Previa
No sé si últimamente me complico demasiado la vida con las reseñas. Para hacer ésta he leído –antes, durante y después de la lectura de Derrumbe–: No Country for old Men, de Cormac McCarthy y La noche feroz (KRK, Oviedo, 2006), del propio Menéndez Salmón (RMS en adelante); he terminado Gritar (Lengua de Trapo, Madrid, 2007), que tenía a medias, he releído La ofensa (Seix Barral, 2007) y partes de Los demonios de Dostoievski y de El corazón de las tinieblas de Conrad. El motivo de leer a McCarthy es, obviamente, que es considerado como el continuador de lo que Faulkner empezara y tiene al mal como eje de su narrativa; parejos eje y maestro tiene RMS, por lo que creo que hay varios puntos de enlace entre sus obras.
Habrá quien se pregunte: ¿merece la pena leer y releer tanto para hacer la reseña de un solo libro y, en concreto, para reseñar éste? La respuesta, en el primer caso, es sí, por supuesto. Releer y leer cosas nuevas siempre merece la pena, es un ejercicio valioso en sí mismo. Además, lo bueno de releer es que se descubren cosas curiosas. El episodio de la visita al circo en Derrumbe y la llamada nocturna equivocada (pp. 99-105) estaban en Gritar, reunidos como relato bajo el significativo título de “El terror”.
La respuesta a la segunda pregunta, si ha merecido o no la pena hacerlo para esta novela de RMS, supongo que se deducirá de lo que viene a continuación.
Obertura
Reconozco que mi lado de crítico malvado (de vez en cuando me sale) sonrió al leer que la nueva novela de Ricardo Menéndez Salmón iba a versar sobre un asesino en serie. ¿Tu quoque, fili mi?, pregunté para nadie, ¿también tú vas a venderte al mercado, como han hecho algunos de tus mayores, vas a traicionar tu leyenda de autor exigente por conservar las inesperadas ventas masivas? El miedo se arrastró aún cuando en las dos primeras páginas el planteamiento recordaba al de un capítulo de CSI (antes de la primera pausa publicitaria, presenciar un hecho violento y conocer el modus operandi del criminal). Pero no, falsa alarma, por fortuna. A las pocas páginas se reconoce al autor de La ofensa y comienza la larga serie de pistas que hacen de este libro un ahondamiento en los temas favoritos de RMS: la inutilidad del conocimiento para la mejora de la vida social (y acaso personal) y la consideración del mal como el elemento más definitorio de lo humano. Aprovecho para decir que Derrumbe me parece una novela mucho más ambiciosa y sólida que La ofensa.
Conrad – Kurt / Kurtz – el horror
El mal es su propia expectativa.
Mortenblau
Uno de los símbolos más añejos del conocimiento lo presenta como un viaje. El viaje es la metáfora que sustenta la Bildungsroman o novela de aprendizaje (de construcción, según la raíz alemana), y es la imagen preferida también de RMS. Kurt, el protagonista de La ofensa, es descrito “en su viaje hacia el corazón de la nada” (La ofensa, p. 76). Manila, el sentencioso detective de Derrumbe, determina: “Estamos tratando del Mal, con mayúscula. Una de las palabras más cortas; uno de los viajes más largos” (p. 34). Los protagonistas de los libros de RMS llevan a cabo viajes circulares al abismo de sí mismos, al conocimiento consistente en el no-conocimiento, en el aprendizaje no de la decepción, sino de la incertidumbre. Esperan llegar a la sabiduría de Rousseau o Kant, que ven al hombre como el Buen Salvaje, como un ser probo, ético y responsable, que lleva la ley moral en su corazón bajo el cielo estrellado, y acaban viendo al mal absoluto, al horror total del hombre en un viaje –más conradiano o de Dostoievski que de Céline– al fin de la noche.
RMS comparte una convicción con Hobbes, Joseph Conrad o J. G. Ballard, entre otros: el corazón del hombre (o su interior psicológico, o su alma, o su inconsciente; opte cada cual por el concepto con que se sienta más cómodo) es el lugar del horror. En cada uno de nosotros, según este pesimismo antropológico, hay un animal atávico y terrible, cuyo apetito[1] es capaz de las peores cosas. Del mismo modo que el Kurtz de El corazón de las tinieblas, “Kurt descubrió el reverso (…) de aquel horror padecido diez meses atrás hasta aceptar que pavor y fiereza no tienen patria, y que anidan en todos los corazones por igual: franceses, alemanes, rusos, americanos, japoneses, españoles, qué más da, es la sucia materia del hombre la que está sobre la balanza, su corrupción, su vileza, su arrogancia de animal idólatra, no su patronímico ni su credo ni sus gustos culinarios” (La ofensa, p. 89). El Kurtz de Conrad muere, en la versión cinematográfica de Coppola, con la palabra horror en los labios; para RMS “nada deja tanta huella como el aprendizaje del horror” (La noche feroz, p. 30). Creo que la homofonía de los nombres no es casual, desde luego. Pero el pesimismo no ha decaído en Derrumbe, más bien todo lo contrario, como puede verse en esta excelente y conradiana frase: “fue como si Valdivia ya pudiera adivinar [en su hija] el implacable rostro de la gran bestia mostrando su cadavérico señuelo, la voz de la sangre y la tiniebla, el perro carnicero que, huesos adentro, a todos habitaba y consumía” (p. 111). Recordemos la cita de Dostoievski que abre la novela: “el terror es la maldición del hombre”. O el hombre mismo.
Roberto Bolaño escribía en Estrella distante que su personaje Carlos Weider “encarnaba el mal casi absoluto”. En la última literatura es frecuente que esta descripción coincida siempre con los oficiales nazis del Holocausto o con el retrato de las personas que generan, sostienen o ayudan a dictaduras militares en Latinoamérica, como el caso de Weider. Frente a esa dimensión, más política o comprometida, según casos, RMS opta por un modelo psicológico, individual, de portador del mal, que actúa solo pero que, en realidad, encarna todo el mal sociológico de la época, el criminal soterrado que la agresiva sociedad capitalista, basada en un modelo competencial de superviviente que se presenta como el rol básico a desempeñar. También es interesante traer a colación otra frase de Bolaño, ensayística esta vez: en un artículo de Entre paréntesis escribe que “el crimen parece ser el símbolo del siglo XX”; RMS parece entender que también lo será del XXI. Entremos en el examen de ese individuo epítome del terror, de ese aleph del mal absoluto.
Asesinos en serie: posibles modelos
La mañana hacía pensar en el decorado de una película de terror. (…) El fantasma de Jack el Destripador sesteaba en cada esquina.
RMS, La ofensa
“Monstruo es una palabra gastada” (p. 32), dice en Derrumbe uno de los personajes, y tiene mucha razón; nuestro imaginario de los malvados está tan saturado que es difícil crear un asesino original y creíble; ni siquiera la realidad suele superar a la ficción, en estos casos. Decenas de años de cine policíaco y novela negro, primero, y de archivillanos y asesinos en serie después, de El estrangulador de Boston a Natural Born Killers o Seven, pasando incluso por teleseries como Dexter, nos han dejado sin imaginación.
Por ello, ciertos aspectos utilizados por RMS para su psicópata en Derrumbe (no es el primer psicópata que hay en su obra[2], por cierto) nos recuerdan, inevitablemente, a otros. En Henry, retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, John McNaughton, 1986), el asesino recomienda a su nuevo cómplice no repetir ni lugar ni manera de asesinato, para que la policía no pueda seguir el rastro ni establecer un perfil psicológico. En el caso del asesino de Derrumbe, “el instrumental del horror era amplísimo: navajas para rasurar el vello púbico, corbatas para estrangular, una Star del calibre 9, un bote de ácido para desfigurar un rostro, un hacha para decapitar” (pp. 27-28). En El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991), el asesino deja larvas de insectos en la boca de los cadáveres; aquí el psicópata “introdujo bajo la lengua del cadáver el homenaje de una mariposa viva” (p. 36). La relación que tiene Mortenblau (tal es su nombre) con su madre recuerda a la de Sylar, el archivillano de la exitosa serie Héroes, con la suya. Pero quizá el mayor parecido sea con el Chigurh de No Country for old Men, de McCarthy. En primer lugar, el hecho de que la fisonomía del asesino no sea clara, de que no haya un retrato definido del mismo, de modo que el lector pueda ampararse en un retrato imaginario. Por otro lado, como vio agudamente la crítica del Guardian Adam Mars-Jones[3], Chigurh es un esteta, un “artista” de la muerte, que estudia cuidadosamente a las víctimas y genera un escenario para cada ejecución, amén de intentar ser “original” (palabra que utiliza uno de los policías al ver cómo ha matado Mortenblau a una mujer con una pelota de golf). Manila se sorprende ante la palabra utilizada por su compañero: “Manila sopesó la originalidad como concepto. En arte, se solía considerar una de las marcas del genio” (p. 29). De eso se trata, de una deliberada actitud estética, tanto en el psicópata de McCarthy como en el de RMS.
El protector
Frente a la figura del archivillano, nos encontramos que cada vez aparece más depauperada la figura de su antítesis, del personaje anticlimático que debería ser el detective, el policía. Los asesinos, sobre todos los psicópatas, son personas inteligentes y brillantes (vgr., el John Doe de Seven, la película de David Fincher, que es un superdotado que además escribe, como el de RMS), son admirables y cultos[4]; el desafuero llega a su extremo en la serie televisiva Dexter, donde el asesino en serie es una persona… entrañable. Frente a su poderío simbólico, el policía suele ser un inepto, un perdedor, alguien quizá brillante pero patético. Como suele decir el filósofo José Luis Molinuevo, la representación icónica del mal siempre suele ser más potente que la del bien. Los malos son bellos, arrolladores, visten de primera marca, como el Bateman de American Psycho (Bret Easton Ellis, 1991; novela vertida al cine en 2000 por Mary Harron), o llevan uniformes de gran impacto visual. En el cine, sobre todo, su puesta en escena es mucho más elaborada y contundente que la del pobre policía que intenta detenerle, normalmente el estereotipo de policía perdedor, divorciado, al borde del alcoholismo y decepcionado con el sistema. Algunos agentes de policía descritos por RMS están descritos con un asco y una prevención (ver pp. 151-153) que choca frente al cariño o el cuidado con que se describe al propio asesino. Como explica Edmundo Paz Soldán, hablando de los detectives de Bolaño, pero en términos que podemos extrapolar a los detectives que se oponen a los serial killers, “no hay ninguna nostalgia por los detectives tradicionales del género (…) Esas figuras, que servían para dar fe de la inteligibilidad del universo y de la autoridad de la razón para desbrozar el caos en torno nuestro, existen ahora para decirnos que la razón ha sido derrotada, y para articular una reflexión existencialista en que el mundo se revela sin sentido”[5]. Parece estar hablando, también, de la novela de RMS, donde la concepción es exactamente la misma, lo que podría animar –aunque no es este el lugar de hacerlo– a hablar de un Angst epocal, de una cosmovisión negativa sobre las posibilidades de la razón y el orden que une a una multitud de escritores en diversas partes del mundo: sin dificultad podríamos extender estos razonamientos a escritores como Chabon, Franzen (clarísima esta actitud en su Ciudad 27, 1988), Roncagliolo, Ellroy, Lorenzo Silva, Ballard, Villoro, Fuguet, Egolf, DeLillo, el citado McCarthy y un inacabable etcétera.
El detective, por tanto, se configura como la propuesta triste y humana ante la evidencia de la inhumanidad brillante y excepcional, creativa en su destrucción, germinadora en su actitud extintiva, del psicópata. En ese sentido, también Manila tiene paralelismos con el detective Bell de No Country for old Men; aunque Manila no es un geezer, es más joven, también contempla con distancia el mal, reflexiona gravemente sobre él, y asistimos al relato de sus sueños nocturnos. Ambos están acabados, uno por viejo y otro por otros motivos. La postura de Bell no es muy diferente de la del Bartleby de Melville, o quizá es más negativa: no actúa porque no quiera, sino porque piensa que, filosóficamente, no se puede hacer nada contra un mal de esa naturaleza: “you aint goin to do nothing about it. That´s what you’re goin to do”[6]. La humanidad devastada de ambos es el punto emotivo de enlace con el lector.
Pasadizos entre Derrumbe y otras obras de RMS
1)
“no pudo evitar una punzada de vergüenza al contemplar a su familia varada allí con sus pequeños fracasos, sus pequeños anhelos y sus pequeños miedos, como extraños que no lo estuvieran despidiendo a él, sino a su doble, a su sosia, a un usurpador vestido con un traje de buen paño que no le sentaba del todo mal” (
La ofensa; p. 24).
“aquel que fue junto a él, bajo él, en él, sobre él; su exacto reflejo, su doble, su sosia, la forma irresoluble de ese acertijo que llaman vida” (
Derrumbe; p. 26).
2)
El alma, hasta hoy, nadie la ha visto. (
La noche feroz, p. 26).
(…) pueden seguir pronunciando palabras como
alma (…) (La ofensa, p. 56).
Manila aún no se atrevía a emplear la palabra
alma. (
Derrumbe, p. 47)
3)
El león, que sonreía de forma casi imperceptible, menos solemne que irónico, heredero de la vieja y mayestática Esfinge, parecía demandar de Kurt una respuesta urgente. (
La ofensa, p. 114).
Al volver a mirar el televisor descubrió al león erguido delante de los tres muchachos (…) Y lo miraba a él. Buscaba sus ojos con una larvada promesa de ferocidad” (
Derrumbe, p. 142).
4)
porque, al fin y al cabo, aunque parezca poca cosa, un nombre es lo que somos (
La ofensa, p. 92).
todos estaban desnudos bajo su nombre (…) porque prestado era el nombre que llevaban (
Derrumbe, p. 108)
5)
y las estrellas allá arriba, ajenas, sin astucia, bólidos fríos (
La noche feroz, p. 81).
admiró el discurrir de aquellos bólidos fríos, ajenos a la angustia humana (
Derrumbe, p. 47)
6)
Los siameses pigópagos de Nairobi agonizan (
Gritar, p. 22)
Los tres amigos llevaban días leyendo en la prensa y oyendo en la televisión que los siameses pigópagos agonizaban (
Derrumbe, p. 84).
Lucha contra el hiperconsumo
Derrumbe, no sé si conscientemente o no, tiene también elementos de contacto con Fight Club (El club de la lucha), la novela de Palahniuk publicada en 1996 y llevada paroxísticamente a la gran pantalla por David Fincher en 1999. La segunda parte de Derrumbe abandona el tema del psicópata por el del terrorista, encarnado esta vez en un grupo de tres chicos, autodenominados Los Arrancadores, y que actúan contra el exceso hiperconsumista de la sociedad (como luchan los jóvenes de El club de la lucha contra las compañías de crédito, encabezados por el anarcoide Durden). Mientras que el protagonista bipolar de El club de la lucha quiere abandonar su vida, alterada por el consumismo obsesivo para decorar su casa (“nesting instinct”[7], sintetiza Palahniuk), los tres terroristas de Derrumbe “pensaron en Corporama como en un insulto de la abundancia y se amotinaron. El exceso los inspiró en el terror. El hartazgo los enardeció” (p. 77). El filósofo César Rendueles ha estudiado recientemente la trama de la versión cinematográfica de Fight Club, esclareciendo esa lucha contra el exceso hiperconsumista, y relacionándola con la obra de J. G. Ballard, especialmente con Rascacielos[8]. RMS tiende sus puentes más bien al protagonista de Los demonios, de Dostoievski, novela donde, como es sabido, se narra (de una forma casi naïf, como apuntó Borges con acierto), un caso de terrorismo perpetrado por un grupo ruso de idealistas de izquierda[9]. El hecho, como recuerda Moisés Mori, estaba basado en un atentado real, donde Iván Ivanov había muerto a manos del grupo liderado por Nechaev (trasunto del Verhovenski de Los demonios)[10], y para Dostoievski, tan religioso, tanto mal sólo podía concebirse si los terroristas tenían un diablo en su interior. También aluden los tres terroristas de Derrumbe a La condición humana, sin esclarecer (en un buen detalle intelectual) si la referencia es a la novela procomunista, ma non troppo (Vargas Llosa dixit) de Malraux, o al ensayo de Hanna Arendt; suponemos que por la condición de estudiantes de Filosofía de los jóvenes (p. 79) se hace al segundo, pero quién sabe, mejor dejar ciertas cosas en una sabia indefinición.
La cuestión es que los tres jóvenes “descubrieron, casi sin darse cuenta, la fascinación de la violencia” (p. 80), como le había pasado también al Kurt de La ofensa: “un poco de aquel sentimiento viril de posesión y ruptura, de violación infinita que parecía adueñarse de los roncos gritos de estímulo de sus compatriotas, le hizo sentir en el pecho un atisbo de esa calidez que según las crónicas antiguas embarga a los conquistadores en el ejercicio de sus empeños y afanes” (p. 41). Del mismo modo que Kurt es un soldado sin mucho ardor guerrero, “la cólera que les procuraba la sociedad, la estulticia, la decadencia de su época” es “un móvil laxo” (Derrumbe, p. 80) para los tres jóvenes. Pero, a pesar de todo, Kurt combate y ellos llevan a cabo actos terroristas. Puede que el autor quiera decir con esto que la fascinación interior que la violencia procura, sobre todo a los jóvenes, genera la abundancia de violencia gratuita que ellos mismos producen o la que consumen, vía libros, películas o videojuegos. En este caso, su odio a la sociedad en la que viven (Promenadia, que ya estaba en otras obras de RMS como La noche feroz, y que es, ahora más que nunca, Gijón[11]) les hace elegir rápidamente la palabra que van a utilizar como mantra, terror: “les pareció una palabra tan redonda, tan viril, tan diáfana como un dardo de luz en el agua de un pozo” (p. 81).
Hay que hacer notar que, si no me equivoco, Derrumbe es la primera novela española que introduce una variante no territorial del terrorismo. Como explicaba Julián Jiménez Heffernan en un ensayo sobre la novelística española que toca el tema, los propósitos ideológicos que mueven las historias centradas en el terrorismo patrio acuden siempre a la relación de éste con la tierra, con el terruño localista y heideggeriano a defender[12]. Así, desde luego, funcionan las novelas estudiadas por Heffernan (La cuadratura del círculo, de Pombo; Momentos decisivos, de Félix de Azúa, y Volver al mundo, de González Sainz); pero también funcionan con esa lógica novelas posteriores que abordan el tema, como La fiesta del asno, de Juan Francisco Ferré, o España, de Manuel Vilas, por no hablar de los relatos de Iban Zaldua. Sólo se me ocurre, como posible antecedente de terrorismo no vinculado a la tierra (aunque sí vinculado a lo atávico, a las costumbres de la tierra), a Sapo, el terrorista que combate contra la Semana Santa sevillana en Nadie conoce a nadie (1996), de Juan Bonilla. Pero la trama terrorista de Derrumbe es, hasta donde conozco, una novedad, sustentada única y exclusivamente en la lucha contra el ultracapitalismo, una descripción de un terrorismo global –antiglobalizador, suponemos–, metafísico, en el sentido de más allá de la tierra concreta.
Desconsolatione philosophiae
La verdadera significación de un crimen está en su condición de ruptura de la fe
con la comunidad humana.
Joseph Conrad, Lord Jim
En un artículo titulado “Filosofía. Desconsolatione philosophiae”, Javier Muguerza pone en crisis el concepto de la materia y, retorciendo el quizá ingenuo título de Boecio (480-526), plantea el fracaso de la razón[13] y hace del autocuestionamiento de la propia Filosofía y del concepto de realidad (íbidem, p. 181) la clave del proceso intelectual, intentando evitar, sin conseguirlo, parecer pesimista al respecto. Menéndez Salmón, a mi juicio (y como yo mismo), vive en similar dicotomía: ama la Filosofía, pero duda de que ésta sea capaz de dar respuestas a sus/las preguntas fundamentales. “Nadie, ni siquiera el filósofo más sutil, ha podido encontrar un sentido preciso a ese absurdo que es la voluntad humana” (La ofensa, p. 109). En Derrumbe asistimos a este diálogo:
-Es como la vida. –dijo Manila.
-Como la vida. –Repitió el Inspector.
-El sentido de la vida es su carencia.
-Entiendo. Es usted filósofo.
-A ratos. (p. 21)
Un filósofo que sostiene que no hay sentido, sino carencia del mismo, es evidentemente un filósofo muy autocrítico, muy consciente de la inutilidad estructural de hacerse las grandes preguntas. “No encontraba consuelo; no encontraba sentido; no encontraba sino un frío atroz” (La ofensa, p. 53). Para sus personajes, lo divino no existe, lo humano demiúrgico tampoco y estamos, pura y simplemente, en manos del azar: “comprendió que el asombro, al fin y al cabo, es una categoría de lo cotidiano, y que sólo hay un dios, el azar, y que sólo existe una religión, la casualidad, y que cualquier otra interpretación de la vida y de sus accidentes no sólo está abocada al fracaso, sino que condena a la más absoluta ceguera” (La ofensa, p. 132). “¿Es esto lo que aquí se dirime? ¿Una cuestión de orden? (…) Un accidente. Una fatalidad. ‘El rostro del azar es ciego y voluptuoso’. ¿Un versículo? ¿Un epigrama? ¿Un consejo paterno? ¿Lo dijo el oráculo de Delfos, un novelista contemporáneo, una galletita china de la suerte?” (Derrumbe, p. 34). La filosofía, los treinta siglos de sabiduría humana, incapaces de explicar el sentido de la violencia[14]. El hombre azotado por las oscuras fuerzas del caos. Un sistema en que la Filosofía no da consuelo; un mundo como lugar shakespeariano, lleno de ruido y furia: “dedujo que el mundo era un lugar extraño, confuso y lleno de recovecos en los que la vida y la muerte jugaban una partida obscena” (Derrumbe, p. 17); “el mundo era un teatro de soflamas y ruido” (La ofensa, p. 28); “el mundo se estaba transformando en algo parecido a la balsa de la Medusa” (Derrumbe, p. 43; aprovecho para decir que el mundo no sería tan malo si de verdad fuera tan fácil encontrar policías que conocieran el cuadro de Géricault), y podemos encontrar más manifestaciones del mismo tenor en otros lugares de la obra de RMS[15].
Cierre
Puede que sorprenda a muchos que alguien con educación literaria clásica, formado e interesado primordialmente en los grandes nombres del XIX y principios del XX, también guste del fragmento como forma constructiva. Puede que sorprenda a muchos que un novelista que no pocos etiquetan como no-mutante o como anti-mutante (dependiendo del grado de odio o recelo contra este grupo), sea tan tecnológico, mediático y científico como lo es RMS[16]. A mí no me sorprende. Lo vengo diciendo: así es el mundo que nos rodea, científico, hipertecnificado, casi convertido en simulacro (una palabra frecuente en el léxico de RMS) por la acción de los mass media y las nuevas formas de conocimiento (excelente la reflexión sobre los parques temáticos, que convierte a RMS en un George Saunders serio), un mundo donde la información nos llega fragmentariamente, de forma sincopada y trunca, como en pastillas. RMS es un escritor inteligente, y consciente por ello de que hacer hoy una novela a la decimonónica, con capítulos muy largos, sólo tiene cabida (salvo ciertas excepciones) en una novela de ciencia ficción, porque la realidad, hoy, es ya otra cosa.
Como muchas otras veces en su obra, el cierre de Derrumbe es circular. En La ofensa, Kurt muere al volver al lugar del horror. Pero ya se había advertido antes, en cierto punto de la novela: “si pudiésemos admirar el dibujo de los pasos de un hombre (…) nos sorprendería descubrir que, tras tantas idas y venidas, tras tantas tentativas de viaje, a menudo el final de trayecto conduce a un lugar no muy alejado del punto de partida” (La ofensa, pp. 109-110). La figura del Uroboros está siempre presente en la narración, sobre todo en lo que tiene la figura mitológica de dentellada a sí misma. Hay retornos, sí, tan eternos como indefectiblemente violentos. Hay una secuencia inacabable de terrores, como si la vida fuese pasar de una situación terrible a otra. El “derrumbe” del que habla la novela es, a mi juicio, el de nuestra civilización, que espolea por su civismo impuesto (la idea es de Ballard) y ultratranquilizador al animal salvaje que llevamos dentro. Uno de los escasos personajes humanos y con sentido común de este libro, la madre de Vera, sentencia al volver una noche a su casa: “vivimos en Bizancio”. La caída del hombre a la existencia desolada, cruel y cainita; la debacle de los dioses y los valores, y el derrumbe de la civilización occidental a manos de sí misma, son los temas de esta novela terrible, que consolida a Ricardo Menéndez Salmón como uno de los autores más sólidos, profundos e interesantes de nuestros días.
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Notas
[1] Es muy significativa la cita de Spinoza que abre la muy faulkneriana novela de RMS La noche feroz: “(…) y lo que se llama ‘causa final’ no es otra cosa que el apetito humano mismo, en cuanto considerado como el principio o la causa primera de alguna cosa”. Esta novela me ha recordado mucho, por varios motivos, a La noche del cazador, de David Grubb.
[2] Está también el José Mendoza de “El placer de los extraños”, en Gritar.
[3] http://books.guardian.co.uk/reviews/generalfiction/0,,1635183,00.html.
[4] Como los oficiales nazis retratados por Steiner, Litell y Vollmann, el asesino es un hombre culto, que lee a Montaigne, Huysmans y Kafka (Derrumbe, p. 45). Este tópico del “mal culto” es abordado en la propia novela: “Manila (…) pensó en la belleza. En su inutilidad frente al mal. Cimabue vencido por Gilles de Rais. Beethoven pisoteado por Hitler en Auschwitz. Versos de Rimbaud abrasados en Hiroshima. El aria final de las Variaciones Goldberg no le trajo calma” (Derrumbe, p. 27). También es curioso pensar, en La noche feroz, la relación entre el grado de cultura del asesino respecto al entorno.
[5] Edmundo Paz Soldán, “Roberto Bolaño: Literatura y apocalipsis”, PRL. Primera Revista Latinoamericana de Libros; septiembre / noviembre 2007, p. 4.
[6] Cormac McCarthy, No Country for old Men; Vintage Books, New York, 2006, p. 160.
[7] La expresión de Palahniuk alude, oblicua e inteligentemente, al síndrome del nido que sienten algunos mamíferos (incluidas algunas mujeres embarazadas) de preparar una casa para la criatura en gestación. En el caso de las madres, surge al quinto mes de embarazo.
[8] César Rendueles, “En la lucha final”, en S. Zizek, Jorge Alemán y César Rendueles, Arte, ideología y capitalismo; Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2008, pp. 85-86.
[9] Los demonios es una referencia constante en la obra de RMS. Una de sus frases abre Derrumbe, y el profesor Homero, de La noche feroz, la tiene siempre sobre la mesa de su escuela (p. 31).
[10] M. Mori, Estampas rusas. Un álbum de Ivan Turgueniev; KRK, Oviedo, 2007, p. 209.
[11] Así lo ha reconocido, sin ambages, el propio autor en una entrevista en El comercio, 22/04/2008.
[12] Julián Jiménez Heffernan, “Tierra: Terror: Error. Tres crónicas de heroísmo errado”, De Mostración. Ensayos sobre descompensación narrativa; Antonio Machado Libros, Madrid, 2007.
[13] J. Muguerza, “Filosofía. De inconsolatione philosophiae”, en Miguel Ángel Quintanilla (ed.): Diccionario de filosofía contemporánea; Editorial Sígueme, Salamanca, 1984, p. 167.
[14] “De todos los placeres que conoce el hombre, ninguno mayor que el de causar dolor (…) Y el hecho de que los filósofos no hayan encontrado todavía una razón convincente, decisiva, irrefutable, para justificar esa característica de la naturaleza humana, es uno de los misterios más hondos que existen” (La noche feroz, p. 57).
[15] “Lo que comprendí de forma diáfana, como si hasta entonces mis ojos hubieran vivido ocultos tras unas gafas mal graduadas es que, si se observa con atención, el mundo es un lugar tan extraño que hemos de corregir nuestra mirada de modo constante para que el terror no nos invada en la mesa del desayuno, en las reuniones de trabajo o mientras practicamos el sexo una vez por semana”; Ricardo Menéndez Salmón, “La vida en llamas”; Gritar; Lengua de Trapo, Madrid, 2007, p. 15. “Hasta la más pedestre filosofía enseña que la vida se parece más a un cuadro de El Bosco que a un bucólico desayuno sobre la hierba” (La ofensa; pp. 29-30).
[16] De la recepción de una tecnología de la comunicación, la primera proyección de cine de la historia, se habla en el relato “Las noches de la condesa Bruni”, de Gritar, y en La ofensa.