Las lecciones (in)completas
de Tiempo de destrucción, de Luis Martín-Santos
Aunque en nuestros lares no es
habitual que una persona sea valorada en su justa medida y en el momento exacto,
por la secular inclemencia española, alguna vez sucede tal ventura, si bien, y
por desgracia, suele andar la muerte por medio, especialmente la muerte
temprana. Un ejemplo lo cita José-Carlos Mainer en De postguerra; se
trata de un texto escrito por Jaime Gil de Biedma en 1964, para The Nation.
El poeta catalán comentaba que acababa de producirse
[…] una
catástrofe: la muerte del escritor y psiquiatra Luis Martín Santos, desbaratado
por un accidente de automóvil. Aunque su oído para el ritmo verbal era pobre… poseía
un talento literario considerable y era el escritor más inteligente, más
educado, con más dominio de las ideas y de su oficio de toda la nueva
literatura […] Su cuya primera y única novela, Tiempo de silencio, compone,
con La colmena de Cela y El Jarama de Sánchez Ferlosio, el
catálogo bien escaso de novelas valiosas aparecidas después de la guerra.
En efecto, era 1964 y acabábamos
de perder una parte importante del futuro —otra más—, consistente en el repertorio
virtual de obras que pudo haber escrito Luis Martín-Santos Ribera, de no haber
mediado la desgracia; caudal que solo podemos imaginarnos, en un ejercicio de
lectura hipotético-fantástica. Porque un narrador fallecido con cuarenta años,
como el autor nacido en Larache el 11 de noviembre de 1924, es un novelista que
desaparece cuando su madurez, personal y narrativa, está por llegar. Es un
crimen con ensañamiento, que siega una trayectoria vital y quiebra una legítima
aspiración estética, no solo para él, sino para sus lectores, huérfanos ya para
siempre de algo que no han podido conocer.
Martín-Santos es hoy
principalmente conocido por su novela Tiempo de silencio (1962), punto
de inflexión en la narrativa española de su época. Como expone María Isabel de
Castro García en Tendencias y
procedimientos de la novela española actual (1975-1988), “se ha convertido
en tópico que Tiempo de silencio,
publicada en 1962, fue una novela que, desde el realismo, proponía otra
novela. La obra de Martín Santos
no significaba, en efecto, una ruptura con esa corriente, a pesar de la
incorporación de técnicas narrativas y procedimientos insólitos en el realismo
–el monólogo interior, los recursos de intertextualidad, la fragmentación
discursiva, la inserción de la ironía–. Su propuesta consistía en abrir un
camino hacia una nueva forma de realismo que contemplaba junto a la panorámica
social, colectiva, una trayectoria individual, personal, singular,
independiente”. Ese realismo, llamado por el propio autor dialéctico,
como consecuencia de sus lecturas filosóficas, buscaba dinamitar la tradición
realista que venía de Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán, y que se había
abaratado, según el parecer general (que convendría precisar, aunque este no es
el momento), con la llamada “novela social” de las décadas de los 40 y 50.
Aunque algunos autores realistas, como Jesús López Pacheco, intentaban ensanchar
en obras como El homóvil esa tradición con otras herramientas, el hecho
es que solo Tiempo de silencio tenía la entidad o tuvo el acierto de dar
un mazazo en el centro del predio realista y abrir el horizonte de
posibilidades, aunque no faltó quien viera solo un oropel renovador, como Juan
Benet, rodeando a un corazón objetivista. El comentario es muy benetiano, pero
quizá no demasiado cierto, porque Martín-Santos no se proponía laminar esa
estética (aunque alguna irónica andanada de peso puede verse en la página 45 de
Tiempo de destrucción), sino recuperar dialécticamente lo que en ella
había de válido para crear o recrear mundos y aunarlo con los hallazgos
narrativos del modernism anglosajón y francés (Joyce, Faulkner, Proust,
Woolf, Dos Passos, etc.), de los que beberá la mejor prosa del XX, tanto
española como latinoamericana. De ahí precisamente su espíritu dialéctico:
aunar los contrarios para lograr una síntesis superadora.
Terminado el primer embate,
Martín-Santos se propuso una novela que, por lo que podemos deducir, parecía
más ambiciosa en todos los sentidos: Tiempo de destrucción. Comenzó a
trabajar en ella en serio, dejando partes muy avanzadas, pero el desgraciado
accidente automovilístico impidió su conclusión y dejó la novela trunca. Aunque
nuestro objeto es el segundo intento reconstructivo de Tiempo de destrucción,
editado por Mauricio Jalón y publicado por Galaxia Gutenberg en 2022, no
podemos obviar la primera edición de la obra, en 1975, a cargo del citado
José-Carlos Mainer, gran experto en el período y que llevó a cabo un encomiable
esfuerzo por publicar los bocetos de la novela en las mejores condiciones. El
propio Mauricio Jalón reconoce haber partido del trabajo de Mainer, quien
estuvo apoyado por familiares y amigos de Martín-Santos, para reconstruir el
fragmentario manuscrito.
Sin embargo, la edición de 1975
no fue demasiado bien recibida, quizá porque editorialmente era presentada como
una suerte de “novela póstuma” de Martín-Santos, mientras que la crítica de la
época manifestó con claridad que se trataba de un proyecto de novela: eran
los restos o ruinas de un edificio monumental que nunca había llegado a
construirse, y que no debía tenerse por tal. Y, en efecto, así es; la edición
de Jalón para Galaxia Gutenberg aúna las tipografías de las distintas partes,
en aras de una versión no anotada, sin variantes y más accesible al lector
—intención declarada explícitamente por Luis Martín-Santos en un vídeo de
presentación de la misma—; pero, pese a su disposición más reconocible como
novela al uso, basta la simple lectura de la misma para darse cuenta de que
estamos ante un mapa fragmentado donde algunas regiones pueden estar
cartografiadas casi por completo, pero en otras apenas quedan líneas borrosas,
por utilizar el símil borgiano. Los tránsitos entre las cuatro partes
propuestas son accidentados, brutales en sus disparidades, y nos falta una
carta de navegación que nos oriente sobre cómo tenía pensado el autor casar
prosas e incluso temas tan diferentes. A título especulativo y personal, calculo
que el original definitivo podría haberse ido a unas seiscientas páginas, a la
vista de los amplios territorios que se transitaban y de sus divergencias, que habrían
de requerir numerosos fragmentos de costura y, sobre todo, del
desarrollo de los temas y personajes apuntados. Y ni siquiera esa gran novela
tendría por qué ser la definitiva; nunca sabremos si Martín-Santos, sobre ese vasto
original, la habría después jibarizado y comprimido.
Hay que juzgar, pues, sobre lo
poco que tenemos, aunque tengamos más de trescientas páginas legibles de Tiempo
de destrucción. Y encontramos la vida de Agustín, un chico de provincias de
quien, en la primera parte, “Aprendizajes”, conocemos su Infancia y
corrupciones, por decirlo con el acertado título de Antonio Martínez
Sarrión, así como la ascendencia formativa de un personaje clave, Demetrios. En
la segunda y más lograda parte, “Enmascarados”, Agustín supera la oposición de
judicatura con brillantez y elige el destino de Tolosa, donde nada más llegar
toma contacto con un caso criminal cerrado en falso que, para su infortunio,
intenta reabrir y esclarecer. Las partes tercera y cuarta son brevísimas y
están apenas dibujadas; en “Exploración” Agustín conoce a la mujer que,
presuntamente, habrá de cambiar su vida, y en “Combustiones”, la sección final,
asistimos a una desintegración total tanto del sujeto protagonista como de la
propia expresividad literaria, que llega a prescindir de conexiones
sintácticas, en pos de un “lenguaje negro” (p. 326) cuyo tema es la
inefabilidad.
Esto último ya venía avanzado en
el texto que Martín-Santos escribe sobre lo que pretende hacer en Tiempo de
destrucción, titulado “Lo que quiero contar”, que formaba parte de los
póstumos Apólogos (Barral, 1970) y que se incluye con acierto en esta
edición de Galaxia Gutenberg, donde el autor confiesa: “No estoy cierto de
poder decir lo que tengo que decir. Tendré que demoler el idioma” (p. 18) y, en
efecto, el estilo y la expresión son sometidos a un trabajo ímprobo del que
sólo podríamos hallar en la época dos o tres parangones: su amigo Juan Benet
(con quien escribió los relatos de El amanecer podrido, también
recuperado por Galaxia Gutenberg en 2020), Juan Goytisolo y algo más tarde
Miguel Espinosa. Pueden hallarse en Tiempo de destrucción recursos
experimentales (es extraordinario el collage del capítulo “Venga solo”, o la
alternancia vocal en “Voces que se solapan”, o la descripción del collar de
perlas al romperse, etc.), y también hay una “noche de Walpurgis”, elemento
que, según recuerda Juan Benet en Otoño en Madrid hacia 1950, era
capital para él: “Entre los diversos […] dogmas literarios que a sí mismo se
había dictado Luis, consistía uno en creer que toda obra literaria de
envergadura debía incluir, y a poder ser en su parte central, una Walpurgisnacht”.
Martín-Santos tenía su propio criterio respecto a qué elementos hacían clásicas
a las obras canónicas y, a su manera, los reproducía, consciente de perseguir algo
de similar grandeza. Su ambición puede parecer desmedida, pero es el secreto de
una obra con pocos parangones de calidad, no solo en ese período, sino en
cualquier otro. De hecho, Rebeca García Nieto, en un acertado artículo reciente
sobre Tiempo de destrucción, escribe: “Es curioso que una novela de hace
casi sesenta años sea, en muchos sentidos, más novedosa y ambiciosa que muchas
de las novelas que llenan hoy las mesas de novedades”. Touché.
El argumento de la novela mezcla
elementos inventivos con otros que parecen remedar o disfrazar experiencias
propias, como su adolescencia o sus estudios en Salamanca. A este respecto, la
profesora Esperanza G. Saludes, en su tesis doctoral Luis Martín-Santos:
análisis de su narrativa breve (1980) cuenta un hecho significativo: a la
muerte de Luis Martín Santos, su pareja, Josefa Rezola, “envió el manuscrito de
Tiempo de destrucción al doctor Castilla del Pino por temor a que el
padre de Martín-Santos hiciera cambios en el manuscrito en lo referente a las
alusiones familiares”. Sin embargo, la participación de la familia ha sido
fundamental, como cuenta Jalón, tanto para preparar la edición de Mainer en
1975, como para la suya de 2022.
El título, Tiempo de
destrucción, teje una clara vinculación con su exitosa obra anterior, Tiempo
de silencio. Por ese motivo, hay un elemento que no debe pasar
desapercibido, sobre todo teniendo en cuenta que Martín-Santos era psiquiatra y
había escrito un ensayo sobre psicoanálisis: el protagonista de Tiempo de
silencio, Pedro, termina su novela reconociendo su impotencia psicológica:
“es cómodo ser eunuco, es tranquilo estar desprovisto de testículos, es
agradable a pesar de estar castrado tomar el aire y el sol mientras uno se
amojama en silencio”. Y Tiempo de destrucción comienza, precisamente,
con una escena sensual traumática, donde Agustín descubre su impotencia. ¿Puede
ser casual esta estructura simétrica? ¿Cabe hacer, pese a la incompletud de la
obra martin-santosiana, una especie de lectura simbólico-psicoanalítica de los
sujetos varones de sus novelas como seres que, a través de la impotencia física,
evidencian una castración ideológico-colectiva? ¿Se trataría de una alambicada
y alegórica (p. 171) denuncia de la imposibilidad de generar esperanza en un
ambiente yermo, donde la corrupción ambiental obstaculiza cualquier impulso
creativo de grandeza?
Cualquier aseveración puede ser
puesta en cuarentena, por supuesto, pero del prólogo “Lo que quiero contar”
podemos deducir que las pulsiones y las zonas en sombra del individuo eran
motivos claves para escribir esta novela. No se trata de esas predecibles
compulsiones que cualquier persona tiene en su inconsciente, sino de algo más
profundo: eso que duerme en nuestro interior y cuyo súbito
descubrimiento en algún momento de la vida constituye la “sorpresa”
trascendental que mueve al autor a escribir la novela sobre Agustín: “el
descubrimiento de la verdad de uno mismo mediante la sorpresa es el
descubrimiento de la realización de un destino que no había sido previsto ni
buscado” (p. 16), como si algo en nuestro interior marcase un fatum que
se impone sobre nuestra volición consciente, superando nuestra capacidad
autodeterminadora. Tal es la “investigación”, social e íntima a un tiempo, a la
que desea dedicarse Agustín (p. 165). Es decir, Agustín no sería un personaje
de carácter, sino de destino, según la distinción de Rafael Sánchez Ferlosio,
pero cuya revelación de destino es, precisamente, el leitmotiv de la obra, su
cierre categorial, su finalidad.
En la novela puede apreciarse sin
dificultad una crítica de hondo calado a la sociedad española, que continuaba
la demolición comenzada en Tiempo de silencio. Una convicción no azarosa
en un autor que fue detenido en dos ocasiones durante el franquismo por simpatizar
con los movimientos socialistas clandestinos. El propio Martín-Santos, en su texto para el informe publicado por la
UNESCO a raíz del encuentro de 1963 sobre realismo literario, explica: “en la
actualidad, la única arma con que el escritor cuenta para la modificación de
una realidad insoportable es precisamente la de escribir una novela
suficientemente hábil para que pase la censura o suficientemente real para que
preocupe políticamente al lector. No hay que olvidar que el escritor español
oculta generalmente, bajo su caparazón de hombre de pluma, un animal político
en trance de ser definitivamente emasculado” (citado en Gregorio Morán, El
cura y los mandarines). Es decir, Martín-Santos sabía a la perfección qué y
con qué fines escribía; pese a que en sus comienzos Benet y él querían
distanciarse de la literatura engagé, años después se torna plenamente
consciente de su compromiso literario.
A juicio de Constantino Bértolo en ¿Quiénes somos? 55 libros
de la literatura española del siglo XX, la influencia de Martín-Santos fue
tremenda en los años siguientes a su muerte, “cuando una buena parte de los
autores que iniciaron su trayectoria bajo el sol del realismo se transfiguraron
en convencidos leñadores del árbol caído y en paladines de la nueva estética
donde la representación del yo y de sus vicisitudes morales, ideológicas,
civiles y literarias iba a desempeñar un papel principal”. Este rescate de Tiempo
de destrucción debería servir para alargar y ensanchar esa influencia en un
sentido más duradero y hondo: su trizado recorrido es más que suficiente para
mostrar un talento descomunal y un proyecto de escritura que, por sí mismo,
debe tener un efecto no solo en los lectores, para entender la potencia
literaria del XX, sino sobre todo en escritores de todas las edades, que
deberían recorrer reverencialmente estas páginas para darse cuenta de todo lo
que puede y quizá deba tener una obra narrativa: ambición, conocimiento de la
tradición literaria, voluntad de hacerla crecer —e incluso de superarla—, y encontrar
recursos propios y herramientas expresivas de nuevo cuño, en aras de una novela
que cuente lo ajeno, lo propio, lo comunal y lo colectivo, lo físico y lo
metafísico, las cosas y las ideas, los sabores privados y los sinsabores
públicos. Una experiencia artística total, de la que el lector no solo salga
crecido como lector, sino también como persona dotada de una aproximación
intelectual al mundo. Solo quienes no hayan leído a Luis Martín-Santos podrán
pensar que tal objetivo no puede lograrse. Porque Tiempo de destrucción demuestra
que ni siquiera hace falta terminar una obra maestra para dar cuenta de la
maestría que atesora. La obra será trunca, pero su lección permanece, completa.
Este artículo ha sido publicado en el último número de Cuadernos Hispanoamericanos (junio 2023).Puede leerse también en la web de la revista: https://cuadernoshispanoamericanos.com/las-lecciones-incompletas-de-tiempo-de-destruccion-de-luis-martin-santos/
[Relación con el autor: ninguna. Relación con la editorial: Galaxia Gutenberg es la editorial donde publico mis obras narrativas.]