Pluralidad sí, gracias
Iván Cabrera Cartaya, Fragmentos de sentido (Casa Museo Gutiérrez Albelo, Icod de los Vinos, 2006)
Rafael Antúnez, Los nombres de Helena; Renacimiento, Sevilla, 2006
David Eloy Rodríguez y Miki Leal, Asombros (Imagoforum, Sevilla, 2006)
Antonio Alcaide, Los premios perdidos; Asociación Cultural Barataria, Jerez, 2005
Camilo de Ory, Lugares comunes; Pre-Textos, 2006
Tradiciones
El crítico de arte Kosme de Barañano escribía en una ocasión que “las grandes obras, como un gran libro de estudio, han desafiado y estimulado a todos los artistas, invitándoles a la copia y la paráfrasis. En cuanto imitación de lo mejor de lo realizado, la copia ha sido un procedimiento educativo, una especie de viaje virtual hacia un tesoro que se revisita con la propia mirada de cada uno. En el ensayo Imitando a su maestro, señalaba W. H. Auden que el poeta necesita de una etapa de ventrilocución para ir encontrando su voz desde la poesía en general. En el Louvre es donde, según Cezanne, se aprende a leer la pintura”. El problema es que, para algunos, justo donde termina el aprendizaje, termina también el camino. Ortega y Gasset era claro al respecto de la necesidad de entender la tradición como punto de partida de la obra, y no de llegada: “existen algunos que reivindican la tradición, pero son ellos precisamente los que no la siguen, porque tradición significa cambio”. Como todos los tópicos y obviedades, estas ideas requieren ser recordadas de vez en cuando en la crítica de la poesía española contemporánea, tan amante de dejar en casa el sentido común, salvo las consabidas excepciones. Vamos a examinar ahora varios casos de poetas jóvenes que, con más o menos éxito y voluntad, están intentando digerir una o varias tradiciones para conformar su propio y singular camino literario.
Antúnez
Rafael Antúnez, autor de dos poemarios más que estimables, La batalla de la luz (2001) y Nada que decir (2002, accésit del Premio Adonais), regresa con un poemario insólito, que es en sí mismo una particular mirada hacia la tradición occidental. Tomando el nombre (y el mito) de Helena como mujer de belleza fatal capaz de hechizar los corazones masculinos (y, en consecuencia, optando por un lógico postromanticismo estilístico), se van recogiendo sus transformaciones históricas o bíblicas (Eva, Cleopatra, Dalila, Salomé, Judith, etc.) o literarias (la Beatriz de Dante, la Laura de Petrarca), en lo que es menos un recorrido por el eterno femenino que por las diversas tradiciones estéticas que, desde las inscripciones egipcias y el Cantar de los Cantares hasta los rescoldos del modernismo, han venido tejiendo la historia cultural, y sobre todo poética, de Occidente. En la primera parte, “Eva”, asistimos incluso a puntuales despliegues de poesía épica, que tildaríamos de borgiana si Borges hubiera sido capaz de vertebrar el amor en sus poemas y de considerar a la amada como un “demiurgo” y al amor como lo que “dio origen a la vida”. Sólo reprochar a Los nombres de Helena la mezcla de tonos, que a veces conjuga partes muy coloquiales con otras de espléndida altura. Traductor de Jabès, admirador de Dante y de toda la poesía meditativa y contemplativa europea, Antúnez es siempre una voz sólida, original, capaz de asumir y recrear la tradición en sus propios espacios y con sus propias coordenadas estéticas.
Cabrera Cartaya
El joven Iván Cabrera Cartaya escoge, del panorama de posibles tradiciones líricas, la tradición contemplativa. En una línea establecida por Andrés Sánchez Robayna y de la cual él casi puede ser nieto (o hijo de uno de los poetas del excelente grupo formado por Francisco León, Alejandro Krawietz, Melchor López o Rafael-José Díaz), su poesía es una contemplación sobre el mundo, sobre todo el entorno natural, desde una postura órfica (no en el sentido hermético), sino cantora de las formas de lo conocido; no en vano el poemario se abre con un verso determinante: “la mirada establece el mundo”. Pero la mirada no es unidireccional, “también mirar es un diálogo, / igual que la palabra es una forma / de acceder al encuentro con la imaginación”. Esta manera de concebir la mirada artística es muy plástica, y hemos podido verla en ensayos de pintores como John Berger o Hockney. Fragmentos de sentido, que obtuvo el XIX Premio de Poesía Emeterio Gutiérrez Albelo, es un poemario modernista de fondo y posmoderno en el título (la idea moderna de fragmento buscaba un Sentido artístico global, la posmoderna ya no), que entronca con alguna de las tradiciones más sólidas de nuestra poesía reciente, sobre todo en ese grupo canario, antologado en su momento por Robayna en Paradiso: siete poetas (1994): un hilo que conecta poetas de diferentes voces e idiomas, como Valente, Jàbes, Ungaretti, Jaccottet, y con algunas señas de identidad común: la memoria del origen canario (“siempre querríamos las islas”, p. 15), el uso cuidadoso y muy frecuente del poema en prosa, el acercamiento contemplativo y con sujeto elíptico a la naturaleza, plasticidad adjetival, preocupación por el pensamiento en el poema, y una presencia más o menos visible de la trascendencia. Ninguno de estos autores consigue el vaciamiento necesario del sujeto para llegar a lo que he llamado en otro lugar la poesía de indagación contemplativa (más lógica, como apuntaba bien Jordi Doce en Imán y desafío, en la poesía en lengua inglesa, donde es la entonación habitual desde el romanticismo), pero su preocupación por el lenguaje y por la profundización de la voz los engloba, desde luego, en la indagación expresiva. En el caso de Cabrera, aunque en ocasiones (p. 16) sí logra un vaciado absoluto del sujeto elocutorio, en la mayoría hay una presencia no ocultada del yo lírico, que subjetiviza lo contemplado con la retórica habitual, si bien aligerada de hojarasca: “damos pasos desnudos en su red / bajo el cansado sol que nos libera”.
Cabrera parece sentirse especialmente cómodo en la continuación o actualización de algunos topoi clásicos, como los mitos romanos, la Eneida, la imagen shakespeariana del teatro del mundo (p. 26), poco frecuentes en poetas de su edad, salvo casos como Antonio Portela, aunque el modo moderno de tratarlos es casi antitético al posmoderno de este último. Entregada, pura y feliz, la poesía de Cabrera ganará muchos enteros cuando supere los (interesantes) códigos heredados, ahonde en su propia voz y deje atrás algunos lugares manidos de la retórica tradicional que se han colado, como en todo primer libro, entre los versos: “hay polvo en los caminos / que no conducen a ningún lugar / pues no existe ningún lugar”; o “bajo una luz dudosa”; y cuando sepa ver qué piezas no merecen ser incluidas (p. 35). Pero en si eso ocurre, estaremos ante un poeta con una mirada de sugestiva penetración, capaz de pintar con las palabras, y de plasmar imágenes bellísimas: “y querríamos conocer / de dónde viene cierta música, / qué flor precisa entrega este perfume / que entra por la ventana y nos embriaga / o de qué material se ha hecho / el hilo que ha cosido el aire negro / al borde inaccesible de los tallos”.
Alcaide
Cambiando de registro, y pasando al realismo, el poeta Antonio Alcaide (Granada, 1967) ha publicado un largo libro, Los premios perdidos (Asociación Cultural Barataria, 2005), donde asistimos al desarrollo de una poesía muy personal, quizá demasiado anclada en ciertas referencias literarias que no son las que se citan (dando la razón al Miguel Casado que denunciaba que la cita de autores extranjeros por poetas jóvenes rara vez se trasluce en una efectiva influencia). La de Alcaide es una poesía basada en la recuperación o revisión de los lugares comunes del lenguaje, para armarlos con nuevos sentidos, dentro de un realismo bienhumorado y filológico que recuerda ciertas fases de la poesía de Ángel González. Si bien en algunas partes asistimos a deudas claras de la poesía de la experiencia (“a veces los vehículos, / y confundiéndose, / dejan las calles, / me entran por el sentido, / por el hastío y el vientre / y se hacen fuertes / en la larga avenida de mis tardes”), en la mayoría de estos ciento y muchos poemas hay un despojamiento estilístico que busca, más que una retórica contenida, un preciso desarrollo del pensamiento del poeta, o de su pensamiento sentimental. Son interesantes sus revisiones de topoi clásicos, como la rosa, y las vueltas de tuerca lingüísticas y semánticas a que son sometidos. Sus mayores aciertos tienen lugar, precisamente, cuando toda la tensión del poema se ajusta, sin digresiones, a la idea central: “Contigo es una extraña palabra. / Siempre la había creído redundante. / Ahora entiendo esa insistencia / en la preposición, / su cerco al pronombre”. Cuanto menos facilidades (p. 75) y solipsismos se permita, mejor será la poesía de Antonio Alcaide, un autor difícil de encasillar, por fortuna.
De Ory (Camilo)
Camilo de Ory (Segovia, 1970), ha recogido en Lugares comunes un conjunto de estampas visuales (de Málaga, en su mayoría) recorridas por el inteligentísimo hilo conductor de su mirada. “Limitarme a mirar”, dice en un verso de “Cementerio inglés”, después de haber definido, un poco antes, en qué consiste esa mirada poética, llena de dudas sobre su propia configuración:
Esta mirada de Ory es muy distinta de la de cualquier otro poeta de su edad, y no sé si añadir de edad alguna; no es una mirada de extrañamiento ante los elementos comunes de cualquier ciudad (un bloque de pisos, un instituto, un coche aparcado) sino, precisamente, de desextrañamiento, de acercamiento a lo común de realidades sobre las que nadie piensa o, mejor, sobre las que los poetas no suelen escribir. Observemos la analogía que encuentra a quienes trabajan en un circo:
Sólo a veces hay que reprocharle que su lenguaje poético se anquilosa en fórmulas demasiado normales de expresión; esa planitud roza en algunos poemas la poesía de la normalidad, pero en la mayoría lo insólito del emplazamiento del poema sublima esas limitaciones, y se aleja de la posible caída. Ory describe con su extraña contemplación a los pacientes que pueblan un centro de salud, mira a las personas que contemplan la calle tras la ventana de un edificio, se indaga por el constraste entre el vivo color de los automóviles y la grisura vital de sus ocupantes (es psicólogo de formación), y un largo etcétera de singularidades que él convierte en “lugares comunes”, desvistiéndolas de misterio, pero de ese misterio que él mismo ha creado previamente al colocarlas en el particular objetivo de su cámara poética. Un trabajo original, desconcertante, al que habrá que seguir los pasos.
Rodríguez + Coda
David Eloy Rodríguez se ha unido al artista Miki Leal para crear un libro muy recomendable, Asombros (Imagoforum, Sevilla, 2006); recomendable porque hay en realidad tres volúmenes en él: un poemario, una interesante colección de láminas y un libro conjunto (bastante más breve, porque el diálogo interartístico no siempre se produce, por más que le pese a prologuistas y editor). De los tres nos interesa aquí, obviamente, el de Rodríguez, miembro del colectivo La Palabra Itinerante, lo que quiere decir que se reconoce practicante de una poesía combativa, civil, con un compromiso claro, pero que él consigue salvar (al menos, en una razonable mayoría de casos) de lo panfletario, que es el mayor peligro que tiene esta poesía. Sí, es verdad que su lírica es clara, demasiado clara a veces, y que, como señala Enrique Falcón en el prólogo, su estilo es la resistencia; pero observemos estrofas como ésta: “Hay que confirmar el mundo en todos sus extremos, / acariciar cada cosa / para comprobar que está en su sitio. / Destituidos del verbo libertad, / despojados de vivencia, / somos seres sin hogar posible, / perros famélicos que escarban, desesperados, / en una sepultura”. Qué importa si escasean los tropos, si hay sujeción a lo racional, si el discurso es naturalista: en estos versos late más sangre y hay más verdad que en muchos poemarios normalizados, quizá escritos con más retórica pero con mucho menos literatura, que es otra cosa y que, como decía Kafka, está dirigida –si es buena– a romper el hielo de nuestro interior. Comparto esa imagen de perros hurgando en sepulturas, creo que refleja perfectamente el ansia de realidad de quienes no están o estamos satisfechos con la cultura de “lo evidente” (p. 15) y quieren o queremos ver lo que hay detrás del simulacro y del espectáculo y, sin más, envidio esa imagen y me gustaría haberla escrito yo. No sé si me explico, creo que sí. La poesía puede y seguramente debe buscar, cuando es necesario, cuando toca, el sublime estético; pero si tiene una cosa mejor que ofrecer, y a veces un destello ético lo es, el hecho de ofrecerla bien y llegar (y hacer llegar al lector) a una verdad íntima o social, la convierte en un tesoro inapreciable. No me hagan elegir entre El gran Gatsby o A sangre fría. No me obliguen a escoger entre el poema de Keats al ruiseñor y el poema de Celan sobre los judíos que tenían que cavar sus propias tumbas durante el Holocausto. Soy así de egoísta: lo quiero todo. Y me parece que la Literatura cojea si la privamos de cualquiera de estas patas. Hacen falta poetas como Iván Cabrera, y hacen falta poetas como David E. Rodríguez. Sus verdades son distintas, sí, pero necesitamos ambas. Es verdad que, como dice el autor, “hay palabras como palomas que se disputan / migajas de este cielo” (p. 26), pero no es menos cierto que hay “palabras / como gafas de ver”. Se preguntó Paul de Man: Visión o ceguera. Y se contestó él solo: ambas.
Iván Cabrera Cartaya, Fragmentos de sentido (Casa Museo Gutiérrez Albelo, Icod de los Vinos, 2006)
Rafael Antúnez, Los nombres de Helena; Renacimiento, Sevilla, 2006
David Eloy Rodríguez y Miki Leal, Asombros (Imagoforum, Sevilla, 2006)
Antonio Alcaide, Los premios perdidos; Asociación Cultural Barataria, Jerez, 2005
Camilo de Ory, Lugares comunes; Pre-Textos, 2006
Tradiciones
El crítico de arte Kosme de Barañano escribía en una ocasión que “las grandes obras, como un gran libro de estudio, han desafiado y estimulado a todos los artistas, invitándoles a la copia y la paráfrasis. En cuanto imitación de lo mejor de lo realizado, la copia ha sido un procedimiento educativo, una especie de viaje virtual hacia un tesoro que se revisita con la propia mirada de cada uno. En el ensayo Imitando a su maestro, señalaba W. H. Auden que el poeta necesita de una etapa de ventrilocución para ir encontrando su voz desde la poesía en general. En el Louvre es donde, según Cezanne, se aprende a leer la pintura”. El problema es que, para algunos, justo donde termina el aprendizaje, termina también el camino. Ortega y Gasset era claro al respecto de la necesidad de entender la tradición como punto de partida de la obra, y no de llegada: “existen algunos que reivindican la tradición, pero son ellos precisamente los que no la siguen, porque tradición significa cambio”. Como todos los tópicos y obviedades, estas ideas requieren ser recordadas de vez en cuando en la crítica de la poesía española contemporánea, tan amante de dejar en casa el sentido común, salvo las consabidas excepciones. Vamos a examinar ahora varios casos de poetas jóvenes que, con más o menos éxito y voluntad, están intentando digerir una o varias tradiciones para conformar su propio y singular camino literario.
Antúnez
Rafael Antúnez, autor de dos poemarios más que estimables, La batalla de la luz (2001) y Nada que decir (2002, accésit del Premio Adonais), regresa con un poemario insólito, que es en sí mismo una particular mirada hacia la tradición occidental. Tomando el nombre (y el mito) de Helena como mujer de belleza fatal capaz de hechizar los corazones masculinos (y, en consecuencia, optando por un lógico postromanticismo estilístico), se van recogiendo sus transformaciones históricas o bíblicas (Eva, Cleopatra, Dalila, Salomé, Judith, etc.) o literarias (la Beatriz de Dante, la Laura de Petrarca), en lo que es menos un recorrido por el eterno femenino que por las diversas tradiciones estéticas que, desde las inscripciones egipcias y el Cantar de los Cantares hasta los rescoldos del modernismo, han venido tejiendo la historia cultural, y sobre todo poética, de Occidente. En la primera parte, “Eva”, asistimos incluso a puntuales despliegues de poesía épica, que tildaríamos de borgiana si Borges hubiera sido capaz de vertebrar el amor en sus poemas y de considerar a la amada como un “demiurgo” y al amor como lo que “dio origen a la vida”. Sólo reprochar a Los nombres de Helena la mezcla de tonos, que a veces conjuga partes muy coloquiales con otras de espléndida altura. Traductor de Jabès, admirador de Dante y de toda la poesía meditativa y contemplativa europea, Antúnez es siempre una voz sólida, original, capaz de asumir y recrear la tradición en sus propios espacios y con sus propias coordenadas estéticas.
Cabrera Cartaya
El joven Iván Cabrera Cartaya escoge, del panorama de posibles tradiciones líricas, la tradición contemplativa. En una línea establecida por Andrés Sánchez Robayna y de la cual él casi puede ser nieto (o hijo de uno de los poetas del excelente grupo formado por Francisco León, Alejandro Krawietz, Melchor López o Rafael-José Díaz), su poesía es una contemplación sobre el mundo, sobre todo el entorno natural, desde una postura órfica (no en el sentido hermético), sino cantora de las formas de lo conocido; no en vano el poemario se abre con un verso determinante: “la mirada establece el mundo”. Pero la mirada no es unidireccional, “también mirar es un diálogo, / igual que la palabra es una forma / de acceder al encuentro con la imaginación”. Esta manera de concebir la mirada artística es muy plástica, y hemos podido verla en ensayos de pintores como John Berger o Hockney. Fragmentos de sentido, que obtuvo el XIX Premio de Poesía Emeterio Gutiérrez Albelo, es un poemario modernista de fondo y posmoderno en el título (la idea moderna de fragmento buscaba un Sentido artístico global, la posmoderna ya no), que entronca con alguna de las tradiciones más sólidas de nuestra poesía reciente, sobre todo en ese grupo canario, antologado en su momento por Robayna en Paradiso: siete poetas (1994): un hilo que conecta poetas de diferentes voces e idiomas, como Valente, Jàbes, Ungaretti, Jaccottet, y con algunas señas de identidad común: la memoria del origen canario (“siempre querríamos las islas”, p. 15), el uso cuidadoso y muy frecuente del poema en prosa, el acercamiento contemplativo y con sujeto elíptico a la naturaleza, plasticidad adjetival, preocupación por el pensamiento en el poema, y una presencia más o menos visible de la trascendencia. Ninguno de estos autores consigue el vaciamiento necesario del sujeto para llegar a lo que he llamado en otro lugar la poesía de indagación contemplativa (más lógica, como apuntaba bien Jordi Doce en Imán y desafío, en la poesía en lengua inglesa, donde es la entonación habitual desde el romanticismo), pero su preocupación por el lenguaje y por la profundización de la voz los engloba, desde luego, en la indagación expresiva. En el caso de Cabrera, aunque en ocasiones (p. 16) sí logra un vaciado absoluto del sujeto elocutorio, en la mayoría hay una presencia no ocultada del yo lírico, que subjetiviza lo contemplado con la retórica habitual, si bien aligerada de hojarasca: “damos pasos desnudos en su red / bajo el cansado sol que nos libera”.
Cabrera parece sentirse especialmente cómodo en la continuación o actualización de algunos topoi clásicos, como los mitos romanos, la Eneida, la imagen shakespeariana del teatro del mundo (p. 26), poco frecuentes en poetas de su edad, salvo casos como Antonio Portela, aunque el modo moderno de tratarlos es casi antitético al posmoderno de este último. Entregada, pura y feliz, la poesía de Cabrera ganará muchos enteros cuando supere los (interesantes) códigos heredados, ahonde en su propia voz y deje atrás algunos lugares manidos de la retórica tradicional que se han colado, como en todo primer libro, entre los versos: “hay polvo en los caminos / que no conducen a ningún lugar / pues no existe ningún lugar”; o “bajo una luz dudosa”; y cuando sepa ver qué piezas no merecen ser incluidas (p. 35). Pero en si eso ocurre, estaremos ante un poeta con una mirada de sugestiva penetración, capaz de pintar con las palabras, y de plasmar imágenes bellísimas: “y querríamos conocer / de dónde viene cierta música, / qué flor precisa entrega este perfume / que entra por la ventana y nos embriaga / o de qué material se ha hecho / el hilo que ha cosido el aire negro / al borde inaccesible de los tallos”.
Alcaide
Cambiando de registro, y pasando al realismo, el poeta Antonio Alcaide (Granada, 1967) ha publicado un largo libro, Los premios perdidos (Asociación Cultural Barataria, 2005), donde asistimos al desarrollo de una poesía muy personal, quizá demasiado anclada en ciertas referencias literarias que no son las que se citan (dando la razón al Miguel Casado que denunciaba que la cita de autores extranjeros por poetas jóvenes rara vez se trasluce en una efectiva influencia). La de Alcaide es una poesía basada en la recuperación o revisión de los lugares comunes del lenguaje, para armarlos con nuevos sentidos, dentro de un realismo bienhumorado y filológico que recuerda ciertas fases de la poesía de Ángel González. Si bien en algunas partes asistimos a deudas claras de la poesía de la experiencia (“a veces los vehículos, / y confundiéndose, / dejan las calles, / me entran por el sentido, / por el hastío y el vientre / y se hacen fuertes / en la larga avenida de mis tardes”), en la mayoría de estos ciento y muchos poemas hay un despojamiento estilístico que busca, más que una retórica contenida, un preciso desarrollo del pensamiento del poeta, o de su pensamiento sentimental. Son interesantes sus revisiones de topoi clásicos, como la rosa, y las vueltas de tuerca lingüísticas y semánticas a que son sometidos. Sus mayores aciertos tienen lugar, precisamente, cuando toda la tensión del poema se ajusta, sin digresiones, a la idea central: “Contigo es una extraña palabra. / Siempre la había creído redundante. / Ahora entiendo esa insistencia / en la preposición, / su cerco al pronombre”. Cuanto menos facilidades (p. 75) y solipsismos se permita, mejor será la poesía de Antonio Alcaide, un autor difícil de encasillar, por fortuna.
De Ory (Camilo)
Camilo de Ory (Segovia, 1970), ha recogido en Lugares comunes un conjunto de estampas visuales (de Málaga, en su mayoría) recorridas por el inteligentísimo hilo conductor de su mirada. “Limitarme a mirar”, dice en un verso de “Cementerio inglés”, después de haber definido, un poco antes, en qué consiste esa mirada poética, llena de dudas sobre su propia configuración:
Creemos que miramos lo que nunca ha existido,
creamos un pasado que mejora el presente.
(El pasado no siempre nos mira a la cara.
El hobre piensa –yerra– que se mira a sí mismo).
Esta mirada de Ory es muy distinta de la de cualquier otro poeta de su edad, y no sé si añadir de edad alguna; no es una mirada de extrañamiento ante los elementos comunes de cualquier ciudad (un bloque de pisos, un instituto, un coche aparcado) sino, precisamente, de desextrañamiento, de acercamiento a lo común de realidades sobre las que nadie piensa o, mejor, sobre las que los poetas no suelen escribir. Observemos la analogía que encuentra a quienes trabajan en un circo:
Nos dejarán su ausencia y una plaza desierta:
cada semana montan y desmontan su vida.
Desde mañana harán lo mismo en otra parte
como un hombre que vuelve mañana a la oficina.
Sólo a veces hay que reprocharle que su lenguaje poético se anquilosa en fórmulas demasiado normales de expresión; esa planitud roza en algunos poemas la poesía de la normalidad, pero en la mayoría lo insólito del emplazamiento del poema sublima esas limitaciones, y se aleja de la posible caída. Ory describe con su extraña contemplación a los pacientes que pueblan un centro de salud, mira a las personas que contemplan la calle tras la ventana de un edificio, se indaga por el constraste entre el vivo color de los automóviles y la grisura vital de sus ocupantes (es psicólogo de formación), y un largo etcétera de singularidades que él convierte en “lugares comunes”, desvistiéndolas de misterio, pero de ese misterio que él mismo ha creado previamente al colocarlas en el particular objetivo de su cámara poética. Un trabajo original, desconcertante, al que habrá que seguir los pasos.
Rodríguez + Coda
David Eloy Rodríguez se ha unido al artista Miki Leal para crear un libro muy recomendable, Asombros (Imagoforum, Sevilla, 2006); recomendable porque hay en realidad tres volúmenes en él: un poemario, una interesante colección de láminas y un libro conjunto (bastante más breve, porque el diálogo interartístico no siempre se produce, por más que le pese a prologuistas y editor). De los tres nos interesa aquí, obviamente, el de Rodríguez, miembro del colectivo La Palabra Itinerante, lo que quiere decir que se reconoce practicante de una poesía combativa, civil, con un compromiso claro, pero que él consigue salvar (al menos, en una razonable mayoría de casos) de lo panfletario, que es el mayor peligro que tiene esta poesía. Sí, es verdad que su lírica es clara, demasiado clara a veces, y que, como señala Enrique Falcón en el prólogo, su estilo es la resistencia; pero observemos estrofas como ésta: “Hay que confirmar el mundo en todos sus extremos, / acariciar cada cosa / para comprobar que está en su sitio. / Destituidos del verbo libertad, / despojados de vivencia, / somos seres sin hogar posible, / perros famélicos que escarban, desesperados, / en una sepultura”. Qué importa si escasean los tropos, si hay sujeción a lo racional, si el discurso es naturalista: en estos versos late más sangre y hay más verdad que en muchos poemarios normalizados, quizá escritos con más retórica pero con mucho menos literatura, que es otra cosa y que, como decía Kafka, está dirigida –si es buena– a romper el hielo de nuestro interior. Comparto esa imagen de perros hurgando en sepulturas, creo que refleja perfectamente el ansia de realidad de quienes no están o estamos satisfechos con la cultura de “lo evidente” (p. 15) y quieren o queremos ver lo que hay detrás del simulacro y del espectáculo y, sin más, envidio esa imagen y me gustaría haberla escrito yo. No sé si me explico, creo que sí. La poesía puede y seguramente debe buscar, cuando es necesario, cuando toca, el sublime estético; pero si tiene una cosa mejor que ofrecer, y a veces un destello ético lo es, el hecho de ofrecerla bien y llegar (y hacer llegar al lector) a una verdad íntima o social, la convierte en un tesoro inapreciable. No me hagan elegir entre El gran Gatsby o A sangre fría. No me obliguen a escoger entre el poema de Keats al ruiseñor y el poema de Celan sobre los judíos que tenían que cavar sus propias tumbas durante el Holocausto. Soy así de egoísta: lo quiero todo. Y me parece que la Literatura cojea si la privamos de cualquiera de estas patas. Hacen falta poetas como Iván Cabrera, y hacen falta poetas como David E. Rodríguez. Sus verdades son distintas, sí, pero necesitamos ambas. Es verdad que, como dice el autor, “hay palabras como palomas que se disputan / migajas de este cielo” (p. 26), pero no es menos cierto que hay “palabras / como gafas de ver”. Se preguntó Paul de Man: Visión o ceguera. Y se contestó él solo: ambas.
Hay muchos autores jóvenes con propuestas muy interesantes. La cuestión que me planteo es si esta vez la crítica -en general- correrá paralela a los poetas...
ResponderEliminarAunque me puedo hacer una idea de R. Antúnez con los nombres que sugieres, Vicente, estaría bien que editaras el texto con alguna muestra del libro, para que queden explícitas cuáles sean "sus propias coordenadas estéticas".
ResponderEliminarAgradezco públicamente la atención de Vicente.
ResponderEliminarBuena compañía y crítica ajustada en la que me reconozco ampliamente. No en las facilidades ni tampoco demasiado en la "influenza" (como gripe) de la Nueva sentimentalidad. Pero el primer libro que encabeza el volumen doble es antiguo y adolece.
Tiempos de libertad tras el encorsetamiento. Pluralidad. Tentativas. Ensayo y error y acierto.
Aquí en Granada todavía estamos en la charcha putrefacta de los salmones que desovan por miles sus versos en escasos metros cúbicos. Pero se oyen cerca los nuevos torrentes.
Nos leemos.
(el post es de hace unos días, pero se ha perdido en el hole virtual)
Un solipsista ni escribe ni publica libros
ResponderEliminarEstas pocas líneas no pretenden ser una crítica del libro Los premios perdidos de Antonio Alcaide.
En sentido estricto una auténtica crítica debe alcanzar una comprensión tan profunda y tan exhaustiva que incluso sobrepase los planteamientos y las conclusiones que el propio autor esboce en su obra. Una crítica así ha de ser una crítica interna a la obra, sólo entonces ella se eleva por encima de la simple opinión. Aún más, la crítica debe ser polifacética. Descarto las facetas literarias, las lingüísticas y algunas otras, y por eso mismo esto no puede ser una crítica, ni tampoco se debe fingir que lo sea.
Un libro de poesía comienza, no puede ser de otro modo, por una especie de solipsismo del autor, que mejor sería llamar autologismo.
Hay una serie de palabras injustamente encumbradas como solipsismo. Conceptualmente solipsismo es un término muy débil porque designa una forma tan extrema de subjetivismo que resulta evidente que tal forma es un concepto vacío, ¿quién en su sano juicio puede admitir que solo existe o pueda ser conocido su propio yo? En cualquier caso cada individuo conocería el yo de sí mismo, pero seguramente no se lo podría comunicar a nadie ―no podría tan siquiera decir ser solipsista, porque dejaría de serlo automáticamente, y además nadie le creería. Todavía más, si vemos a alguien tan ensimismado como para creer de él que está inmerso en el solipsismo lo llevaríamos inmediatamente a que le hicieran una revisión médica porque tendría un muy serio trastorno mental o una enfermedad grave ―en el límite estaría en un coma irreversible. Solipsismo es un concepto tan débil que no es concepto. Sería equivalente al resto de pseudoconceptos.
En cambio el término autologismo sugiere, primero, un logos entendido como una manipulación de objetos que vienen de la tradición, es decir de la literatura, de la poesía (anterior), de la filosofía, etc., y que han sido manipulados por otros con anterioridad. En segundo lugar sugiere una manipulación propia, característica, sui géneris, y en el mejor de los casos tan nueva (novedosa) que resulte en algo que pueda ser valorado y apreciado por los demás; es decir que tenga valor para otros, y no sólo para el autor.
En este libro de poesía hay un evidente logos que manipula los objetos que son las palabras. La poesía que pretende ser una forma bella (¿agradable?) de expresión a través de palabras extrañamente entretejidas alcanza en este libro un nivel nuevo. Nuevo porque lo habitual en la poesía, y en tantos poetas (incluso poetas laureados y premiados), es sacrificar el contenido por la forma. En este libro no hay tal sacrificio. El contenido lleva a la forma y no al revés. Resulta débil toda obra que pretende llegar al contenido partiendo de la forma y cuando se hace esto suele ocurrir una especie de tiranía de la forma sobre el contenido. Tiranía tan exagerada y tan exógena que consigue llegar a contenidos tan exóticos, tan retorcidos y tan increíbles que no dicen nada. Este libro hace todo lo contrario, que nadie busque en él lo que no hay porque no podrá encontrarlo y quien pretenda leerlo como otros libros de poesía no lo entenderá y hasta se extrañará de un libro tan inusual. Inusual porque en él las palabras son conceptos y los conceptos se entrelazan conformando impactantes singularidades de inusual belleza. No es un libro de filosofía, pero las constantes referencias son evidentes, la tradición filosófica impregna los poemas de este libro. Las palabras están cargadas de contenidos (de alusiones, de inspiraciones) filosóficas. De aquí proviene la fuerza del libro, del contenido filosófico que hay en la poesía de este libro. No es filosofía escrita en verso, es verso de estirpe filosófica ¿Quién ha dicho que la poesía no pueda estar cargada de filosofía sin dejar de ser poesía?
Quien dude que lea el libro Los premios perdidos y entenderá la relación tan estrecha que el autor establece entre poesía y filosofía.
El autor nos aporta un libro donde se objetivan su interés por las palabras y su preocupación por los contenidos y formas que ellas determinan. Esperamos que persista en esta tarea.
Antonio Martínez