miércoles, 28 de noviembre de 2007
Ya está aquí
No os perdais el fotomontaje:
http://www.librodinero.com/
viernes, 23 de noviembre de 2007
Pangea, el nuevo mundo
Hay algo de conquistador en todo aquel que mira un mapa
Rodrigo Fresán, Mantra
Tienes que aprender a ser adulto, abrir bien los visores y
enfrentarte a la realidad virtual.
Eloy Tizón, Parpadeos
Cuando en una sociedad sus habitantes ya no son los mismos, su concepción del tiempo ha cambiado, su visión del espacio es más amplia, sus potencialidades físicas y mentales son superiores, la ética y la política de sus relaciones internas han mutado, el antiguo arte ha sido superado por formas de crear que jamás habían existido antes y la idea misma de sociedad ha reventado, haciéndose más amplia y global, ha llegado el momento de repensar si esa sociedad es la misma. Y la respuesta es no. En apenas quince años, desde 1992 hasta hoy, el mundo ha sufrido una serie de cambios tan drásticos y profundos y que afectan a tantos ámbitos, ya sean sociológicos o íntimos, políticos o literarios, jurídicos y económicos, que es imposible mantener que el nuestro sea el mismo mundo que conocíamos hace dos decenios. Ha llegado el momento de detenernos a pensar qué puede haber ocurrido, y elegir un nombre cualquiera para definir esa nueva realidad, porque el nombre antiguo se ha quedado desfasado.
En un ensayo denominé Pangea a ese “nuevo mundo”, porque es un término que no excluye nada ni a nadie. En realidad, es una vuelta a un pasado geológico muy lejano, anterior a la deriva de los continentes, cuando toda la tierra de la Tierra estaba unida. Pangea fue la denominación del geólogo Wagener a aquella etapa, que incluyó la era Paleozoica y Mesozoica, y esa imagen de un planeta unido de nuevo, gracias a la tecnología y los medios de comunicación de masas, me pareció especialmente fértil para explicar el cambio que, en cierta forma, no es más que un retorno a aquella situación originaria. Aunque quizá en algún momento Pangea (Fundación José Manuel Lara, 2006) hacía demasiado hincapié en una especie de diferencia entre Pangea y el mundo real, a lo largo del libro se notaba que la interrelación es estructural; en La luz nueva (Berenice, 2007) ya dejé más explícito que Pangea es el nuevo espacio conformado por todas las realidades, viejas y nuevas; no podía ser de otra forma. Como bien explica José Luis Brea, “no existen este mundo y el otro”[1]. Así pues lo que había que hacer era explicar las circunstancias del proceso de cambio. El cambio ha sido provocado por la aparición de varias tecnologías, en especial Internet, que han definido un nuevo espectro político, algo que no es inédito, porque como explicaba Marcuse “el a priori tecnológico es un a priori político, en la medida en que la transformación de la naturaleza implica la del hombre y que las creaciones del hombre salen de y vuelven a entrar en un conjunto social. Cabe insistir todavía en que la maquinaria del universo tecnológico es ‘como tal’ indiferente a los fines políticos; puede revolucionar o retrasar una sociedad (…) sin embargo, cuando la técnica llega a ser la forma universal de la producción material, circunscribe toda una cultura, proyecta una totalidad histórica, un mundo”[2]. Una prueba contundente de esa relación entre lo tecnológico y lo político la apunta el filósofo José Luis Molinuevo, en La vida en tiempo real. La crisis de las utopías digitales (Biblioteca Nueva, 2006): “con motivo de los atentados en Londres de julio de 2005, se puso de relieve que algunos de los jóvenes islamistas habían recibido su educación más extrema a través de la Web” (p. 56). Del mismo modo, algunos ingenuos hablan de la “nueva libertad” de Second Life y espacios virtuales similares, sin apreciar, como bien ha recordado Gerfried Stocker, Director Artístico del Ars Electronica Center de Linz, “el control absoluto que Linden Lab –la compañía norteamericana que posee y gestiona Second Life– ejerce sobre todos y cada uno de los bytes y píxeles de sus tres millones y medio de usuarios”[3]. En realidad, como hemos intentado explicar en nuestro citado ensayo, el sustrato de Pangea y la auténtica raíz del éxito desmedido y global de la Red es su alto contenido económico, que por una vez ha aunado las voluntades de los anacrónicos Estados territoriales y de las dinámicas e implacables multinacionales empresariales, con la aquiescencia, sea por comodidad o desconocimiento, de los ciudadanos.
Por ser el medio electrónico, gracias al flujo constante de bytes[4], esencialmente fluido, hay una relación de continuidad entre todas las partes de Pangea, que se extiende a una nueva visión de lo técnico en relación con lo corporal y humano. Sophia de Mello escribió en El nombre de las cosas que “La civilización en la que estamos está tan equivocada / que en ella el pensamiento se desligó de la mano”. Si aún viviera la poeta portuguesa su angustia acabaría, porque parece que la tecnología está devolviendo al hombre a esa civilización donde la segunda mano técnica es también la primera: un estudio sobre el impacto de las tecnologías en los jóvenes publicado a finales de julio, encargado conjuntamente por Microsoft, Viacom, MTV y Nickelodeon, nada menos, llegaba a algunas conclusiones que deberían hacernos pensar, por ejemplo ésta: “Young people don't see ‘tech’ as a separate entity -it's an organic part of their lives”[5], según Andrew Davidson, vicepresidente de MTV. Este cambio brutal de percepción del entorno (lo tecnológico como orgánico, sin separación; lo digital entendido ya sin distinción como lo relativo a los dedos y a la instrumentación de medida de números, al mismo tiempo), es uno de los síntomas claros de ese nuevo mundo que es Pangea. Por cierto, que los publicistas de Coca-Cola, auténticos radares de cambios, emitían hace un poco un anuncio donde una chica tomaba la bebida y su brazo se convertía en una extremidad cyborg, bajo el lema “saca tu mano” (http://www.youtube.com/watch?v=phTuIEn3gAU). La metáfora apunta a un nuevo monismo, a través de la ampliación del concepto de cuerpo[6]. De la misma manera, nuestro mundo es ahora un planeta cyborg, recubierto de una carcasa metálica o digital, pero orgánica, formada por una red espinosa interminable, donde cada punta es un ordenador, que llega a varios miles de millones de hogares de la Tierra, a lo que hay que añadir la gran capa de edificios inteligentes, centros comerciales, espacios públicos cubiertos y homogeneizados por la digitalización y el aire acondicionado (lo que Rem Koolhaas llama el Junkspace, el “Espacio Basura”[7]). El resultado es una coraza metálico-electrónica que unas partes del planeta no existe más que en la delgada e invisible forma de la cobertura de los teléfonos móviles, pero que en otros sitios tiene consistencia matérica y una altura de muchas plantas.
Pero al cambio del espacio ha sucedido también un cambio de la percepción del tiempo. Uno de los gurús estéticos de Pangea, el ciberautor Mark Amerika, apunta en META/DATA. A Digital Poetics (2007) que el tiempo de la literatura digital es un “tiempo real asincrónico”, término que denomina “un indeterminado espacio de la mente que te hace parecer que vives en un permanente estado de jet-lag –un oscilante y antípoda ahora que desafía el ‘aquí, ahora y en todas partes’ mientras acoge la pasión de los momentos que te atraviesan cuando continuas creando tu obra en marcha online”[8]. Estas nuevas coordenadas dimensionales (o más bien su eliminación) están cambiando el arte y la literatura. El escritor pangeico Agustín Fernández Mallo apuntaba en mi blog Diario de Lecturas un frase que había hecho popular en un encuentro de narradores en Sevilla: “antes se creaba desde el conocimiento, y hoy creamos desde la información”, aclarándola de este sugerente modo: “O dicho de otra manera: antes el flujo energético era: desde la intimidad del autor (su erudición y sus psique, mito romántico) a la exterioridad de los lectores y la sociedad (la información). Un caso paradigmático sería Kafka. Y hoy el flujo sería en cierto modo inverso: desde la exterioridad de la información (publicidad, red, cine, etc.) a la interioridad del autor, que rehace a su antojo toda esa información que después devuelve transformada”. Es una forma de verlo; otra es pensar, como Marc Augé, que el conocimiento ha sido sustituido por el reconocimiento de la imagen[9]; una tercera es la visión del escritor mexicano Adrián Curiel Rivera, que imagina una distopía llamada “Urbarat 451” donde “las imágenes y la información indiscriminada habían sentado sus reales en la vitalidad del presente del hombre; se habían impuesto de una manera tan eficaz y apabullante sobre cualquier otra forma de comunicación y entendimiento que persistir en actitudes socialmente estériles, como la lectura de textos literarios constituía, además de una necedad intolerable (…) un retroceso histórico”[10]. Una cuarta mirada es la de autores como José Luis González Quirós y Karim Gherab Martín, quienes exponen en El templo del saber. Hacia la biblioteca digital universal (Ed. Deusto, 2006) que más que elegir entre información y conocimiento, la tecnología nos ha creado el problema de que asistimos a “la creación de un espacio lógico en el que coexistan todos los documentos que han sido escritos con voluntad de saber” (p. 9), lo que implica “plantear con nuevo vigor algunas de las preguntas esenciales en relación con qué es el conocimiento, cómo se organiza, cómo se refina y cómo se extiende” (Ibíd.). Lo que me interesa de estas visiones es que la de los escritores son tan sensatas y profundas como la de los filósofos, lo que implica que algo ha cambiado, y es que todos los involucrados activamente en Pangea saben que su interactividad, su acción y su preocupación (su preocupacción) sobre el tema, ayuda de cierta forma a conformarlo, porque las interpretaciones sobre algo que es a la vez realidad y simulacro son también parte de su esencia[11]. Quiero decir que en una era de muchedumbres electrónicas y votos instantáneos, la opinión cuenta a veces tanto como un antiguo poder de facto.
Estamos en un momento de cambio, lo que se advierte en ciertas resistencias incomprensibles. Cuando un dictador político, como el de Bielorrusia, y un conocido filósofo francés coinciden en que “hay que hacer descarrilar Internet” (Finkielkraut, Nous autres, les modernes), es que hay algo que provoca un colapso de la razón, una misreading o mala lectura o mal entendimiento de la naturaleza o de la profundidad de los fenómenos que están ocurriendo. Y otro dato que revela que nos encontramos en un momento de cambio es que los escritores han vuelto a las utopías negativas, como se aprecia en el cuento citado de Curiel Rivera, pero también en algunos textos de Jonathan Lethem, en Globalia (2004) de J.-C. Rufin, en el Cero absoluto (2005) de Javier Fernández, o en la reciente Entrevista a Mailer Daemon (2007) de Doménico Chiappe. La perspectiva no es nunca demasiado positiva en las distopías, pero Internet puede ser muchas cosas. Puede ser la “mercancía total” de la que hablaba Guy Debord, que debía regresar “fragmentariamente a un individuo fragmentado”[12], para cumplir su objetivo de mercado; también puede ser algo peligroso, pero es obvio que estamos ante un instrumento que tiene infinitas ventajas sobre sus inconvenientes; y el mero hecho de que algunos gobiernos, como el chino, el venezolano y ciertas agencias de inteligencia estadounidenses ejerzan un control más o menos directo de Internet debería convertirnos, casi instantáneamente, en sus valedores. Todo lo perseguido políticamente desde ciertas instancias tiene que ser democráticamente sano. Y también, desde una visión menos negativa, quizá la Red sea la consecución de un nuevo proyecto del saber occidental, quizá sea esa “red común del pensamiento” que Nietzsche preconizaba en El nacimiento de la tragedia. Hanna Arendt hablaba del “viejo sueño de la metafísica occidental, desde Parménides a Hegel, de un ámbito atemporal, no espacial, suprasensible, como la verdadera región del pensamiento” (De la historia a la acción). Quitémosle la referencia a lo suprasensible, sustituyámosla por inmaterial y tenemos ante nosotros un hermoso horizonte de posibilidades metafóricas.
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Notas
[1] “No existen este mundo y el otro. El arte no puede seguir reivindicando habitar una esfera autónoma, un dominio separado. Ni siquiera para argumentar la operación ‘superadora’ de su estatuto escindido. La clase de los objetos es única, todos ellos gozan del mismo calibrado y adolecen de la misma carencia ‘objetiva’ de fantasmalidad”; José Luis Brea, “Redefinición de las prácticas artísticas s.21”, Debats nº 84, “Lo virtual”, Valencia, primavera 2004, p. 69.
[2] Herbert Marcuse, El hombre unidimensional; Seix Barral, Barcelona, 1971, p. 181.
[3] Gerfried Stocker, “Del punk al mainstream”, en el catálogo Lab_Ciberespacios; LABoral Centro de Arte y Creación Industrial, Gijón, 2007, p. 15.
[4] Unidad mínima de almacenamiento digital, compuesta de 8 bites. El diccionario de la R.A.E. ha admitido esta definición bajo el término “octeto”, en su tercera acepción: “Carácter o unidad de información compuesto de ocho bites”.
[5] The New York Times, 24/07/2007. El mismo estudio citado antes mostraba que las tecnologías se integran en cada cultura de modo diferente (los chinos tienen de media 37 amigos on line a quienes nunca han visto, en Japón la libertad individual del teléfono móvil suple la escasez de espacio físico), y que las dos palabras más utilizadas por los jóvenes eran “descarga” y “quemar” (grabar en un CD). De modo que podemos decir que hemos pasado del Quemando cromo de William Gibson al “quemando policarbonato” de las promociones más jóvenes.
[6] “a comienzos de este siglo no advertimos en la vida cotidiana las escisiones planteadas por el anterior entre cultura tecnológica y vida (…) Y sin embargo, esto todavía no se ha trasladado al imaginario de nuestras sociedades tecnológicas, que en el arte y la literatura sigue manejando tópicos neobarrocos y posmodernos”; José Luis Molinuevo, La vida en tiempo real. La crisis de las utopías digitales; Biblioteca Nueva, Madrid, 2006, p. 28. En efecto: veamos cómo Fogwill sigue manejando conceptos pangeicos con criterios tardomodernos: “Es como si el espacio electromagnético de la telefonía, al excluir la realidad de los cuerpos y del espacio que los contiene, librara a las cosas de los efectos discursivos del mundo. Pero sin ellos, claro, ya no está el mundo y no siempre resulta fácil explicarse por qué a toda esta información sin mundo se le asigna más valor que al magma de las cosas y acontecimientos que componen el mundo”; Fogwill, Urbana, Mondadori, 2003, p. 131.
[7] R. Koolhaas, Espacio basura; Gustavo Gili, Barcelona, 2007.
[8] Mark Amerika, META/DATA. A Digital Poetics; MIT Press, Massachussets, 2007, p. 203.
[9] “La imagen puede ser el nuevo opio del pueblo. Vivimos en un mundo de reconocimiento, no de conocimiento. Se vive realmente a través de la pantalla. Los medios de comunicación deben ser objeto de educación, no sólo un canal de información. Sólo entiendes la manipulación de las imágenes al hacer una película. Hay que aprender a leer y a escribir y también a leer y a hacer imágenes”; Marc Augé, entrevistado por El País, 23/06/2007, p. 52.
[10] Adrián Curiel Rivera, “Urbarat 451”, en VVAA, Día de muertos. Antología del cuento mexicano; Plaza & Janés, Barcelona, 2001, p. 70.
[11] “No puede haber una estrategia de lo virtual porque ya sólo hay estrategia virtual”; Jean Baudrillard, “La impotencia de lo virtual”, Pantalla total; Anagrama, Barcelona, 2000, p. 75.
[12] G. Debord, La sociedad del espectáculo; Pre-Textos, Valencia, 2003, p. 55.
martes, 20 de noviembre de 2007
El futuro de la lectura ya ha llegado
jueves, 15 de noviembre de 2007
Muchos juegos para Nadie
[Si alguien quiere opinar sobre el artículo de Vicente Verdú, en Babelia, sobre nueva narrativa, pinche aquí y vaya al último comentario]
Javier Azpeitia
Nadie me mata; Tusquets, Barcelona, 2007
El periplo de Ulises, también conocido como Nadie por un episodio de la Odisea, se asoma a infinidad de obras posteriores, entre ellas al Polifemo gongorino, del que Azpeitia toma la cita de apertura de esta novela. En todas estas obras, así como en el conocido Ulysses joyceano, la figura de Odiseo es el prototipo del hombre que busca su personalidad, a través de una serie de viajes, físicos o mentales; así lo vieron Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración y un filólogo como Azpeitia conoce todas estas tradiciones y la continúa con Nadie me mata.
En esta novela, el autor de la singular Hipnos (1996), hace que el viaje de este Nadie, cuyo nombre ignoramos hasta el final tanto como él, sea un desplazamiento psíquico, más que espacial; el innominado y amnésico personaje está atrapado en su periplo de transmigraciones por diferentes cuerpos. El mutante que protagoniza esta curiosa novela va cambiando de cuerpo, va despertándose cada día en el cuerpo de una persona distinta, personificando siempre identidades relacionadas con un crimen entrevisto en las primeras páginas. Primero es un hombre, luego una mujer, luego un hombre, y así hasta seis transformaciones. Azpeitia complica el iter identitario con algunos retorcimientos, como las tradicionales figuras del doble gemelar (p. 26) y del doble esquizofrénico (Laura y su hermana invisible). Ejercicio práctico y teórico sobre la multiplicidad del sujeto posmoderno (tesis de Michel Maffesoli), Nadie me mata es una puesta en duda, a veces demasiado mística, por sus resonancias al alma y a extremos pitagóricos de continuación extravital de la existencia, de la identidad cartesiana y su identificación con una especie de construcción, que se va montando a lo largo del tiempo por y con los otros. “No sé quién soy”, se pregunta en cierto momento el personaje, para ser respondido muchas páginas después: “¿no deberías hacerte la pregunta en plural? ¿Quiénes somos?”. La identidad, según Delfine, uno de los personajes clave de la novela, es una ficción cuya carga es insoportable (p. 119), aunque para el personaje principal diríase que es peor aún el peso de la incertidumbre al despojarse de esa ficción.
Luis está preso en varios cuerpos en los que no deja huella, está acorralado en su pesadillesca cadena de transmigraciones o metempsicosis, sí, pero igualmente está encarcelado en una trama mayor, que se conoce sólo al final de la novela y que la relaciona con el mito del Uroboros y su eterno retorno temporal (cf. p. 117); una supertrama que ya no nos sorprende, que nos deja algo fríos porque, aunque todo está atado y bien atado, el metarrelato ya no es una técnica tan novedosa como para dejar en sus manos la resolución de una novela; en estos tiempos un artefacto novelesco debe descansar en algo más que en sí mismo, después de más de cien años de metaliteratura, desde aquellas primeras obras de Papini, de Unamuno, por no remontarnos aún más siglos atrás, hasta Sterne. En el momento metaliterario cumbre de la novela, el autor desliza algo parecido a una confesión: “poco a poco la realidad y la ficción suceden superpuestas aunque a distintas velocidades. Un momento excesivamente barroco, más patético que trágico. Dan ganas de apagar, pero hay que tener paciencia” (p. 246). El aplazamiento hasta el final de la narración nos hace ver que Azpeitia es un narrador con evidente oficio y olfato, pero que no ha sabido medir las posibilidades de este relato, que hubiera sido más eficaz cuanto más natural y despojado: con las variaciones arbitrarias de personalidad Nadie me mata era ya lo suficientemente inquietante, sin necesitar de una o varias estructuras espejeantes (el juego de la oca, el cine, y otra que silenciamos para no desvelar el final) por encima. El exceso retórico hace que todo nos suene a ya visto, a predecible, a forzado, a resuelto un poco en falso después de una añagaza cinematográfica que ya había despertado las peores sospechas del lector. Crónica de un desmayo anunciado, Nadie me mata se lee bien, es un relato cuidado y con buenos momentos, una intriga impecable, pero que cerramos con la amarga sensación de que se ha despreciado una notable idea inicial, una idea que demandaba de nosotros lo que Colerigde llamaba “la voluntaria suspensión de la credulidad”, algo que estábamos dispuestos a hacer, sí, pero no hasta suspender, además de nuestra natural suspicacia ante lo fantástico, el propio criterio de lo que es necesario en una narración.
viernes, 9 de noviembre de 2007
Cómo hacerse con (sólo) 500 libros
Siempre topamos con algo vital cuando sacamos un libro de una
estantería.
B. F. Skinner, Walden Dos
El escritor guatemalteco Augusto Monterroso tiene un breve y delicioso ensayo titulado De cómo me deshice de quinientos libros, donde expone las dificultades que tuvo para librarse de varios cientos de volúmenes que ocupaban inútilmente las estanterías. Escribe Monterroso: “de los varios miles de libros que poseo por inercia, apenas me atreví a eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran espiritualmente para mí, sino por el coeficiente de menor prestigio que los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar”. Monterroso corona el ensayo, incluido en el volumen recopilatorio La letra e, reconociendo que al final apenas se deshizo de veinte, porque le daba pena tirarlos y nadie quería los demás, de malos que eran. En estos momentos yo estoy pasando por un trance inverso, pero parecido: cómo se hace uno con quinientos libros, cómo escoge de todos sus miles de volúmenes los quinientos que decide llevar consigo a su nueva casa.
He ahí el verdadero canon. La selección final. He ahí la duda real, la duda metódica y cartesiana, el este o éste no hamletiano. Shakespeare: eres; a las cajas. Chesterton: no eres, o eres menos, ya vendré a por ti, o no, en un próximo viaje. El canon es así de injusto, jamás pensé que no me llevaría a Chesterton a una isla desierta, pero el caso es que tenía que escoger. ¿Acaso iba a dejar atrás a Lorca, o a Stevenson, o a Flaubert, por Chesterton? No. Ahí es donde te das cuenta, en esa situación límite en que el espacio de dos camisas son cuatro libros más, de la falta que te hacen los libros… que te hacen falta. Los malos, los que ya has leído y no volverías a leer, los que no te dicen ya nada, permanecen fríos, hibernando en los anaqueles; los buenos, los que necesitas contigo, van a la caja de mudanzas. Así se escribe la historia, así se hacen los cánones auténticos, los que cuentan, porque uno es –si es lector– los libros que se lleva consigo.
“Me metí el libro en el bolsillo. Puedo asegurarles que arrancarse de su lectura era como separarse del abrigo de una vieja y sólida amistad”; escribió Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas. Cuántos amigos se deja uno atrás, amigos verticales, serios en sus estantes; amigos dolidos, a los que no se puede llamar por teléfono para decirles que les echas de menos.
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sábado, 3 de noviembre de 2007
Banksy
El graffiti
Las novedades generan resistencia. Incluso a quienes las buscamos, es cierto. Pero hay que vencer esa resistencia y reconocer que, como decía Rimbaud, “las invenciones de lo desconocido exigen formas nuevas”.
Yo era resistente ante el grafitti, o grafito, que es como la Real Academia denomina al “letrero o dibujo circunstanciales, generalmente agresivos y de protesta, trazados sobre una pared u otra superficie resistente”. No entendía por qué Pablo García Casado le dedicaba artículos de prensa a “Cane”, un insistente grafitero cordobés. Veía esas formas gordas, onduladas e ilegibles pintadas en la pared como una muestra más de suciedad callejera, como formas de excrecencia pandémica de la personalidad de algunos que querían firmar hasta en la firma. Pero gradualmente me he dado cuenta de que hay dos clases de graffiti, el que no es más que explosión gamberra, y aquel que –sin dejar de serlo– demuestra además una auténtica vocación artística, un modo de intervención en la ciudad, para enseñarnos su otro lenguaje. El poeta Julio Espinosa acaba de publicar un poemario, NN (Gens, 2007), donde sugiere que dentro de las nuestras hay otras ciudades, y que: “sólo unos cuantos graffitis / embadurnando las paredes / dan cuenta / de este territorio / ajeno a toda estadística”.
Me pregunto cuántos escritores saldrían a escribir sus poemas a altas horas de la madrugada, escapando de la autoridad, si esa fuera su única vía de expresión. Los grafiteros son perseguidos por la policía, por las asociaciones de vecinos, por los vigilantes jurados, por los revisores de RENFE, por los tiempos. Son los únicos escritores que, en países democráticos, se juegan penas de multas y prisión por dejar su mensaje. Son los únicos artistas perseguidos, porque la ley no discrimina entre los mantas ensuciaparedes y los artistas del spray. Todos deben poner tierra por medio cuando alguien se acerca con una linterna, preguntando: “¿qué hacéis ahí?”. El graffitero es un artista del silencio, del bote de pintura, de la huida.
En Inglaterra hay algunos que venden por miles de libras sus piezas, como el desconocido Banksy, que parece ha podido ser fotografiado recientemente por un teléfono móvil. La situación lo dice todo sobre nuestro tiempo: un paseante anónimo consigue, gracias a un teléfono, lo que los periodistas y policías ingleses no habían logrado en lustros: encontrar al hombre que soltó en Disneylandia un globo con la forma de un preso de Guantánamo, al hombre que coge las líneas amarillas de aparcamiento y las continúa para hacer flores en las paredes, al hombre que hizo un Stonehenge alternativo con lavabos portátiles. Estamos en la edad de lo que huye. Por eso el futuro es del graffiti.
jueves, 1 de noviembre de 2007
Poéticas fragmentarias de Vicente Núñez
Vicente Núñez
Rojo y sepia; Visor, Madrid, 2007
El suicidio de las literaturas; e.d.a. libros, Benalmádena, 2003
Viaje al retorno; Huerga y Fierro, Madrid, 2000
Poesía; Diputación Provincial de Córdoba, 1988
Antología poética; Diputación Provincial de Málaga, Col. Puerta del Mar, 1987
Ocaso en Poley; Renacimiento, Sevilla, 1983
Poemas ancestrales; Calle del Aire, Sevilla, 1980
Cualquier aproximación a la obra de Vicente Núñez debe ser fragmentaria, porque ésa es su arquitectura. Pequeños poemas –salvo excepciones–, miles de aforismos, textos ensayísticos dispersos, aproximaciones críticas y lustros de silencio, tejiendo un mosaico –seguramente octogonal– escindido en teselas, como el título de su libro de 1985, Teselas para un mosaico. Una obra a medio camino entre el error[1] y el errar, presentada en esquirlas, como su hermana la lluvia, “tú, que vives llorando” (2007:25), como reza el poema de Rojo y sepia.
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Mi intención es hermanar lo habitualmente deshermanado; explicar la poética crítica de Vicente desde la lírica, y viceversa, porque no hay –a mi juicio– distancia. Todo poeta es crítico, sí, lo dijeron Vicente Gaos y Cernuda, pero eso implica también que ese crítico no es distanciado ni imparcial, y su propia poética se cierne sobre la mirada con que se lee. Lee desde sí, y desde esa subjetividad moral y estética arroja luz, como la lámpara de Abrahams, sobre la obra de los demás.
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Rojo y sepia: fulguración y recuerdo, carne y tiempo. En dos palabras, la poética de Núñez, incardinable dentro de la estética elegíaca, pero plena de carne, sangre, sudor y lágrimas en el acercamiento al amado, al cuerpo amado. Sepia por el color de las fotos antiguas, por la infancia, por el recuerdo de aquel muchacho, de aquel Antiguo muchacho, por decirlo con una expresión de Pablo García Baena, “que brincaba / sobre el césped, corriendo / desatado en la inmensa / pradera de mi vida” (2007:15).
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Bien, comencemos a hermanar: perspectiva crítica sobre los demás, y tono elegíaco: sería importante, entonces, ver cómo lee Núñez a los otros, pero sobre todo a los otros anteriores. Y, en efecto, aquí comienza a detectarse su singularidad. Escribe Miguel Casado: “su actitud ante la tradición es muy expresiva (…) Si obviamente –el virtuosismo rítmico, la retórica, la movilidad entre los grandes lugares heredados– la raíz está en la tradición española; el deseo se dirige con vehemencia a las otras, a las exteriores, como si la vida se cifrara en ellas (…) abismar el análisis de la vanguardia en la percepción verbal de lo barroco, para que se decanten –como se lee en el mismo poema de Ocaso en Poley– ‘nuestros versos de púrpura extranjera”[2]. Desde lo local, lo global, o lo universal, si preferimos el término. Obviamente, Núñez no es un posmoderno (con la plausible excepción de Teselas para un mosaico), pero sí es un adelantado a su tiempo; en su ensayo “El suicidio de las literaturas” hay referencias a Dior, a Hollywood, a referencias pop incrustadas en el discurso sin ruptura ni antagonismo estilístico. Sí, se podía ser universal desde Aguilar de la Frontera, y Núñez lee con mucho adelanto a profetas de la posmodernidad como Baudrillard o Foucault, algo que no muchos poetas de su tiempo –ni del posterior, añado– hacían o siquiera se planteaban hacer.
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Microfracturas, tensiones temporales, requiebros a la tradición y regates al futuro. Láminas de barroco mezcladas con rayaduras de futuro, rodajas de romanticismo salpimentadas con referencias pop. Así era, fragmentaria, medular, calidoscópica, la poética de Vicente Núñez. Un ojo puesto en las Epístolas latinas y otro en el ciberespacio; en el año 1999 Vicente está en un jurado que premia un libro de poemas íntegramente dedicado a Internet. Vicente mucho tiempo después con el autor, y le explica por teléfono que le había encantado el extrañamiento, la dislocación temporal y espacial que le había producido ese extraño viaje por la red. Nunca, ni antes ni después, he podido explicar mejor que él la sensación de la navegación internáutica. Yo, que soy el presunto experto en nuevas tecnologías, que era el joven autor de ese libro cibernético, era adelantado por la izquierda y a mil por hora por un hombre nacido en 1926, que volaba a lomos de un velador de bar ipagrense.
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Rojo y sepia. Carne y tiempo. En “Aquellos fundamentos” (1983:20) leemos: “cuando intenté de nuevo regresar a la vida / en la incierta penumbra del alba que venía, / sentí sobre mi carne, que aún estaba temblando, / el abrazo insondable y total de la muerte”. Carne temblando, carne trémula. Esta es una imagen muy frecuente en la obra de Vicente; carne que nos abre las puertas a una imagen muy significativa en su poesía: la del cuerpo del otro, del amante deseado, como un objeto afilado hacia el que se dirige, temblorosa y firme a la vez, la carne del poeta. En el poema “Síndrome de una noche de verano”, de Ocaso en Poley, leemos: “Temblando va mi carne hacia el desnudo enigma / que afila en sus alfanjes y los eleva lívidos (…) / Qué turbia está la noche sin mi sangre, qué turbia” (1983:39). En Rojo y sepia, confiesa: “qué aprendido tengo el temblor” (2007:27). Esa entrega al filo de la carne del poeta sorprende porque es tierna, porque es devota, el alma del yo poético se entrega sacrificialmente, como a un éxtasis místico: “todo en tu amor dolíame / como un puñal ardiendo” (1983:40); “un cuchillo me hendía del pavor de la muerte” (1983:19), o: “¡Si a víctima me alzaras / en la cruz de tus brazos (1983:21), donde se entiende el amor como una crucifixión en el cuerpo del otro, el amor como un martirio, con el que se gana el paraíso terrenal –no el teológico–, el de la dicha, el de la tierra de carne: “Oh límpido y amado don de tus ojos de oro / que atribuló mi vida de martirios dulcísimos. / De aquel trance, dos lágrimas hoy sangran resbalando / y doliendo” (1983:45). Dejando de lado la plausible explicación fálica de los objetos punzantes, hay que leer más allá, y entiendo que para Vicente es claro que ante el amor, el ser se presenta tembloroso y entregado: “Y tiemblo, / y vibro, y lloro. Porque / te quiero inmensamente todavía” (2007:33). Y en Teselas para un mosaico, escribía: “temblando yo en mi turno (…) / le arrebaté a Aretusa / el dulce beso tuyo” (1988:165).
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Sí, el amor corta. El amor pincha, tiene “sables” (1988:195), “arietes” y “lanceros” (1983:37), tiene espinas[3], y hacia él corre Vicente Núñez sabiendo –o sin saber– que va a doler antes y mientras, pero –también y sobre todo– después. Porque después hay algo peor que el dolor: la ausencia de dolor, por un lado, el no-sufrimiento que caracteriza a una vida inauténtica, vacía sin el duelo del amor; el recuerdo del dolor/amor pasado, por otro; esa vida en sepia que vuelve a cortar cuando su rojo sangre se contempla desde afuera, desde la distancia del tiempo[4]. Recordando un amor, escribe: “Sufro / una hebra de seda / y un perfume que araña” (2007:37).
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Miguel Casado ha edificado bien o, mejor, ha dispersado bien la estética fragmentaria de Vicente Núñez (Casado en 2000:20). Lo fragmentario es irregular, puntiagudo, espinoso, está astillado y por eso pincha. Lo explica el propio Vicente en un texto sobre Picasso: “la belleza no existe si no es trágica como el vientre destripado de un buitre. Los mitos sólo pueden consumarse desde el pellejo sumiso y graso de los sacrificios” (2003:181). El amante debe ofrecerse a lo punzante, debe convertirse en diana: “ya está herida la flecha, / y no tiene diana mi corazón” (2000:180), y su interior se fragmenta en cuchillos: “deshacía en cristales mi alma un solo nombre” (2000:56).
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Rojo y sepia. Sangre y sueño. Cuerpo y tiempo: “el poeta es como una suma de salidas y de regresos que cuajan en un decir misteriosamente nítido, un decir que rebasa incluso la experiencia para detenerse en el prodigio de la permanente transformación corporal. Todo se incorpora, pero todo vuelve a una consideración de la inestabilidad en el tiempo, a que el tiempo parece ser el único y absoluto sujeto de incorporación” (2003:110), escribe en una reseña sobre Emilio Prados, un poeta muy próximo a él y con cuyos sufrimientos tenía gran afinidad.
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La memoria también es punzante: “la memoria anclada en torres mías; / bien sabes tú que aquellas fueron frías / llagas de amor, de ocaso y de mordedura”, leemos en “Canto a Poley” (1987), dentro de Sonetos como pueblos (1989). Mucho antes, en Los días terrestres (1957) había escrito que la queja es “cómplice del recuerdo” (2000:60).
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Sepia: tiempo. Es interesante ver cómo desbroza Núñez el sistema elegíaco de Manuel Álvarez Ortega en Hombre de otro tiempo (1954), porque él está sumido en una lucha parecida. Dice del poeta y traductor cordobés que “pretende (…) producir un clima elegíaco basado en la discontinuidad de los sentimientos, provocados frente a un tiempo al que vienen demasiado estrechas las experiencias vitales del poeta” (2003:54). Y examinando el tema del amor y el olvido en la poesía de Cernuda, escribe: “el amor es una de las formas más extrañas de posesión del tiempo, de lo que éste contiene de plenitud, de logro y de estímulo para el ingreso en una forma tal de vida que pareciera sobrepasar todas las limitaciones de la condición humana” (2003:71).
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En su prólogo a los Poemas ancestrales de Vicente, escribía Pablo García Baena: “toma Vicente para estos poemas los temas del desván romántico: la cripta, las ruinas, los atardeceres, el molino árabe. Pero también el deseo, la alegría hímnica, el vino, el mural del verano y sus desnudos laten aún entre las humeantes cenizas de la autodestrucción” (Baena en 1980:9). Creo que en esa dicotomía (energía y autodestrucción, realidad y sueño, amor y muerte[5], carne y tiempo, rojo y sepia) se resolvió la vida de Vicente, y desde luego su obra. Pero me contento, quiero contentarme hoy al recordarle, pensando que toda esa memoria triste, esos versos sobre sepia de sus últimos lustros, se debían no a una tristeza tectónica y ancilar, sino a que había amado tanto y disfrutado hasta el extremo la existencia de tal manera, que cualquier recuerdo no podía ser más que melancólico. Para otros poetas se me ocurre que les viene bien la palabra muerte, pero para Vicente, para Vicente Núñez, no me imagino más que la vida.
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Notas.
[1] “Y al lector se le antoja que ésta pudiera ser la poética del mismo Vicente Núñez: la que se propone el exceso desde la ebullición del lenguaje, la que se recoge en la disidencia y disfruta el riesgo del error”; Miguel Casado, “Vicente Núñez: poética del exceso”, Los artículos de la polémica y otros ensayos; Biblioteca Nueva, Madrid, 2006, p. 65.
[2] M. Casado, “’Deriva’: sintaxis del deseo”, en V. Núñez, Viaje al retorno; Huerga y Fierro, Madrid, 2000, pp. 9-10.
[3] En unas extrañas “Coplas del amor y España”, escribe Núñez, variando sobre tema machadiano: “Con mi corazón dormía / la espina de una traición. / Logré despertarla un día: / ya sí siento el corazón” (1988:192).
[4] “La reflexión sobre la casuística amorosa y sobre el ser y destino del poeta son los dos temas fundamentales en quien, con la distancia temporal suficiente, se entrega a recapitular una vida orientada por el amor y la literatura”; Guillermo Carnero, “Vicente Núñez, o el reino de este mundo”, en V. Núñez, Poesía; Diputación Provincial de Córdoba, 1988, p. 13.
[5] Este y otros juegos de pares conceptuales en la poesía de Núñez son señalados por Rafael Ballesteros en “Notas a la poesía de Vicente Núñez” (1987:14).
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