miércoles, 29 de agosto de 2007

Umbral

[Publicado hoy en Diario Córdoba]

Ayer se fue Francisco Pérez Martínez, más conocido como Francisco Umbral. Entre los escritores, decir que te gusta Umbral es peligroso; para todos, es o era un gran articulista; para la mayoría, un autobiógrafo –o biógrafo, en el caso de Valle-Inclán– bastante decente, pero un novelista poco hecho.

Estamos de acuerdo en que quizá sus novelas sólo alzaban el vuelo cuando sus hilos se mezclaban con los de su vida; cuando su perfil biográfico o el de sus conocidos o familiares –en especial, su madre-, asomaban en sus páginas, dotándolas de una incuestionable fuerza. Como narrador, e incluyendo el tremendo Mortal y rosa, los mejores libros de Umbral fueron esos libros de memorias, como Los cuadernos de Luis Vives, que se convertían súbitamente en ensayo, en poesía, o en registro documental de un tiempo o de unos personajes que iban a salvarse de la quema de la historia precisamente gracias a él, por el poder de su prosa y la fuerza de su verbo. En su último artículo publicado, “Eugenio d’Ors” (El Mundo, 28/07/2007), escribió sobre el bueno de don Eugenio: “podemos decir que d'Ors promovió gloriosamente la cultura verbal de la época e hizo que esa cultura cobrase prestigio por un solo hombre y todos los que le imitaban”. Bueno, en realidad eso es justo lo que podemos decir de él; como sintetizó Lázaro Carreter en frase que recogí en Circular, Umbral fue el gran creador del idioma, en el sentido de que él lo vigorizó, lo tomó a la vez por arriba, por el léxico arduo de Quevedo y Valle, y por abajo, del español del rastro y los arrabales madrileños. Con esos mimbres (todos los posibles) hizo en sus libros y artículos un castellano puro, un español total, que no dejaba fuera a nadie. Su última frase escrita en periódicos: “Toda guerra promueve genios”. Quizá en su caso fue cierto, porque se ha ido uno de los últimos genios del idioma.

domingo, 26 de agosto de 2007

Novedades, recomendaciones



Eladio Orta, Tácito; Diputación Provincial de Málaga, 2007
Eladio Orta es un poeta singular, extraño, deliberadamente colocado en la periferia (espacial y simbólica) de la poesía española contemporánea. Desde un hábitat rural, escribe una poesía a ratos combativa, a ratos estrambótica (véase su Leche de camello, incluida en la antología Feroces, DVD, 1998), y a ratos de una delicadeza insólita, caracterizada por un modo distinto de mirar y escribir. Tácito se inserta en lo que llama Riechmann la poética del ahí, de la naturaleza vista desde un lado humano, no como refugio aislacionista sino como entorno ético. Su ya amplia obra quizá requiera dentro de unos años una antología que rescate las no escasas vetas de oro de su mina lírica personalísima.


Eloy Tizón, Parpadeos; Anagrama, Barcelona, 2006
Recomendar a Tizón es una obviedad, por supuesto, pero hacer como si un libro suyo no hubiera salido a la luz es absolutamente inmoral. Cada libro de Tizón es necesario, es un punto aparte en la narrativa española y, con los lógicos altibajos de cualquier libro de relatos, de seguro estará entre lo más granado de ese año. Con mucho retraso, he leído Parpadeos y he disfrutado de algunas de sus maravillas. Destacaría “Los invasores”, por su fascinante visión del esquizofrénico como doble, pero hay algunas piezas de literatura fantástica e incluso de ciencia-ficción (no se pierdan la revisión de Star Trek) que no tienen desperdicio.


Revista Paralelo Sur, nº 5, junio 2007, especial “Nueva literatura española”
Curioso número, en el que un heterogéneo conjunto de escritores y críticos intentan o intentamos hacer una aproximación a la situación actual de la literatura patria, o lo que sea que se esconda bajo esa inquietante rúbrica. Valls le pega caña a los jóvenes, yo a los viejos, y Jordi Gracia a mí. Para todos los gustos. Nombres del índice: el citado Eloy Tizón, Fernando Valls, Domingo Ródenas, Jordi Gracia, Ana Rodríguez Fischer, Jordi Doce, Cristina Cerrada, Ricardo Menéndez Salmón, Enrique Falcón, Juan Luis Calbarro, Pilar Adón, Agustín Fernández Mallo, Xavi Calvo, Hernán Migoya, Robert Juan-Cantavella, Marcos Canteli, Mariano Peyrou, Eduardo Moga y un servidor. Petición a paralelosur@paralelosur.com.

Sergi Pàmies, Si te comes un limón sin hacer muecas; Anagrama, Barcelona, 2007
Si no tuviera una periódica y dotada habilidad para la ternura, pensaríamos de Sergi Pàmies que es un cínico. Sus relatos están escritos desde un escepticismo a prueba de bombas; su ironía está a un paso de la crueldad, su acidez es rayana con la amargura y su humor se sumerge sin disimulo en lo vitriólico, pero aun así hay siempre un resquicio de humanidad y de esperanza en los cuentos de Pàmies que nos hace pensar (a lo mejor sin motivo) que quizá no piense el autor que nada vale la pena y que vivimos en una sociedad donde todo da lo mismo. Porque a la hora de la verdad no todo vale igual, para Pàmies no es lo mismo escribir bien que mal, no es lo mismo dejar morir que dejar matar, ni las vidas –aún– son intercambiables. Pàmies es impío, sí, pero no inmoral. La ética deja todavía rastros en sus personajes, que se resignan ocasionalmente al todo vale pero con la clara consciencia de que están cayendo en algo que no desean. Sus caractereses serán grises, pero se niegan a llevar a cabo actos que cercenen su posibilidad de cambio (véase al efecto la última y significativa frase del libro).

En esta nueva entrega de cuentos, Si te comes un limón sin hacer muecas, publicada como casi todas las suyas por Anagrama, y enriquecida por un prólogo cómplice y esclarecedor de Enrique Vila-Matas, Pàmies ha desnudado hasta el extremo la prosa: sus historias ya no admiten vaguedades, las digresiones cuentan, las aparentes florituras vienen al caso, todo arroja luz. Se ha perdido el descaro de piezas antiguas, como Sentimental, de errores tan memorables como los aciertos[1], pero es innegable que el conjunto ha ganado en eficacia narrativa. Quizá es demasiado eficaz, quizá ahora los cuentos son tan expeditos que parecen demasiado elaborados, cerebrales, y le cuesta mucho a Pàmies destilar humanidad. Este sistema de depuración narrativa máxima dificulta al lector intimar con los relatos, y provoca que junto a textos excelentes, como “Brindis” o “Sangre de nuestra sangre”, haya otras piezas más flojas, como la titulada “Como dos gotas de agua”: el mecanismo es tan milimétrico que si no funciona, ni el estilo (despojado al límite) ni los añadidos retóricos u oníricos (deliberadamente laminados) pueden acudir en su auxilio. Un ejemplo de cuento malogrado, en este caso traicionado por su frase final, es “Pozo”, que hasta su antepenúltima línea es o podría haber sido un asombroso cuento alegórico, digno de antologías pobladas de escritores ciegos; pero diríase que al autor le ha preocupado que el cuento pareciera demasiado profundo, matándolo al quitarle hierro. Los cuentos de Pàmies son monumentos a la construcción cuentística, pero en su virtud está su peligro: por la extrema delgadez que visten, están a un corto paso de la belleza y a otro de la anorexia.
Pero es innegable y reconfortante comprobar que seguimos en territorio Pàmies; es evidente, conforme avanzamos en la lectura de Si te comes un limón sin hacer muecas, que la atmósfera habitual de sus narraciones sigue estando presente, sobre todo –en algún lugar lo hemos apuntado ya–, por la sabia elección de los caracteres protagonistas, magistralmente construidos con dos apuntes a vuelapluma, evitando las patologías fáciles y los tics intercambiables. Observemos la disección espiritual de un escritor: “te deleitas en la adulación con la satisfacción de quien siente en los hombros las manos de una masajista” (p. 50). Lo curioso de los personajes de Pàmies es que podrían ser nuestros vecinos, o que podríamos ser nosotros, como apunta Vila-Matas en su prólogo. Pàmies no gasta su imaginación en buscar escenarios increíbles o personajes exasperados, no necesita de patologías psíquicas para causar extrañeza ni de complicados saltos espacio-temporales para generar exotismo (véase declaración explícita al comienzo de “Ficción”, relato que hace las veces de poética del conjunto, y no sé si de su obra completa). Los huecos de las escaleras comunitarias, los coches, los cuartos de baño, son espacios perfectamente adecuados para hacer literatura fantástica. La de Pàmies es una literatura sin nombres propios, sin negritas, en la que cabemos todos. Quizá esa sea, siga siendo, su ética irrenunciable.
Notas
[1] Por cierto, el personaje de Sentimental o el comportamiento del personaje de Sentimental (un belga que inopinadamente abandona a su familia) aparece en la página 75; lo que antiguamente era el argumento de una novela corta ahora se ve, por otro personaje, como una excentricidad. No sé si estamos ante una broma íntima para críticos y lectores cómplices, o si es un significativo cambio de vista sobre las necesidades de verosimilitud de la narración breve. A la vista de algún cuento anterior de Si te comes un limón…, como “Juego”, donde uno de los personajes muere y, tras un diálogo con San Pedro que recuerda al de Woody Allen con la Muerte en Para acabar de una vez por todas con la cultura, resucita, me inclino por la primera opción.




domingo, 19 de agosto de 2007

La narrativa adictiva


Julián Herbert
Cocaína (Manual de usuario); Almuzara, Córdoba, 2007

[Banda sonora: Tori Amos, She's your cocaine: http://www.youtube.com/watch?v=ijuf4EXBMDM&mode=related&search=]

Estamos ante un libro extraño, personal, inclasificable y necesario. Hemos leído Cocaína (Manual de usuario) en su segunda edición, ya que el libro fue publicado por Almuzara en 2006, después de su éxito en México tras obtener el V Premio Nacional de cuento Juan José Arreola. Lo hemos hecho por recomendación de un lector de este blog (Vitorino), que nos animaba a tener en cuenta a Herbert como una referencia inexcusable, y debo darle la razón al lector, además de las gracias. Porque Cocaína es un conjunto de textos (quizá llamarlo libro es darle una homogeneidad que el autor combate) que es a la vez del siglo XX y del 21, profundamente imbricado en la mejor tradición anglosajona, como ahora veremos, pero también lanzado hacia el futuro-presente de la globalización pangeica.

Tradiciones, tensiones y estilo
Las referencias culturales más utilizadas por Herbert son aquellas de la tradición culta que tienen relación con la droga porque Cocaína, digámoslo ya, es un libro sobre la droga, sobre la experiencia de la droga observada desde todos los puntos de vista: el consumo, el entorno social y familiar del adicto, el síndrome de abstinencia, la vida de los dealer o camellos (díler, escribe Herbert), y la del simple consumidor ocasional. De su vocación de insertarse en una tradición culta que puede llevar de Sigmund Freud al Eric Clapton de Cocaine habla que Cocaína se abra con una cita de Sherlock Holmes y situada en Baker Street, lugar simbólico donde la distinción intelectual y el consumo del polvo blanco pueden parecer aliados. “Llámenme Mr Sherlock Holmes. Estoy sentado en Baker Street alternando una semana de cocaína con otra de ambición” (p. 13). Este comienzo, con ese “Llámenme”, remite a su vez a otra referencia fundamental, la de Moby Dick. La cocaína se asocia, durante todo el libro, con la gran Ballena Blanca que se convierte en una obsesión para todos los tripulantes de la realidad, sobre todo para Ismael, ese protagonista metamorfoseante que nos cuenta una historia mientras encubre otra, la suya. Aira escribió un excelente ensayo sobre la complejidad de ese legendario comienzo de Melville: “Llamadme Ismael”, que era una forma de encubrimiento deliberado de la personalidad y una apertura a las posibilidades ficcionales de la narración. Herbert conoce esas posibilidades y las utiliza con sabiduría; Ismael y sus rotaciones dispersivas de identidad van apareciendo en diversas piezas, como en la dedicada al mono psicológico titulada “De lo que sucede cuando Ismael se aleja de las ballenas”, hasta cerrar, en la última página del libro –que recordemos se abre con la mención a Ismael-, con la contundente declaración: “Llámenme Ismael. Mi cuerpo es una farmacia” (p. 102).

Como en Trainspotting, de Welsh, o el ensayo de Ann Marlowe, Cómo detener el tiempo. La heroína de la A a la Z (Anagrama, Barcelona, 2002) o la película Traffic de Soderberg, Cocaína trata el tema de la droga sin trampas ni contemplaciones. No hay moralinas, no hay condenas explícitas, ni tampoco defensas o discursos complacientes. La droga y su mundo aparecen reflejadas tal y como son, intentando hacer una literatura a partir de ese fenómeno, como podría haber elegido cualquier otro, aunque siempre rozando el límite de la inefabilidad que surge en cuanto aparece este tema. Me explico: cuando apareció Cómo detener el tiempo, escribí en mi reseña del ensayo:



Marlowe defiende en el apartado “Ficción” la necesidad de esta postura para tratar el tema de la droga: “la droga es la antificción. (...) la heroína existe obras que no sean de ficción: memorias, hechos verídicos. Pero, incluso en ese caso, el truco consiste en ser más listo que la droga; en introducir algo que la droga no introducirá: sorpresa” (p. 131). Una de las causas de que la literatura sobre temas relacionados con la heroína no haya encontrado su obra maestra es la incapacidad de los autores de definir qué se siente exactamente en el éxtasis provocado por una dosis. Siempre se alude a la comparación, sobre todo aritmética: Welsh, en Trainspotting, hablaba de algo parecido a “un millón de polvos”; Marlowe lo define así: “era como los mejores aspectos de un colocón de hongos mágicos, pero multiplicado por diez: eufórico, cálido, reconfortante, y también controlado” (p. 30). La droga es el reino del como literario. Quizá el secreto del colocón sea precisamente eso, el mismo del momento del clímax sexual: la inefabilidad, el ser invulnerable a las palabras, ahí reside su dudoso atractivo, y su impenetrabilidad artística.

Como no soy consumidor de drogas, no sé si Cocaína logra o no traspasar ese límite, pero sí es cierto que lo intenta convincentemente, esto es, a través de medios literarios. La relajación sensorial y los fenómenos de confusión de formas y colores están extrapolados mediante líneas o párrafos de expresiones sincopadas y breves, tejidas al modo del cut-up de Burroughs –una referencia inexcusable, por tantos motivos-, cuya carencia de solución o cesura a través de signos de puntuación alude al continuo indistinto del delirio (cf. páginas 100 ó 102). Son además los escasos momentos de irracionalidad dentro de un conjunto realista, lo que estilísticamente quizá sea apropiado para abordar este fenómeno químico donde de los momentos de éxtasis se pasa rápidamente a instantes de la la más parca y cruda realidad (aunque los juegos de lenguaje de Herbert le hagan utilizar la palabra cruda con irónicas anfibologías). El estilo de Cocaína es tan confuso y problemático como su naturaleza genérica; es bastante revelador a este respecto un pequeño párrafo de Herbert hacia la mitad del volumen: “Lo sublime es antiguo, ya no es noticia, no importa. En estos días es difícil que algo consiga ser sublime e interesante al mismo tiempo” (p. 50). Consecuencias: Herbert pone por encima el interés, sí, pero no lo opone inevitablemente al sublime artístico, solo explica que es difícil compatibilizarlos. De ahí que la referencia sea Moby Dick, cima del sublime artístico de la novela anglosajona, y no Trainspotting o Naked Lunch, de ahí que bajo la dureza o la rudeza expresiva de algunas partes, asomen párrafos donde el brillo estilístico es de una notable pureza, de ahí que Herbert nos parezca el punto medio entre narradores mexicanos del estilo tardomoderno de Fernando León o Juan Villoro, y otros posmodernos como Mario Bellatín o Adrián Curiel Rivera. Porque, como él mismo dice:



Hay que contemplar nuestra invisible figura en el espejo, apretar la dignidad, afilar la dentadura, renunciar al disfraz de cadáver despierto. No hay peor sobredosis que la realidad. El hombre no soporta demasiada realidad. (p. 51)
De ahí la droga, la necesidad de escapar. Y de ahí, también, la explicación del estilo, realista pero que sabe abandonar a tiempo el despojamiento para vestirse, ya sea rítmicamente, ya mediante el estilo, de otras complejidades y horizontes, quizá en la órbita de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, pero con otro contexto epistemológico que acoge el nuevo contexto comunicacional de la globalización (véase el relato “Satélite porno”).

Droga y consumo
La droga es un intento de disolución del alguien en el Nadie, o de los uomo qualsiasi de Agamben en un alguien, o en una forma reconocible –socializada– de Nadie. Es decir: supone un intento de dilución de lo singular en la experiencia de la intercambiabilidad, para quienes tienen presencia social, y un intento de encontrar un sustitutivo para la ausencia de esa pertenencia social, para aquellos que están excluidos del sistema; o sea: “el inmigrante que no tiene otra cosa que su nuda vida… y su ansia de convertirse lo antes posible, también él, en un consumidor anónimo, en un uomo cualunque
[1], como explica Félix Duque, hablando de la universalización del individuo contemporáneo, en unos términos que aquí nos resultan de utilidad. La droga despersonaliza, algo que parece sugerir ese Ismael desustanciado y sin nombre fijo cuya existencia sólo cobra sentido, precisamente, a través de las sustancias, a través del consumo, entendido en su esencial doble sentido. De hecho, uno de los mejores momentos del libro es el relato “Manual de usuario”, construido como un prospecto farmacéutico, conteniendo la posología y contraindincaciones del consumo de droga, a través de un medio mercantil: la receta[2]. La ironía termina con una sobreironía genial: “Agradecemos de antemano su preferencia y esperamos que disfrute de los beneficios que este maravilloso artículo le ofrece. Somos, orgullosamente, una empresa nacional” (p. 28), donde la descripción de un México colonizado por la droga y dominado por sus narcos (sacralizados incluso por formas culturales como Los Tigres del Norte, cuyos narcocorridos aparecen aquí citados alguna vez) es tan siniestra como precisa. Los personajes de Herbert no se cuestionan la droga, la cocaína está ahí, es una de las formas del estar, para lograr una clase de ser condicionado por el no-ser; ontologías aparte, pero sin dejar de lado esa perspectiva identitaria (porque Herbert no la deja), la droga es algo con lo que se vive, algo posmedicinal ante lo cual los personajes de Cocaína sólo pueden adoptar dos posturas: ser o no ser (es decir: o consumir, o ser adicto). En otras palabras: individuación débil + consumo = ser social satisfecho y conectado; individuación débil + consumo incontrolado = no-ser, en cuanto ser desconectado de los demás, drogadicto, apartado, marginal voluntario. El paso del consumo a la adicción puede explicarse con los términos psicoanalíticos de deseo y pulsión: una vez que el deseo de obtener el estado se sustituye por el rito del consumo sin más, mecanizado hasta convertirse no en un estar sino en un ser poblado de estares indistinguibles, una situación puntual abandonada por una obcecación, la pulsión gobierna al individuo y destruye el criterio[3]. De ahí que el entorno obligue al adicto a dominarse, no por él mismo, sino por el mejor funcionamiento del sistema, ya que cuanto menor es la alteración social, más fácil resulta funcionar por debajo del radar:



Una vez tuve un supuesto conato de neumonía. En realidad me había vuelto, sin notarlo, adicto a la cocaína. Como era regalada y la compartíamos entre todos en la ambulancia… El doctor Jiménez me citó en su consultorio. Me dijo que no me preocupara demasiado, que muy seguido sucedía con los camilleros novatos; pero que a partir de ahora iba a tener que vigilarme. Algunos colegas (…) alertas pero discretos, habían decidido reportarme con mi médico padrino. Por eso él me
llamaba ahora.

-Tienes que dejarla –ordenó-. Aunque sea por un tiempo. Y aprender a controlarte antes de volver a consumir. (p. 74)
Es decir, ni los propios médicos recomiendan en el libro de Herbert el abandono del consumo de la sustancia, a pesar de que todos los estudios son concluyentes respecto a los devastadores efectos del consumo prolongado de cocaína. Pero así están las cosas, parece decirnos el rudo diagnóstico de Herbert, cuya crudeza, sin embargo, no llega al nihilismo: la cursiva impuesta al demasiado pronunciado por el doctor Jiménez y recogido por el adicto nos avisa de que ahí se ha vulnerado un límite. Luego alguno hay, algo es algo. No vamos a caer en la moralina, aunque desde luego no compartimos la naturalidad de un sistema de cosas –el mexicano– tal y como a veces se desprende del texto de Cocaína. Y como preferimos no hacerlo desde el punto de vista de la relación con la droga, lo haremos ideológicamente y desde otra perspectiva. Como recordaba en Afterpop Eloy Fernández Porta, el drogadicto es el consumidor perfecto; dejando de lado juicios éticos sobre el consumo de droga (que no compartimos, pero tampoco combatimos: ni siquiera la legislación española pena el consumo individual), no queremos dejar de lado que, en el caso de la drogadicción, un espacio estético demasiado comprensivo con la adicción (no con el adicto, que es muy otra cosa) nos resulta ideológicamente muy sospechoso, por no ir más allá. Queremos pensar que Herbert no escribe desde ese espacio estético, y que lo que ahorra son las también execrables moralinas sociales que hacen como si la droga no estuviera ahí, como si no estuviera por todas partes. Hay que recuperar el monólogo final de Traffic, cuando el ex responsable de la lucha federal contra la droga interpretado por Michael Douglas hace un discurso final donde reconoce que la droga está entre nosotros; hay que recordar el arranque de la Historia General de las Drogas, de Escohotado, que vincula a todas las formas culturales e históricas conocidas con el consumo (medicinal o no) de drogas. Eso es cierto, y es así; otra cosa es resignarse, sin más, a un descontrol absoluto de las sustancias psicotrópicas; no hay nada malo en una sociedad con droga, sí lo hay en una sociedad de drogadictos, porque quienes han perdido la voluntad ya no son ciudadanos. Podría aportar una batería de argumentos jurídicos, pero espero que baste con el sentido común.


Conclusiones

Volviendo a lo literario estricto –porque lo político, lo social y lo ético son, constitutivamente, literarios–, Cocaína (Manual de usuario) es un libro en la frontera, un texto híbrido, donde relatos fragmentarios pululan mezclados con poemas y estructuras provenientes de la publicidad, como el citado prospecto, cuyo única dificultad para el disfrute proviene de su recepción de la jerga juvenil mexicana, no siempre inteligible para otros hispanohablantes (no hubiera estado de más un glosario final, o alguna nota a pie para expresiones realmente herméticas). Posmoderno, irónico, lleno de talento y deseo
[4], con páginas memorables (pp. 77-78, 102), un gran sentido del ritmo, un sabio despojamiento descriptivo y un elocuente uso de los diálogos, el libro de Herbert es un retrato de nuestro tiempo, un preciso diagnóstico social y un notable ejercicio literario.


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[Respuesta de Julián Herbert en comentarios, pinchad abajo]
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Notas.
[1] F. Duque, El cofre de la nada. Deriva del nihilismo en la modernidad; Abada, Madrid, 2006, p. 15.[2] “Habría que etiquetar cada sustancia con una descripción precisa de los efectos –buenos y malos– que produce sobre quien la ingiriera. Para ello, haría falta una honestidad heroica”; Gore Vidal, “Droga”, Ensayos (1952-2001); Edhasa, Barcelona, 2007, p. 699.[3] Perfectamente explicado en Slavoj Zizek, Visión de paralaje; Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 17.[4] Sobre la escritura discursiva como droga, véase E. Fernández Porta, Afterpop. La literatura de la implosión mediática; Berenice, Córdoba, 2007, pp. 101ss.

lunes, 6 de agosto de 2007

La grieta

[Una encuesta para escritores]

Este post se entenderá mejor a finales de septiembre, por algo que entonces explicaré, pero hasta ese momento me gustaría poner sobre la mesa varios asuntos que me parecen importantes, a modo de encuesta para quienes venís por aquí.

La primera pregunta la suscitó Toto en un comentario de ayer, al que siguió una inteligente respuesta de _-_, razón por la que ambos comentarios están colgados abajo. Comenzamos:

1) Censura y libertad de expresión. En varios congresos a los que últimamente he asistido, he visto cómo se lanzaban voces críticas alertando del recorte generalizado contra la libertad de expresión. ¿Qué pensáis de eso? ¿Creéis que es cierto?


2) ¿Crees que la literatura tradicional tiene tantas posibilidades para agrietar la manipulación como las nuevas tecnologías? ¿Cómo lo harías? ¿Cómo lo haces? ¿Lo haces?

3) ¿Qué formas de autocensura te has impuesto? ¿Cuáles crees haber detectado en otros?

4) ¿Escribirías sobre pederastia o violaciones? ¿Podrías adoptar el papel del agresor e intentar comprenderlo, como ha hecho Updike con el terrorismo islámico? ¿Por qué sí? / ¿Por qué no?

5) ¿Cambiarías un libro tuyo, alterando alguna parte sustancial, por dinero o para facilitar su publicación? ¿Lo has hecho alguna vez?

6) ¿Cuál es tu público? ¿Para quién crees que escribes? ¿Te haría dudar el que una persona detestable dijera sinceramente admirar tus libros? ¿Cambiarías de forma de escribir si al conocer a tu lector medio éste resultase ser un gilipollas?

7) Si el proceso de escribir un libro te resultase autodestructivo, o dañino, o pudiera dañar, por tu obsesividad al escribirlo, a tu familia, ¿lo terminarías? Si escribieras un libro sobre tu entorno familiar o afectivo que pudiera herir profundamente a alguien que quieres, ¿esperarías a su muerte para publicarlo?

8) ¿Crees que la literatura tiene o debe tener intenciones políticas? ¿Por qué? ¿La tuya las tiene? ¿Cuáles? Un escritor progresista cuya obra no evoluciona, ¿es un escritor progresista? ¿Es posible un escritor conservador en lo político y vanguardista en lo literario? ¿Crees que hay relación entre el posicionamiento ante la tradición y la ideología del escritor?

9) ¿Hay algún tema sobre el que no se puede escribir? ¿Hay algún tema que no puede tomarse a broma, o sobre el que no se puede adoptar actitudes irónicas en ningún caso? ¿Cuál o cuáles?

10) ¿Qué confianza tienes en tu obra? Si nadie quisiera publicarte y estuvieras inédito durante 10 años o más, ¿seguirías escribiendo sistemáticamente? ¿Qué podría hacer que dejaras de escribir de modo definitivo?



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Han completado ya la encuesta:
Salvador Gutiérrez Solís
Edgar Quinet
Nacho Montoto
Germán Sierra
Agustín Fernández Mallo
Toto
Santiago Navajas
Juan Francisco Ferré
Camilo de Ory
Manuel Vilas
Vicente Muñoz Álvarez
Elvira Navarro
Antonio Alcaide
Dolan Mor
Antonio Jiménez Morato
José Óscar López
Luis Vea García
Nacho Escuín
Doménico Chiappe
Iban Zaldua
David Eloy Rodríguez
Juan Carlos Márquez
Miguel Ángel Gara
Jorge Carrión
Ernesto García López
Miguel Ángel Gara
José María Pérez Álvarez
José Daniel García
Javier Moreno
Daniel Bellón
Antonio Pomet