William
T. Vollmann, La familia real; Pálido
Fuego, Málaga, 2016.
En ninguna parte como aquí advertiréis el encanto, la
simpatía, el ángel, dicho sea en andaluz, que despiden de sí, como tenue
fragancia, las cosas vulgares, o algunas de las infinitas cosas vulgares que
hay en el mundo.
Benito Pérez Galdós, Misericordia
Therefore, although it be a history
Homely and rude, I will relate the same
For the delight of a few natural hearts
William Wordsmorth, Michael
Finalizada la aventura de leer esta extraordinaria
novela, el lector se queda abrumado durante unos días, incapaz de leer otra,
por la sencilla razón de que La familia
real no termina, ni mucho menos, con la lectura. La insistencia de Vollmann
en algunas ideas, el poder asombroso de algunas imágenes, la capacidad de
algunos personajes para reverberar sus comportamientos, suscitan en el lector
esa recepción aplazada que
caracteriza, por ejemplo, a algunas películas de David Lynch o Stanley Kubrick.
Aunque los ojos están en otras cosas, la mente sigue procesando la novela, la
sigue leyendo, persiste en encontrar hilos, pasadizos y líneas argumentales o
emocionales entre los personajes y las infinitas historias secundarias que se
narran en La familia real. La
sensación del lector, por tanto, es muy parecida al rapto emocional que sufre el
protagonista, Henry Tyler, al perder a Irene, la mujer con la que está
obsesionado (la esposa de su hermano), y que en realidad es sólo una de las
figuras de la adicción de Tyler al algo
más, una necesidad fatal de engancharse a imposibles que irá adoptando
diversas metamorfosis a lo largo de la novela y que, a la postre, acaba destrozando su vida.
La familia real a la que hace referencia el título
es, en realidad, un grupo de prostitutas; un tema que ha protagonizado varias
obras de Vollmann, como Whores for Gloria
o Butterfly Stories, y que ya muestra
una de sus señas de identidad narrativas: la verticalidad o profundidad con la que
aborda sus obras no se riñe con la horizontalidad social de su mirada: cualquier
capa de la sociedad, desde el estrato de los vagamundos sin techo hasta la capa
legamosa de los multimillonarios, entra dentro de su radar narrativo. Desde que
las editoriales cuelgan en la red las sinopsis argumentales de las novelas no tiene
sentido incluirlas en las reseñas; pero en este caso sería especialmente vano o
inútil resumir la trama de una novela de este tamaño y densidad, cuya
traducción y edición debemos a la misma persona, José Luis Amores, alma mater de Pálido Fuego y esforzado
difusor de una parte de la mejor narrativa anglosajona actual. Tampoco podemos
conjeturar acerca de la inmensa red de referencias y alusiones culturales,
religiosas, legales, míticas y narrativas de La familia real; creo que lo esencial es que con ese tejido el
autor pretende cuestionar el relato de la vida,
entendiendo por tal la existencia en el oeste de los Estados Unidos a finales
del siglo pasado (una metáfora sin más de la sociedad occidental), y realiza
ese cuestionamiento mediante una novela inabarcable, como la existencia
retratada, que también se pone en crisis a sí misma. Vollmann, a diferencia de
otros novelistas que intentan ocultar como pueden los costurones de su obra,
reconoce sin empacho los defectos del relato, las dificultades que va
encontrando, sus limitaciones (“puede que tales episodios anexos sean flojos y
mecánicos, como las tramas secundarias en las obras de Shakespeare, pero el
hecho es que en ocasiones la realidad cambia furtivamente el dial de nuestro
destino preestablecido”, p. 319), pide perdón por introducir un nuevo personaje
alrededor de la página 500, y reconoce en los créditos finales la pelea con su
editor para que no le recortara en 2/3 el manuscrito original. Sin embargo, a
pesar de todo esto, y pese al monumental volumen de páginas de La familia real, al lector le sucede lo
mismo que con la vida: no puede dejar de leer, igual que no puede dejar de
vivir, y los puntuales defectos que nos constituyen en seres perennemente insatisfechos
no impiden que avancemos y avancemos en la lectura, encontrando en la imaginación
de Vollmann no solamente recompensas suficientes al hecho de leer (de existir),
sino que de cuando en cuando recolectamos imágenes memorables, como la
personificación de la ciudad de San Francisco (pp. 775ss), o capítulos
maravillosos, como ese “Libro XVII” en el que Vollmann explica la decadencia de
la relación una pareja mediante un largo viaje en coche de costa a costa de los
Estados Unidos, en pos de “la casa de sus sueños”.
Novela realista e irracionalista al mismo tiempo,
gracias al isótopo del personaje de la Reina en un sistema subatómico ordenado
por la mostración, obra durísima (con algunos momentos en que hasta el lector
más entrenado necesitará recomponer su estómago), aliñada con detalles de humor
y de insólita ternura, La familia real es
un libro excesivo y desatado, marca de la casa Vollmann, una
creación que planta cara a la cosmovisión actual de gratificaciones
instantáneas y ahorro de esfuerzos intelectuales. Es un libro para lectores de
verdad, para quienes buscan algo más que entretenimiento y gustan de sumergirse
en mundos narrativos y no en lecturas de bolsillo. La familia real, lo más parecido a una novela “rusa” de nuestro
tiempo -no en vano coloca a Los demonios de
Dostoievski explícitamente en su punto de mira (p. 83)-, se constituye en
proeza narrativa gracias a una decisión estética que señaló con acierto un
crítico de The Boston Globe, según el
cual Vollmann “en La familia real,
lleva a cabo algo heroico: renuncia a la oportunidad de deslumbrarnos a fin de
perturbarnos”. En efecto, en algunos puntos se advierte a la perfección que
Vollmann renuncia al grand style que
sembró por doquier en su impresionante Europa
Central, comentada aquí años atrás, para conseguir una atmósfera que se
clava como un cuchillo en la mente del lector, quizá para que sienta la misma
falta de concesiones que sufren todos y cada uno de los personajes de la
novela, cuyos sufrimientos nunca se ven ahorrados por ningún tipo de estética.
Un despojamiento retórico deliberadamente elegido como forma de respeto a una
precariedad existencial, de cuando en cuando interrumpido con pasajes
ambiciosos (pienso en los capítulos antes citados o en las memorables páginas
sobre la caída de la Reina, pp. 862-64), que recuerdan al lector con impecable
factura técnica que Vollmann es muy capaz de utilizar un estilo alto, pero que
ha decidido darle un tono distinto a la obra, para no “salvar” la cruda historia
mediante la belleza. Su
propósito es darle visibilidad y memoria a los olvidados (p. 773), a los
borrados por la sociedad, a los apartados por el espectáculo y el sistema. En
este sentido, el tramo final de la novela, una larga descripción de la vida de
Tyler entre los hobos que se mueven
como polizones en los trenes de mercancías -a los que Bob Dylan ha dedicado alguna
canción-, (un cambio de vida anunciado en la página 144), me parece de una
belleza no esteticista digna de
encomio.
La
familia real es una novela cainita, sobre la marca de Caín y
el hecho de traicionar a aquellos a quienes más quiere (pp. 895 y 914),
incluida y sobre todo la traición a uno mismo, bajo el presupuesto de que “Nadie es jamás inocente”
(p. 157). En esta obra no hay buenos y malos, todos los personajes son
imperfectos en mediano o sumo grado. En El
sujeto boscoso, que aparecerá en octubre, recordamos que según Elfriede
Jellinek (La muerte y la doncella),
el espejo de Blancanieves no es monstruoso porque hable, sino por decir siempre
la verdad; algo similar representa el personaje de Dan Smooth, una persona
intolerable y cruel precisamente porque siempre tiene en los labios la verdad
más dolorosa para el otro. El protagonista, Tyler, es autodestructivo y falla a
quienes más quiere, Domino hace honor a su nombre y esclaviza a los demás como muestra
de poder, John es infiel por naturaleza, Brady parece un archivillano de
Scorsese y todas las prostitutas se ven obligadas a hacer lo que sea necesario
para sobrevivir (p. 689). Todos son fallidos: “había observado (…) que cada
persona que conocía estaba poseída por al menos una necesidad cuyo propósito
divino era contrarrestar la virtud” (p. 725). Pero la
grandeza de Vollmann, que deja siempre una pequeña puerta abierta a la
redención, nos deja asistir al magnífico y crepuscular espectáculo de una
novela que también se falla a sí misma, a la que no le importa caer, sin tener claro si pondrá después
volver a levantarse. A Vollmann todo eso le da igual. Él no necesita demostrar
que sabe escribir. A él le importa otra
cosa, infinitamente más importante, esa que no deja de darnos vueltas a
quienes hemos terminado de leer esta novela. Si usted quiere saber qué es esa
cosa, tendrá que hacer como lector lo que hace Vollmann como narrador: llegar hasta el final, con todas las consecuencias.
Yo volvería a hacerlo.
[Relación con editorial y autor: ninguna]
Cuando Laura Miller reseñó The
Royal Family en 2000, dejó claro que “Vollmann is a writer of considerable
talent, with an encyclopedic urge to document overheard conversations,
bar-stool autobiographies, lumpen manifestoes and mad soliloquies, and an itch
to tell the story of the world and its people in unprecedented ways. All three
of those impulses feed into Vollmann's mammoth new novel”.