martes, 17 de agosto de 2021

Paseo por varios libros y mitos



 

Algunos elementos unen Simpatía (Alfaguara, 2021), de Rodrigo Blanco Calderón, con su anterior novela, The Night, que comentamos por aquí hace años. Por ejemplo, el extremo cuidado reticular con que se aborda la primera página de ambas, que funciona como modelo a escala del resto de la ficción, apuntando posteriores líneas de fuga. Por ejemplo, el elemento alucinatorio injertado con normalidad, que en Simpatía se centra en la casa Los Argonautas, un edificio de límites variables y mutables —similar, y a la vez distinto, a las casas proteicas de algunas obras de Mark Danielevski o Enrique Prochazka—. Por ejemplo, el personaje de Ardiles, un psiquiatra alcohólico, presente en las dos novelas, quizá de forma testimonial en Simpatía. También las unen Caracas como núcleo irradiador y la reflexión extraterritorial como elemento centrífugo. Y el notable estilo y las sólidas y sugestivas opiniones literarias dispersas por ambas, claro. Y hay otro vínculo más que detallaremos luego.

Sin embargo, Simpatía y The Night son muy diferentes. Simpatía comienza de forma leve y calmada, sin anunciar los horrores que luego irán apareciendo en el libro —como Los demonios de Dostoievski—. El tono lento y moroso del principio choca un poco con el tramo final, agolpado y veloz, como si la novela hubiera sufrido reajustes. Alguna conversación demasiado explicativa argumentalmente (pp. 217-222), también anima a entenderlo así. Y, sin embargo, la mezcla funciona bien, por la sabiduría narrativa de su autor, que es capaz de coser los fragmentos con notable habilidad y de lograr el raro hallazgo de la naturalidad dentro de la extrañeza, una virtud muy común en la literatura en lengua alemana.


Afinidades rusas, caracteres alemanes, pero, sobre todo, radican en Simpatía elementos griegos, míticos. Por ejemplo, la idea de un héroe al que se le encarga un trabajo irrealizable, en cuyo empeño triunfa gracias a impredecibles ayudas externas. Una estructura que describe a la perfección Joseph Campbell en su monumental ensayo El héroe de las mil caras (Atalanta, 2020). Blanco Calderón crea una cosmogonía mítica en varios planos: la ya apuntada del sujeto heroico; la de los animales cargados de significado, donde el perro encuentra un lugar seminal (Argos, Nevadito, los tres perros denominados como los personajes de El Padrino, el perro a cuya muerte se asocia el homicidio de Joseph K. al final de El Proceso, etcétera); la de los mitos griegos, como la historia de Jasón y los Argonautas; la pareja gemelar maléfica; los genius loci, como el monte Ávila guardando en su interior un volcán; y un nada menor etcétera de mitos cinematográficos, que requerirían tratamiento aparte, porque me parece ver —quizá sobreinterpreto— un correlato estructural entre las tres partes de El Padrino de Coppola y las tres partes de Simpatía. Trilogía y novela están fundadas sobre la idea del padre, la orfandad, el “largo abandono” (p. 181) y los vínculos creados por la elección filial. Este del padre ausente, por supuesto, es otro mito, pero eso ya lo saben ustedes.

Y queda un mito más, presente en Simpatía, pero presente también en The Night —y este es el último pasadizo entre ambas que apuntaba arriba—, el del nombre resonador, el de la palabra reverberante, el de la denominación cratiliana, platónica, saussureana (The Night; Alfaguara, 2016, p. 54), el de la correspondencia entre los nombres, sus sonidos, sus significados y la conformación estructural, incluso de las ideas (Simpatía, p. 57), que producen. Un emblema mítico de la literatura, una gran analogía foucaultiana entre los nombres y las cosas, por supuesto, que muestra la profunda dimensión intelectual y vital que para Blanco Calderón esconde el acto de escribir.

 

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Otro autor anclado en el mito, desde hace varias décadas, es Andrés Ibáñez, quien sigue levantando libro a libro, de forma silenciosa y bastante apartada de los ruidos del mundillo, una de las trayectorias más esplendorosas de la narrativa contemporánea en castellano. Su novela Nunca preguntes su nombre a un pájaro (Galaxia Gutenberg, 2020), que es la penúltima de sus entregas —con posterioridad ha publicado la biografía Thomas Pynchon (Zut Ediciones, 2021) — reúne buena parte de sus obsesiones narrativas y, supongo, personales, en un tejido narrativo de asombrosa precisión, que engarza elementos y materiales muy diversos (mitemas junguianos, narraciones populares, folclore tradicional, filosofía, literatura canónica, series de televisión como True Detective), y su heteróclita mezcla redunda en una naturalidad discursiva desconcertante, que se bebe del tirón —me leí Nunca preguntes su nombre a un pájaro prácticamente de una sentada—, y que deja posos y preguntas a las que responde… el resto de su obra. Al día siguiente, fui a mis anaqueles a buscar algunas novelas anteriores de Ibáñez, y ahí estuve un buen rato, hojeando. Y de ese espigueo bibliográfico surgió este pequeño descubrimiento, que imagino que los doctorandos que —espero— estén trabajando en su opera omnia ya habrán descubierto y estarán analizando:

 



Casi veinte años separan esas dos reproducciones; la de arriba corresponde a Brilla, mar del Edén (2014), la fabulosa novela con la que Ibáñez ganó muchos lectores y reconocimientos; la de abajo pertenece a La música del mundo (1995), su debut narrativo. Ambas imágenes representan la misma pradera, un espacio quizá vinculado a la biografía del autor que en las dos novelas alcanza tintes míticos, con profundo alcance en el periplo de los personajes, sobre todo en Brilla, mar del Edén, donde se suelda casi sinestésicamente a la música de Bruckner. Ya vendrán, espero y deseo, los estudiosos que nos expliquen ése y otros mitos estructurales de las novelas de Ibáñez.

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María Ángeles Pérez López expande su mundo poético en Incendio mineral (Vaso Roto, 2021), un libro sobre el que no me extenderé porque su mejor comentario se incluye al final del volumen, en el elaborado y clarividente epílogo de Julieta Valero. Pero sí quisiera destacar su valor, difundir su valía, y enumerar algunos elementos que vienen a asentar la singular voz de esta autora: 1) La capacidad de disolución subjetiva en otras voces, ya mostrada, como apunta Valero, tanto en Interferencias (2019) como en Diecisiete alfiles (2019), libro este último sobre el que algo apuntamos en su momento. 2) La radical capacidad de empatía mostrada por Pérez López hacia todo lo viviente, y la correlativa disociación de la poesía en ese envite, mostrando una ética que va más allá de lo poético y aun de lo político para insertarse en lo, quizá, ejemplar, si esta confusa época relativista nos permite usar término tan grave. “Todo lo recubre piel humana” (p. 40), pues eso. 3) El cuidado trabajo de investigación en el lenguaje, ligado a esa mencionada tensión transversal hacia la vida, que encarna y corporeiza los pronombres, fertiliza los apellidos y considera que “las palabras están a medio camino entre lo líquido y lo sólido” (p. 32), entendiendo la lengua —no sólo la poética, también el habla— como una forma de materializarse en lo(s) otro(s), de arraigarse en las demás realidades y personas, y de comunicarse con ellas más allá de sentidos y significados. Si Barthes veía el lenguaje, María Ángeles Pérez López lo encarna, lo muscula, lo habita, lo vuelve afectivo desde dentro.

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El último libro de poemas de Diego Doncel, La fragilidad (Visor, 2021), transita por un lugar temático similar al de Simpatía, la novela de Rodrigo Blanco: la ausencia del padre. Un lugar también mítico, como hemos dejado caer y recuerda Ricardo Menéndez Salmón en su relato “La vida en llamas”: “un poco mitológicos sin duda, como siempre lo son un padre y un hijo” (Gritar; Lengua de Trapo, Madrid, 2007, p. 16). Pero en este caso, el diálogo con la figura paterna no es planteado por Doncel desde la orfandad, sino desde la pérdida. El sujeto lírico algo inquietante que daba voz a las más recientes entregas del autor (Porno Ficción y El fin del mundo en las televisiones) se muestra aquí más humano, más sensible, más consciente de sus problemas, escisiones y contradicciones. La fragilidad del cuerpo enfermo del ascendiente aparece en estos poemas como un reflejo de la propia lasitud psicológica, amenazada por la pérdida del referente primordial.


La pérdida del padre, un asunto que ha movido varios poemarios interesantes en las últimas décadas (Miguel Ángel Velasco, Jesús Aguado, Martín Rodríguez-Gaona o Carlos Alcorta, entre otros, quizá es un tema más habitual en varones que en mujeres, que escriben, según mi experiencia lectora, más sobre la madre —Pérez López, sin embargo, incluye en Incendio mineral un par de hermosos poemas sobre su progenitor—), es un argumento metafísico, como ya explicó Lacan y es por lo demás de sentido común. Por ese mismo motivo, así como por su frecuencia estadística, poetizar la paternidad perdida se convierte en un registro de riesgo, que requiere de talento y prudencia para no caer en lugares comunes, como explica el profesor Prieto de Paula al hablar del registro elegíaco en general: “no suele ser grande la capacidad de generar sorpresa, puesto que se trata de un registro muy mediatizado por la tradición a que se acoge. En suma, y aunque los efectos estéticos de este tipo de poesía son inmediatos, su peligro de lexicalización y de formalización retórica es muy evidente”[1].

Diego Doncel es un excelente poeta que sortea con sobrada habilidad esos peligros. Los hallazgos métricos y estilísticos de sus libros anteriores se ponen al servicio del nuevo desafío, quizá con menor voltaje visionario, sacrificado en aras de una contención a veces realmente conmovedora. Desconcierta cómo el autor canaliza en un mismo territorio, el del poema, fuerzas personales y poéticas tan variadas y atrevidas, para lograr una voz rabiosamente contemporánea que al mismo tiempo bebe de la tradición estoica, de la eliotiana (p. 33) y de algunos mitos clásicos. Uno de los modos de lograr esa síntesis es un procedimiento habitual del autor desde sus primeros libros: el uso de estrategias tomadas del teatro, tanto retóricas como de vertebración de la subjetividad, que administran con sabiduría tanto resonancias shakespearianas como la capacidad de encarnación de distintas sintonías personales, de psiques en conflicto que van desmenuzando la experiencia traumática con una intransferible rabia equilibrada. Una mezcla difícil de hacer, pero que Doncel logra con su habitual solvencia, rescatando de la palabra tragedia su secular, honda y feraz polisemia.

 

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El teatro nos lleva a un libro de notable intensidad, Una pareja feliz (Ed. Tres hermanas, 2021), de la dramaturga y narradora Mar Gómez Glez, una autora de la que ya comentamos por aquí su primera novela, La edad ganada (2015), dejando caer que sería un nombre al que prestar ojos y oídos. Esta segunda narración me parece más lograda y ambiciosa, dotada de una construcción intertextual que por sí sola merecería tratamiento y estudio aparte, y que me ha parecido de una sorprendente eficacia narrativa. En lo argumental, se explora la vida en pareja de dos personas tóxicas, que, más que convivir, parecen vivir para hacerse la vida imposible la una a la otra, y cuyo desmoronamiento afectivo tiene un correlato en la caída a las simas más tenebrosas de la anagnórisis. Un libro extraterritorial, incisivo, desasosegante, crítico tanto psicológica como artística y socialmente, que deja al lector dándole vueltas a la cabeza tras la lectura, con sus expectativas quebradas, en un sano desasosiego. Seguiremos atentos a lo que siga haciendo Mar Gómez Glez, que ya no es una promesa, sino una sólida realidad de nuestras letras.  

 

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[1] Ángel Luis Prieto de Paula, “Poética entre el orden y el caos (Pautas de uso para una nueva época)”; en Virgilio Tortosa (ed.), Escrituras del desconcierto. El imaginario creativo del siglo XXI; Universidad de Alicante, 2006, pp. 87-88.

 

 

[Relación con los autores: ninguna con Mar Gómez Glez, cordialidad con los demás. Relación con las editoriales: ninguna en la actualidad, salvo con Galaxia Gutenberg.]