jueves, 19 de diciembre de 2013

La reseña demente




Manfred Spitzer, Demencia Digit@l. El peligro de las nuevas tecnologías; Ediciones B, 2013.

Es interesante el libro de Manfred Spitzer, Demencia Digit@l. El peligro de las nuevas tecnologías (Ediciones B, 2013), y es bastante posible que algunas o muchas de sus aseveraciones sean ciertas, pero tras leerlo me ha surgido un gran escepticismo ante su visión. Conviene precisar algunas de sus aseveraciones y cuestionar su argumentación en algunos puntos. No todo lo que presenta en el mundo editorial como “científico” lo es, y no conviene confundir un manual divulgativo como Demencia Digit@l con un artículo científico. En los manuales divulgativos no hay “examen de pares”, como ustedes ya saben (es decir, no hay otros expertos que estudien y busquen los puntos débiles de la investigación antes de ser publicada), como sí los hay en los artículos científicos publicados en publicaciones reconocidas (y aun así ya hemos visto la opinión del premio Nobel Randy Schekman sobre ciertas revistas prestigiosas como Nature o Science). En el caso de Demencia Digit@l, pues, los pares somos nosotros, los lectores. Spitzer nos recomienda que ante las falsedades sobre los medios el lector sea “crítico, pregunte por las cosas, exija datos e infórmese con buenos estudios publicados (es decir, con publicaciones científicas serias)”, p. 316 –luego se verá que eso justo hemos hecho para redactar la presente reseña–;  y en otro momento se jacta del gran número de fuentes que utiliza. Lo que vamos a examinar aquí es, precisamente, cómo utiliza algunas de esas fuentes.

El libro de Spitzer es un alegato frontal contra las tecnologías, especialmente los videojuegos, pero también los móviles, Internet y la televisión. A lo largo de más de trescientas páginas expone todo tipo de riesgos y posibles daños que los medios digitales pueden procurar, especialmente a los jóvenes: reducir la capacidad de aprendizaje, frenar la plasticidad cerebral, aislamiento, pérdida de la memoria, etcétera. Se citan numerosos estudios en el libro, y se sostiene en todo momento y sin fisuras una opinión contundente contra los medios, aunque el autor reconoce conducir un programa de televisión (cuyo visionado, advierte al lector, “no daña su cerebro”, p. 19) y utilizar el ordenador a diario. Un punto señalado por Spitzer que sí me parece relevante y cierto es que la introducción de tecnologías en el aula es, en no pocas ocasiones, una decisión tomada a instancias de los grupos tecnológicos de presión y del interés económico de las multinacionales que las fabrican (p. 25), y que habría que poner en cuestión tales medidas y hacer diagnósticos serios y previos antes de adoptarlas.

La cuestión es que, si me preguntan, Demencia Digit@l no me parece un diagnóstico irrefutable al respecto. La argumentación de este libro, presuntamente amparada en la ciencia, es en algún momento bastante discutible. Vamos a poner algunos ejemplos.

En la página 123 se dice que las personas que usan redes sociales tienen menos amigos reales, como si eso pudiera ser demostrable en todos los casos, o como si ambas cosas (red y realidad) no pudieran ser complementarias. En la página 87 se liga la tenencia de ordenadores en casa a la distracción de los niños, desechando otras posibles causas de dispersión y haciendo pensar al lector que todos los infantes, desde hace cientos de años hasta la llegada de los ordenadores, han estado concentrados haciendo sus tareas sin distraerse con cualquier cosa. Spitzer entra a fondo en los estudios que combaten sus ideas, para buscarles las cosquillas y agarrarse a cualquier detalle que le sirva para sembrar dudas (véanse p. 187 y 252); pero si el estudio va en la línea de su argumentación se limita a citarlo sin más. En la página 84 se lee: “Otros autores no pudieron constatar efectos negativos en la lectura asistida por ordenador pero excluyeron rotundamente cualquier efecto positivo”. ¿Hace falta que algo sea positivo para que pueda hacerse?

Pero el problema de Demencia Digit@l surge precisamente cuando el lector, a la vista del modo tajante y sin ninguna concesión a la duda que utiliza Spitzer, comienza a preguntarse sobre esos estudios en los que Spitzer se apoya. Ese momento crítico llegó en las páginas 262 y 263, cuando el autor ata, de un modo más o menos directo, el uso de la tecnología al insomnio, ¡al cáncer y a la obesidad infantil! La relación no es del todo directa en el caso del cáncer, pero sí en el caso de la obesidad. ¿Demuestra Spitzer que estén anudados causa y efecto? No, se limita a citar un par de estudios donde se demuestra que los jóvenes duermen poco y mal (no se incluyen estudios sobre cómo dormían en 1980, o en 1950), y a continuación añade sibilinamente una frase que no tiene que ver con los estudios citados justo antes: “La utilización de los medios digitales realizada especialmente por la noche, el chateo sobre todo en las mujeres, el correo electrónico y los juegos en ambos sexos y también la permanente accesibilidad a través del teléfono móvil, iban acompañados de la aparición multiplicada de trastornos en el sueño” (p. 262). Entonces mi intuición hizo saltar la alarma.

Fui a la bibliografía a rastrear el estudio. Se trata de la tesis doctoral de la profesora Sara Thomée, de la Universidad de Gotemburgo, defendida en 2012. Pensé que merecía la pena tomarse el esfuerzo para comprobar si el párrafo de Spitzer era cierto, así que me puse a leer la tesis, que es la fuente citada para sustentar sus argumentos, y lo que expone la profesora Thomée resulta ser algo bastante diferente. En la tesis se habla de uso abusivo, o se acotan los síntomas a la utilización de los aparatos digitales al trasnochar a menudo: “Often using a computer late at night and consequently losing sleep was associated with several mental health outcomes in both sexes” (p. 3). En la página 16 de la tesis (que pueden consultar aquí) se ofrece un gráfico que muestra un crecimiento de los problemas de sueño de los jóvenes suecos desde 1980 hasta 2010. Pues bien: después de aclarar Thomée que las causas de los problemas mentales estudiados pueden ser varias, cita algunas causas posibles: “gender, sociodemographic factors, general health, and major life events, as well as individual factors such as coping skills, are all related to the incidence of depression among young people (…) In addition, family life stress and academic stress are related to depression and insomnia” (subrayado mío). No busquen ninguno de estos factores citados en el libro de Spitzer, que sólo menciona el uso de tecnologías. Thomée añade también que parte de las preocupaciones de los jóvenes suecos pueden radicar en la progresiva quiebra del modélico estado del bienestar del país nórdico: “Factors that have been discused within the Swedish context are economic factors, included unemployment, related to the economic recession in the 1990s” (p. 16). ¿Están  esos otros factores socioeconómicos del insomnio y la depresión incluidos en el ensayo de Sptizer? No, no lo están. El autor espiga de la tesis de Thomée aquellos datos que darían la razón a su argumentario, hurtando cuidadosamente los que lo matizan. Luego habría otra cosa que apuntar. Aunque la propia Thomée señala, como hemos transcrito arriba, que el estrés académico puede alterar el sueño y producir depresión, el universo subjetivo de su estudio… son 1.204 estudiantes universitarios, que tuvieron que rellenar en línea un “cuestionario” (a cambio recibían en algunos casos dos entradas para el cine, véase p. 20) y, sólo en 32 casos, el estudio incorporaba “semi-structured interviews” con estudiantes. Es decir: el estudio se fía por completo de cuestionarios rellenados en Internet, sin apoyo técnico o psicológico ni comprobación de identidad, por jóvenes de entre 19 a 24 años. El estudio no contempla posibles entendimientos defectuosos de las preguntas, ni suplantaciones de identidad, ni la posibilidad de que el cuestionario se rellene de cualquier forma con tal de conseguir las entradas de cine; tampoco se realizan, ni antes ni después, diagnósticos psiquiátricos ni psicológicos a los participantes, ni se realiza un seguimiento de los mismos, ni se practica un examen médico de comprobación, ni existe el respaldo de contraste de las respuestas que daban los chicos, etcétera. Pero con esto no intentamos tanto cuestionar el trabajo de campo de Thomée, que al menos realiza uno, sino cuestionar cómo llega Spitzer a sus brutales conclusiones. Porque a continuación del apresurado resumen del estudio de Thomée, Spitzer sentencia que la falta de sueño (que él ha ligado en su libro exclusivamente, por completo, sin excepciones ni referencia a otros factores, a las tecnologías digitales), “conduce a la reducción de las defensas inmunológicas y por ello a la aparición más frecuente de enfermedades infecciosas y cancerígenas” (p. 262). Eso dice.

Como lo leen.

¿Ha tenido Spitzer la mala suerte de que, en el primer ahondamiento hecho en las fuentes originales, salte a la vista el modo en que cita las conclusiones acomodándolas a su propósito? Creo que estoy formulando la pregunta de un modo muy elegante.

Por ese motivo, para evitar que se tratase de una casualidad, y a pesar de la enorme cantidad de tiempo que todo esto me ha supuesto, me sumergí en otro estudio citado por el autor. En la página 266 alude a un estudio realizado en la universidad de Missouri, donde “quedaron demostradas las relaciones significativas entre varios parámetros de la utilización de internet y la existencia de síntomas depresivos”. Bien. Costó un poco de trabajo, porque no se dan los datos en la bibliografía del libro, pero accedí al estudio, firmado por Raghavendra Kotikalapudi, Sriram Chellappan, Frances Montgomery, Donald Wunsch y Karl Lutzen: “Associating Internet Usage with Depressive Behavior among College Students” [IEEE Technology and Society Magazine, vol. 31(4):73-80 (2012)]. Es un estudio que se jacta de no basarse en cuestionarios rellenados por los propios estudiantes, como la mayoría (el de Thomée, entre ellos), sino en “real Internet data”. En realidad, el estudio tuvo acceso al flujo de datos de los ordenadores de los chicos, pero no siempre al uso concreto que hicieron con los mismos, sino al volumen de datos canalizados. Operaron con aproximaciones y deducciones, como ellos mismos afirman, supongo que por motivos de privacidad: “Larger number of packets per flow is typical under Internet streaming and downloading, which is common when watching videos and gaming. This is intuitive” (p. 5). La intuición no es mala, pero anotemos que el estudio la considera entre sus elementos de análisis. Ahora observemos el suelo del estudio: comienzan los autores recordando que el 90% de los universitarios de Estados Unidos tiene acceso a Internet; a continuación  citan un estudio estatal que apunta que el 26% de los universitarios estadounidenses tienen algún síntoma que puede relacionarse con la depresión. Para empezar, por tanto, es imposible que si el 26% de los universitarios norteamericanos tienen síntomas depresivos, y el 90% usan la red habitualmente, no haya entre un 16% y un 26% de chicos depresivos que utilicen Internet. Bien, para eso no hacía falta un estudio, pues es una simple conexión matemática; Spitzer menciona el estudio porque parece ligar ambos factores causalmente, como consecuencia uno del otro. ¿Es así? No, ni siquiera eso, porque el objeto del estudio es demostrar que es posible identificar el tipo de uso de Internet que hacen los jóvenes con tendencias depresivas, lo cual es útil, añaden, para poder detectarlos y predecirlos (p. 6); incluso enfatizan que Internet puede ser de ayuda para detectar los síntomas. A diferencia de lo que Spitzer parece decir con su estudiada ambigüedad, el estudio sólo dice que los chicos depresivos y solitarios utilizan mucho Internet. Lo cual es obvio, puesto que cualquiera sabe que la enfermedad aísla a los pacientes en su espacio individual, limita sus interacciones personales y les hace dedicarse a actividades solitarias. Por lo tanto es lógico que naveguen mucho, pero eso de ninguna manera quiere decir que por navegar mucho sean depresivos, sino, seguramente, al revés. Al ser depresivos y estar a solas, lo normal es que vean televisión, jueguen a videojuegos o naveguen porque, como es bien sabido, los depresivos profundos no pueden concentrarse en actividades como leer o estudiar. Curiosamente, esta posibilidad, de lógica aplastante, no está considerada siquiera por Spitzer, pero se deduce claramente del estudio, que no demoniza Internet y sólo se limita a plantear un uso concreto de la red como síntoma detectable. Supongo que es fácil entender la diferencia entre tener “relaciones” con algo y “proceder” de algo. Los vecinos de un delincuente han tenido relación con él, pero no tienen la culpa de su crimen. Si bien en ese punto concreto, cuando habla de este estudio, Spitzer no liga causalmente medios digitales y depresión (Spitzer no tiene un pelo de tonto), sí comenta, como hemos reproducido, sus “relaciones”; y en otros momentos del libro lo explicita de modo más claro: “por este motivo desarrollaré en los siguientes capítulos cómo y en qué medida las redes sociales digitales vuelven solitarios e infelices a nuestros niños y adolescentes” (p. 25, las cursivas son mías); “el insomnio, las depresiones y la adicción son los efectos extremadamente peligrosos del consumo de medios digitales cuya importancia para el desarrollo de la salud entera de la actual generación todavía joven apenas puede exagerarse” (p. 273).

Forzando el ejemplo, lo que hace Spitzer es tan injustificable como acusar a los filetes de pollo, las ensaladas o los cruasanes de ser los causantes de la bulimia de alguien, y solicitar la retirada de cualquier alimento de los colegios o universidades para evitar que los niños se vuelvan bulímicos.

Más inconsistencias: dar por bueno un estudio universitario realizado sobre llamadas telefónicas, para probar la adicción a Internet (pero ¿cómo se pueden hacer así los estudios “científicos”?). Spitzer dice que después de llamar a las personas, “quedan demostradas” (p. 267) las conductas adictas. Mi idea de la “demostración” científica era muy diferente. A lo mejor es que yo idealizo las conductas de los científicos, por tener la desgracia de no ser uno de ellos (dicho sin ninguna ironía). Es curioso que en este ejemplo dé Spitzer la estadística por buena y en la página 120, hablando de otra cosa, nos recuerde que “las relaciones estadísticas, por sí solas, no expresan todavía nada sobre causa y efecto”. Muy de acuerdo en esto.

En otras ocasiones, sería interesante trasladar los razonamientos de Spitzer a otros campos de la existencia, para desmontar por sí solo el planteamiento. Hagamos este ejercicio:


Planteamiento: “Quien pasa mucho tiempo con los medios digitales se mueve menos, con todo lo que eso conlleva para la salud física y mental” (p. 264)
Extrapolación: Quien pasa mucho tiempo trabajando en una consulta atendiendo pacientes, o en una oficina resolviendo papeles, se mueve menos, con todo lo que eso conlleva para la salud física y mental.


Planteamiento: “Bombardeamos a nuestros hijos justamente con los consejos equivocados en lo que respecta a la comida. Durante un programa de dibujos animados en una típica mañana de domingo, los niños ven un promedio de un anuncio de alimentos cada cinco minutos, y casi todos los alimentos que salen en la publicidad por televisión son poco saludables” (p. 131)
Extrapolación: Bombardeamos a nuestros hijos justamente con los consejos equivocados en lo que respecta a la comida. Al dejarles salir a la calle en una típica mañana de domingo, los niños ven un promedio de pastelerías, Burger King, Pizza Hut, churrerías, tiendas de golosinas o McDonald’s cada cinco minutos, y casi todos los alimentos que salen en sus escaparates son poco saludables.



Así expuesto, cualquier comportamiento humano puede ser potencialmente peligroso para nuestra salud.

Y luego hay párrafos para los que no encuentro adjetivos, así que prefiero dejarlos a juicio del lector:

“En internet se miente y se engaña más que en el mundo real, y uno mete la pata en la red con mayor frecuencia” (p. 75).

“Como psiquiatra observo una y otra vez que los adolescentes ya no saben lo que debe y lo que no debe decirse, probablemente porque solo en raras ocasiones hablan con alguien” (p. 112).

¿Se ha dado usted cuenta de que raras veces pone una cara feliz la persona que está ante una pantalla? Después de un paseo, después de la lectura de un buen libro o de la visita de un amigo, uno se siente bien, con ganas de hacer cosas y acomete sus tareas con buen humor. (p. 263)

“El Parlamento del Estado federado de Hesse me invitó a una ronda de expertos sobre el tema ‘medios de comunicación’, en cuyo transcurso no pude menos que constatar que no se trataba de ninguna ronda de expertos en absoluto; estaba formada por 29 miembros de grupos de presión y representantes de asociaciones, etc., y un experto: yo mismo” (p. 277).

“Los juegos de ordenador te vuelven gordo, estúpido, violento y te insensibilizan” (p. 293).

No sé muy bien cómo terminar. Quizá con una cita que acaba de venirme a la memoria, sin saber bien el motivo: “La actual sociedad de riesgo es heredera de una modernidad, de origen ilustrado, donde la ciencia se ha investido como dogma de fe, sustituyendo viejos ritos, prácticas y creencias. El problema de esta consideración es que la infalibilidad otorgada a la Ciencia se ha transmitido a los científicos convirtiéndolos en auténticos iluminados de esta sociedad tecnificada”; Carlos Gil de Gómez Pérez-Aradros, Reflexiones (poco académicas) sobre la sociedad actual; KRK Ediciones, Oviedo, 2013, p. 43.


[Relación con la editorial y el autor: ninguna]

sábado, 7 de diciembre de 2013

Publicaciones




En esta semana coinciden en la salida dos textos de mi autoría, por si alguien está interesado. El primero es: “Concha García: de la deambulación del verso a la disolución subjetiva”, en Antonio Agustín Gómez Yebra (ed.), Estudios sobre el patrimonio literario andaluz (V). Homenaje al profesor Cristóbal Cuevas; AEDILE, Málaga, 2013. El segundo trabajo es “Sujeto a réplica: el estatuto narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de identidad digital”, en Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (ed.), Imágenes de la tecnología y la globalización en las últimas narrativas hispánicas; Iberoamericana Vervuert, Madrid 2013.



De este último incorporo a continuación algunos párrafos, por si estimulan a la lectura:



Sujetos a réplica


No preguntes por qué ya no eres nadie, sólo unos fragmentos pixelados, unas pocas imágenes inservibles, letras que nada significan, signos vacíos.
Diego Doncel (2011:114)

¿Dónde descubrir en el mundo un sujeto metafísico?
Ludwig Wittgenstein, Tractatus, 5.633

Pero más bien quisiera creer que la idea de la personalidad absolutamente libre y la de la personalidad peculiar no son la última palabra del individualismo; antes bien, que el incalculable trabajo de la humanidad logrará levantar cada vez más formas, cada vez más variadas, con las que se afirmará la personalidad y se demostrará el valor de su existencia.
Georg Simmel (2001:424)


La Cyclosa Mulmeinensis es un espécimen de arácnido excepcional. Cuando acaba de tejer sus redes construye, en tres dimensiones, una réplica de sí misma. A partir de restos, basuras y pequeñas secreciones levanta una copia corporal a tamaño real, del mismo volumen, con la misma tonalidad, con idénticas forma y apariencia. Según los científicos chinos Ling Tseng y I-Min Tso (2009), que han estudiado la especie, el objetivo de esta maniobra replicadora (variante de lo que en biología se llama mimetismo batesiano) no es evitar a los posibles depredadores, sino dirigirlos hacia un objetivo falso. Este mecanismo de defensa de la Cyclosa recuerda a un extraño proyecto que surgió circa 1917 para construir un París alternativo, cuyo único propósito consistía en ser destruido por los bombardeos alemanes en lugar del original. En aquellos tiempos, cuando todavía no existía el radar, los bombardeos se hacían a simple vista. El objetivo era construir una réplica de la ciudad lo suficientemente grande como para atraer las bombas:

The story of Sham Paris may have been “broken” in The Illustrated London News of 6 November 1920 in a remarkably titled photo essay, “A False Paris Outside Paris—a ‘City’ Created to be Bombed”.  There were to be sham streets lined with electric lights, sham rail stations, sham industry, open to a sham population waiting to be bombed by real Germans. It is a perverse city, filled with the waiting-to-be-murdered in a civilian target.  Sham Paris seems to me like a reverse city.  And a reverse city in the manner of the cities created by the guilty Cain and Romulus—these two were murders who created cities; Sham Paris is a city of created murders to save the innocent.[1]

Recordemos que, durante la primera Guerra del Golfo, en 1991, los aviones estadounidenses destruyeron multitud de tanques de cartón que los iraquíes habían diseminado por el desierto. El objetivo, como el de la Cyclosa, no era evitar el ataque, vano empeño ante un enemigo muy superior, sino hacerlo inútil, lograr que el enemigo gastase la pólvora en salvas. La Cyclosa, por tanto, es una excelente estratega y una excelente constructora. Ha aprendido a disfrazarse de ella misma, a ser una réplica de sí.


 
(...)

El reconocimiento social es una parte del proceso constructivo de la identidad muy importante, y desde el primer momento constituye, como apunta Honneth, no una libertad –como podría pensarse, en el sentido de fundar un espacio político de influencia– sino todo lo contrario, una limitación: “una persona o un grupo es reconocido mediante la aplicación de determinaciones de cualidades o atribuciones de identidad que son experimentadas por las personas o los miembros del grupo como restricción del espacio de juego de su autonomía”[1]. Internet, como exponíamos en Pangea y El lectoespectador, ha terminado con esa identidad cercenada. Plantea, en realidad, el reconocimiento en la forma berkeleyana del esse est percipi y propone una posibilidad infinita de recomenzar el juego identitario y de reinventarse desde la otredad digital (seudónimos o avatares) o desde la notredad digital (anonimato). El estatuto digital, por su volatilidad, por el hecho de estar sometido a la dictadura de lo nuevo y estar marcado por la dificultad de concitar la atención debido a la vastedad de la oferta, necesita ser continuamente renovado. Uno debe actualizarse, contarse mediante updates o actualizaciones de su estado. Como ha explicado Raúl Minchinela, “la narración mediante updates no es sólo una nueva herramienta literaria: es un indicador de nuestro tiempo; el arma que enarbolamos como la modernidad mientras simultáneamente nos borra el pasado inmediato. Convertir tu vida en titulares te aplica el conocido adagio sobre los diarios: no hay un periódico más viejo que el de ayer. Nos estamos quedando sin historias. Eso cabe en un update(2009). Si la narrativa reciente es, en cierta forma, un espacio de simulación autorial[2], es comprensible que exista una relación natural entre las ficciones narrativas de autor y la ficción personal facilitada por la dúctil identidad digital. Desde ese punto de vista el ciberespacio aparece como un campo de juegos identitario aunque el juego, en estos temas, suele ser bastante en serio, como ha visto el narrador argentino J. P. Zooey:

En estos tiempos el hombre disuelve su identidad de barro en fluidos perfiles informáticos. Deshace su único nombre en múltiples nicks. Su sexualidad deviene en identificación provisoria con emoticones mutantes. Y cuando el punto G se pulsa en un joystick, en la pantalla explota extasiado un ser que no es ni hombre ni mujer. El retrato estable se disgrega en granos de Photoshop hasta ser otro, y luego otro, en constante devenir (2009:42-43).

Erving Goffman describió tempranamente en Presentation of Self in Every Day Life (1959), los procesos performáticos por los que nos presentamos en público y nos singularizamos identitariamente. A su juicio, el modo de re-presentarnos es muy similar a lo que sucede en la representación teatral: “whatever it is that generates the human want for social contact and for companionship, the effect seems to take two forms: a need for an audience before to try out our vaunted selves, and a need for teammates with whom to enter into collusive intimacies and backstage relaxation” (1959:206). Interpretación de un papel más interacción personal relajada: estos parecen ser también los resortes que mueven la comunicación en las redes sociales. Respecto a la interpretación actoral, de hecho, hay incluso aplicaciones informáticas que permiten la creación de una película del yo (http://www.timelinemoviemaker.com/) y de un museo de mí partiendo de la información volcada en Facebook. En la descripción del programa The Museum of Me (http://www.intel.com/museumofme/r/index.htm), se lee: “Esta exposición es un viaje de visualización que explora quién soy”. La impresión que intenta generarse en el internauta-consumidor es que su vida no sólo es novelable, como decían los antiguos, sino que también es rodable, convertible en espectáculo cinematográfico[3], y que es digna de guardarse en un museo, como formas santificadoras del egocentrismo de archivo. En el mismo sentido, lo que Facebook llama la “biografía” es también una especie de fotonovela del periplo autobiográfico, mitad discurso, mitad espectáculo.

(...)


[1] Y continúa: “Esto significa que un reconocimiento normalizante no puede motivar el desarrollo de una imagen de sí mismo positiva que conduzca a una asunción voluntaria de tareas y privaciones decididas por otros”; Axel Honneth, “El reconocimiento como ideología”, Isegoría nº 35, julio-diciembre 2006 [pp. 129-150], pp. 141-42.
[2] “El fingimiento y la simulación están en la base del comportamiento humano y forman parte de los fundamentos creativos de las autoficciones”; Manuel Alberca, “Finjo ergo Bremen”, en Vera Toro, Sabine Schlickers y Ana Luengo (eds.), La obsesión del yo. La auto(r)ficción en la literatura española y latinoamericana. Madrid: Iberoamericana / Vervuert, Madrid, 2010, p. 32.
[3] “(…) cada vez más evaluamos nuestra propia vida ‘según el grado en que satisface las expectativas narrativas creadas por el cine’, como insinúa Neal Gabler”; P. Sibilia, La intimidad como espectáculo; Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 60.