sábado, 27 de junio de 2015

El arquetipo de los gemelos y su pervivencia en la narrativa actual



En este artículo, aparecido en la revista italiana Istudi Ispanici, intento establecer los motivos de la pervivencia y asombrosa difusión del mitema de los hermanos gemelos en la narrativa actual en castellano, utilizando la mitocrítica, la antropología, la neurociencia y algunas ideas provenientes del psicoanálisis junguiano. En la parte metodológica se intenta explorar si hay algún modo de conjuntar los avances neurocientíficos con la explicación psicoanalítica de la identidad; en la parte expositiva se exponen los pasos históricos mediante los que el eje gemelar ha creado todo un imaginario cultural rastreable en centenares de obras de todas las épocas y lugares, centrándonos más tarde en la literatura hispánica, en especial la española. El artículo se puede descargar aquí.

Si el link anterior no les funciona, pueden descargar el artículo aquí

El artículo que se ha publicado es apenas el 65 o 70% del texto original, que es más largo y con mayor aparato crítico, lo que impedía su publicación en revista. Quizá es también demasiado extenso para publicarlo aquí, imagino que lo incluiré en algún futuro libro de ensayos.

 

sábado, 13 de junio de 2015

Por qué llamar a las series arte cuando quieren decir storytelling



[Lo que sigue es una versión actualizada y aumentada de la conferencia que di el pasado 5 de junio en el ciclo #Trends de las jornadas ScreenTV, desarrolladas en la ciudad de Málaga]


Conversación

España se ha convertido en un país de 40 millones de críticos de series de televisión. Hasta ahora éramos todos entrenadores de fútbol, analistas políticos y gastrónomos, y ahora las series han venido a incrementar el currículum vitae nacional, convirtiéndonos en la generación más pretarada de la historia. Las series están en la conversación; de hecho, dominan la conversación actual. No sé si han visto los anuncios de Vodafone donde dos personas se encuentran por casualidad en lugares públicos compartiendo una espera. Al no saber cómo romper el hielo, sacan inmediatamente el tema de la serie que están siguiendo para verla en el teléfono móvil de uno de ellos. Este cambio en la conversación es tan obvio que ya comienza a registrarse en esos termómetros sociológicos que son las novelas actuales; por ejemplo, en la última novela de Belén Gopegui leemos: “hoy, después de dejar a Marina en el colegio, me he encontrado con Ramiro, hacía años que no le veía (…) Tomamos juntos un café, hablamos de los críos, de las casas, de las guerras, de un par de series, de conocidos comunes”[1]. Más adelante, en otro lugar de la novela (p. 217), se cita Black Mirror. En un post de hace dos años recogíamos decenas de menciones narrativas al tema, que se han multiplicado desde entonces. Y también podrían citarse ejemplos poéticos, por no hablar de la cantidad de escritores que han escrito ex profeso sobre series televisivas, ya sea en artículos de prensa o en volúmenes colectivos sobre series concretas, una línea editorial cada vez más frecuente en nuestro país.



Esta omnipresencia de las series, incluso en otras manifestaciones artísticas como novelas, películas o libros de poemas, han llevado a algunas personas a considerar que las series pueden pertenecer a una alta cultura contemporánea[2], y todos hemos oído cómo algunos, ante series como la tramposa True Detective, han utilizado sin ambages la expresión “obra de arte”[3] (no volveré a hablar sobre esa serie, contra la que ya me pronuncié contundentemente). Como críticos culturales, esto nos sitúa en un lugar inquietantemente ambiguo, pues ratificar ese aserto, que elevaría las series, o algunas de ellas, a obras al nivel de una película de Tarkovski o de una novela de John M. Coetzee, o manifestarse en contra de tal aserción, nos obligaría a enfocar cuestiones muy peliagudas: primero, qué es el arte; segundo, qué es una obra de arte; tercero, qué es alta y baja cultura y si existe tal distinción –para mí, lo siento, existe–; cuarto, qué series de televisión son mejores que otras y por qué; y, en quinto lugar, cuáles de esas series de televisión más ambiciosas sería considerables como artísticas y por qué. Cualquiera de estas cinco consideraciones ocuparía no sólo el tiempo de esta charla, sino varios años de estudio de un especialista, y por lo tanto vamos a tener que operar sobre presupuestos y consensos.

Creo que antes de entrar en tales consideraciones pueden hacerse preguntas mucho más importantes que la de si una serie en concreto puede ser, o no, una forma de arte. Por ejemplo, una pregunta interesantísima sería ¿por qué las series son hoy en día tan importantes? ¿Quién ha decidido que las series pasen a formar una parte tan substancial de nuestro ocio y de nuestra conversación social? ¿Quién ha creado esta “agenda serial” y la extendido globalmente de una manera tan rotunda? ¿Teníamos necesidad de series, o esa necesidad nos ha venido impuesta de algún modo? Y, si nos ha sido impuesta, ¿por quién y por qué, quién tendría tanto interés en sustituir el mundo del libro, e incluso el mundo del cine, por un modelo “teleserial” de cultura?

Este tipo de preguntas me parece muy pertinente, porque a lo mejor el debate sobre si las series son, o no, una forma cultural podría estar muy ligado al de su propia necesidad. Me explico, aunque ustedes ya imaginan por donde voy: si yo fuera ejecutivo de una multinacional de la comunicación y tuviese a mi mando cadenas de televisión donde producir y emitir series, y poseyese también periódicos y revistas donde hablar de ellas y publicitarlas, y tuviera contratada una legión de community managers cuyo único trabajo fuese incrementar la atención y el hype sobre las mismas, ¿de qué forma intentaría eliminar al espectador esa molesta sensación de placer culpable que a veces nos surge al ver un producto televisivo? Si yo fuera ese ejecutivo, iría presentando estos productos a los críticos de televisión como obras de arte, sabiendo que esos críticos de televisión estarían encantados de sentirse críticos de una tendencia de moda a la vez que críticos de alta cultura, sentirse dotados del mismo prestigio –cada vez más devaluado, no nos engañemos–, de los críticos cinematográficos y literarios, para devenir arduos defensores del arte nuevo, de la nueva forma artística de nuestro tiempo. Así, esta nueva cultura, definida como “alta” desde el propio medio, sería apoyada por los críticos del propio medio, y defendida a muerte por unos telespectadores que, de la noche a la mañana, pasan de ser meros consumidores de telebasura a convertirse en refinados degustadores high brow de excelencia altocultural, sin cambiar absolutamente nada ni hacer ningún esfuerzo que difiera de sus prácticas anteriores, es decir: encender la televisión o verla a través del ordenador y sentarse a contemplar pasivamente estas nuevas formas presentadas como el último grito en arte audiovisual. Nunca fue más fácil elevar el estatus sociocultural: sin mover un músculo ni hacer esfuerzo alguno.

Por supuesto, esto que acabo de hacer es una hipótesis ficticia que no se diferencia mucho a una especie de teoría de la conspiración. Lo admito, al menos en parte. Añadamos entonces otra perspectiva de análisis. Pensemos en qué momento histórico nace esta histeria colectiva de las series. Démonos cuenta de que coincide en el tiempo con otros hechos significativos: la difusión occidental de los teléfonos inteligentes; la aparición de tabletas y soportes móviles para consumo de productos audiovisuales, que requieren urgentemente de contenidos para llenarlos y dar sentido a los cientos de euros que cuestan; el surgimiento de las redes sociales en Internet y el incremento del fenómeno fandom, gracias a la capacidad comunicativa de redes como Facebook y Twitter y su capacidad para reverberar e incluso crear tendencias; la difusión masiva de la televisión digital, que trajo en Estados Unidos un incremento exponencial del negocio de los canales por cable –lo sé porque yo vivía allí en aquel momento y me suscribí a uno-, canales que viven de las suscripciones, como recordó Marijo Larrañaga el primer día de estas jornadas, y que presentaban como productos o contenidos estrella los deportes y la serie de televisión (series de televisión que, como ahora veremos, están construidas narrativamente con técnicas tomadas del marketing y la publicidad). Es decir, resumiendo: entre los años 2004 y 2010 asistimos por un lado al despegue de una poderosísima industria estadounidense que potenciaba canales televisivos de pago, creaba ancho de banda y generaba aparatos portátiles que requerían de contenidos audiovisuales y, por el otro, asistimos a la aparición súbita -oh, milagro- de unos contenidos audiovisuales que venían presentados con una etiqueta imbatible: entretenimiento + distinción cultural. No hace falta leer a Pierre Bordieu para entender el impacto de esa alianza en el imaginario colectivo. Ahora, atemos cabos y recordemos las fechas de comienzo de muchas de las series que han creado el fandom televisivo actual: 2004, Perdidos; 2006, Héroes; 2007, Mad Men; 2008, Breaking Bad; 2009, The Good Wife; 2010, Juego de tronos; 2011, Homeland. The Wire se estrenó antes, en 2002, y The Sopranos aún antes, en 1999, pero en realidad comenzaron a ser vistas de modo generalizado alrededor de 2008 ó 2009, siendo consumidas en su origen sólo por televidentes norteamericanos o por estudiosos del género. Los demás las vimos en pleno boom, porque se nos decía que formaban parte del “canon”, y así era –del canon televisivo, claro–. En realidad, para muchos, entre los que me cuento, The Wire era la mejor de todas. Luego volveremos a ella.

Creo que con estos datos objetivos, basados en fechas de aparición de unos y otros fenómenos industriales, pues todos los citados son productos de la industria del entretenimiento, hemos dejado atrás teorías de la conspiración para asomarnos a un análisis muy diferente, que a mi juicio –por supuesto discutible, y más teniendo en cuenta que no soy experto en series, algo bastante complicado, como recuerda Alberto Rey en una divertida entrada de su blog–, perspectiva que a mi juicio, decía, nos presenta el fenómeno de la histeria de las series como algo muy diferente a un asunto cultural. Para mí, la mayor parte de este hype se debe a un fenómeno económico muy antiguo consistente en la ley de la oferta y de la demanda, particularizado en este caso en la demanda de contenidos para unos aparatos y unas cadenas de pago y la producción en masa de dichos contenidos, unas veces mejores y otras, la mayoría, puro entretenimiento revestido de espectáculo. Que una compañía de smartphones ofrezca en su propaganda como utilidad esencial del aparato el hecho de ver series y no la posibilidad de llamar por teléfono, creo que lo dice todo al respecto, como el hecho de que algunos seriéfilos hablen sin ambages de "consumo compulsivo de las series". Habría que prestar atención a ese sintagma, "consumo compulsivo".

Puede ser interesante descender a nuestra propia experiencia como televidentes para seguir atando cabos. Aunque me duela decirlo, pues con ello estoy confesando que tengo más años que el baúl de la Piquer, yo he visto series de televisión en los años 70, 80, 90, 00 y a partir de 2010, lo que implica que tengo a mis espaldas casi cinco décadas de series. He visto desde Pippi Calzaslargas a House of Cards, desde Heidi y Marco hasta Los Simpson, que son series de animación. Pese a sumar, por tanto, miles y miles de horas como televidente de series, siempre tuve la impresión, incluso cuando veía series “serias” como Yo, Claudio, o Hill Street Blues, de que estaba pasando un buen rato con un producto de entretenimiento. Nunca jamás, entre 1980 y 2007, escuché a nadie decir de una serie que fuera una obra de arte o que fuese alta cultura[4]. Las discusiones sobre la serie de anoche estaban en el mismo nivel que las discusiones sobre el partido de anoche, o que la entrevista de Milá de anoche, cuando Milá molaba. Durante tres décadas todos tuvimos claro de qué estábamos hablando cuando hablábamos de series, hasta que de pronto nos hemos encontrado con otro tipo de discurso. Sobre ese discurso vamos a profundizar a continuación.



Por qué dicen literatura cuando quieren decir storytelling
           
Harvard Business Review: ¿Por qué el presidente de una empresa o un gerente deberían prestar atención a un guionista?
Robert McKee: Una gran parte del trabajo de un empresario es motivar a la gente a conseguir ciertos objetivos. Para hacerlo, él o ella deben involucrar sus emociones y la llave para abrir sus corazones es una historia.[5]


El primer paso para la consideración de la serie como arte vino constituido por la sobredimensión de su parte de narrativa. Las series cuentan cosas, luego son narración. Las novelas cuentan cosas, luego también son narración. Entonces, series y novelas son narrativas idénticas. Esta especie de silogismo, que hubiese horrorizado a Aristóteles y hubiera supuesto el suspenso en la asignatura de Lógica I de la carrera de Filosofía, con la que tanto sufrí porque la lógica va contra mi naturaleza, ha sido muy extendida. Y creo que el problema estriba en la confusión de la literatura con otra cosa; en realidad, el contenido narrativo de las series está más próximo al storytelling que a la literatura per se. El storytelling es un conjunto de trucos y herramientas para contar historias, proveniente de entornos educativos infantiles[6], cuya solvencia persuasiva ha dado el salto al relato político, publicitario y audiovisual. Un ejemplo, que ya hemos citado varias veces, está en la forma en que se crea de la nada, gracias al storyelling, un relato bélico justificativo de una acción política en la película Wag the Dog (1997). Merece la pena ver las imágenes:



En efecto, la historia se configura como una especie de meme que hay quien llega a hablar, como recuerda Salmon y han estudiado Faustino Oncina y Virginia Moratiel[7], de giro narrativo para hablar de nuestra época. Esta plaga no se limita sólo a lo audiovisual, lo político, lo empresarial y lo publicitario; el problema es que, como señaló el año pasado el conocido crítico literario James Wood, el storytelling también está invadiendo la novela, y de ahí la facilidad de la confusión:

As the novel’s cultural centrality dims, so storytelling (…) flies up and fills the air. Meaning is a bit of a bore, but storytelling is alive. The novel form can be difficult, cumbrously serious; storytelling is all pleasure, fantastical in its fertility, its ceaseless inventiveness. Easy to consume, too, because it excites hunger while simultaneously satisfying it: we continuously want more. The novel now aspires to the regality of the boxed DVD set: the throne is a game of them.[8]

La última frase es una mención oblicua de Wood a Game of Thrones, por supuesto, quizá como epítome de todo lo serial. La cuestión es que es más que problemático comparar una narrativa, como la literaria, sustentada en la búsqueda de la excelencia artística (o eso debería) y una narrativa, la teleserial, caracterizada por lo que se ha denominado por los expertos marketing relacional, y con fines principalmente crematísticos. Quizá para evitar añadiendo confusión, lo mejor es clarificar las cosas, y con ese fin hemos construido una comparación entre series y literatura a partir de algunas opiniones de diversas personas sobre el particular, a las que he ido añadiendo mi propio parecer.







SERIES
LITERATURA
Facilidad de acceso y lectura. Están hechas para ser entendidas de modo inmediato y sin dificultad, y los escasos puntos oscuros (como el final de Lost) buscan incrementar la conversación en redes sociales.
Como comentó recientemente Antonio Orejudo, leer es algo que demanda un trabajo intelectual y su recompensa se recibe en diferido, sin generar una gratificación instantánea.
Las series pueden ser complejas, pero no difíciles.

Las buenas novelas pueden ser complejas, difíciles o complejas y difíciles.
El visionado de series no necesita de una educación previa ni de una formación cultural. Las referencias suelen ser intramediales, televisivas, o metareferenciales (referentes a la propia serie). A veces hay referencias cultas, pero no son indispensables para entender la trama, ni la existencia de referencias crea, de por sí, “esencia” artística.
Leer requiere de un largo y complejo proceso formativo, que comienza en la infancia y no acaba nunca. Como dice José Luis Pardo, “la alta cultura requiere entrenamiento, mientras que la baja cultura está ligada al impacto directo”[9].
Las series buscan la gratificación instantánea porque su lógica esencial no es artística, sino económica. No buscan lectores, sino consumidores que reconozcan, como apunta Cascajosa, la imagen corporativa de la cadena generadora, incluso cuando son consumidas ilegalmente[10].
La literatura -la que de verdad puede recibir tal nombre, al menos- tiene como primer fin el artístico. No busca clientes ni consumidores, sino lectores. El mercado no es un fin, sino un medio para llegar a más lectores.
Dan Harmon, creador de la serie Community: "Hay una dosis muy baja de poder transformador en las series. La televisión es tóxica. Con las películas la cosa es diferente; existe una historia que evoluciona: un inicio, un nudo y un desenlace y normalmente, cuando un filme termina se permite provocar una pequeña sensación de cambio en el espectador. En la televisión eso no ocurre, los cambios no se plantean. Los guionistas conspiran para que te sientes en el sofá y veas durante siete años a los mismos personajes. Los efectos en el cerebro humano que provoca eso nunca serán mejores que leer el peor libro de la historia. Entre cientos de horas de televisión y Moby Dick lo tengo claro. A veces pienso que en realidad trabajo para el Gobierno de los Estados Unidos con el objetivo de que la gente se quede en casa viendo la televisión y no salga a quemar la Casa Blanca”.
Los libros, algunos libros al menos, puede que no cambien las cosas pero trastornan a sus lectores y en algunos casos pueden cambiar el curso de sus vidas. Leer El comité de la noche (2014) de Belén Gopegui nos sume en una profunda meditación acerca de nuestro papel como ciudadanos, planteándonos peliagudas cuestiones sobre lo que estamos haciendo o dejando de hacer para mejorar las cosas en nuestro entorno próximo. Es un libro que nos invita hacer algo más que permanecer ante la pantalla. Como explicamos en su momento hablando de la poesía de Jorge Riechmann, la literatura quizá no transforma las cosas, pero, al menos, las transtorna.
Cantidad de tiempo insumido: ver Breaking Bad supondrá casi 100 horas de tu vida. No aportará nada a tu cultura no televisiva. Sólo entenderás más chistes y algunas referencias en series y películas.
En 100 horas puedes leer El Quijote, cinco dramas shakespearianos y Anna Karénina. Esas lecturas no te convertirán en un hombre culto, pero casi. No dan referencias, sino armas conceptuales para vivir y entender el mundo.
“Porque ser especialista en ‘The Wire’ es mucho más sencillo que ser especialista en la obra de Charles Dickens, pero también exige un rol mucho más pasivo. Sólo tienes que sentarte a ver un episodio pasar detrás de otro. Aun así, seguimos considerando a los defensores de la serie (tan excelente que habla por sí sola) como una suerte de élite cultural, unos verdaderos príncipes caminando por encima del resto de los espectadores. Este elitismo de fácil acceso nos confirma lo que, en el fondo, siempre sospechábamos: a la gente le gusta fardar de ser más lista que tú. Cuando ver la tele empezó a dejar de ser considerado una actividad indigna y pasó a ser un símbolo de estatus deseable, un montón de gente descubrió que esa era su oportunidad para convertirse en lo más parecido a un especialista en Dickens sin necesidad de hacer demasiado esfuerzo.” (Noel Ceballos[11])
Convertirte en un especialista en una cuestión intelectual requiere de tal vastedad de actos y de la consulta de tan diferentes medios de documentación (archivos físicos, archivos digitales, libros, blogs, tesis doctorales, artículos académicos, etc.), que en cierto modo supone un refinamiento del modo de buscar, localizar, destilar, elegir y discriminar información. Es decir, el proceso enseña a pensar. El resultado final, las conclusiones, sólo son una parte del crecimiento intelectual logrado, por no hablar de todo cuanto uno encuentra azarosamente por el camino, que le abre puertas para otras investigaciones y otros asuntos (o para otras lecturas). Ser “especialista” en series es apenas ver capítulos y ver los comentarios que otros han hecho viendo capítulos. Para ser especialista académico en series el hecho diferencial no es verlas, sino el ingente trabajo intelectual de investigación hecho al margen del visionado de TV, compuesto, fundamentalmente… por lecturas.
Como apunta Gonzalo Torné, las series utilizan trucos manidos para mantener la atención: “La narrativa televisiva se sustenta en los giros de la trama, los diálogos cortantes y los cambios bruscos en el temperamento de los personajes; con notables excepciones está pensada para mantener cautivo a un espectador menos leal que quien se compra un libro. La información suele presentarse en forma de rompecabezas para involucrarle como agente activo (pero con el cuidado de no suministrarle nunca las piezas necesarias). Ambos rasgos le suministran a la ficción televisiva la apariencia de estarse elaborando delante de nosotros. Esta impresión se beneficia del ‘continuará’, viejo como el mundo (…) no sólo sentimos el deseo de saber cómo sigue, sino de saberlo antes de la próxima entrega, para no perder comba.”[12]
Las series aprovechan los recursos provenientes de la novela y del cine (algo que ya vio en 2011 Martín Schifino[13]), pero no son ni novela ni cine, son televisión.

Las buenas novelas no suelen preocuparse por el lector, en el sentido de que no se ponen a su servicio; más bien le ofrecen respetuosamente lo mejor que tienen, bajo la presunción de que el lector sigue ahí. El televidente es un obseso del zapping, el lector no. El televidente tiene una gran y diversa oferta cuando paga una suscripción de TV de pago, el lector que compra un libro suele querer aprovechar su inversión hasta el final, incluso cuando está parcialmente insatisfecho con el producto.
Cultura aludida, no creada. “Hay un caso que me resulta paradigmático: ‘True Detective’. A todos (a mí el primero) se nos llenó la boca hablando de posibles referentes literarios y filosóficos, principalmente porque su creador los había esgrimido en alguna entrevista. Pero no profundizábamos en ellos. La serie tampoco lo hacía, en realidad. Solo eran unos nombres de autores (Lovecraft, Nietzsche, Ligotti) que todos repetíamos como un mantra, confiando en que al final la serie estuviera a la altura de las circunstancias y nos diera algo que justificase tanto name-dropping. No lo hizo, pero no tuvimos tiempo de analizar exactamente qué nos quiso contar esa temporada. Llegaron otras series nuevas y había que verlas. Nadie tiene tiempo de profundizar cuando Netflix lanza un paquete de 13 episodios al mes. ‘True Detective’ ya ha quedado olvidada.” (Noel Ceballos)
“En una ceremonia in de la confusión entre lo popular y lo elitista, en un falso difuminado de los límites, nos fascinan la banalización de la literatura sometida a la superficialidad de ciertos lenguajes audiovisuales y la metamorfosis seudointelectual del entretenimiento televisivo. La consideración de las series como literatura resulta cuestionable académicamente y se vincula con una corriente de desprestigio de la palabra literaria por parte de lectores que experimentan cierto aburrimiento sine nobilitate, o que no se molestan en leer y cubren su cuota de prestigio cultural con Mad Men.” (Marta Sanz[14])
                                                          
La principal preocupación de la serie es la historia.
La principal preocupación de la novela es el lenguaje[15].
Incluso cuando los guionistas de series son escritores conocidos, como Neil Gaiman, Michael Chabon, etcétera[16], lo que están haciendo es televisión y no literatura. Recuerdo lo que un escritor amigo me comentó tras colaborar en la adaptación al cine de una de sus novelas: “lo primero que me han dicho al sentarme es que hay que dejar la literatura fuera”, confesaba dolorido.
La novela tiene unos fines propios no limitados a narrar historias, según ha apuntado Jorge Volpi[17], que es el fin último de las series y donde conectan esencialmente con el storytelling.
Constricciones y corrección política. Ya advirtió Cascajosa, citado a Eduardo Ladrón de Guevara, de las muchas cosas que no se pueden grabar en una serie: cierto tipo de actualidad política, tabaquismo, drogodependencias, etcétera. En una entrevista de 2014, Ladrón de Guevara intentaba justificar el escaso mordiente crítico de Cuéntame: “En el fondo intentamos llegar a todos los espectadores. A mí me hubiera gustado hacer una serie que fuera más beligerante con el tardofranquismo. Yo aposté por eso, pero comprendí que teníamos que llegar a todos los públicos y ser lo más neutral posible. Esta no es una serie política. Ya me gustaría a mí hacer una serie de políticos. Daría una pierna. Pero no hay cadena que lo compre”[18]. Algunos piensan que HBO, por el hecho de tener escenas muy subidas de sexo o Fox, por presentar al doctor House ciego de pastillas, tienen más libertad, lo que sólo puede explicarse si no se sabe qué es Fox y qué intereses defiende. En realidad hay muchas cosas que no se tocan o se tocan de forma muy liviana por corrección política en series USA: el genocidio de los indios, el debate sobre la pena de muerte o el permiso de armas, el capitalismo –no los excesos del capitalismo, sino el sistema capitalista en sí– etc. Las series sólo intentan concienciarnos de cosas de las que ya estamos todos más o menos concienciados: diversidad sexual, la lucha contra el racismo, contra la discriminación de las mujeres, contra el maltrato… Su potencial político, por tanto, es prácticamente nulo.
Frente a las restricciones de las series, la novela se presenta como uno de los únicos lugares donde cabe el pensamiento libre por completo de corrección política y donde caben todo tipo de comportamientos. También en cierto –escaso– cine. Novelas como las últimas de José Serralvo o Juan Francisco Ferré no podrían ser llevadas a la pequeña pantalla. En las series no sólo es inviable cierto modo de entender el sexo, sino que cualquier forma de pensamiento político radical está rigurosamente prohibida, precisamente porque su objetivo prioritario es el comercial, y no el intelectual. Las series que se nos presentan como “obras de arte” no quieren criticar el sistema, sólo critican algunas cosas de la sociedad, o algunos excesos del sistema, lo justo para ocultar al espectador que su emisión y recepción acrítica lo reafirman. Una serie realmente subversiva no es que fuese cortada al poco de la emisión, es que jamás llegaría a ser grabada. Sólo en los espacios de libertad de las webseries o series digitales alternativas cabe concebir un escenario semejante.

En consecuencia, no tienen la libertad de que el arte se dota a sí mismo y que constituye su elemento más representativo y característico.
Constricciones formales. El 95% de las series de televisión siguen formatos implacables: están compuestas de episodios de 45-50 minutos, con numerosas excepciones que son igual de férreas (es decir, que una vez establecida su duración temporal no la alteran), o de 20-30 minutos en sitcoms, y se estructuran en temporadas. Ningún espectador aceptaría un capítulo de tres o cinco horas de duración, por ejemplo, aunque haya muchas películas que tengan esa duración e incluso muy superior, como obras de Tarr, Kluge o Warhol. Las series siguen un formato narrativo melodramático con esquemas bastante estrechos, como sabe cualquiera que haya leído manuales de guión televisivo.
Las novelas tienen un formato mucho más flexible porque, en realidad, no tienen ningún formato. Como han expresado muchos teóricos, de Frank Kermode a Julio Ortega, las novelas modernas y posmodernas más interesantes se basan, precisamente, en la destrucción sistemática de nuestros esquemas preconcebidos de novela. Las series, en cambio, suelen respetarlos a ultranza. Incluso los transmedia que utilizan las series como una de las plataformas discursivas suelen hacer un transmedia mainstream, muy previsible y de corto vuelo estético.
Los televidentes pueden decidir la finalización de una serie, o la alteración de su contenido, durante su emisión (de esto hay que excluir a las series creadas por plataformas tipo Netflix, que ofrecen todos los capítulos de golpe, con el proyecto narrativo cerrado, aunque estas series son de momento una minoría). Es decir, pueden impedir la “escritura” de la serie o forzar cambios no queridos por su autor. Esto ha frustrado la continuidad de series prometedoras como Boss.
La novela llega a los lectores terminada como un todo y la lectura ajena no interfiere en el proceso narrativo (salvo raros casos de ficción digital interactiva). Esto implica que el proyecto estético del narrador se conserva intacto y bajo su control en todo momento. El lector completará después el sentido de lo leído, pero su existencia no depende de él. Un lector puede dejar una novela a medias, pero el libro (en papel o digital) permanece completo y ajeno a esa decisión.



No todo son reparos

            Una de las cosas que las series hacen muy bien, y que por su formato extendido en el tiempo pueden llegar a hacer incluso mejor que una película o una novela es la creación de personajes (aunque dependerá del tamaño y el talento del escritor, por supuesto, y ninguna serie nos ha dado todavía un personaje a la altura de los de Shakespeare o Cervantes). La posibilidad de dar a un actor 15, 30, 60 horas para encarnar a un personaje bien diseñado genera unas posibilidades que no habíamos visto hasta ahora, o que habíamos visto sólo en casos muy extremos, como en las sagas de Star Trek o en A la busca del tiempo perdido de Proust. “Mientras que un film puede ser exitoso con personajes poco desarrollados”, dice el productor de transmedias Nuno Bernardo, “las series de televisión viven y mueren por la fuerza de sus personajes. Los espectadores se conectan a ellas semana tras semana porque han hecho una conexión personal con un carácter. Pueden perdonar un episodio mal escrito o una estructura de narración repetitiva porque quieren ver a sus ‘amigos’ en la emisión”[19]. En efecto, las series duran tanto que nos dan más oportunidades de “empatizar” con el personaje y de establecer vínculos de afecto con él. Es una de las consecuencias de la complejidad de las series, que ha sido estudiada por José Luis Molinuevo en una excelente serie de libros de acceso gratuito a través de su blog y que ahondan en las dimensiones complejas de lo serial. Para Carlos Scolari, “Una de las características de las nuevas producciones audiovisuales es la multiplicación de los programas narrativos: casi todas las series televisivas y muchos largometrajes de la última década han visto cómo se incrementaban los relatos y personajes (Scolari, 2006). En un episodio de 45’ de series como 24, The Sopranos o ER y en películas como Babel o Crash pasan muchas cosas, decenas de personajes interactúan entre sí mientras despliegan sus programas narrativos. En algunas producciones es tan elevada la complejidad de la trama que hasta se vuelve complicado identificar al personaje central o reconocer un programa narrativo de base”[20]. Esta posibilidad polifónica y plural es uno de los espacios que las series mejor pueden recorrer para encontrar sus propias dimensiones estéticas, es decir: para lograr algo que sólo una serie de televisión podría lograr, en vez de reproducir esquemas narrativos tomados del cine y de la literatura, que es lo que sucede en la mayoría de casos.


Las series en la literatura

Otro efecto positivo que están teniendo las series es el modo en el que pueblan el imaginario colectivo (para lo bueno y para lo malo[21]), dando ideas a los creadores de muchas ramas artísticas para seguir trabajando. Del mismo modo que la realidad entra en las series, como apuntaba tempranamente Marc Augé[22], las series entran como realidad exógena en la literatura. Y lo pueden hacer de muchas formas: como modo de reflejar la sociedad –como veíamos antes, en cuanto modo de reflejar “la conversación”– o, lo que más nos interesa, como espoleta o estímulo creativo. En 2014 hemos tenido un ejemplo claro y asombroso en la novela de Andrés Ibáñez Brilla, mar del Edén, que recibió el Premio Nacional de la Crítica y que parte de la serie Lost para desarrollar una historia alternativa a la de la trama serial; cuando le entrevistamos en el blog sobre este particular, respondió Ibáñez: “Pensaba, inevitablemente, en Cervantes inspirándose en novelas de caballerías que a él le parecían ‘cultura popular’ pero que de cualquier modo le fascinaban. Es un poco lo mismo”. Entre líneas leemos con claridad que Ibáñez toma un producto narrativamente bajo para elevarlo artísticamente, como hizo Cervantes. Algo similar le sucede a César Aira ante el producto de literatura popular por excelencia, Jules Verne: 

En esta valoración relativa del cuerpo de la novela y su final, o más bien de la idea a partir de la que se la escribió, y el resultado, encuentro algo que suele pasarme con Julio Verne: la impresión de que yo habría podido 'hacerlo mejor'. Una impresión seguramente ilusoria, que puede provenir deltiempo, del siglo que me separa de Verne, o del carácter popular, o juvenil, de sus novelas. (César Aira, 2002 Fragmentos de un diario en los Alpes. Rosario: Beatriz Viterbo, p. 117)

Donde queda claro el movimiento afterpop (Eloy Fernández Porta): tomar elementos de lo popular para llevarlos a otro marco expresivo, un plano artístico e intelectualmente más sofisticado. Pero el de Andrés Ibáñez no es el único ejemplo de interrelación directa entre series y novela; otros ejemplos serían The Gone-Away World (2008) de Nick Harkaway, construida como un pack de una teleserie[23], Los muertos (2010), de Jorge Carrión, o The Familiar (2015) de Mark Z. Danielewski, título de una saga familiar compuesta por 27 novelas, cuya estructura se basa, según él mismo ha declarado, en la de las series televisivas.

Carrión, que se ha acercado a las series no sólo desde la novela, sino también desde ensayos como Teleshakespeare (2011), ha sido a veces criticado por declaraciones como esta: “Como escritor, leo la realidad a partir de la literatura. Me interesan el cómic, el videojuego, el arte contemporáneo o las series que se dejan interpretar como literatura expandida. Hay otros modos de interpretar las series, pero el mío es el teleshakespeariano. El de Shakespeare como espectro que recorre escenas brutales de Los Soprano, House of Cards o Gomorra; aunque también vea a Cervantes en la pareja protagonista de Breaking Bad o a Kafka en ese infierno en la tierra que retrata Manhattan. Los libros nutren directamente, de hecho, obras como Friday Night Lights, Juego de tronos, Hannibal o Sherlock. Y en muchas ocasiones las series, gracias al talento de sus guionistas y al poder de la industria, son superiores a los textos originales”[24]. Sin embargo, Carrión, que en Twitter dio hace poco un aparente paso atrás sobre algunas de sus tesis,






 nos pone sobre una importante pista en Los muertos (2010), su novela construida como una serie televisiva y que presenta una teleserie homónima, Los muertos. En cierto momento leemos esto sobre la serie ficticia que construyen Alvares y Carrington:

La serialidad ha sido puesta en crisis por Alvares y Carrington. En un hábil equilibrio entre el capítulo de novela, la secuencia narrativa, la entrega folletinesca y el capítulo televisivo, los jóvenes creadores han dosificado la información y las historias cruzadas de su ficción, siguiendo un patrón muy similar al de teleseries como The Wire; pero al mismo tiempo decidieron de antemano la duración del producto, como si de un largometraje se tratara, porque tenían muy claro que el sentido que ellos pretendían depositar en él, el debate que con él querían provocar, sólo podía regirse por las leyes del arte, es decir, gracias al control absoluto que un artista debe tener sobre su obra[25].

Y, en efecto, creo que ese control absoluto es el que permite explicar a la perfección la diferencia entre series y arte (especialmente entre series y arte literario). Siempre he pensado que la única serie que merecía el nombre de “arte” era Twin Peaks, y a mi juicio el motivo esencial es que era un proyecto estético individual de uno de los pocos talentos genialoides que tenemos, David Lynch. Lynch tuvo la libertad estética y el control necesarios para hacer lo que quisiera (aunque tuvo que capitular respecto a la exigencia de un final más o menos aceptable por los espectadores, como me recordó Isabel Vázquez), e hizo la antiserie: una serie irracional, surrealista, dirigida a confundir al espectador y no a halagarlo, a desafiar los límites de su comprensión y lo que hasta entonces se entendía por discurso televisivo. Twin Peaks era imposible y, como Lynch no lo sabía, lo hizo. Su eco puede encontrarse en series tan distintas como Veronica Mars, Hannibal o Carnivale[26]. El problema es que hoy es imposible hacer otro Twin Peaks (fuera de Lynch, quiero decir, pues parece haber llegado a un acuerdo finalmente para hacer una continuación). Lynch quiere el control absoluto de la obra, algo hoy inaceptable para unas cadenas que ofrecen formatos inamovibles y que se ajusten como un guante a la demanda de los espectadores. Twin Peaks era grande porque amén de mantener en lo posible ese control hizo lo que sólo una novela puede hacer: desafiar el marco estético de su receptor. Este argumento se me hizo obvio leyendo unas declaraciones de Gonzalo Torné, donde se enfrentaba a la pregunta de Roberto Valencia de si “tiene sentido escribir ficción literaria”[27] en unos tiempos, como los nuestros, llenos de ficciones audiovisuales. Reproduzco parte de la respuesta de Torné:

Soy reacio a reducir la ficción imaginativa a un relato por escrito. Las buenas novelas elaboran un punto de vista complejo sobre el mundo y suelen expresarlo en una experiencia muy compleja. (…) acabo de terminar ¡Adiós libros míos! de Kenazburo Oé, una exploración sobre la vejez de una inteligencia sentido del desafío estético inimaginable en otro formato. Leer una buena novela es sentarse en la mesa de los adultos.[28]

Las series de TV tienen muchos valores, pero 1) estos valores son televisivos, casi nunca artísticos; 2) salvo rarísimas excepciones, como la de Twin Peaks, jamás desafían al medio –ni a la comprensión del lectoespectador–, permaneciendo iguales a sí mismas: sus capítulos son homogéneos en duración (salvo alguna excepción como The Sopranos), siguen la secuencia prevista por la cadena a la que pertenecen (con cortes publicitarios, salvo en HBO, Netflix y similares), van creando una ficción con las rígidas reglas del melodrama convencional (planteamiento, nudo, conflicto, apariencia de final irresoluble, súbito giro dramático final que arregla la trama, casi siempre para bien), cuestionan algunos modelos sociales pero nunca el capitalismo que las sustenta como producto, dependen de la audiencia y a veces son alteradas por ella –que decide, ahí es nada, sobre su continuidad, esto es: ¡sobre su existencia!– y nunca se plantean un desafío estético como series, nunca rompen nuestra idea de lo que es una serie de televisión (otra excepción, amén de la de Lych, apuntada por Isabel Vázquez, sería algún proyecto de David Milch, como John from Cincinnati, 2007). Las series son complejas, sí, pero su complejidad es neobarroca, por adición, por superposición de tramas y espesor de personajes, o por proliferación de las relaciones entre personajes, pero rara vez permiten más variantes estructurales en sus tramas que los flashbacks y flashforwards o los agujeros de gusano narrativos que permiten tiempos paralelos (Fringe), elementos tomados de la literatura en los primeros casos y de la ciencia ficción literaria en el último. Por el contrario, las mejores novelas que he leído cuestionan el género de la novela, cuestionan la existencia de la novela, cuestionan y desafían a sus lectores, sometidos a constantes desafíos de todo tipo. Una novela como El cuaderno perdido (1995; Pálido Fuego, 2015) de Evan Dara, que he leído hace poco, contiene tales retos intelectuales y supera la capacidad de comprensión de su receptor de tal forma que ni siquiera Twin Peaks se acerca a su atrevimiento, afrontando ese desafío de un modo total, absoluto: no sabemos a veces qué estamos leyendo, ni quién habla ni qué o quién está ante nuestros ojos, pero no nos importa, no podemos dejar de leer porque la maravilla nos acucia (algo similar ocurre con la reciente Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, 2015). Algo así es imposible en una serie de televisión, que puede ser entendida, cualquiera de ellas –salvo Twin Peaks, porque está hecha para no ser comprendida del todo desde la lógica común–, por un adolescente. A eso se refiere Torné cuando dice que “leer una buena novela es sentarse en la mesa de los adultos”, porque un adolescente no puede leer Ulysses o Finnegan’s Wake ni entender lo que realmente pasa en Anna Karénina o en las novelas de Beckett, Michon, Gaddis, Robbe-Grillet, Wikievicz o Robert Musil: no tiene madurez intelectual ni existencial para comprenderlas. Tiene que crecer como persona y formarse intelectualmente para aprehenderlas en su totalidad. En cambio, seres “complejas” como The Wire o The Sopranos son asumibles, literalmente, por cualquier espectador, con independencia de su edad o formación. Puede seguirlas alguien que no sepa leer ni escribir. El Quijote no. Quizá por eso proliferen ahora esas discutibles versiones “adaptadas” del Quijote, mientras que es impensable una versión “adaptada” de Mad Men, que puede entender hasta el menos capacitado de sus espectadores.



Conclusiones

Maybe, set against television, smartphones and so on in the battle for public attention, the novel has to focus on precisely what the other media can’t do.
Leo Benedictus[29]

(...) ocurre frecuentemente que los detalles de un suceso pequeño o de una simple palabra son expresión vívidamente intuitiva y breve, no de una particularidad subjetiva, sino de un tiempo, pueblo o cultura: seleccionar estos detalles sólo puede hacerlo un escritor inteligente (...) Un instinto certero ha venido a transferir a la novela esa tal descripción de lo particular y su selección.
G.W.F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas


Hay días en que me levanto muy negativo y suscribo una opinión muy parecida a la que dio hace poco el escritor Javier Calvo en Facebook: “la vanguardia de la creación narrativa sigue estando en la novela y el cine. Las series solamente me parecen la vanguardia del consumo imperativo y la uniformización global (…) Narrativamente se limitan a robar recursos de la novela en un tiempo en que a la gente le da pereza el esfuerzo de leer una novela”[30]. En un sentido similar, el filósofo José Luis Pardo añade que “la cultura de consumo reconstruye la distinción entre lo alto y lo bajo porque la cultura de consumo se basa en darle a la gente lo que le gusta[31]. Otros días, como hoy, me levanto más positivo e intento mirar las cosas desde una perspectiva diferente. Quizá el lugar para las series no sea eso que antiguamente se llamaba, y para algunos todavía se llama, alta cultura, pero sí la cultura popular, a la que hacía referencia Andrés Ibáñez más arriba, y entendida en el modo en que la describe con agudeza Marta Sanz:

La cultura popular no es lo mismo que la cultura basura. La cultura popular es aquella capaz de reflejar problemáticas que afectan a las comunidades, las hacen visibles entre las interferencias del televisor y consiguen que un mensaje sea escuchado entre la maraña de mensajes. La cultura popular no es la cultura ‘fácil’. Se trata de encontrar un punto intermedio entre el elitismo y lo populachero, lo cómodo, reconocible, lo que resulta confortable y reconfortante en lugar de inquietante y transformador.[32]

Esto está muy bien, siempre que recordemos con José Luis Pardo que aquellas formas experimentales que tenía la cultura popular en los años 60 perdieron su espacio ante el empuje de la sociedad de mercado posterior, “y aunque es verdad que sigue habiendo productos interesantísimos de la cultura popular a partir de entonces, hay que hilar muy fino para detectarlos” (op. cit., p. 171). Y creo que nuestro trabajo como críticos culturales es, precisamente, hilar muy fino, y no abrir una espita enorme por la que se cuele cualquier manifestación audiovisual, recordando con el Dominique Wolton de Elogio del gran público (1990) que la audiencia televisiva está compuesta en un 60 o 70% por un sector social que no quiere televisión de calidad. Pero este fenómeno no sólo sucede con las series de televisión, también sucede con la literatura y el cine. Lo siento mucho, pero Ciudadano Kane no es asimilable a Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera. Nuestras ganas de ser cultos a cualquier precio no pueden cegarnos; si ves mucho cine basura –y les habla alguien que ha visto dos veces Los albóndigas en remojo y otras cosas aún más inconfesables– lo que has visto es basura; si pillas todas las referencias de Community no eres culto, es que has visto mucha tele. Hemos perdido mucha vida frente a la tele. En su primera intervención en las jornadas decía Concepción Cascajosa en este mismo ciclo que un estudio sostiene que una hora de televisión quita 22 minutos de vida, en términos casi tabaqueros. Así que, literalmente, nos hemos dejado la vida viendo televisión, lo que no significa que hayamos aprendido nada más que televisión, como el protagonista de aquella estupenda serie de los 90, Sigue soñando (Dream On, 1990). Pero no nos engañemos, porque como críticos culturales no podemos engañarnos: cuando vi las cinco temporadas de The Wire creí que estaba ante una obra maestra, algo digno de llamarse arte. Estaba por entonces preso del hype o histeria de las series y deslumbrado por el brillo áureo de la “Tercera Edad de Oro”. Hasta escribí un poema a Omar Little que tuvo cierto éxito en las redes. A los dos años defendía The Wire porque me molaba representar el papel del crítico literario moderno que hace una tesina de posgrado sobre el neoplatonismo de fray Luis de León y a la vez defiende The Wire. A los cuatro años de verla, comencé a pensar que lo único artístico o literario que me había dejado The Wire, de la que ya no recordaba apenas nada -mientras que muchos planos de Eyes Wide Shut sigue golpeando mi cabeza desde 1999-, era mi poema sobre Omar Little. Ahora, años después, releo mi poema y me doy cuenta de que mi poema era una mierda. No hay nada artístico en The Wire, ni falta que hace, es televisión majestuosa, es una fantástica teleserie, pero el arte es otra cosa. Los que lo hacen lo saben.

Termino sosteniendo algo que a lo mejor les suena extraño, después de todo lo dicho, pero piénsenlo despacio. A lo mejor, comparar las series con el cine o la televisión es, en realidad, menospreciarlas. ¿Cómo ha dicho? Sí, lo que leen. Creo que los defensores de las series se equivocan al defenderlas como si fueran obras de arte similares a las de otras instancias. En realidad, lo que los seriéfilos o seriófilos deben hacer, si son valientes, es todo lo contrario: es más lógico defender que las teleseries son una manifestación mayestática y excelente de la capacidad expresiva de la televisión o de los modernos medios audiovisuales. Es decir: si se compara a la TV con algo es por miedo a que no valga lo suficiente por sí misma; si yo digo que el Córdoba F. C. se parece al Real Madrid lo que despierto es la inmediata carcajada. En cambio, sopesen esto: para un culé, sería casi un insulto decir que el Barça se parece al Madrid. ¿Entienden lo que digo? Cuando alguien está orgulloso de algo, lo que suele defender no es el parecido, sino la diferencia. Las series de televisión son un estupendo medio de comunicación, están alcanzando un nivel técnico soberbio y entretienen a millones de personas. Tienen su propio sistema de referencias, tienen sus guiños, sus ecos, sus relaciones de inter e hipertextualidad, como ha estudiado Cascajosa[33], tienen su propio mundo, tienen interés, tienen buenos autores detrás[34] y buenos actores delante, tienen medios, tienen audiencia, tienen poder de seducción. Se han adueñado ya del espacio de la conversación social. ¿Por qué las series iban a querer ya parecerse a algo? ¿No ha llegado ya el momento de dejarse de complejos, de no implorar penosamente la invasión de espacios que ni les pertenecen ni les hace falta y de ser, simplemente, ellas mismas? ¿No han llegado ya a un nivel comunicativo de tal calibre que debemos comenzar a llamarlas única y exclusivamente por su nombre, por lo que son, excelentes series televisivas? ¿Acaso no es eso suficiente? Para mí lo es y por eso las veo.





[Post Data 1]:

“Marshal McLuhan o Neil Postman (…) se centraron, concretamente, en analizar los atributos de los medios audiovisuales, especialmente la televisión, y en poner de relieve sus diferencias respecto a los formatos impresos que habían sustentado la difusión del saber desde el siglo XV. Básicamente, constataron la idoneidad de los primeros para proporcionar entreteni­miento, en el sentido más amplio del término, pero señalaron sus difi­cultades, respecto a los segundos, para soportar argumentos racionales y reflexiones intelectuales de cierta profundidad. Dicho en otras palabras, la mayoría de la gente puede pasarse un par de horas frente al televisor si emiten una buena película, pero difícilmente aguantarán una conferencia de cuarenta minutos.”; Antoni Brey, “La sociedad de la ignorancia”, en Antoni Brey, Daniel Innenarity y Gonçal Mayos, La sociedad de la ignorancia y otros ensayos; Infonomia, Barcelona, 2009, p. 26.]

[P. D. 2]:

Víctor Peña Dacosta, “Posmodernidad”, La huida hacia delante; La isla de Siltolá, Sevilla, 2014, p. 70:


[P.D. 3]:

“Hace tiempo que el cine conquistó la libertad visual que construye narraciones en función de las imágenes y no al revés, como pasa en las teleseries, donde la imagen, a pesar de todo, se somete a la disciplina racional del guión. Incluso directores como Michael Bay o Tony Scott han entendido el poder del cine como artilugio imaginario al ceñirse en sus aparatosas películas a un guión esquemático que favorezca el espectacular despliegue de imágenes desconectadas. De este efecto estético hace tiempo que supo apropiarse el vídeo musical, que heredó de la vieja comedia musical americana de Stanley Donen, Gene Kelly o Vincente Minnelli, o de la modernidad agonizante de Bob Fosse, esa locura del ver (o ese delirio de la visión) que ponía en cuestión la racionalidad narrativa de las imágenes y subvertía las categorías convencionales del cine clásico (y la multiplicó al infinito, en este nuevo siglo, el inmenso talento de directores de videoclips como Floria Sigismondi o Joseph Kahn). No es extraño, por tanto, que todos aquellos para los que el cine se reduce a una buena historia contada en imágenes sometidas a las necesidades narrativas básicas encuentren hoy en el medio televisivo satisfacción absoluta. Nunca entendieron lo que es el cine (esta es la lección inaugural de Un perro andaluz). En cambio, para quien frecuenta las películas de Wong Karwai o Guy Maddin o Gus Van Sant, por citar sólo tres ejemplos de grandes directores creadores de imágenes, las teleseries representan un placer indudable, pero también una rebaja del nivel de exigencia estética”; Juan Francisco Ferré, Así en el cine como en la vida; Excodra, Madrid, 2015, p. 131.

[P.D. 4]:
" A los que no vemos series nos gustaría hablar de la educación y de literatura, por ejemplo. Pero es que ahora cada cual quiere una educación, al igual que cada cual quiere una serie, distinta de la de los demás; y la literatura… mejor no hablemos. Porque quién tiene tiempo para leer si perentoriamente necesito mi dosis serial, mi chute de intriga. Por supuesto que me hago también la pregunta que ya se estarán haciendo la mayoría a estas alturas y es por qué demonios a mí no me gustan las series, que ese será si acaso mi problema. Y para eso tengo una respuesta elemental a la que podría colmar de matices: porque no, porque no le encuentro la gracia a eso de engancharme con una trama, porque soy cortoplacista y busco solo la intensidad que me da una buena película o una buena página, porque las series son como la publicidad de la narrativa donde todo se ajusta para vendernos el próximo capítulo, la próxima temporada; y que todo eso me repatea. Y tal vez ese sea mi problema. O no. Quién sabe."; Javier Moreno en "Hablemos de series (o no)", http://www.elcotidiano.es/hablemos-de-series-o-no/

P. D. 5:
"el séptimo arte aún sigue siendo el mayor depositario de "moving pictures" de calidad en todos los frentes, desde el cine de autor al cine-espectáculo", Vicente Molina Foix, "Series en serio", http://www.elboomeran.com/blog-post/79/17175/vicente-molina-foix/series-en-serio/

P. D. 6:
"No creo que estemos en la edad dorada de la televisión: lo que funciona el 90% de las veces es la violencia y el sexo. Ah, y los deportes"; David Simon en ABC, 9-4-2016, p. 93.

P. D. 7, Brian de Palma:
, en http://theplaylist.net/brian-de-palma-explains-television-not-cinematic-plus-42-minute-talk-noah-baumbach-jake-paltrow-20160610/


P. D. 8, Marcelo Cohen: "De modo que una palabra muy oída es cansancio, queriendo decir fatiga física y náusea mental. Y como antivertiginoso contra la multiplicación de lo mismo en la TV nocturna —chillido de acusaciones, compunción, denuncia de atropellos, hipócrita hidalguía republicana, cátedrática asnal de periodistas agrandados—, tesoneros estudiosos, con tal de no caer en la odiosa antipolítica, se purgan mirando series de televisión, el último arte para millones que cuenta con crítica alta y baja. No creo que logren evadirse. Yo veo muchas. La mayoría suele combinar la trama policíaca o de espías con corruptelas metastizadas y voluntad de poder sin escrúpulos. Después de mi pudibundo capítulo diario, un ratito de noticias verifica que sigo en una sola realidad concentracionaria. Para dormir y no amanecer en el mismo y único día hace falta otro lenguaje. La lengua es un ojo.", Marcelo Cohen, "Comas, política, poesía", Otra parte, julio 2016.

P.D. 9, Gonzalo Torné, El cultural de El mundo, 16/07/2016:



[P. D., 10]: "Al profesor de Políticas y líder de Podemos -al que una cierta cultura, como el valor, se le suponen- habría que preguntarle por qué regaló al rey Juego de Tronos y no, por ejemplo, las obras completas de Shakespeare, tan superiores en complejidad, inteligencia, tramas, lenguaje."; María Salgado, Hacía un ruido. Frases para un film político. Contrabando: Valencia, 2016, p. 51.

[P.D., 11]: “Que las series se hayan puesto de moda entre ciertas élites culturales -ha leído en los diarios declaraciones de algunos intelectuales y artistas donde se afirma que la innovación narrativa está ahora en las series de televisión- le ha devuelto la confianza en su criterio.”; Elvira Navarro, Los últimos días de Adelaida García Morales; Random House, Barcelona, 2016, p. 47.

[P.D., 12]: "[Isaac] Rosa encendió las redes sociales el pasado sábado calificando ‘Black Mirror’ como entretenida pero olvidable. No contento con eso cargó contra las series en general: “Con la de pelis y libros buenos que quedan, y vosotros echándole tantas horas a la tele”. Y remató lanzando dardos a los consumidores de este formato: “Cuando dentro de años os entre un ataque de Ubi Sunt y os preguntéis en qué desperdiciasteis vuestra juventud, ya os digo: viendo series”. Y se lió. El autor de novelas como ‘El vano ayer’ y ‘La mano invisible’ recibió por todos los lados. Al día siguiente le tocó ofrecer una docena de explicaciones para matizar su postura y esto propició un debate, que aún podía haber dado más de sí: ¿se pueden criticar hoy en día las series?"; Mikel Labastida, "Los que odian las series", Las Provincias, 25/10/2016, http://blogs.lasprovincias.es/elsindromededarrin/2016/10/24/los-que-odian-las-series/

[P. D., 13]: "hay quien dice que esto no es una Edad de Oro de la televisión, sino de la producción (...) Algunas series han logrado acceder a la categoría de clásicos —Los Soprano, The Wire—, pero también es cierto que este fenómeno, que, de entrada, se explica por la consolidación de nuevos contextos industriales —la incorporación en la producción propia de cadenas de pago— y de nuevas formas de consumo, también ha inspirado muchas de esas frases de Todo a Cien que merecen ser puestas en cuarentena. Por ejemplo, aquella que sostiene que, ahora mismo, el mejor cine está en televisión; argumento fácilmente desmontable si uno se pregunta dónde está el elemento medular del lenguaje cinematográfico —la puesta en escena— en estas producciones regidas, por lo general, por una realización funcional más o menos trascendida por contundentes diseños de producción. Ha habido puntualmente estimulantes zonas de confluencia entre ambos ámbitos —trabajos televisivos en los que David Lynch, ­Todd Haynes, Olivier Assayas o Raúl Ruiz pudieron canalizar buena parte de su identidad estilística—, pero el relato de largo recorrido para la pantalla doméstica —con sus ritmos y estructuras capitulares— muy poco tiene que ver con los márgenes de libertad que permite un buen relato cinematográfico. Dicho de otra manera, la nueva ficción televisiva mantiene un razonable nivel de excelencia, pero el medio aún no está preparado para acoger, por ejemplo, a su Apichatpong Weerasethakul o a su Tsai Ming-liang. La nueva ficción televisiva no es buen cine, sino sobresaliente televisión. Lo que ya es más que suficiente."; Jordi Costa, "Mitos, héroes y logros en serie", El País, 04/11/2016.

[P. D., 14]: "De hecho, para un buen puñado de gurús, hay más obras maestras que series y no importa que se puedan contar con los dedos de una mano las series de este periodo que recordaremos en una década: todo les parece magistral. Ojo, series buenas, notables y excelentes hay unas cuantas. Malas, regulares y espantosas, muchas más. ¿Obras maestras? Igual una, dos a lo sumo. Y por razones más conceptuales o de formato que puramente narrativas.[....] Sin embargo, cualquier intento de relativizar, de oponerse –discretamente- a la teoría de la tercera edad de oro (o la cuarta, que uno ya no se aclara), acaba con un enfado de las masas, que guiadas por el vellocino de oro que sostiene alguien en la lejanía, te llaman todo tipo de cosas o simplemente desdeñan cualquier intento de racionalizar este manicomio que llamamos televisión."; Toni García Ramón, "No, niño, eso que estás mirando no es ninguna obra maestra", Fuera de series.

[P. D., 15]. "Ahora, que en pleno estatus Rodríguez, me estoy inflando a leer y a ver películas (más lo último), me ha dado por pensar en una perversión crónica del cine comercial desde sus orígenes: más allá de su calidad y de su factura, a veces altas, huye de la realidad. La razón no es que sea ficción, sino que se dirige a la sugestión, a colmar las expectativas y creencias del espectador. Casi nada de lo que cuenta tiene la más remota semejanza -ni en la trama ni en lo profundo- con cómo se producen las cosas. Le horroriza el detalle ambiguo, la falta de sentido, los actos que escapan a la comprensión directa y a menudo espontánea, la oscuridad en todos sus espesores. En suma, es una mentira conscientemente fabricada. El arte del relato consiste precisamente en hundirse en lo desconocido y en preservar los hechos de la moral. En esa clase de cine no hay arte, sino publicidad destinada al consumo de creencias y de fantasías sobre la realidad (cuya mejor definición es que la compartimos todos en la medida en que aceptamos que la desconocemos). Las denominadas series de calidad tampoco escapan de eso. Han encontrado un camino más retorcido y complejo para simular que están en contacto con el misterio del mundo o de la vida, pero en el fondo, apenas traspasada la primera capa, son vacuas, y repican como campanas el mismo soniquete. Por esa razón, tienden a aburrir más tarde o más temprano o a dejar una impresión de hastío en la parte del alma destinada a movilizarse."; Alejandro Gándara, en su muro de Facebook, el 12/07/2017.

[P. D., 16].
“Pero a cada Por 13 razones le siguen un Ozark o Gipsy (ya cancelada), series veraniegas de Netflix que dudamos que hayan tenido gran acogida fuera de la burbuja periodística (tampoco la plataforma se esfuerza en promocionarlas). Si bien siempre tendrán más público que la última serie venerada del canal de Oprah Winfrey o Graves, una comedia política con Nick Nolte. Esas series existen. No las inventamos. Lo que denota la cifra es que las series ya no son algo popular, para compartir y de las que hablar al día siguiente. Hoy la mayoría son un traje hecho a medida del nicho. Una situación con características positivas, pero que acarrea grandes riesgos. Llegará el día en el que cada espectador tenga una serie solo para él. Y no la verá nadie más.”; Eneko Ruiz Jiménez, “Las 455 series que deberías estar viendo”, El País, 16/08/2017, https://elpais.com/cultura/2017/08/14/television/1502724553_434481.html.

[P. D., 17]. 
Fragmento del discurso de recepción del premio Nobel, a cargo de Kazuo Ishiguro, para tatuarse en algún tramo largo de piel:
"Durante algún tiempo me había sentido razonablemente orgulloso de mi primera novela, pero esa primavera ya me había invadido una exasperante sensación de descontento. El problema era el siguiente: mi primera novela y mi primer guion televisivo eran demasiado similares. No en el tema, pero sí en el planteamiento y el estilo. Cuanto más analizaba la novela, más me parecía un guion, con sus diálogos y acotaciones. Hasta cierto punto no estaba mal, pero en esos momentos mi empeño era escribir ficción que solo pudiese funcionar de forma adecuada "sobre una página". ¿Para qué escribir una novela si iba a ofrecer más o menos la misma experiencia que se podía obtener encendiendo el televisor? ¿Cómo podía esperar sobrevivir la ficción escrita contra el poderío del cine y la televisión si no ofrecía algo único, algo que otras formas narrativas no podían ofrecer?

En esa época, un virus me obligó a pasar varios días en la cama. Cuando quedó atrás lo peor y ya no estaba el día entero dormitando, descubrí que el objeto duro cuya presencia entre las sábanas me había estado molestando todo el rato era un ejemplar del primer volumen de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Y ya que lo tenía a mano, me puse a leerlo. Quizá contribuyese el que todavía tenía fiebre, pero el hecho es que me quedé obnubilado por el arranque del texto y las partes dedicadas a Combray. Las leí una y otra vez. Aparte de la absoluta belleza de esas páginas, lo que me entusiasmó fue el modo como Proust hacía que un episodio llevase al siguiente. La ordenación de los acontecimientos y escenas no seguía la lógica de la cronología, ni la de una trama lineal. En lugar de eso, eran las asociaciones tangenciales de los pensamientos, o los caprichos de la memoria, los que parecían arrastrar a la escritura de un episodio al siguiente. A veces me preguntaba: ¿por qué la mente del narrador ha colocado juntos estos dos momentos en apariencia inconexos? Y de pronto descubrí una manera interesante y más libre de escribir mi segunda novela; un planteamiento que enriquecería las páginas y ofrecería movimientos internos imposibles de capturar en ninguna pantalla. Si podía saltar de una situación a la siguiente siguiendo las asociaciones mentales y el vaivén de los recuerdos del narrador, podría escribir de un modo similar a como un pintor abstracto distribuye formas y colores en el lienzo. Podría colocar una escena de hacía dos días junto a otra de veinte años antes, y pedirle al lector que reflexionase sobre la relación entre ambas. Empecé a pensar que de este modo podría sugerir las múltiples capas de autoengaño y negación que envuelven la visión de cualquier persona acerca de sí mismo y su pasado.", http://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/20171207/lectura-nobel-literatura-texto-integro-kazuo-ishiguro-6480711.

[P.D. 18]: " El problema surge, apunta Martel, cuando entretener se convierte en el fin absoluto. ¿Vivimos en la dictadura del entretenimiento? 'Sí. Y las series de televisión ahondaron en eso. Yo me la paso hablando de las series con espanto porque la gente no se da cuenta de que son un retroceso. La televisión mejoró, cierto. Basta comparar Dallas con Breaking Bad. Pero en términos narrativos de imagen y sonido, lo que se había conseguido ya con los documentales y ciertas películas era más rico que lo que están haciendo las series, que son otra vez el puro argumento, una estructura mecánica y decimonónica por más que esté bien hecha. Las series nos han devuelto a la novela del siglo XIX. Es fruto del momento conservador que estamos viviendo. Se arriesga menos'"; Lucrecia Martell, entrevistada por Javier Rodríguez Marcos, https://elpais.com/cultura/2018/01/16/actualidad/1516125674_495994.html?id_externo_rsoc=FB_CC.

[P.D. 19]. J. J. Abrams comenta su experiencia en la coescritura de la novela S (2013) junto a Doug Dorst: "Abrams: It was, frankly, not unlike developing a screenplay. There were outlines and pitches at the beginning, then early chapters. Lindsey would often work with Doug, and then show me stuff. It was especially fun, though, because the final product wasn’t a script that then needed to be cast and shot and edited. It was the text."; en https://www.newyorker.com/books/page-turner/the-story-of-s-talking-with-j-j-abrams-and-doug-dorst.


[P. D. 20]. "Unos meses después de este incidente descubro, vía la periodista Marina Such, que entre algunas personas está extendida la costumbre de ver series de televisión a velocidad rápida. Mediante determinados programas de reproducción se puede ver el contenido a velocidad 1,5x o 2x, con lo que el tiempo de visualización se puede reducir hasta la mitad y uno puede verse temporadas completas en unas pocas sesiones. 'Me aburro', explica a Such uno de los usuarios que usa este sistema.'Necesito un poco más de velocidad que me obligue a mantener la atención y que condense el entretenimiento'. La plataforma YouTube ha incorporado recientemente el botón que permite ver los vídeos a 1,5x, ya que muchos usuarios prefieren verlos a mayor velocidad. Y lo mismo sucede con los podcast y hasta con los audiolibros, que algunos escuchan con voz de ‘ardilla’ para terminarlos cuanto antes". Antonio Martínez Ron, en https://www.vozpopuli.com/altavoz/next/Fast-forward-edad-cagaprisas_0_1121888046.html [El subrayado es mío.]

 [P. D. 21]: "Pienso que la televisión promulga la idea de que el buen arte es simplemente el que se hace para gustar y que depende del vehículo sobre el cual se muestra. Esto parece una lección venenosa como para que un artista en potencia crezca con ella. Y una de sus consecuencias es que si el artista depende en exceso de ese mero gustar, de tal modo que su verdadero objetivo no resida en la obra sino en la buena opinión de un público determinado, va a desarrollar una hostilidad terrible hacia ese público, sencillamente por haber renunciado a todo su poder en favor de ellos."; David Foster Wallace a Larry McCaffery en 1993, incluido en Stephen J. Burn (ed.), Conversaciones con David Foster Wallace; Pálido Fuego, Málaga, 2012, p. 52.

[P. D. 22]: Carlos Frontera, en su muro de Facebook: "Tras algunos años sin ver series, me estoy poniendo al día que le dicen. Hasta el momento, con casi todas pierdo interés enseguida. Algunas tienen un planteamiento inicial interesante, deslumbrante incluso, pero a partir del capítulo tres, cuatro, pierden fuelle, se desinflan y progresan por simple inercia. Hasta que de pronto Six feet under, a.k.a. A dos metros bajo tierra, y qué barbaridad entonces. Me ha emocionado no pocas veces, de verdad de la buena, y me ha arrancado también sus buenas risas. Vale que, de las cinco temporadas, tal vez una le sobre, pero qué barbaridad Six feet under, qué maltrato más bueno para mi corazoncito." (16/08/2018).

[P. D. 23]: «El problema surge, apunta Martel, cuando entretener se convierte en el fin absoluto. ¿Vivimos en la dictadura del entretenimiento? “Sí. Y las series de televisión ahondaron en eso. Yo me la paso hablando de las series con espanto porque la gente no se da cuenta de que son un retroceso. La televisión mejoró, cierto. Basta comparar Dallas con Breaking Bad. Pero en términos narrativos de imagen y sonido, lo que se había conseguido ya con los documentales y ciertas películas era más rico que lo que están haciendo las series, que son otra vez el puro argumento, una estructura mecánica y decimonónica por más que esté bien hecha. Las series nos han devuelto a la novela del siglo XIX. Es fruto del momento conservador que estamos viviendo. Se arriesga menos".»; Javier Rodríguez Marcos, “Lucrecia Martel: ‘La gente no se da cuenta de que las series son un retroceso’”; El País, 17/01/2019, https://elpais.com/cultura/2018/01/16/actualidad/1516125674_495994.html.

[P. D. 24]: "Tomenos Netflix como ejemplo. Hace poco, su CEO reconoció que su empresa no competía con YouTube o con HBO, dijo que competían con el sueño, una de las tres cosas que los seres humanos necesitamos para sobrevivir. Están generado de forma consciente aplicaciones adictivas. No es que a los humanos nos guste perder el tiempo o procrastinar. Son aplicaciones que han sido diseñadas por los mejores y más valorados especialistas con el único objetivo de mantenerte pegado a la pantalla el mayor tiempo posible."; Marta Peirano, entrevistada por Daniel Ollero en El Mundo, 25/06/2019, https://www.elmundo.es/tecnologia/2019/06/25/5d114c02fc6c830a7d8b458a.html.

 [P. D. 25]: Juan Manuel de Prada, "Chernóbil", ABC, 24/06/2019.



[P. D. 26]: “Los novelistas, ensayistas, etcétera, escriben cada vez peor: cediendo al gusto de la exhibición, en lugar de esperar que el tiempo se encargue de borrarlos, se borran ellos mismos trabajando con regularidad para el cine, para la televisión o para otros medios de masas que exigen como primera condición la autocensura de la imaginación y como segunda, la falsedad canónica.”; Juan Rodolfo Wilcock, El delito de escribir. Ed. Edoardo Camurri. Trad. Rosa de Viña. Madrid: Libros de la resistencia, pp. 8-9.

[P. D. 27]: "Netflix es el nuevo panem et circenses, el juguete de moda para distraer a la gente, la última zanahoria de la televisión, que se ha quedado con la clientela que tenía antes la religión"; Gonzalo Pontón, editor y ensayista, en El País, 21/10/2019, https://elpais.com/cultura/2019/10/21/actualidad/1571674947_587735.html.

[P. D. 28]: "Las series de televisión sustituyen a los ciclos de la naturaleza. Son las nuevas estaciones, las nuevas temporadas. Nuestro ánimo se adapta a ellas, nuestro modo de ver el mundo. No consigue interesarnos, sin embargo. En lo que se refiere a las series podemos ser practicantes, pero no creyentes."; Javier Moreno, Null Island. Avinyonet del Penedès: Candaya, 2019, pp. 120-121.
 
[P. D., 29]: "Tengo un problema con las series. Con las adicciones, en general. Debo esforzarme mucho para seguir fumando y bebiendo. Asisto con asombro  a los intentos de la gente por abandonar el vicio del tabaco y el alcohol. A mí me sucede todo lo contrario. Me costó mucho adquirirlos y ahora no quiero tirar todo ese esfuerzo por la borda. Pues lo mismo con las series. Es solo que con ellas soy menos disciplinado. El alcohol y la nicotina acabaron doblegando mi voluntad, no así la trama. Reconozco el picotazo de la intriga, la palpitación que precede a la catástrofe. A veces la adicción se prolonga durante dos o tres capítulos; excepcionalmente, durante toda una temporada. Pero después mi interés decae. Es como montar en una montaña rusa durante horas. A quién le apetece eso. A mí no, desde luego. Paren, que me bajo. Lo he intentado con las mejores (o eso dicen mis amigos y aquellos por los que me dejo aconsejar), y -casi- nada. No lo suficiente, al menos. No sé en realidad si soy el sapiens o el neandertal en este nuevo ecosistema de los hábitos culturales. A mi cerebro le sobra o le falta algo. Me fatiga el entretenimiento o más bien no tengo paciencia para ello. El entretenimiento, a la larga (o no tanto), me produce hastío. Qué aburrido, el entretenimiento. Ni siquiera resulta autodestructivo. Uno puede vivir cien años entretenido. Un fumador o un bebedor (o ambas cosas juntas) lo tiene más complicado. Siempre sentí predilección por los caminos tortuosos y esforzados. Además, están los spoilers. Si te destripan una serie, apenas queda un frágil exoesqueleto, un puñado de movimientos de cámara. La mayoría de las series solo tienen tripas, casi nada de músculo; menos aún de cerebro."; Javier Moreno, "Ser un accidente", La Vaca Multicolor, marzo 2021, http://www.lavacamulticolor.com/columna-itinerante---javier-moreno.html.

[P. D., 30]: "[...] durante semanas viajé a las oficinas de Netflix en Madrid, tuve unas reuniones bastante estrambóticas. No tan diferentes de las que había tenido en la start-up a la que le estábamos dedicando el true crime, lo cual era un chiste de proporciones cósmicas. Y rodeado de un equipo gigantesco de gente absurda, encantada de haberse conocido [...], en un edificio colosal, durante extenuantes reuniones. Poco a poco fueron apropiándose de mi historia, convirtiéndola en papelitos, en post-its que ponían en una pizarra, y narrándola con sus propios objetivos. La desfiguraron hasta dejarla irreconocible, al menos para mí. pero perfectamente digerible para una audiencia borderline que engullía desaforadamente documentales truculentos con historias como la mía, sin importarles si algo de aquello era cierto o no. No importa. Todo es contenido."; Carlo Padial (2023). Contenido. Barcelona: Blackie Books, p. 242.
 
[P. D., 31]: "[...] las narraciones actuales (especialmente las series), están basadas en continuos giros de guion, saturadas de sorpresas. Estos sobresaltos animan a un consumo compulsivo por miedo a que alguien nos los desvele antes de tiempo. Son los famosos atracones frente a la pantalla que las plataformas, incluso mediante muy medidas filtraciones de la trama, buscan a toda costa. 'Estamos obligados a ser más rápidos que los spoilers', se queja St. James, 'mientras la industria, aterrorizada por perder dinero, nos cuenta una y otra vez la misma historia y nosotros fingimos que es nueva'.", Enrique Rey.









[1] Belén Gopegui, El comité de la noche; Random House, Barcelona, 2014, p. 49.
[2] “las series son fundamentalmente un discurso narrativo, puesto que se nos cuentan historias de muy diversos modos. Este discurso narrativo puede ser interpretado de muy diversas formas, e incluso no ser interpretado de ninguna, pero como cualquier realidad social, como cualquier evento cultural relativamente reciente y con un gran impacto social, requiere últimamente la atención de críticos y especialistas de diversas artes, también las literarias, por lo que podemos decir, que algunas de estas producciones, están pasando a formar parte de la alta cultura, o cultura canónica para una gran parte de la sociedad occidental”; Pablo Lorente Muñoz, “Las series de televisión y la literatura: nuevos modelos narrativos”, Narrativas. Revista de narrativa contemporánea en castellano, nº 23, octubre-diciembre 2011, [pp. 21-31], p. 30.
[3] “A new halo of prestige now floats over serialized dramas. Recently the Paris Review, the 60-year-old literary journal whose "Writers at Work" feature has included Capote, Hemingway and Nabokov, commissioned the first-ever interview in that series with a television writer: Matthew Weiner, creator of Mad Men." The stuff is art," says editor Lorin Stein. He still doesn't own a TV set. ("The day is short. I love to read.") But the 40-year-old has polished off a select group of series on his computer or with friends. To discuss, say, the themes of masculinity in the moody FX comedy "Louie" is an instinctive part of the experience, he says. "”; John Jurgensen, “Can We Please Stop Talking About TV?”, The Wall Street Journal, 25/04/2013, http://www.wsj.com/articles/SB10001424127887324474004578442720332605236
[4] “Los jóvenes os creéis que el entretenimiento de la televisión explica los misterios del universo por medio de un nuevo avance científico-narrativo que nadie teorizó antes de la existencia de la ‘serie de moda’”; Mario Crespo, Biblioteca Nacional; Eutelequia, Madrid, 2012, p. 99.
[5] En artículo sin firma “Storytelling That Moves People: A Conversation with Screenwriting Coach Robert McKee”, Harvard Business Review, June 2003, p. 6.
[6] “Considerado durante mucho tiempo como una forma de comunicación reservada a los niños cuya práctica se limitaba a las horas de ocio (…) el storytelling disfruta en efecto en Estados Unidos, desde mediados de los años noventa, de un éxito sorprendente (…) Es una forma de discurso que se impone en todos los sectores de la sociedad y trasciende líneas de partición políticas, culturales o profesionales, acreditando lo que los investigadores en ciencias sociales han llamado el narrative turn y se ha comparado desde entonces a la entrada en una nueva era, la ‘era narrativa’”; Christian Salmon, Storytelling: La máquina de fabricar historias y formatear las mentes; Península, Barcelona, 2013, p. 30.
[7] Cf. Faustino Oncina y Elena Cantarino (eds.), Giros narrativos e historias del saber; Plaza y Valdés Editores, Madrid, 2013, en especial el artículo de Virginia Moratiel, “Giros narrativos en el cambio de era”, pp. 215-231.
[8] James Wood, “Soul Cycle”, The New Yorker, 08/09/2014, http://www.newyorker.com/magazine/2014/09/08/soul-cycle.
[9] J. L. Pardo en en Roberto Valencia (ed.), Todos somos autores y público. Conversaciones sobre creación contemporánea; Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2014, p. 168.
[10] C. Cascajosa Virino, “No es televisión, es HBO: La búsqueda de la diferencia como indicador  de calidad en los dramas del canal HBO”; Zer: Revista de Estudios de Comunicación, nº 21, 2006, pp. 23-33.
[11] En http://www.revistagq.com/actualidad/cultura/articulos/conversaciones-tv-expertos-en-series/21444
[12] G. Torné, “Inocencia y entusiasmo”, El Cultural de El Mundo, 07/03/2014, http://www.elcultural.com/version_papel/OPINION/34252/Inocencia_y_entusiasmo
[13]Hasta podría decirse que las series son hoy el nuevo pan-arte, pues aprovechan tanto las técnicas narrativas de la novela como los estándares de producción del mejor cine”; M. Schifino, “¿Series de oro?”, Revista de Libros, nº 173, mayo 2011, http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=4947.
[14] En http://cultura.elpais.com/cultura/2014/09/11/babelia/1410439160_248507.html.
[15] Englobando lenguaje idiomático, estilístico y estructural.
[16] “Hoy son cada vez más los escritores reputados que escriben guiones para teleseries estadounidenses: Michael Chabon (Hobgoblin), Stephen King (Kingdom Hospital), Salman Rushdie, que prepara The Next People. A propósito de las series, David Simon (autor de The Wire) ha hablado de ‘novelas visuales’ (…) lo disperso y la complejidad narrativa han encontrado ya su lugar incluso en las superproducciones”; Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico; Anagrama, Barcelona, 2015, pp. 61-62. En Estados Unidos los estudios de televisión y de cine contratan inmediatamente a los escritores mejor calificados en las carreras de creative writing de mayor prestigio (Iowa, New York, etcétera). Véase la opinión de Marcos Ordóñez, “Series: el triunfo de la narración”, El País, http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/04/actualidad/1428172924_512765.html,  04/04/2015.
[17] “Sólo puede creerse que ésta desaparecerá debido al desarrollo de los medios audiovisuales si se asume de antemano que la novela no es un fin en sí mismo, sino apenas una escala en la evolución de la ficción narrativa. (…) El argumento está equivocado de principio: la novela no es un paso intermedio que puede ser superado gracias a la tecnología y, por lo tanto, tampoco resiente su competencia; por el contrario, la novela posee el mayor grado de perfeccionamiento posible dentro de su propio ámbito.”; J. Volpi, “Ciencia y literatura. El principio de la novela”, en Eduardo Becerra (ed.), Desafíos de la ficción; Cuadernos de América sin nombre, nº 7, Murcia, 2002, pp. 27-28.
[18] Eduardo Ladrón de Guevara en El País, entrevista de Rosario G. Gómez, 04/03/2014, http://cultura.elpais.com/cultura/2014/03/01/television/1393703032_266819.html
[19] Nuno Bernardo, Transmedia 2.0. How to Create an Entertainment Brand using a Transmedia Approach to Storytelling; BeActive Books, Lisboa, 2014, p. 46.
[20] Carlos Scolari, “Desfasados. Las formas de conocimiento que estamos perdiendo, recuperando y ganando”, Versión 22, UAM México, 2009, [pp. 163-185], p. 179.
[21] “(…) quiero analizar la medida en la que la ficción televisiva durante la guerra de Iraq contribuyó a difundir la idea de que la tortura es un mal necesario en la guerra contra el terrorismo. Ve 24, ve Perdidos, ve Battlestar Gallactica…, encontrarás un patrón clarísimo”; Aixa de la Cruz, “Abu Grahib”, en Alberto Olmos (ed.), Última temporada. Nuevos narradores españoles 1980-1989; Lengua de Trapo, Madrid, 2013, p. 38.
[22] “Por otra parte, es necesario comprobar que se mezclan cotidianamente en las pantallas del planeta las imágenes de la información, las de la publicidad y las de la ficción, cuyo tratamiento y finalidad no son idénticos, por lo menos en principio, pero que componen bajo nuestros ojos un universo relativamente homogéneo en su diversidad. ¿Hay algo más realista y, en un sentido, más informativo, sobre la vida en los EE.UU. que una buena serie norteamericana?”; Marc Augé, Los no lugares; Gedisa, Barcelona, 2001, p.  38.
[23] “Nick Harkaway’s debut novel The Gone-Away World (2008) is arguably constructed as a television series. The opening section, establishing the aftermath of the Gone-Away War, reads like scene-setting season premiere of a TV series, complete with narrative hooks, snares and hints of what is to come. After those first twenty-eight pages, the reader is taken back to the narrator’s childhood and, after nearly 300 pages of a digressive, meandering romp through the pre-history of the post-apocalypse, the novel returns to where it started before moving on to its conclusion. Harkaway structures his novel in a manner that answers to the demands of a twenty-first-century audience familiar with episodic screen narratives that require increasingly close attention,11 and he has compared it to a DVD box-set release (personal email).”; Tom Abba, “Hybrid stories. Examining the future of transmedia narrative”.  Science Fiction Film and Television 2 (1): 2009, pp. 59-76, p. 69.
[24] http://cultura.elpais.com/cultura/2014/09/11/babelia/1410439160_248507.html
[25] Jorge Carrión, Los muertos; Mondadori, Barcelona, 2010, p. 83.
[26] Cf. Daniel Kurland, “Twin Peaks: The 25 Year Influence of the David Lynch TV Series”; Den of Geek!, 08/04/2015, en  http://www.denofgeek.us/tv/twin-peaks/239941/twin-peaks-the-25-year-influence-of-the-david-lynch-tv-series
[27] Roberto Valencia en R. Valencia (ed.), Todos somos autores y público. Conversaciones sobre creación contemporánea; Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2014, p. 135.
[28] Gonzalo Torné en en R. Valencia (ed.), Todos somos autores y público; op. cit., p. 135.
[29] Leo Benedictus, “Broken English”, Prospect Magazine, 22/02/2012, en http://www.prospectmagazine.co.uk/2012/02/hindered-narrators-new-novels-room-pigeon-english-extremely-loud/.
[30] Javier Calvo en Facebook, 04/06/2015. “Un ejemplo de esa conclusión en el consumo -una compulsión que excluye de la élite a quien no ha tenido acceso a determinado input- es el de las nuevas series de televisión estadounidenses normalmente no accesibles a través de los canales convencionales: ya no se encuentra un lugar en el mundo sin haber visto Los soprano, The Wire, Mad men. En la revista Quimera del escritor mexicano Emiliano Monge se mostraba escandalizado por el prestigio narrativo de las series frente a la oscuridad que el lenguaje literario ha de imponer a la espuria claridad del lenguaje sin más”; Marta Sanz, No tan incendiario; Periférica, Cáceres, 2014, p. 63.
[31] J. L. Pardo en en Roberto Valencia (ed.), Todos somos autores y público. Conversaciones sobre creación contemporánea; Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2014, p. 169.
[32] Marta Sanz, No tan incendiario; Periférica, Cáceres, 2014, p. 31.
[33]  Cf. Concepción Carmen Cascajosa Virino, “Procesos de hipertextualidad en la ficción televisiva norteamericana”, Área abierta, nº 5, 2003. Encuentro en otro texto de Cascajosa una reflexión coincidente con la mía: “El ala oeste de la Casa Blanca, Buffy, cazavampiros, 24 y Perdidos (…) son muestra sobresaliente de una ficción televisiva de calidad capaz de entretener a una audiencia mayoritaria sin renunciar a la ambición temática y la experimentación formal, mereciendo ser reivindicadas como lo mejor que tiene que ofrecer el medio televisivo”; C. Cascajosa Virino, “Por un drama de calidad en televisión: la segunda edad dorada de la televisión norteamericana”, Comunicar: Revista científica iberoamericana de comunicación y educación; nº 25, vol. 2, 2005 (cd-rom).
[34] Para Sergi Pàmies, “el serial de televisión pertenece hoy a los guionistas, y por eso la calidad de las tramas y textos ha logrado arrebatar al cine la hegemonía creativa de la ficción audiovisual”; Citado en Iván Bort Gual y Francisco Javier Gómez Tarín, “De los 24 fotogramas por segundo a los 24 episodios por temporada”, Revista Venezolana de Información, Tecnología y Conocimiento, Año 6: Número 1, 2010, [pp. 25-41], p. 37.