miércoles, 3 de diciembre de 2014

La neuronovela de Doctorow y el yo enjaulado de Parreño




            Una de las versiones de la autoconciencia biológica del sujeto es la neurológica, esto es, la conciencia que un personaje literario tiene de sí mismo como sistema cerebral –lo cual, por supuesto, no es más que una licencia poética del autor del texto–. En Estados Unidos se ha denominado neuronovel a una tendencia narrativa en que las ciencias del cerebro están muy presentes en la narración. Así, Marco Roth ya apuntó en 2009 algunos nombres, como Ian McEwan o Jonathan Lethem, que trabajaban en esa línea[1] –a la que en España podríamos agregar algunos textos del escritor y neurobiólogo Germán Sierra–, y recientemente E. L. Doctorow ha publicado la ya citada Andrew’s Brain (Abacus, London, 2014), en la que vamos a detenernos por su importancia.

            Andrew es un personaje fascinante: es neurólogo y tiene numerosos problemas de todo tipo; aunque no es mala persona ni ha intentado jamás hacer daño voluntariamente a nadie, mató por error a su hija y ha herido a todas las personas que ha conocido. El hecho de que sea profesor universitario permite a Doctorow citar varias de las teorías neurocientíficas más recientes (Damasio, por ejemplo, es citado en alguna ocasión), y elaborar meritorias reflexiones sobre la consciencia humana y las consecuencias de los procesos cerebrales (si bien Andrew es intolerablemente reduccionista y piensa que las investigaciones acabarán por demostrar que el libre albedrío no existe[2]. Pero las metáforas científicas se ponen al servicio de la ficción; por ejemplo, en un momento concreto Andrew utiliza un viejo EEG para extraer imágenes gráficas del cerebro en la clase de ciencia. No por azar coloca los sensores a la alumna de la que está secretamente enamorado, Briony, para poder ver dentro de ella, mejor que lo que nunca podrían hacer sus compañeros de clase. Y los picos obtenidos por el detector cuando la chica contempla una escena circense le hacen deducir a Andrew que algunos gustos infantiles siguen presentes en ella[3], no por casualidad, pues Briony se dedica también al salto acrobático, en este caso al salto de trampolín (una emulación de esas capacidades realizada por Andrew, por cierto, dará una vuelta brutal a la trama). En algún lugar concreto, Doctorow hace expresar a la perfección lo que llamaríamos el loop recursivo de la conciencia en una cuestión que Andrew dirige a sus alumnos:

Hice esta pregunta: ¿cómo puedo pensar sobre mi cerebro cuando es mi cerebro el que está haciendo el pensamiento? ¿Acaso está este cerebro pretendiendo que soy yo pensando sobre él? Soy una consciencia misteriosamente generada, y no me reconforta saber que es una de miles de millones. Eso es lo que les dije y entonces recogí mis libros y salí de la habitación (posición de Kindle número 344)

            En otros momentos Andrew comenta el syllabus o programa de su asignatura, aludiendo a que los filósofos pragmáticos y existencialistas son los que mejor pueden ajustarse a una ciencia de la mente, al mantenerse al margen de cualquier “metaphysical bullshit” (pos. 600). Entiende que el alma no es más que uno de los fingimientos de los que es capaz la mente (pos. 936) y que la identidad es una suma o sucesión de esas ficciones identitarias (lo que habíamos apuntado en las conclusiones de nuestro La literatura egódica, 2013). Para Doctorow la neurociencia es el modo de lograr la introspección e incluso de llegar a una trascendencia inmanente, donde no sea necesario ningún esoterismo para preguntarse por el sentido de las cosas. En la apertura de su ensayo Cómo sentimos, el neurobiólogo Giovanni Frazzeto lo dice de forma muy clara: “la aventura de adentrarse en los secretos del cerebro humano daba paso a la reflexión profunda. Era como explorar un aspecto poco conocido de mí mismo, como descifrar un relato escrito en código acerca de la mente, relato a cuya escritura yo mismo contribuía con mis experimentos”[4]. El ensayo de Frazzeto, por cierto, es un valioso acercamiento al problema emocional y su traslación fenomenológica en sentimientos, algo por cierto de lo que es muy consciente Doctorow en su novela: “Is that congnitive science?”, pregunta el psiquiatra, y Andrew responde: “Not really. It’s more like suffering” (pos. 1555).

            Andrew’s Brain, en suma, entiende la identidad como algo polimórfico e hijo de la metamorfosis, más allá del desequilibrio de su protagonista, que le lleva a enhebrar ante un psiquiatra estatal una retahíla de recuerdos inconexos sólo para no hablar de lo que ocurrió (pos. 1045). Es una novela que pone en cuestión el yo; no el de su protagonista, que también, sino cualquier yo, la idea misma de yo. Y es aquí donde podemos engarzarla con Pornografía para insectos (2014), el último poemario de José María Parreño, un poeta menos conocido de lo que debiera y autor de algunos libros muy estimables como El libro de las sombras (1985). Aunque en la cubierta sólo aparece como título Pornografía para insectos, el poemario tiene una segunda rúbrica –y, con ella, una primera división interna observable–: El desvividor.  El desvividor sería el supuesto resultado de su imposibilidad para escribir el primero, según se confiesa en la introducción. Lucha, pues, entre dos poemarios, uno querido y otro obtenido, como consecuencia de otra lucha íntima, la de desvivirse, la de “aniquilar el yo”[5], aunque “mi yo no consiente en morir de ninguna manera” (p. 12).

            Pornografía para insectos es el retrato parcial de esa lucha sin cuartel entre una parte del yo que busca la desaparición y la otra que se resiste (“soy su mitad o más. / Pero no tengo nombre”, p. 20), aunque sea bajo la forma de la figuración o simulación de la identidad: “hay orquídeas que se hacen pasar / por hembras de abeja” (p. 13, recordando las formas avatáricas de sí que crea la araña Cyclosa Mulmeinensis, de la que hemos hablado en otro lugar[6]). Dos yoes antagónicos incapaces de convivir y que sólo buscan prevalecer uno sobre el otro: “hago el cuchillo // para que / una parte de mí / mate a la otra” (p. 51). No hay dos identidades, sino más bien un no-yo que se propone, sin demasiada suerte, matar al poderoso yo central que atenaza a la subjetividad y le impide desaparecer. “Es una especie de celda, la mente del cerebro. Tenemos esos misteriosos cerebros de un kilo y cuarto de peso y ellos nos encarcelan” había escrito Doctorow en su novela (“It’s a kind of jail, the brain’s mind. We’ve got these mysterious three-pound brains and they jail us”; Andrew’s Brain, pos. 1025/1679). Ese yo enjaulado impide al yo elocutorio que utiliza Parreño disolverse en la nada y llevarse el dolor de vivir y el dolor de contemplar las injusticias, pues a su particular modo Pornografía para insectos es un poemario de honda carga social, con múltiples capas de lectura, todas sabias y elocuentes. Quizá como rescoldo de esperanza o como trascendente alternativa, aparece al final un extraño dualismo cartesiano que abre las puertas al “alma” y otras formas de perduración. A nosotros nos parecen más interesantes las primeras, las desustanciadas: “Ya nunca más / diré yo: / diré aquí” (p. 52). Quizá el espíritu no tenga suficiente con eso, pero los lectores de poesía sí.



[Relación con los autores: ninguna. Con las editoriales: ninguna con Abacus, Pre-Textos es mi editorial de poesía]



[1] Marco Roth, “Rise of the Neuronovel. A specter is haunting the contemporary novel”, n + 1, 14/09/2009, https://nplusonemag.com/issue-8/essays/the-rise-of-the-neuronovel/.
[2] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain; Abacus, London, 2014, edición para Kindle, posición 334/1679.
[3] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain, ibídem.
[4] Giovanni Frazzeto, Cómo sentimos. Sobre lo que la neurociencia puede y no puede decirnos acerca de nuestras emociones; Anagrama, Barcelona, 2014, p. 9.
[5] J. M. Parreño, Pornografía para insectos; Pre-Textos, Valencia, 2014, p. 11.
[6] V. L. Mora, “Sujeto a réplica: el estatuto narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de identidad digital”, en Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (eds.), Imágenes de la tecnología y la globalización en las últimas narrativas hispánicas; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2013.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me interesó mucho la novela de Doctorow aunque creo que al principio hace una promesa que no puede cumplir, la de situarnos sobre la brecha en que la carne se convierte en conciencia. Me encantaría poder leer una obra que se alimentara de ello.
Te envío un saludo.

Vicente Luis Mora dijo...

Esa novela llegará, no me cabe duda. Gracias por pasarte por aquí. Un saludo.