sábado, 5 de octubre de 2013

Sobre Sociofobia de César Rendueles





César Rendueles, Sociofobia; Capitán Swing Libros, Barcelona, 2013

Con los reparos que luego señalaremos, no cabe dudar que Sociofobia es un libro interesante y, como luego explicaremos, es un texto necesario aunque se discrepe de sus tesis. Hacen falta ciertos conocimientos para comprenderlo por entero, pero el ensayo está construido de una manera inteligente, sembrado de símiles o ejemplos cercanos a la cultura popular, que lograrán que el lector no versado en las profundidades de la crisis de las ciencias sociales o en las sutilezas de la filosofía ética contemporánea no se sienta expulsado del libro. Rendueles desarrolla dos ideas clave, la sociofobia (una tendencia que, bajo disfraces comunitaristas, esconde a juicio del autor un profundo odio a lo que de verdad significaría la sociabilidad bien entendida), y el ciberfetichismo como falsa utopía digital de nuestro tiempo. Rendueles afronta bien el problema estructural (un sistema que hace aguas, pero que la sociedad no se atreve a cambiar por otro), y lo hace con solvencia intelectual y con puntual contundencia.

El ciberfetichismo, aunque Rendueles no nos brinda una definición, sino que va exponiendo sus componentes por partes, sería una tendencia difusa que ve en Internet la solución a muchos problemas, sin haber hecho una evaluación real de esos problemas. Una especie de solución que viene a ser un problema mayor. “El fetichismo de la red”, dice Rendueles, “elimina de la ecuación social los grandes conflictos modernos y, de este modo, pretende convertir un inmenso problema en una solución” (p. 130). Estos fanáticos de la red –lástima que Rendueles no cita nunca a quién o quienes se refiere, y luego volveremos a este problema de argumentación– sostendrían ideas insostenibles por completo, pero que son bien acogidas porque su falso utopismo parece ofrecer soluciones positivas a una realidad triste y en crisis que carece de ellas. Su presunta “democratización” esconde en realidad, según el autor, otras tendencias muy diversas y contradictorias, que no pocas veces tienen un inquietante aire de familia con la desregulación neoliberal (véanse pp. 70ss). La cuestión es que estas ideas de Rendueles no son del todo nuevas; ya sosteníamos hace siete años que “humanidad uniformada” por las nuevas tecnologías “no es lo mismo o es lo contrario que humanidad unida. La interacción no implica afectividad ni ecumenismo, como no los implican las relaciones diarias (y tan estrechas) de carcelero y preso” (Pangea; 2006, p. 219). Más adelante criticábamos la “ciberfilosofía” (que sería la parte teórica del ciberfetichismo denunciado por Rendueles), tildándola de “caricatura” y evidenciando su “vestidura paracientífica” (p. 250), para criticar después los falsos utopismos que se referían a Internet como “humanidad sin masa”, entre otros fetiches incontrastables. Otra cuestión abordada por Rendueles, la fragmentación personal posmoderna, también estaba tratada y criticada en el mismo lugar (pp. 58-60). Con esto no quiero decir “ya lo vimos antes”, porque otros lo vieron mucho antes que yo, sino que estoy de acuerdo con el diagnóstico del ciberfetichismo que hace Rendueles, pero discrepo de su modo de argumentarlo.

A mi juicio, la mejor forma de desactivar estas zarandajas pseudo-utópicas es mostrarlas, reproducirlas y dejar que fenezcan de inanidad por sí mismas. Por eso entrecomillaba en Pangea varios de estos desmanes, con nombres, apellidos, ediciones y número de páginas. Pero en Sociofobia me he encontrado con la sorpresa de que Rendueles combate una realidad indeterminada y difusa; no cita a qué pensadores se refiere; ignoramos si todos los internautas son culpables de los cargos señalados, o si algunos –como él– quedan al margen; nos quedamos sin saber quién ha sido el fenómeno que ha sostenido, por ejemplo, que “India pasará directamente del campesinado expropiado, aún marcado por el sistema de castas, a una sociedad igualitaria de programadores, ingenieros, hackers y comunity managers” (p. 35). ¿Es que tal cosa, de verdad, ha sido sostenida por alguien? ¿Dónde, cuándo? Queremos saberlo, para leer el texto y poder sumarnos a la sonrisa. ¿Quién en sus cabales, después de lo que pasó con la burbuja de las puntocom en torno al año 2000, ha defendido que “los países más favorecidos se saltarán etapas del desarrollo y accederán a la economía libre de fricción sin tener que atravesar el purgatorio industrial”, gracias a la revolución digital? ¿Quién exactamente cree que el reggaetón sea una pesadilla simbólica por su sexualización y protoviolencia (p. 18)? ¿Pero qué crítica musical lee Rendueles? ¿Pertenecen estas ideas a personas concretas, con nombre y apellidos, o se trata de “tendencias” de pensamiento que Rendueles detecta y resume sin concretar? Terminamos el ensayo sin saberlo. Y esto genera dos problemas, de no poco calado: el primero es que Rendueles sostiene premisas incomprobables, y su libro parte de presupuestos (unas veces obvios, otras no tanto) que no pueden ser sometidos a crítica, por no ser expuestos según el sistema natural del pensamiento discursivo: la cita o, al menos, la referencia. Bastarían nombres de autores, ni siquiera habría que transcribir los libros en que exponen esas –a nuestro juicio también– barbaridades. Rendueles nos mantiene siempre en una especie de niebla sobre las ideas que combate y sus orígenes, algo extraño en un libro que se apoya tanto en la Historia para argumentar las hipótesis propias, pero que la hurta cuidadosamente para identificar las premisas ajenas. El segundo problema, consecuencia de éste, es que al evitar el conflicto intelectual, al escamotear todo el discurso oponible al suyo citando sólo bibliografía favorable, al difuminar al enemigo, Sociofobia cae en algunos momentos –no en todos, claro, pero sí en algunos– en el mismo vicio que achaca al ciberfetichismo: olvidar el conflicto subyacente, desmemoriar, hacer como si los problemas no existieran para arrojar una luz conveniente que el lector cómplice reciba sonriente, amparado, comprendido, protegido –neutralizado–.

Dicho de otro modo, el pensamiento de Sociofobia es tan interesante –se esté o no de acuerdo con él– que merecía evitar, a rajatabla, cualquier síntoma de estar escrito para los iguales, para quienes ya están convencidos de lo que en él se dice. Por momentos el ensayo cae en ese vicio, aunque en otros, los mejores, se convierte en un texto con el que se puede y se debe discutir.

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Uno de los momentos discutibles es el que aborda la sociabilidad. Rendueles, que está presente en una red social (Twitter), combate con denuedo la supuesta “sociabilidad” de las redes sociales. Y lo hace en un sentido similar a Jorge Riechmann, cuando expresaba en Un mundo vulnerable que “la opción por una tecnología socialmente definidora frente a otras implica elegir una forma posible de vida frente a otras, optar por un tipo determinado de sociedad frente a otros. No se trata por tanto de una decisión intranscendente”[1]. A juicio de Rendueles, abandonar el concepto tradicional de una política presencial y sustituirla por una virtual es un error; también lo es entender que puede haber sociabilidad en línea. Pero mientras lo primero puede parecer evidente al lector, la segunda es una cuestión algo más problemática. Primero, porque el debate requeriría un ahondamiento conceptual (filosófico, sociológico, o ambos) sobre lo que sería la sociabilidad, y que requeriría un largo camino desde el manido zook politikon aristotélico a las comunidades virtuales de Rheingold, con las previsibles paradas en Platón, Rousseau, Hobbes, Kant, Marx, Honneth, Habermas y un interminable etcétera. Al no hacerse esto en el ensayo debemos entender que “sociabilidad” debe entenderse de una forma intuitiva y convencional. Y entonces comienzan los problemas. Porque, en tales circunstancias, a las plausibles hipótesis de Rendueles cabe oponer otras. El conocido sociólogo Manuel Castells, por ejemplo, mantenía recientemente puntos de vista muy diferentes:

-Sabemos que el tejido social en el espacio se ha roto pero se ha recompuesto en Internet, donde hay una sociabilidad real y verdaderamente importante (…) los movimientos sociales nacen en Internet. Se crean ciudadanos en todo lugar de agregación libre. Y como el único lugar de agregación libre que nos queda es Internet, pues allí están. Pero en cuanto pueden salir a la calle y crear espacios físicos urbanos en los que se tocan los unos a los otros lo hacen, porque somos humanos y el tocarnos es fundamental.
-Eso es negar de plano la famosa fragmentación que promovería Internet…
-Ese es mi problema con los medios de comunicación. Los periodistas, salvo honrosas excepciones como la suya, no leen a los académicos. Todos hablan de Internet como si ya supieran todo por lo que hacen sus hijos o nietos. Existen en el mundo más de 60 institutos de investigación dedicados al estudio empírico de las relacione entre Internet, la cultura, la economía, la sociedad, etc. Por lo tanto, hay muchas cosas que ya sabemos, con datos duros. Una de esas cosas es que Internet en lugar de disminuir la sociabilidad la aumenta, en lugar de alienar contribuye a desalienar, en lugar de deprimir contribuye a manejar mejor la depresión y el stress. Por una razón muy sencilla: un sistema de comunicación libre e interactivo agrupa a la gente. Cuanto más usamos Internet, más sociabilidad física tenemos.[2]

Y uno de los problemas de Sociofobia es, precisamente, su carencia de datos duros. Podemos discrepar de las lecturas de Castells, pero sus libros están llenos de datos, sobre los cuales construye su elaboración intelectual. Con esto no quiero decir que Castells tenga “razón” (mi postura estaría en un lugar intermedio entre las ideas de Rendueles y las de Castells). Tampoco cito a Castells para corregir o refutar a Rendueles, sino para hacer notar que la cuestión de la sociabilidad de la red no es, en absoluto, una cuestión pacífica, y que personas inteligentes e informadas pueden tener sobre ella pareceres opuestos.

Choca, y seguimos con los datos, que siendo Rendueles experto en teoría sociológica escaseen en su libro los instrumentos clásicos que la Sociología utiliza como argumentos: las estadísticas. Las pocas que hay en el libro son siempre favorables las tesis del autor, obliterándose las que alentarían opiniones de signo diverso. Aportaremos aquí solamente una. En un sentido similar al apuntado por Castells, el informe anual de La sociedad de la información en España correspondiente al año 2012 apunta que “la mayoría de los usuarios consideran que las redes sociales han tenido una influencia positiva en sus vidas” (p. 29). Frente al 1.9% de encuestados que piensa que ha tenido una repercusión negativa en su vida familiar, el 41.5% piensa que ha sido buena. Y mientras el 1.7% opina que ha empeorado sus relaciones de amistad, el 60.5% afirma que las ha mejorado. Es sólo una estadística, sí, y en una encuesta organizada por una multinacional, pero al menos ofrece datos y no sólo opiniones. Yo la incluyo aunque mis conclusiones, insisto, no son ni tan negativas como las de Rendueles ni tan favorables como las que esta encuesta parece apuntar.

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Releo lo ya escrito y no querría dar la impresión de que Rendueles es una especie de luddita que arrasa con cualquier tipo de tecnología. Todo lo contrario. Recordemos que hablamos de uno de los fundadores de Ladinamo, y de uno de los responsables de la excelente presencia digital de Minerva, la revista de arte y pensamiento del Círculo de Bellas Artes. Su crítica parte de una comprensión global de la red, no de una ausencia de trato con la misma –ya hemos dicho que además es tuitero–. Rendueles no es refractario a las redes sociales, sino a su sacralización; no es contrario a Internet, sino a la postulación de las relaciones virtuales como un medio para procurar cuidados reales al prójimo. Aunque podríamos citar algunas excepciones que hemos conocido a esta regla, hay que darle la razón a Rendueles en que la suya es la regla general, y que los cuidados sólidos y permanentes se prestan de forma presencial en un 99% de los casos. Otra cosa, como hemos apuntado antes, es definir qué sea la sociabilidad y su posibilidad en línea, porque sociabilidad es un concepto mucho más amplio y difuso que la ética del cuidado. Pero Rendueles sabe muy bien lo que dice y conoce a la perfección aquello de lo que habla. En realidad, desearíamos que muchos de los apocalípticos octogenarios que pontifican sobre Internet tuviesen la mitad de conocimiento de causa que él tiene.

Y por supuesto hay algo evidente: confundir la “amistad” en Facebook u otras redes con la amistad real es una estupidez que no necesitaría, en principio, demostración. Sin embargo, muchas noticias de prensa y no pocas cosas que hemos visto invitan a pensar que abundan las personas confundidas al respecto o que, como apunta el propio Rendueles, hay quien piensa que el contacto en Facebook quizá sea lo mejor que puede encontrar. Esta grave confusión ha sido rápidamente detectada por los sismógrafos literarios, los narradores. En breve publicaremos un artículo donde examinamos numerosos ejemplos narrativos de uso de Facebook para construir personajes ridículos. Después de cerrar el artículo, hemos seguido encontrando ejemplos de denuncias literarias de esta confusión entre el yo de las redes y el yo real:

“Cuando se sentó a la mesa reparó en que uno de los comensales era transparente. No invisible, transparente. En cuanto tuvo oportunidad, después de la cena, se acercó al hombre y le preguntó cómo llevaba aquello de la transparencia. A lo que el tipo contestó que tenía sus ventajas y sus inconvenientes, como todo. Él, claro, que de un tiempo a esta parte se había vuelto multivisible, con las prolongaciones de sus redes sociales conectándolo con otros tantos lugares, con sus dispositivos móviles iluminándolo como a un muñeco navideño, tan expuesto, no veía más que aspectos positivos a aquella condición”; Juan Jacinto Muñoz Rengel, “Visibilidad”, El libro de los pequeños milagros; Páginas de Espuma, Madrid, 2013, p. 41.

Otro ejemplo sería la novela Divorcio en el aire, de Gonzalo Torné. Es curioso haberla leído al mismo tiempo que Sociofobia; en más de un momento tuve la sensación de que ambos libros están conectados en varios asuntos: “Tanto el altruismo como el egoísmo se pueden explicar como el resultado de un cálculo hedónico, es decir, como el resultado de la satisfacción que obtenemos de obrar de cierta manera” (Sociofobia, p. 96); “No creas que lo hago por ellos, no soy tan altruista, lo hago básicamente para mi beneficio” (Divorcio en el aire; Mondadori, 2013, p. 144). Veamos las opiniones de Joan-Marc, el narrador de Torné, sobre redes sociales:

“Me di de alta en la red social pensando que iba a revolucionar mi actividad independiente (…) y lo único que recibía (además de solicitudes de coches, bebidas y seguros) eran inyecciones de pasado (…) Era un regreso que me incomodaba (…) ¿Qué hacemos muchachotes de cuarenta y tantos años, maduros, sanos y fértiles, hurgando en el pasado (¡tan reciente!) en busca de camaradas que si dejamos atrás digo yo que sería por algo?” (p. 28).

“Me dio su Instagram.
-Eso es lo que hago. Con lo que estoy comprometido.
            Me dijo que no me perdiera los comentarios, lo que sus fotografías suscitaban en otros aficionados, esas palabras eran inyecciones de energía para no caer rendido en la vida zombie, la vida de las oficinas, la vida que llevamos los demás” (p. 46).

Por su parte, Rendueles explica: “nadie pretenderá que un amigo de Facebook o un seguidor de Twitter sea lo mismo que la verdadera amistad. (…) Internet no ha mejorado nuestra sociabilidad en un entorno poscomunitario, sencillamente ha rebajado nuestras expectativas respecto al vínculo social” (pp. 90-91).

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La mejor parte del libro es, a mi juicio, la parte central dedicada a los delicados problemas del copyright y del copyleft, y a los contrasentidos históricos y las ramificaciones relacionadas con el consumo que los vertebran. Cualquiera que sea nuestra postura al respecto de la protección de la propiedad intelectual, el análisis de Rendueles elimina algunos apriorismos discutibles y nos pone frente a los verdaderos problemas: ¿cuál es el valor de intercambio de los productos intelectuales? ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por aquello que necesitamos? ¿Defiende la izquierda valores comunitaristas o altruistas? ¿Qué izquierda y en qué casos? ¿Es el copyright una auténtica defensa del creador, o de un estado capitalista de cosas? ¿Las lógicas de la relación social son egoístas o altruistas? ¿Hay diferencias entre ellas? ¿Cuál es el efecto de esas diferencias? Son cuestiones de bisturí conceptual fino, pero que traen inesperadas consecuencias ideológicas y prácticas. En este sentido, hay que agradecer que Rendueles se enfrente sin tapujos a cuestiones por las que la izquierda suele pasar de puntillas o con el pie cambiado, en aras de una clarificación que permita pensar en solucionar realmente los conflictos enquistados en vez de marear la perdiz. En esta línea, nos hubiera gustado que el autor no cortase tan bruscamente el razonamiento final, deteniéndose más en cómo podría instrumentalizarse de forma práctica el “postcapitalismo (…) cercano y amigable” (p. 196) que defiende como alternativa.

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Las generalizaciones serían otro problema de este libro. Como apuntábamos arriba, no sabemos si las puyas a los internautas incluyen a todos los conectados a Internet o sólo a quienes no comparten las tesis del autor. Pongamos un ejemplo: “cuando, gracias a Internet, los espectadores se han librado de la tiranía de la televisión comercial y han elegido exactamente lo que han querido, se han dedicado a consumir televisión comercial en cantidades industriales. Incluso se han puesto a trabajar gratis, por ejemplo traduciendo y subtitulando series de forma altruista, para poder hacerlo” (p. 177). Así leído suena bien, irónico y agudo. Pero cuando abandonamos el terreno de la opinión, que es donde suele moverse este ensayo, para pasar a la “realidad”, las cosas se complican un poco. ¿De verdad es eso todo lo que ha sucedido? El lector ajeno a la red (que no leerá esta crítica, ahora que lo pienso) se imaginará, leyendo estas frases de Renduales, miríadas de internautas volcados a traducir series en su tiempo libre. Lo curioso es que no conozco a nadie –y mira que conozco gente– de quien tenga noticia que se dedica a traducirlas. En cambio, sí tengo constancia de cientos de personas que han aprovechado la red para generar la información que no se veía jamás en los telediarios, para crear la reflexión sobre arte, literatura o música que no encontraba hueco en la cadenas de TV comerciales; internautas que utiliza YouTube o Vimeo para generar información audiovisual alternativa; canales universitarios de TV en línea que ofrecen información humanística imposible de encontrar en las cadenas abiertas; personas que crean webseries y otro tipo de miniseries alternativas a las comerciales (por citar algunas: Smoke and mirrors, Dirigible Days, Inspector Spacetime, o las españolas Malviviendo, Desenterrados, Preparados, Vida universitaria, etc.); iniciativas en línea como Notofilmfest que han logrado “más de 9.000 cortometrajes presentados a concurso en diez ediciones” e incluye becas de formación y ayudas a la producción de audiovisuales; innumerables artistas que critican la TV en Internet o mediante ella; nuevas formas de creación audiovisuales complejas como los transmedias o los ARG, que dejan atrás el estrecho marco de la TV; portales de control de la información televisiva como el Consell de l’Audiovisual de Catalunya, e incluso portales como www.zemos98.org, que se dedican a examinar críticamente las relaciones de mediación tecnológica con especial énfasis en la TV, proponiéndose en su página de entrada la deconstrucción “de los mensajes dominantes”. Es curioso que en este párrafo se citan más páginas web que en todo el ensayo de Rendueles, algo extraño para un texto que se propone examinar el ciberfetichismo de Internet, sin aportar apenas ejemplos.

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Si de forma puntual hemos apretado las clavijas a Sociofobia no es porque pensemos que es un mal libro, sino, en realidad, por todo lo contrario. Es un libro importante, que profundiza en cuestiones substanciales, en general pasadas por alto: cuáles serían las pautas de la sociabilidad en nuestros días, qué se está haciendo con la justificación de ciertos ciberfetichismos, cómo combatirla, qué expectativas reales tiene hoy el antiguo ideal emancipatorio, cómo puede leerse de otro modo la protección del copyright, cuál es el origen la validez práctica de las teorías sobre los bienes comunes, cuál es el efecto individual y colectivo de nuestro modelo económico, por qué es tan necesaria (y lo es) la ética del cuidado, etc. Son preguntas de fondo, trascendentales, que nos afectan a cada uno de nosotros. Se esté de acuerdo o no con Rendueles, incluso y sobre todo si no se está, leer este libro es necesario y pertinente, porque obligará tanto a adversarios como a cómplices a repensar sus ideas sobre los problemas de fondo de nuestro tiempo. Y eso es, en sí, algo oportuno y valioso que hay que agradecer al autor, como hago ahora.


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[Relación con el autor y la editorial: ninguna]


[1] Un mundo vulnerable. Ensayos sobre ecología, ética y tecnociencia; Los Libros de la Catarata, Madrid, 2000. Aunque no estamos de acuerdo en la tesis expuesta por Riechmann en Una morada en el aire (El Viejo Topo, Barcelona, 2003, p. 50) de que los medios de comunicación impliquen siempre distanciamiento entre personas, cuando es obvio que pueden producir también –y para bien– el efecto contrario.
[2] Manuel Castells, “La sociabilidad real se da hoy en Internet”, entrevista en suplemento Eñe de Clarín, 02/09/2013, accesible en http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Manuel-Castells-sociabilidad-real-hoy-Internet_0_967703232.html.

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