Mircea
Cărtărescu, Nostalgia; Impedimenta,
Madrid, 2012.
Mircea
Cărtărescu, Lulu; Impedimenta,
Madrid, 2013; traducción de Marian Ocha de Eribe.
Mircea
Cărtărescu, Por qué nos gustan las
mujeres; Funambulista, Madrid, 2006, traducción de Manuel Lobo.
Mircea
Cărtărescu, Las bellas extranjeras;
Impedimenta, Madrid, 2013; traducción de Marian Ocha de Eribe.
Mircea
Cărtărescu, El Levante; Impedimenta,
Madrid, 2015; traducción de Marian Ocha de Eribe.
“Voy a resistir, porque
este espacio en las montañas, aunque vacío, parece acumular sucesos, difuminar
unos a través de otros, borrar los límites (tan precarios) entre el mundo de
nuestra mente y el de la mente más vasta que nos comprende a todos” (Lulu, p. 42).
La
proliferación
Envidio
a quien no haya leído ningún libro de Mircea Cărtărescu porque todavía tiene la
oportunidad de leer Nostalgia o El Levante y volverse completamente loco.
Hacía tiempo que un autor no me deslumbraba tanto –pues he llegado tarde, pero
en buen hora, al más conocido escritor rumano actual– y creo que, con
independencia de las ideas y prejuicios que uno tenga sobre literatura, Cărtărescu
es capaz de vencer cualquier resistencia y hacer caer al lector en sus redes
gracias a la potencia y ambición de su escritura volcánica.
No hace mucho tuve una conversación
en Barcelona con Gonzalo Torné. En ella, y a partir de algunas ideas que yo
apuntaba torpemente sobre un conocido prosista actual, Torné fue construyendo en directo una interesante teoría, por
la cual habría dos tipos de grandes novelistas: los prosistas inteligentes, creadores de obras bien
planeadas y cuyo sobrado intelecto a veces se interpone en el camino natural de
la narración y le impide alcanzar grandes cotas, y los autores proliferantes, caracterizados por tener
brillantes intuiciones narrativas, a partir de las cuales desarrollan y
desarrollan tramas y argumentos y personajes y más personajes, y más tramas y
más sucesos y más anécdotas y más ramificaciones, hasta el infinito o el
agotamiento –lo que suceda primero–. Sería fácil poner ejemplos: Henry James o
Nabokov serían inteligentes, proliferantes Tolstoi o Kafka (especialmente en El castillo); Bellatin afina y Aira
prolifera; Italo Calvino es un dechado de inteligencia mientras Don DeLillo se
pierde a veces al intentar desarrollar sus agudas intuiciones: “en Ruido de fondo”, decía Torné, “lo
interesante no es lo que hace DeLillo con la nube tóxica, sino que se le ocurriese
la idea de la nube tóxica”. Medio en broma, medio en serio, llegamos a la
conclusión de que en algunos casos extremos no sería necesario leer por
completo los proyectos de los autores proliferantes: bastaría con leer doscientas o trescientas
páginas hasta ver cómo funciona el
mecanismo narrativo y disfrutar, durante un tiempo razonable, del mismo.
La definición de
escritor proliferante se ajusta como anillo
al dedo a Mircea Cărtărescu. Los proyectos y libros de Cărtărescu se parecen
mucho entre sí, porque son la expresión de algunas ideas, topos, tropos, coros, logos
y logros que el autor rumano repite y reinventa sin cesar, en una incesante
tormenta de fábula y lenguaje que prolifera y se expande indefinida y magníficamente
por varios libros y por varias artes: relato, novela, poema, artículo, ensayo.
Todo lo escrito por él tiene un aire de
familia inequívoco, cuyas claves desarrollaremos luego, pero que convienen
en forjar un nombre indiscutible cuyo estilo se basa en la sobreabundancia y la
diseminación, cuya desparramada locura, sobre todo en algunos relatos largos de
Nostalgia, nos llena al principio de
consternación y luego de alegría, porque en realidad no queremos que la
desmesura y la escritura desatada de Cărtărescu se terminen. Después de leer
cinco libros casi seguidos del rumano, lo único que deseo es que Impedimenta
publique los tres tomos de Orbitor,
su trilogía novelística, para poder sumergirme en el mundo onírico de Cărtărescu
muchas horas más (hay una edición de Cegador
en Funambulista, pero es una traducción de la versión alemana, no del
original).
El
posmodernismo
(…) entretanto yo tengo que decir algo
inteligente sobre posmodernismo
El Levante, p. 159
El procedimiento es posmoderno, así que lo
utilizaré también yo.
El Levante, p. 200
Aunque
la mayoría de las veces los datos biográficos añaden más sombra que luz para
interpretar una obra literaria, en la biografía de Cărtărescu hay un dato
en extremo relevante para leer su obra: se doctoró en literatura con una tesis
sobre posmodernismo rumano. Esto quiere decir que ha dedicado varios años de su
vida -años clave por ser los de su formación intelectual-, a estudiar la
posmodernidad y su(s) efecto(s) sobre las obras literarias. El posmodernismo de Cărtărescu es de corte postromántico, como queda claro en la
selección de temas (el doble castrador, el solipsismo), la actitud ante la
literatura de sus personajes y la extraña consideración, casi naif, de una
naturaleza en estado de pureza: “el silencio de los bosques, el silencio de los
lugares que el pie humano no ha pisado. Paisaje puro, naturaleza pura,
indiferente, en paz, fundida con todo lo que verdaderamente existe” (Lulu,
p. 56); esa “verdadera existencia”
(p. 62), con ecos de la vraie vie est
ailleurs de Rimbaud, vuelca su consistencia en su oposición al sueño y a
las elucubraciones de los filósofos posmodernos (“los filósofos dicen que ahí
afuera no existe nada”, El Levante,
p. 146), aunque todo en los libros de Cărtărescu es ficción y, en buena parte,
sueño. Otro sueño postromántico, mallameano, es el de la escritura del Libro,
resabio, según Curtius y Blumenberg, del antiguo tema del mundo como libro del
que hablamos en Pasadizos (2008).
Para el protagonista de Lulu la
escritura de ese Libro total era el único objetivo de su existencia en la
juventud, y el desencanto de la madurez viene de haberse desenfocado de ese
objetivo (p. 78). En un momento prodigioso de El Levante, unas islas imaginarias con forma de letras crean la
palabra “Helesponto” sobre el mar, “como en los mapas” (p. 102), reverberando
la imagen borgiana de la coincidencia entre realidad y rigor cartográfico: el
mundo como escritura. Cerrando el círculo
podríamos decir que para Cărtărescu ese Libro del Mundo es posmoderno y por eso
lo es también su relato, como se reconoce en el canto IV de El Levante: “tras muchos llantos,
tentativas y peripecias que en mi relato posmoderno te sumirán en ensoñaciones”
(p. 73). Cuando el citado DeLillo describe en White Noise un “atardecer posmoderno, rico en imaginaría romántica”[1],
me parece estar asistiendo a la perfecta definición de la literatura de Cărtărescu.
El mito frío
Todo, todo son efectos
largamente planeados para que te enrosques en ellos como la bombilla en su
casquillo o para que no distingas ya qué es sueño y qué es realidad…
El Levante; pp. 191-92
(…)
maquillado y estrambótico como un arquetipo de Jung.
El Levante,
p. 218
Una de las claves del
autor es que racionaliza el
inconsciente, y convierte sus dominios soterrados –las referencias en su obra a
lo subterráneo son muy numerosas– en campos de juegos a su conveniencia.
Amparado a veces en los sueños, que utiliza a pesar de ser consciente de su
peligro para la narración (véase el párrafo con que se abre “El Mendébil” en Nostalgia, p. 43, o la autocrítica en Por qué nos gustan las mujeres, p. 23), resguardado
otras veces en un tono onírico que lleva a sus textos a lindar con la
literatura fantástica, Cărtărescu aprovecha todos los resortes del inconsciente
de forma racional, haciéndolos servir a su propósito: “Pienso que recreo todo
lo sucedido en Budila de una forma demasiado
sencilla, que está demasiado clavado
en mi mirada por ese subconsciente del que he aprendido a desconfiar siempre
debido a su infinita astucia. En esa profundidad hay túneles secretos entre los
edificios de mi mente, conductos y manojos de cables de colores, canales de
agua fétida, llenos de las deyecciones de mi cerebro. Hay cámaras de escucha y
burdeles subterráneos y habitaciones en las que no han entrado nadie. Y yo,
solitario en la ciudad de la superficie, soy el único señor y el único enemigo”[2].
La mecánica de esta racionalización no sólo es semántica, sino que también es espacial, lo que me parece un hallazgo:
para Cărtărescu el inconsciente es un lugar paseable, “los subterráneos de la
mente” (Lulu, p. 151), construidos
como un laberinto de pasillos (las circunvalaciones cerebrales) y escaleras,
con miles de habitaciones cerradas con “candados obscenos”, que Victor va
rompiendo para mirar al interior de cada una: “seguía arrancando al azar
aquellos candados blandos, pero me resignaba cada vez con más dificultad a
lanzar una ojeada en aquellas estancias hundidas en la abyección” (Lulu, p. 135). En alguna pieza de Por qué nos gustan las mujeres explica
la génesis de esos sueños espaciales, lo que denota la autoconsciencia con la
que emplea este recurso del urbanismo
onírico[3].
Esta espacialización del inconsciente, que lo convierte de forma literal en el campo literario de juegos que citábamos
arriba, es un rasgo de talento del autor, que le permite moverse por el espacio
de lo onírico con una libertad plena y de modo autoconsciente. De ahí la
presencia explícita de los mandalas, de los Dopplegänger, de los alef borgianos, de las bodas celestiales,
de los caminos de ascensión purificadora, de la mise en abyme, de las eclosiones subterráneas, de los psicocopompós, de los espejos (ya sean mágicos,
tapados o sin reflejo), de las transformaciones: Cărtărescu juega con los mitos
y los arquetipos sin esconderlos, mostrando sus cartas e incluso sus fuentes
(como Baltrusaitis o Jung en El Levante),
porque lo esencial en su obra no son los materiales, sino la construcción y
reelaboración de los mismos. De ahí ese lugar central que parece tener en la
literatura rumana y, cada vez más, en la europea. Los motivos los explicó hace
80 años un compatriota suyo, Mircea Eliade:
La novela
rumana (…) triunfará definitivamente cuando logre imponer dos o tres tipos de
personajes-mitos en la literatura universal (no se trata del tipo del avaricioso,
el amante, el celoso, etc., sino de personajes que sepan participar lo más
intensamente posible en el drama de la existencia; que tengan un destino, que
sepan padecer en su propia carne o que lleguen a encarnar la agonía del
conocimiento, etc.). Un pueblo crea, a través de su folklore y su historia,
mitos. Y una literatura crea, especialmente a través de su época,
personajes-mitos.[4]
Y creo que Cărtărescu ha trabajado de forma
deliberada en esta dirección, creando un tipo humano de corte mítico, consistente
en un personaje algo inmaduro[5]
dividido entre su existencia cotidiana y mostrenca y una vida interior
fantasiosa y llena de imaginación, mediante la que intenta olvidar, sin
conseguirlo, la miseria de su existencia real. Las mujeres –luego volveré a
este peliagudo tema– juegan en su obra un papel residual, salvo excepciones,
consagradas a ser metamorfosis de las musas tradicionales y meras “puertas de
entrada” de lo extraordinario en lo ordinario, permitiendo a ese personaje
varón habitual en las obras de Cărtărescu coquetear con una posibilidad de
vivir la vida como algo maravilloso, mientras dure el encanto del amor (suena
cursi, lo sé, pero exponerlo de otra forma es traicionar la verdad textual de
sus obras). Ese personaje mítico convive con otros mitos ya clásicos de largo
alcance, que el autor conoce de sobra y que utiliza a sabiendas, fríamente, para crear un determinado clima narrativo.
Una de las manifestaciones de esta
racionalización, hasta cierto punto junguiana, como luego veremos, de los
mitemas, podemos apreciarla en el motivo de la
telaraña, cuya importancia en Nostalgia ya
enfatizó en su prólogo Edmundo Paz Soldán, pero que es recurrente en toda su obra.
El motivo alcanza en Lulu (1994) toda
su capacidad simbólica, que alcanza las cotas de la cosmovisión: “deja de
existir el mundo con sus verdades ramificadas en una red horizontal e ilusoria”,
aunque su aparición más frecuente es la de la telaraña onírica que anuncia la
llegada de lo pesadillesco a la narración: páginas 46, 55, 60, 127, puesto que la
telaraña que tendrá un clímax casi paroxístico en las páginas 65 y siguientes.
En ellas se describe un episodio onírico del protagonista, en el que sube hacia
el techo de la mansión en la que se encuentra, perdiendo edad conforme sube,
hasta llegar casi como un niño. Una enorme telaraña cubre toda la parte
superior del edificio y Victor debe atravesarla, hasta encontrar a una araña de
dimensiones monstruosas, con la que se une
de forma no sexual pero sí corporal; después, baja las escaleras de nuevo “y en
cada ventana me veía cada vez más maduro” (p. 69), hasta llegar a su edad de
entonces, diecisiete años. La escena puede leerse desde la perspectiva
junguiana del encuentro con la sombra
propia, como parte del proceso de individuación personal, del mismo modo que la
novela puede ser parte del descenso al abismo o mäelstrom del yo (del
protagonista, del narrador, del autor) con todas sus consecuencias. La telaraña
es también, por supuesto, la propia escritura, la novela en la que se atrapa a
Lulu y la sombra que ha proyectado sobre la sombra de Victor. El texto se
vuelve no sólo terapéutico –“si la escritura es, como dicen, una terapia”, p.
24–, sino también sismográfico, en el sentido de que registra las evoluciones
psíquicas del personaje hasta identificar texto y emoción o discurso escrito y
discurso emocional, “como si el texto fuera mi verdadera vida” (Lulu, p. 101). Del mismo modo que la
telaraña une a la presa con el horror de la araña y los omnipresentes nervios,
arterias, neuronas y venas de sus relatos conectan eléctricamente la percepción
y la conciencia, es la escritura, el “vendaje de este texto (…) de esta tela
rara y complicada como una gasa o como una telaraña” (Lulu, p. 147), y sus hilos los que “configuran la telaraña que has
tejido, no para capturar algo con ella, sino para ser atrapada” (Nostalgia, p. 314; véase también El Levante, pp. 113 y 160); esto permite
que en su obra “una línea de la primera página comunica a través de mi esófago
con una palabra de la página cuarenta y que los nervios craneales
cortocircuitan símbolos y alusiones” (Lulu,
p. 100), cerrando el círculo gnoseológico de la literatura de Cărtărescu: telaraña como símbolo – tejido del texto (referencias intratextuales al propio libro o a los
otros libros del autor, referencias intertextuales
a libros de otros) – tejido nervioso – redes sinápticas del pensamiento –
racionalización del inconsciente – símbolos espacializados y espacios
simbolizados[6]
– urbanismo onírico – las telarañas = correspondencias baudelerianas, signos en
rotación – telaraña simbólica. Esquematizado, sería más o menos así:
Reparos
Mi
mayor reparo a la obra de Cărtărescu se centra en Las
bellas extranjeras, pero de este libro hablaremos en otro lugar.
Entre otros errores achacables al autor apuntaríamos cierta
cursilería, ligada a cierto entendimiento naif de lo femenino [“Por qué nos
gustan las mujeres (…) porque no leen revistas porno y no navegan por sitios
porno (…) porque no se masturban”, p. 292, disculpen mis carcajadas]. En otras
ocasiones nos encontramos una visión inexcusable y burdamente machista:
Amadísima lectora (…) Tú no buscas entre las hojas
de los libros la árida filosofía ni la política encarnizada que retiene en
sombrías cárceles a los exaltados y a los temerarios, sino el amor verdadero
que, como las rosas prensadas entre las páginas, no muere jamás. (El Levante, p. 59)
Es
difícil saber si una declaración como esta es más estúpida que machista, o
viceversa. Tampoco es fácil de entender la pudibundez inmadura con la que el
autor evita los temas sexuales (salvo alguna excepción en Lulu, pp. 42-43), sobre los que pasa con abstrusas aclaraciones,
que no se sabe si esconden incapacidad técnica para la descripción de los
coitos o miedo a perder lectores por ser explícito. Preferimos, desde luego, el
primer motivo.
El Levante y conclusión
Si tuviera que
recomendar uno solo de estos libros recomendaría El Levante (1990), sin dudarlo, porque es un libro imposible. Es un
libro que no podría ser escrito más que por el propio Cărtărescu. Como ha
explicado su excelente traductora de
guardia, Marian Ochoa de Eribe, en una entrevista[7],
el volumen publicado en España parte de una “traducción al rumano” que Cărtărescu
decidió realizar al entender que su Levantul
original, escrito por completo en verso y trufado de guiños a la literatura
rumana, era intraducible. Para facilitar la versión a otros idiomas y la
circulación del libro, transformó la mayor parte de los pasajes a prosa, con lo
que el libro perdió su parte más experimental, deudora del capítulo “Los bueyes
del sol” del Ulysses de James Joyce. Pero
esta deuda con la tradición (donde Joyce hacía un recuento de los estilos
narrativos ingleses, Cărtărescu haría una reconstrucción de los estilos poéticos
rumanos; Jorge Carrión desarrolla el mismo envite con la poesía castellana en
la segunda parte de Los turistas,
2015) es sólo un punto de partida, pues una cosa es sostener un ejercicio así durante
un capítulo, y otra muy distinta levantar un libro entero sustentándolo en un
armazón tan ambicioso tanto desde el punto de vista constructivo como estilístico,
por no hablar de la incomparable imaginación que puebla El Levante de imágenes vibrantes y de hallazgos expresivos,
verbales y semánticos, cuyo disfrute debemos en buena medida a la ejemplar
labor de la traductora. A esto hay que añadir una dimensión política, si cabe:
se advierte la presencia aún por entonces (1988 sería la fecha de redacción,
según cuenta el autor falsablemente en la página 151) de la dictadura de
Ceacescu, que moriría fusilado al año siguiente en Targoviste; de esa atmósfera
represiva quiere escapar el autor mediante la imaginación, pero también con el
canto a unos palicari revolucionarios
que no admiten más señor ni amo que la libertad (obsérvese la magnífica
alegoría del juez asno en pp. 139-41: “aquel que se inclina / ante cualquier asno
que ostenta el poder / merece ser azotado / y honrado con latigazos”), y quizá
la presencia explícita de ciertas marcas de consumo occidentales pudiera
funcionar como un conjuro contra la restricción comunista, algo que no tengo
claro puesto que no soy especialista en historia ni cultura rumana, y bien que
lo siento. Si lo fuera, podría detectar más influencias. Así, siguiendo una
pista dada en la red por el investigador Adolfo Rodríguez, la lectura de unos
poemas de Mihail Eminescu, traducidos por Dana Giurcă y J.M. Lucía Megías, me
hacen ver algunas líneas de confluencia:
Pero quizás allá arriba
haya castillos
con arcos de oro hechos
de estrellas,
con ríos de fuego y con
puentes de plata,
con orillas de mirra,
con flores que cantan[8]
Y este tipo de
imaginería que une arquitectura y fantasía en su ejemplar urbanismo onírico es característico en Cărtărescu, especialmente en
El Levante, pero no sólo ahí. En el
mismo poema, “Mortua est!”, Eminescu dice:
¿Y para qué?... ¿Acaso
no es el todo locura?
¿Por qué tu muerte, mi
ángel, tuvo que ser?
¿Acaso hay sentido en el
mundo? Y tú, rostro sonriente,
¿sólo has vivido para
así poder morir?
Y Cărtărescu parece
responder, sobre el mismo tema de la amada muerta:
¿Quiénes somos? No se
sabe. ¿Qué hemos sido? Solo ilusión
(…) Pero ¿qué sabes tú,
niña? (…)
Incluso tú eres solo
tierra:
Bajo tu camiseta de
Shakin’ Stevens y bajo tu seno luminoso
Tu horrible esqueleto
triunfa sobre ti. (pp. 164-65)
“El oído te miente, el
ojo te engaña”, dice Eminescu; “no oyes con los oídos y no ves con los ojos /
Nada que no sea ilusión y sueño insípido” (p. 166), replica Cărtărescu. En “Noaptea”,
otro poema de Eminescu, la amada “blanca como la nieve invernal” se aparece al
poeta justo cuando éste cae en un sueño, algo habitual en el autor de Nostalgia, etcétera. Lo esencial, sin
embargo, no es detectar los infinitos materiales con los que éste trabaja, como
apuntamos arriba, sino constatar la importancia del trabajo que hace con ellos
y cómo les imprime su sello personal y los enriquece, con una potencia que los
convierte en precursores de su propio trabajo. Es decir: es Cărtărescu quien me
lleva a Eminescu y otros muchos autores, y no al revés, lo que habla muy bien
del primero. Los atardeceres en California son los más bellos del mundo, me
dijo alguien hace poco, por el extremo grado de contaminación ambiental.
*
Los demás libros de Cărtărescu
que he leído podrían ser, con no poco esfuerzo, compuestos por otros autores, o
por un equipo de autores con diversos talentos, pero El Levante no. Es una rareza desasosegante, una maravilla, un libro
con escasos parangones, y eso que la versión preparada por el autor debe ser
apenas una sombra del original. Por eso nuestra obligación es leer la magnífica
edición de Impedimenta… y pensar en que debemos ponernos a estudiar rumano para
leer la original.
[Relación con el autor y las editoriales: ninguna]
[1] “Another postmodern sunset, rich in romantic imaginery. Why try to
describe it? It’s enough to say that everything in our field of vision seemed
to exist in order to gather the light of this event”; Don DeLillo, White Noise; Penguin Books, New York,
2009, p. 216.
[3] Y su dominio de la técnica, pues esto
que el narrador dice de otra persona bien pudiera decirse del propio Cărtărescu: “Cuando me contaba cualquier sueño, lo
visualizaba con tanto detalle que después me parecía que era yo quien lo había
soñado”; Mircea Cărtărescu, Por qué nos
gustan las mujeres; Funambulista, Madrid, 2006, traducción de Manuel Lobo,
p. 38.
[4] Mircea Eliade, Fragmentarium; Trotta, Madrid, 2004, p.
88.
[5] “Practicamos el sexo con un cerebro de
hombre, pero queremos con uno de niño, confiado, dependiente, deseoso de dar y
recibir afecto”; Mircea Cărtărescu, Por
qué nos gustan las mujeres; Funambulista, Madrid, 2006, traducción de
Manuel Lobo, p. 196.
[6] Cf. Mircea Cărtărescu, Lulu; Impedimenta, Madrid, 2013, p. 94.
[7] http://www.rri.ro/es_es/el_levante_en_espaol_la_historia_de_una_traduccion_imposible-2530774
[8] “Tres poemas de Mihail Eminescu”,traducción
de Dana Giurcă y José Manuel Lucía Megías, publicada en Cuadernos del
matemático, 28 (2002), pp. 28-31.