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¿Por qué no dejar pasar lo que hemos vivido, por qué tener que escribirlo?
Patricia de Souza
La memoria es un barco que se hunde y que exige una continua disciplina de rescate.
Ismael Grasa, De Madrid al cielo
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1. Tom McCarthy describe en Remainder (Residuos; Lengua de Trapo, Madrid, 2007), excelente novela de la que hablamos en este blog en su momento, cómo una persona que ha devenido millonaria decide rescatar un déjà vu y reconstruir en un edificio londinense un instante, una sensación, vivida muchos años atrás. Millones de libras, varios turnos de albaniles, grupos de actores y un equipo decolaboradores son puestos al servicio de este capricho recreativo que encuentra su segunda parte en la reconstrucción de otro instante, en este caso el atraco de una entidad bancaria. El protagonista dice en un momento dado: “¿Por qué había decidido trasladar la re-creación del robo al banco mismo? Por la misma razón que había hecho todo lo que había hecho (…): para ser real; para volverme fluido, natural, para cortar el desvío que nos aleja de la ruta fundamental de los sucesos, impidiéndonos tocar su esencia” (p. 266).
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2. Patricia de Souza, Tristán; Altazor, Lima, 2010.
La narradora que cuenta en primera persona la historia de Tristán elabora un ejercicio de recuperación de memoria que a veces parece el exorcismo de una antigua relación amorosa con un joven llamado Tristán, a veces una extrema necesidad vital de recordar y a veces un ejercicio literario de memoria dirigido a la perduración: “mi amor por él, me ha demostrado mi necesidad, mi deseo de trascender, la duración del tiempo y su extinción” (p. 61). A medio camino de varios géneros, entre lo autoficcional, lo ficcional (así parece deducirse del final de la primera parte) y lo autobiográfico, Patricia de Souza (Cora Cora, Perú, 1964) intenta en realidad reconstruirse por oposición (“no sé construir si no es por oposición”, p. 81), enfrentándose al reflejo del amor perdido, estableciendo a su través la propia identidad. En la parte final la autora confiesa la labor de muro de carga que la presencia masculina ha tenido en su trayectoria personal, y por ello no es raro que Tristán, esa figura que parece en parte real y en parte fabulada sea el hilo conductor de la reconfiguración memorial.
El libro es también, por otro lado, un exordio sobre la importancia que la literatura ha tenido en todo ese periplo, sirviendo como el instrumento verbal que configura el recuerdo: “¿Por qué no dejar pasar lo que hemos vivido, por qué tener que escribirlo?” (p. 63). Es la misma pregunta a la que Ricardo Piglia respondía hace poco, al aclarar que sólo recuerda de su pasado lo que ha quedado de él en su diario. En este sentido hay que destacar la honestidad e inteligencia de la última parte del libro, más próxima al ensayo que a la ficción: “La historia no se escribe sola, tenemos que reescribirla siempre, con nuestros propios instrumentos, con nuestro lenguaje. Recordar ciertos episodios, llenar los espacios en blanco, esa escisión ontológica entre pasado y presente, que es como saltar un charco de agua sucia para alcanzar del otro lado la luz” (p. 94). Según he podido leer en la web, la autora ha declarado en alguna ocasión que a ella lo que le interesa es decir[1] y no tanto preocuparse por el género en que lo hace, configurándose sus obras como una reflexión del discurso femenino. Tristán se incardina de lleno en esa definición, a mi juicio de un modo muy inteligente y preciso, configurándose también como una forma profunda y extrema de preguntarse sobre la posibilidad de la construcción literaria de la memoria.
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3. Mercedes Cebrián, La nueva taxidermia; Mondadori, Barcelona, 2011.
Mercedes Cebrián, una de las autoras jóvenes que nos han parecido siempre más interesantes, publica en este volumen dos nouvelles cuyo tema en común sería la identidad. La segunda de ellas, Voz de dar malas noticias, es una elaborada reflexión sobre la ventriloquía como modo de expresión de la propia subjetividad y del yo como máscara; en otro lugar volveremos a ella. La que nos interesa hoy aquí, en cuanto forma extrema de reelaboración de la memoria, es la primera novela corta, Qué inmortal he sido, planteada de un modo semejante al de Remainder, la novela de McCarthy. En la narración de Cebrián el propósito es similar: reconstruir veraz y materialmente un momento del recuerdo personal de la protagonista. El primer trabajo de la narradora es seleccionar “el evento que merece ser reconstruido” (p. 17), en este caso una fiesta algo “noña, sí –gente de treinta, de cuarenta y tantos” (p. 18), que tuvo lugar en casa de una amiga, y luego seleccionar algo más importante: el instante que debe ser recuperado: “no caigamos en el error de recrear sus restos apagados, lo que ve la anfitriona al día siguiente (…) Se trata de reconstruir la fiesta en el momento en que su nombre no ha sido aún estrenado: los ceniceros limpios, las copas impolutas sin manchas de pintalabios, la bandeja de pasteles todavía intactos (…) y nosotros, los recién llegados, igualmente intactos y con la sensación de merecernos algo extraordinario” (p. 19). Después comienza su “proyecto de recuperación”, constituido como una “pequeña empresa para recuperar situaciones vividas” (p. 29), a partir de sus recuerdos y de algunas imágenes rescatadas de esa fiesta. Para tantear las posibilidades recrea primero, con cierto éxito, el dormitorio del novio que tenía cuando cumplía 19 años, y de esa primera experiencia extrae ya una conclusión: “una vez emprendida la reconstrucción han de asumirse todas las consecuencias, como en la investigación policial de un asesinato, como en un psicoanálisis en condiciones” (p. 37; v. también p. 47), una reflexión que también podía extraerse, aunque no de forma explícita, de la novela de McCarthy, donde los protagonistas llevan hasta el final las posibilidades recreativas de la trama. La protagonista de Cebrián lleva a cabo un complejo proceso de búsqueda de objetos, telas, muebles, etc., que permitan la total suplantación del espacio en un semisótano, en un proceso que dura meses. La trama se completa cuando aparece por sorpresa la anfitriona de la fiesta real, y contempla perpleja una reconstrucción al natural de su propia casa. Dejemos a los lectores saber por sí mismos qué sucede entonces.
La diferencia con la novela de McCarthy es que mientras el protagonista de Remainder perseguía la mera reconstrucción espacial del recuerdo para contemplarlo y lograr la reviviscencia artificial del déjà vu, la heroína de Qué inmortal he sido quiere también volver a ser la de entonces para recrear la experiencia por completo, encarnándola. Es decir: el protagonista de Remainder es un espectador, la narradora de Qué inmortal he sido es en puridad una viajera en el tiempo, que se traslada mediante la reconstrucción virtual –entendiendo esta expresión en un sentido “analógico”– de la situación vivida. De ahí que decida perder peso, recuperar la ropa descartada y volver a cortarse el pelo según el estilo ya desfasado que por entonces lucía, generándose en ella diversos mecanismos de recuperación física de la identidad anterior. Uno de los personajes de Remainder dice que la “meta final” del recreador parece ser la de “acceder a una especie de autenticidad a través de extraño residual sin sentido” (p. 261); en el caso de Qué inmortal he sido la legitimación es muy otra; en realidad se conforma con una innecesariedad de justificación y viene dada por el hecho de que, incluso en el proceso normal de rememoración, “tampoco queda claro si el recuerdo es una mera suma de fotografías, anécdotas, objetos y bandas sonoras de un acontecimiento, o si es más bien de índole sinérgica y la suma de todo lo citado no da ni por asomo un resultado equivalente a la escena rememorada” (p. 16). En la obra de McCarthy, sus caracteres creen en la fidelidad del recuerdo, y por lo tanto en la posibilidad de la restitución del sentido, en el sentido apuntado por T. S. Eliot en sus Four Quartets. En cambio, Cebrián es posmoderna pura, entiende que el recuerdo es en sí una falsificación más, de modo que la reconstrucción espacial de un episodio acontecido con anterioridad no es menos arbitraria y legítima que la que aparece “en una pantalla como de cine de verano improvisada en mi propio cerebro” (p. 15) en forma de remembranza. Para su personaje ni siquiera existe la palabra autenticidad, lo que le permite operar con toda libertad y sin ninguna cortapisa de índole moral. Como vemos, difícilmente son rastreables experimentos más extremos de recuperación del pasado que los descritos en esta novela breve de Cebrián, incorporada a un volumen de nouvelles más que recomendable.
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[Relación con las editoriales reseñadas: ninguna. Relación con los autores reseñados: con Tom McCarthy y Patricia de Souza, ninguna; con Mercedes Cebrián, escasa y cordial]
[1] “No escribo pensando en que voy a hacer un cuento o una novela, simplemente escribo”, entrevista en Barcelona Review.
Hola Vicente,
ResponderEliminarrespecto a lo que comentas de la concepción del recuerdo en Cebrián, me ha parecido muy atractivo eso que dices de la concepción posmoderna pura de la autora (Mercedes Cebrián es una de las escritoras más interesantes en mi opinión y tardaré poco en adquirir estas nouvelles). Sin embargo, a la luz de las investigaciones en neurociencias se podría tener una perspectiva diferente del recuerdo. Los neurólogos asumen el error en los recuerdos. No solo eso, también la imposibilidad de detectarlo. Pero también que el cerebro acaba asimilándo los recuerdos, sean ciertos o no, en su narración interior. Es el tipo de mecanismo que da lugar al discurso de lo que algunos denominan conciencia y a la posible certeza de una identidad.
No seré yo quien le explique el concepto de identidad a alguien como tú, que ya llevas a tus espaldas una novela como Alba Cromm y otra, si cabe más analítica sobre la fragmentariedad de nuestro yo, como el hoax de Quimera. Pero me pareció interesante esta puntualización porque me da la impresión de que todos requerimos de algunas certezas para sobrevivir a la cotidianidad.
Abrazo.
Gracias, Carlos. Conozco esas teorías, mi tesis estudiaba la disolución del sujeto, pero aquí no hablo de un estatuto orgánico o biológico del recuerdo sino de su vertiente literaria, de qué es un recuerdo para el personaje como personaje, no como ente orgánico. Y mientras que en la vida real todos debemos, como bien apuntas, aferrarnos a alguna ficción para sostener nuestra identidad, en las novelas los autores se permiten jugar, establecer posibilidades lúdicas (lo que no quiere decir que ahorren profundidad reflexiva) sobre la constitución de la memoria y su repercusión psicológica. A eso me refería, aunque quizá pude precisarlo mejor. Gracias por obligarme a ello ahora. Abrazos, Carlos.
ResponderEliminarVisto así resulta aún más interesante. Disculpa que no lo haya comprendido en una primera lectura. Siempre me pierde lo de "la persecución de lo real" que dijera Salvador Pániker. En el sentido de los límites del personaje literario es mucho más sugestivo. Supongo que va un poco en la línea de la construcción del propio origen que se desarrollaba en Inception y que tanto recomendaste.
ResponderEliminarEl tema no deja de ser atractivo por las muchas cosas que replantea. ¿Existe alguna otra obra reciente que te haya impactado en este sentido últimamente?
Abrazo.
Es un tema que me interesa mucho. Si miras el número hoax de Quimera al que hacías referencia, verás que en uno de los artículos, firmado por un tal Manuel Barcino Sensi, me ocupaba de recontar obras en que los autores habían falseado sus memorias o habían escrito autobiografías ficticias. Incluso en el caso de que el recuerdo sea "real", la puesta por escrito lo convierte, inevitablemente, en ficción. Creo que es un tema a explorar.
ResponderEliminarOtro ejemplo de exploración de la memoria es la última novela de Rodrigo Fresán, "El fondo del cielo". En ella se imagina el autor una droga de olvido, que sería el extremo contrario a las tres obras aquí citadas: “Mi padre nunca se repuso de esa frustración y por eso se ofreció como uno de los primeros voluntarios para probar la droga esa… la que te hace olvidar recuerdos no deseados, tristes, insoportables. Mi padre quería olvidarse de que alguna vez me había soñado un futuro estelar, un futuro en las estrellas. Pero eran los primeros días del asunto, todavía estaban desarrollando la cosa. Y se olvidó de todo. Me olvidó por completo”; Rodrigo Fresán, El fondo del cielo; Mondadori, Barcelona, 2009, p. 127.
Como ves, es un tema que genera mucha tela que cortar, y la seguirá creando... Abrazos, Carlos.
Es cierto lo de Quimera. Y la tengo en casa. Qué tonto. También he visto alguna referencia en esta línea en la sección "El quirófano". Imagino que son libros que iluminaron a las múltiples personalidades que pueblan la revista.
ResponderEliminarFuerte abrazo.
Hola Vicente:
ResponderEliminarOpino que ya que mencionas a Rodrigo Fresán y a su novela en la que se alude a una droga capaz de provocar el olvido, también sería oportuno aludir a una novela anterior en la que toda la trama gira precisamente en torno a eso: Tokyo ya no nos quiere, Ray Loriga (1999).
Gracias por la mención, Francisco Daniel. He leído otras novelas de Loriga, pero no esa. Un saludo.
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