“toda la creación surge de lo invisible; y toda la creación desaparece en lo invisible cuando llega la noche de la oscuridad”
Bhagavad Gita, 8, 18.
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La época de sobreexposición en la que vivimos, donde todo parece estar a la vista, procura en realidad muy diversas formas de ocultamiento, de escamoteo de aquello que también es importante. No falta quien dice que lo invisible es lo esencial, lo más valioso, y que por ese motivo se intenta mantener alejado de las pantallas. Sería plausible, e irónica, una forma de ocultamiento consistente en exponer aquello que se desea invisibilizar en la pantalla, a la vista de todo el mundo, como sucede en el célebre cuento de Edgar Allan Poe La carta robada. El método buscaría entonces la invibilidad por refulgencia; la imagen brilla tanto que es insostenible a la vista, y acaba por ser tan invisible como su obliteración fuera de la pantalla.
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En fechas recientes se han publicado cuatro libros de narrativa que se proponen, desde muy diversas estéticas y puntos de vista, recuperar parte de lo invisible y exponerlo en un lugar donde no ciegue. Su propósito tiene una doble vertiente: una cívica, planteando la necesidad de visibilizar elementos de nuestra sociedad que, por unas u otras razones, son convenientemente apartados de las primeras planas; y una vertiente estética, la más importante por cuanto convierte una postura en arte, que procura acceder a “la sonora invisibilidad de la que procede toda poesía”, como dijese Hermann Broch[1], y persigue “revelar la realidad detrás de las cosas visibles”, propósito explícito de la pintura de Paul Klee[2].
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1. Gonzalo Hidalgo Bayal y las otras realidades
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A fin de cuentas, la cara oculta acaba siempre por aparecer.
Antonio Méndez Rubio, La apuesta invisible
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El fantástico conjunto de monólogos Conversación (Tusquets, Barcelona, 2011), de Gonzalo Hidalgo Bayal, un gran escritor tardomoderno que comienza por fin a ser reconocido como merece, dedica el segundo de sus relatos, “Corzo”, a una historia rural. La realidad de lo que ha venido a denominarse “la España profunda” no suele asomar por las novelas actuales. En los últimos tiempos apenas aparece en la novela de Antonio Montes El grito (Siruela, 2011) y en Volver al mundo (2003), de González Sáinz, que presentaba a Biércoles, inolvidable personaje agreste e indistinguible de la montaña, al que me ha recordado mucho el Corzo de Hidalgo Bayal, otro personaje fascinante. Tanto en este relato, ambientado en una sierra inextricable, como en el Valle descrito en la novela de González Sáinz, lo telúrico y lo coetáneo se dan la mano con una delicadeza extraordinaria, huyendo por igual del tipismo y del tópico, e intentando con una fina pulsión literaria llegar hasta el fondo de las cosas y reencontrarse con “las cosas del campo”, como las llamaba José Antonio Muñoz Rojas. En ese sentido, Hidalgo Bayal nos devuelve en ésta y otras historias un modo dialógico y dialéctico de analizar otras realidades que no asoman mucho ni por la prensa ni por otras novelas, mediante excelentes monólogos que lejos de imponer una sola versión de los hechos discuten consigo mismos y muestran lo difícil que es penetrar hasta la médula de lo que nos rodea y conocer a fondo cualquier tipo de realidad: “también se dijo que huía de un mal crimen, del que, sin embargo, nadie sabía contar los pormenores. Estas cosas nunca acaban de saberse. Si muchas veces no se sabe ni lo que ocurre delante de uno mismo, cómo se va a saber lo que ocurre en otra parte, en sitios que uno ni siquera conoce o de los que ni siquiera ha oído hablar” (p. 45). Sus narradores saben que no son fiables, al utilizar la primera persona, y comparten con el lector honradamente sus limitaciones: “os advierto, sin embargo, de que estamos ante un cabo narrativo suelto” no sé qué importancia tuvo esta muchacha, si es que alguna tuvo (…) en el triste desarrollo de la trama” (p. 75). De este modo, la escritura de Hidalgo Bayal busca equilibrios ocultos entre fenómenos diferentes, como la filosofía, y por eso contiene estructuras simétricas, ecos narrativos, palíndromos (“Acaso los siervos obréis solos acá”, p. 55; o los nombres de Saúl Olúas y Surte Petrus), y otras magias especulares, “pues los dioses también se divierten con juegos de equilibrio y compensación, la balanza de Temis, la rueda de Némesis” (p. 71).
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2. Espigado y las ciudades prohibidas
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condenados a un tiempo al lenguaje y al misterio, a no ir con las palabras más allá de la piel y la cáscara cuando lo que nos interesa y nos atrae es lo oculto, lo secreto, lo profundo y lo prohibido
G. Hidalgo Bayal, Conversación
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El notable debut literario de Miguel Espigado, El cielo de Pekín (Lengua de Trapo, Madrid, 2011) tiene la virtud de acercarnos un retrato hacedero de China en estos momentos. Un país en el que Internet está controlado, donde hay manipulación informativa y en el que los disidentes son armonizados, como se narra, de forma espeluznante, a lo largo de sus páginas. La novela de Espigado tiene todos los defectos habituales de cualquier opera prima narrativa, que en otras partes se han encargado de exagerar, así que nos centraremos aquí sólo en su relación con la invisibilidad. El cielo de Pekín tiene, amén de las literarias, la gran virtud de visibilizar China, con todos sus excesos, sus parciales bondades, y sus parciales injusticias. Las contradicciones de esta nación-continente, que dentro de pocos lustros será la primera potencia mundial, y la esquizofrenia que para sus ciudadanos significa el hecho de ser comunistas y ultracapitalistas a la vez, están bien vistas desde una distancia foránea que, no lo olvidemos, también aporta distorsiones. Un ejemplo es el de ese Curator cretino que niega la posibilidad del diálogo cultural (pp. 106-108); es obvio que uno no puede dialogar culturalmente con los chinos a menos que hable chino; cuando uno habla la lengua del otro, el diálogo global es posible y hay millones de ejemplos por todo el mundo. Pero, amén de las distorsiones, la perspectiva del extraño también tiene ventajas: a nosotros, nos permite asomarnos a la ciudad informativamente prohibida del Pekín actual, y atisbar todo eso que el régimen no quiere que veamos. También se cuenta la forma en que los ciudadanos chinos, o al menos los retratados por Espigado, viven sabedores de esa media verdad institucional y tienen sus conflictos internos con ella. Unas veces a través de la tecnología, otras a través del secreto, algunos rastros de la evidencia tapada se ocultan, y se producen grietas en esa especie de “Ministerio de la verdad” orwelliano en el que trabaja Társila, que se dedica a escribir noticias que aún no han sucedido (p. 24). Por ello, y a pesar del tono presentista, tenemos la sensación de estar leyendo una distopía o un libro preapocalíptico, en el que la misma catástrofe está siendo mantenida en silencio institucional. El de la develación es, en consecuencia, el gran tema de la novela, magníficamente simbolizado en la obra del artista Li Zheng, que realiza un óleo dirigido a la visibilización: “pinté cuatro bustos oficiales con un estilo totalmente nuevo, utilizando pinturas y materiales fosforescentes y reflectantes. Todo pensado para que en la inauguración se enciendan las luces negras, que supuestamente sirven para realzar el efecto luminescente de los lienzos, pero en realidad, lo que realzan es una pintura solo visible bajo esa iluminación” (p. 177). Dejando de lado que la palabra correcta es luminiscente y no “luminescente” (que sería italiano o portugués), la obra de Zheng es el epítome de la visualización buscada, de la revelación o develación o desvelado de la realidad oculta. El cielo de Pekín, con el que Espigado presenta unas sólidas credenciales como narrador en crecimiento, es un libro que nos abre las puertas a una realidad, la de la China contemporánea, hasta ahora parcialmente invisible para nosotros.
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3. Rosa y Gopegui: visibilizar el origen
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“hay un mérito singular en Petrus: su habilidad para que nunca se hayan confundido su persona y sus negocios. Tal vez haya sido la cabeza pensante de NQR, pero no la cabeza visible”
G. Hidalgo Bayal, Conversación
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Aunque muchas veces, como ahora, se les cita juntos, es de justicia recalcar que Isaac Rosa y Belén Gopegui son dos autores muy diferentes, de distintas estéticas y modos de concebir la novela (ambos, a mi juicio, muy interesantes). Lo que los une es su atención al presente, su voluntad de novelar la actualidad. Sobre Acceso no autorizado (Mondadori, 2011) escribía Damián Tabarovsky, en un reciente artículo en el diario argentino Perfil: “Acceso no autorizado profundiza el plan de Gopegui de pensar no a la literatura como algo político, no a la narrativa para criticar el poder, sino a la inversa, de pensar a la novela como un contrapoder, a la escritura como una contrapolítica, y a la reflexión como una forma de contrainsurgencia. ¿Es un proyecto ambicioso? Sí ¿Demasiado ambicioso? Tal vez. Pero hablamos de literatura, de eso se trata”[3]. En términos similares podríamos leer La mano invisible (Seix Barral, 2011) de Rosa, si bien el acento no está tan puesto en lo político como en lo económico –que también es siempre política, por supuesto–. La expresión “mano invisible” remite rápidamente al mercado, según la analogía que estableciese en su momento Adam Smith; pero, en una inteligente vuelta de tuerca, Rosa parece darnos a entender que el mercado está hoy más visible que nunca, y que lo que desaparece es el elemento humano, la mano de obra que hay detrás del mercado, sosteniéndolo con su esfuerzo diario.
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Y éste es justo el momento en que las novelas de Gopegui y Rosa coinciden, en la visibilización de lo invisible, en su poética de de(s)velamiento; revelan accesos no autorizados a la información política e invisibilidades mercantiles. Y coinciden incluso en la descripción concreta de dos elementos: la mano de obra fabril, sobre la que luego volveremos, y los procedimientos informáticos, forma por antonomasia de procesos invisibles que producen efectos directos sobre la realidad. Sobre esto escribe Gopegui: “Durante un tiempo él también había sido así, cuando solo miraba iconos y palabras pulsando el ratón como un interruptor, sin preguntarse nunca por los programas que había detrás, esas copias de un trozo de mente en un estado preciso, esos protocolos de actuación capaz de alimentarse con energía eléctrica”[4]. Los términos con los que Rosa describe el mismo proceso son muy semejantes: “un informático (…) significaba algo ajeno a su comprensión, una profesión que todos saben que existe, que saben necesaria, que relacionan con muchas actividades, pero ahí termina todo, ven a los informáticos como sacerdotes, como brujos, dueños de un lenguaje mágico que hace funcionar al mundo con sus órdenes (…) ven a los informáticos como seres poderosos, dueños del secreto”[5]. Ambos párrafos traen a la luz la señal electrónica programada y a sus operadores, hacen que el lector de pronto repare en los mecanismos automatizados que controlan las cosas a su alrededor o que, incluso, como se describe unas páginas después en la novela de Rosa, le controlan a él como fuerza de trabajo, midiendo su productividad.
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Y hablando de productividad, hay que dejar constancia de que ambas novelas traen también a la vista del lector el hecho mismo del trabajo, la actividad diaria como objeto de atención de la novela, en la línea de las excelentes novelas de la poco conocida Mercedes Soriano, a quien no por casualidad cita Gopegui a la entrada de Acceso no autorizado. La fuerza del trabajo y su alienación son presentadas aquí sin tapujos, sobre todo en la novela de Rosa, pero también en la de Gopegui, en su condición de grandes olvidados: “pasar la mano y sentir el tacto de un tejido que no es eléctrico ni pegajoso ni demasiado suave (…) La vicepresidenta vio una fábrica mortecina con trabajadoras maduras, gordas de no moverse, rostros abotargados con ojos que ya no alcanzan a distinguire el hilo bajo la máquina de coser. Ellas han hecho esta tela” (Acceso no autorizado, p. 74). No sabemos si la vicepresidenta retratada por Gopegui vería o no tras la tela a las trabajadoras que la hicieron pero, desde luego, Gopegui sí las ve. Y esa operación de ver, pero a gran escala, es el leitmotiv de La mano invisible, que describe a un grupo de personas que son contratadas para ser vistas trabajando. Y justo en el instante en que firman su contrato es cuando salta a la luz su condición de invisibles para los demás; condición que piensan ingenuamente que será revertida con la incorporación a este extraño puesto laboral: “cuando la entrevistadora le preguntó si le importaba que la mirasen mientras fregaba, ella se rió y dijo que al contrario, que estaría encantada si la mirasen, eso sí que sería una novedad, porque para que la mirasen primero tendrían que verla, lo que a menudo no sucede. Está acostumbrada a su invisibilidad, ha sido así en todos los sitios en donde ha fregado, y son muchos en tantos años. Unas veces era invisible a los demás porque trabajaba sola, cuando todos se habían marchado a casa y que se quedaba ella con toda una planta de oficinas para quitar el polvo, vaciar papeleras y ceniceros, fregar los suelos (…) para que al día siguiente los trabajadores encontrasen todo como si un fantasma hubiera devuelto al orden lo que ellos dejaron lleno de papeles, envoltorios de comida, ceniza y huellas pringosas en las mesas” (La mano invisible, p. 144). Y más adelante: “podían creerlo así, pues muchos de esos trabajadores de oficina y clientes de hotel veían como sus propias casas también se limpiaban y ordenaban como por arte de magia” (La mano invisible, p. 145).
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Además de la ética que mueve estas novelas, con la que uno puede estar de acuerdo (como es mi caso) o no, hay un trabajo literario que tampoco debe pasar desapercibido. Hay críticos que opinan que ambos autores han ido abandonando la “literaturidad” de sus primeras obras, en pos de una especie de “realismo ideológico” en las últimas, como si la estilística fuera, por sí misma, garante de la literatura. Esa mirada, muy conservadora en temas estéticos, que defendería que sólo el libro de Hidalgo Bayal es literario frente a los otros tres, equivoca los márgenes de construcción de una literatura, confundiéndola con “escribir bien”. Hidalgo Bayal es un fabuloso estilista, amén de un notable constructor de estructuras, personajes, conflictos, ambientaciones y desarrollos climáticos. Espigado, sin olvidarnos de que está dando sus primeros y tentativos pasos, se insertaría en un término medio, entre una concepción puramente estética y otra más performática. Rosa y Gopegui están llevando a cabo una compleja operación por la que ambos están sacrificando dotes que han demostrado sobradamente poseer con el fin de buscar otras, y es ahí, en ese despojamiento voluntario, donde algunos críticos se han perdido. Algo similar ocurre con el último poemario de Diego Doncel, Porno ficción (DVD, 2011), que también rompe radicalmente con su poética anterior para sumergirse en un ahondamiento brutal, despiadado, en la realidad pornogránica del espectáculo reinante: “estoy devorado por pantallas que tratan de saber, miro el mundo a través de ventanas electrónicas”[6]. Es la de Doncel una poética de ver más que no abjura de lo irracional y que por ello, como decía Manuel Rico de la parte de más iluminación rimbaudiana de la poesía de Diego Jesús Jiménez, “no margina las zonas no visibles”[7]. Una poética que ya comenzó en la última novela de Doncel, Mujeres que dicen adiós con la mano (DVD, 2010).
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Algo debe estar sucediendo cuando varios escritores, en distintos géneros, siendo autores asentados, reconocidos y premiados, deciden dar un vuelco a su obra y perseguir un modelo más abarcador de literatura. Tabarovsky apunta la dirección: están persiguiendo otro modelo creativo, no menos ambicioso que el anterior, y lo que los críticos debemos hacer es intentar conformar su perfil, en vez de negar o poner en duda su validez literaria. No nos engañemos: en cualquier caso, incluso si hubiesen mantenido retóricas escriturarias al uso, hubieran sido combatidos o ignorados, al acercarse demasiado al presente y al origen conflictivo del dinero, del trabajo y de las relaciones de jerarquía: Soriano era una maravillosa estilista y fue convenientemente olvidada, invisibilizada, por la mayoría de los críticos literarios en los años ochenta, con algunas excepciones, recuerdo ahora la de Juan Ángel Juristo. Hemos tenido que ser críticos cronológicamente muy posteriores, como es mi caso, o hispanistas extranjeros, como Marco Kunz, los que han intentado arrojar luz sobre obras tan fundamentales como Historia de no o Entre nosotros. En los casos de Rosa y Gopegui, este cerrojazo crítico que sufrió Soriano parece estar comenzando a producirse, aunque por fortuna da la impresión de que el interés de los lectores no remite, y con buenos motivos, debido a la que está cayendo con la crisis económica. Insisto en que lo que deberíamos hacer los críticos, cuando autores de innegable talento como Rosa y Gopegui están realizando un giro, es preguntarnos hacia dónde viran, y no lamentar o laminar la evolución; todo creador tiene el derecho, si no el deber, de intentar crecer como artista y no estancarse eternamente en la repetición de la misma fórmula. En mi caso, creo que la poética de la visibilidad, de hacer patentes los procesos que la realidad espectacular y refulgente de las pantallas intenta ocultar, es una parte de ese proyecto de largo alcance que ambos autores están poniendo en marcha en sus últimas novelas. Un proyecto que, al menos yo, seguiré con mucha atención.
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[Relación del crítico con los autores: con G. Hidalgo Bayal, ninguna; con Miguel Espigado, buena relación, amén de haber sido miembro activo de este blog desde su principio. Con Gopegui y Rosa, cordial aunque básicamente epistolar. Relación con las editoriales: con Tusquets, Lengua de Trapo y Mondadori, ninguna; Seix Barral publicará en breve mi próximo libro]
[1] H. Broch, La muerte de Virgilio; Alianza, Madrid 1998, p. 279.
[2] “Formerly we used to represent things visible on Earth, things we either liked to look at or would have liked to see. Today we reveal the reality that is behind visible things”; citado en H. B. Chipp, Theories of Modern Art; University of Berkeley, California, 1968, p. 186.
[4] Belén Gopegui, Acceso no autorizado; Mondadori, Barcelona, 2011, p. 52.
[5] I. Rosa, La mano invisible; Seix Barral, Barcelona, 2011, p. 332.
[6] D. Doncel, Porno ficción; DVD Ediciones, Barcelona, 2011, p. 108.
[7] M. Rico, “Estudio previo”, en Diego Jesús Jiménez, Iluminación de los sentidos; Hiperión, Madrid, 2001, p. 38.