waste Land. A Facsimile and Transcript of the Original Drafts;
edited by Valerie Eliot, Faber and Faber Limited, London, 1971, p. 43.
[8] “Al parecer, también Sófocles escribió una obra sobre la traición
de Ixión a Zeus (…), pero nada sabemos sobre su contenido”; Myriam Libran
Moreno, “Zeus Tragodoumenos: apariciones de Zeus como personaje en la tragedia”,
Cuadernos de filología clásica: estudios
griegos e indoeuropeos, nº 11, 2001, [pp. 101-126], p. 112.
[9] E. A. Poe, op. cit., p. 37.
[10] E. A. Poe, op. cit., p. 39, traducción nuestra.
Adendas de 2023:
1
"[...] me dejaré llevar hacia calles cuyo nombre ignoro, hacia edificios sin memoria, al menos para mí, hacia la ciudad anónima, si es que en Roma existe el anonimato. Hacia la disolución. [...] Por eso amo la ciudad: por su capacidad para la disolución. Uno puede dejar de sentirse atrapado en el individuo para disolverse en lo humano, con todos los matices, con todas sus consecuencias."; Rafael Argullol, Danza humana. Barcelona:
Acantilado, 2023, págs. 119-120.
2
Se me olvidó incluir este poema de Luis Cernuda, publicado en 1931 -fecha muy próxima a la de los textos de Poe y Woolf-, dentro de Los placeres prohibidos:
En medio de la multitud
En medio de la multitud le vi pasar, con sus ojos tan rubios como la cabellera. Marchaba abriendo el aire y los cuerpos; una mujer se arrodilló a su paso. Yo sentí cómo la sangre desertaba mis venas gota a gota.
Vacío, anduve sin rumbo por la ciudad. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. Un cuerpo se derritió con leve susurro al tropezarme. Anduve más y más.
No sentía mis pies. Quise cogerlos en mi mano y no hallé mis manos; quise gritar, y no hallé mi voz. La niebla me envolvía.
Me pesaba la vida como un remordimiento; quise arrojarla de mí. Mas era imposible, porque estaba muerto y andaba entre los muertos.
Vacío, anduve sin rumbo por la ciudad. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. Un cuerpo se derritió con leve susurro al tropezarme. Anduve más y más.
No sentía mis pies. Quise cogerlos en mi mano y no hallé mis manos; quise gritar, y no hallé mi voz. La niebla me envolvía.
Me pesaba la vida como un remordimiento; quise arrojarla de mí. Mas era imposible, porque estaba muerto y andaba entre los muertos.