El objetivo de este post es presentar juntos, pero no
revueltos, a cuatro narradores que no tienen nada que ver entre sí, pero que
que tienen en común aportar propuestas consistentes, alternativas y necesarias, estructuradas por
el riesgo y la ambición narrativa. No sé si por casualidad o por otro motivo
han aparecido en editoriales independientes (o de línea editorial
independiente, como Caballo de Troya, pese a pertenecer a un gran grupo),
mostrando que buena parte de la mejor narrativa actual no encuentra ya acomodo, o no lo busca,
en los grandes grupos. Como decía hace poco la crítica y periodista Anna María
Iglesia, “la neo-etiqueta de novela
literaria es la prueba de que la literatura ha dejado de asociarse con la
escritura”. En efecto, cada vez más “novelas literarias” (novelas a secas hasta
hace un par de lustros), deben refugiarse en editoriales pequeñas o medianas,
regidas por la valentía y el arrojo. Y esperemos que nos duren.
Luis
Rodríguez, La herida se mueve; Tropo,
Barcelona, 2015.
La novela de Luis Rodríguez es uno de los mayores desafíos
que puede afrontar un lector de narrativa actual en castellano; la radicalidad
de su planteamiento me recuerda a algunas novelas de escritores argentinos
(Chitarroni, Katchadjian, Libertella). Adelanto un extracto de la reseña que
aparecerá en el número de la revista Mercurio
correspondiente al mes de enero:
“Los personajes de La herida se mueve no se preguntan el
porqué de las cosas ni de sus actos, sólo los ejecutan; el narrador anota no sólo
los hechos que suceden en la obra, también los que no acaecen (p. 96, entre
otras), aludiendo a lo azaroso de cualquier desenlace. Las citas del Monsieur Teste de Valéry pueden apelar a
la incapacidad de Genaro de pensarse y entenderse. Algunos tachados esparcidos
aquí y allá hacen dudar al lector de si está leyendo una historia o la escritura de una historia. Algunos
caracteres reaccionan inesperadamente ante los estímulos y otros se estimulan
con lo inesperado; pequeñas historias se insertan con las demás tejiendo un corpus textual en el que todo,
literalmente, es posible.”
La herida se mueve, en mi modesta opinión,
no es una novela recomendable, es simplemente obligatoria.
Cristian Crusat, Solitario
empeño; Pre-Textos, Valencia, 2015.
Creo que la mayor
reticencia que genera el monólogo interior es que, salvo escasas excepciones,
no suele ser demasiado veraz, no nos resulta demasiado verosímil respecto a la
auténtica cadencia de nuestros pensamientos. Por ejemplo, siempre he creído que
Joyce acierta más en el modo de exposición de la cadena mental de Gretta (“The
Dead”, Dubliners), que en la de Molly
Bloom en el Ulysses. La diferencia
entre ambas exposiciones es que Gretta tiene que compartir su discurso interior
con Gabriel; es decir, es un monólogo interrumpido por su interlocutor y enunciado
en voz alta de forma discontinua –porque no puede llarmarse “diálogo” a lo que
ocurre después de que Gretta oiga en la calle la canción “La joven de Aughrim”–.
El torrente de sentimientos de Gretta asola a Gabriel y devasta su deseo,
dejándole inerme ante la aparición de la muerte de Furey recreada por su esposa. Gabriel puede "oír" el monólogo interior de Gretta y por eso Joyce nos dice que "Un vago terror se apoderó de Gabriel ante su respuesta".
Creo que el secreto de
los cuentos de Crusat es que constituyen una memorable exposición contemporánea
del monólogo interior; es decir, creo que nuestro cerebro se cuenta la existencia como lo hacen los narradores de sus
relatos: van siguiendo el hilo del presente de la historia contada (no de la
narración, casi siempre en pasado) hasta que algún estímulo (como la canción
para Gretta) dispara el gatillo de la memoria y retrotrae la “acción mental”
hacia diversos puntos del tiempo y del espacio. Es decir, que esos recuerdos que
salpican los textos funcionan como agujeros de gusano que quiebran la línea
espacio-temporal de sus relatos, llevándolos a otros mundos narrativos, sin
abandonar en ningún momento la trama principal, a la que vuelven durante unas
páginas, para abandonarla algo más tarde por una nueva deriva nostálgica, casi
siempre sentimental o afectiva.
Observemos el cuento
“Conductos”, de revelador título, que tiene como fin argumental explicar cómo
se conectan las historias y los sentimientos, y como fin estructural desvelar
la poética cuentística de Solitario
empeño mediando el libro; su protagonista, Molly D, otra Molly mentalmente
dispersa, cuida de un niño en un hotel aunque tiene la mente puesta en un
relato que escribe y con el que se va conectando:
“(…) pregunta el niño cuando esperan a que se encienda la luz del ascensor.
Ella lo mira y le tira del lóbulo. Al hacerlo, vuelve a pensar en su cuento”
(p. 82). Y un poco más adelante: “Sin ninguna razón e particular, comienza a
pensar en el chico con el que lleva saliendo tres meses” (p. 83); “Abre su
cuaderno y durante una docena de minutos no escribe nada. (…) Tras ese
intervalo de tiempo, finalmente, pensará en el chico de origen alemán con el
que se acostó el día anterior” (p. 84). La fluctuación constante entre la
realidad de Molly y el cuento que escribe es la que tiene el lector con los
cuentos que reúne Crusat a lo largo del volumen: reproducen su forma de divagar. Respecto a la “poética”
incluida en el mismo “Conductos”, una disquisición sobre la idea de centro y
vacío en el cuento (pp. 90-91), entiendo que es una remisión directa al
excelente ensayo sobre el relato breve El
vacío y el centro.
Tres lecturas sobre el cuento (2002) de Ángel
Zapata.
El descrito mecanismo de
extrañamiento creado por Crusat provoca algo que me parece sensacional, y que
seguramente me hace leer uno tras otro sus libros con adicción: el naturalismo con que están contadas sus
historias es el paradójico irracionalismo literario perfecto, pues la mente de
sus protagonistas (y, por ende, la nuestra) se
deja llevar por las emociones o las distracciones, perdiendo la razón del
presente, abandonando el aquí y el ahora, para perderse en el naturalismo de
otro espacio-tiempo. Es decir: aunque todos los entornos, argumentos, tramas e
historias contados por Crusat son totalmente verosímiles y razonables, su
efecto en el lector es onírico; es
suprarreal porque conecta realidades inexistentes tanto en el tiempo de la
narración como en el tiempo de la lectura, y por ello adquiere conexión con el
mito, al ser un continuo atravesado por el tiempo mítico (“como la naturaleza
del tiempo en el que se ha desarrollado todo: a medio camino entre lo sucesivo
y lo eterno”, p. 125), una historia construida por diversas historias que
encuentran su sentido en perderlo, en
irlo perdiendo; sus tramas encuentran la ilación en romper su continuidad, engarzando
líneas paralelas y encontrándose con ellas en el tiempo interior del relato. En
cierto sentido, sus narradores son como el padre de Saskia, personaje de “La
casa de Thomas y el círculo de Saturno” (título también revelador), que “de
repente levantó el brazo derecho y procedió a tocarme el costado, con los ojos
prácticamente en blanco y la lengua asomada sin control, como si dudara de su
propia existencia y quisiera confirmarla a través del contacto con la mía” (p.
51). Si los cuentos de Crusat fuesen personas, serían esos amigos que al contar
una historia se quedan callados un instante mientras contemplan fijamente un
punto indefinido, conectados a otra
historia que acaba de pasarles por la mente, otro espacio-tiempo atraído por
algo de lo que estaban narrando.
En un reportaje sobre postcuento (término acuñado por Eloy
Tizón para referirse a relatos breves no construidos de forma convencional), dice
Crusat que un buen cuento “nunca ha podido ser prescrito, domesticado,
formulado ni medido. Sin embargo, se ha pretendido difundir una serie de reglas
en relación con el cuento como si nos ocupáramos de un género escolar. La crítica ha tendido a explicar el relato
corto a partir de unas coordenadas muy estrictas, que han obviado esencialmente
sus conexiones con el mito, la poesía o el ensayo. Sí considero que
determinadas plantillas resultan extemporáneas y han periclitado’”[1].
Es evidente que Crusat está en otra cosa, en otro lugar, y cada vez más
lectores están o estamos allí con él.
Raúl Quinto, Yosotros;
Caballo de Troya, Madrid, 2015.
Hay un poema de Jorge
Riechmann en La estación vacía
(2000), “Tuyo”, que comienza con el verso “vencido no es vendido” y termina con
estos cuatro: “yonosotros / aún / luchando / todavía”. Creo que Quinto
compartiría esta visión, tanto política como subjetiva, o al menos eso parece
desprenderse de su último libro, Yosotros.
Siguiendo el modelo contra-genérico o híbrido de Idioteca (2010), que definíamos en su momento como una “distopía
cultural”, Yosotros podría definirse
como una utopía subjetiva, si se
entiende por tal un libro donde la línea argumental hace referencia a la
“mutilación como puerta a ese estado híbrido entre el yo y el ellos” (p. 116),
a la imposibilidad de ser uno, que
acaba conduciendo al libro –y a su autor– a la búsqueda de otra posibilidad de
ser, de otra forma ideal de subjetividad menos castrante, mutiladora y fatal
que el sujeto cartesiano. Esa forma que él encuentra para sobrevivir en el
mundo siendo de un modo menos doloroso es el yosotros, una nueva persona del singular-plural que se constituya
como un espacio subjetiva, social, metafísica e ideológicamente habitable.
En el libro se van
mezclando apuntes memorialísticos con impresiones intimistas y microensayos
históricos, cruzados con pequeñas biografías de numerosas personas que pagaron
un alto precio por ser quienes fueron. Suicidas, perseguidos, malditos,
inadaptados, locos, conspiranoicos o réprobos comparecen aquí para explicar qué
sucede cuando uno no encaja en los
modelos de su tiempo, y se opone a ellos con atrevida resistencia, como diría
Hamlet. El castigo suele ser siempre el mismo: la cárcel, la ejecución, el
ostracismo o la muerte por la propia mano. “El triunfo del yo autorreferente
tiene un revés envenenado” (p. 162). Creo que el propósito de esta colección de
vidas truncadas y de horrores históricos que Quinto desperdiga por el libro es
mostrar la oposición radical entre la unidad a ultranza (que conduce a la
frustración o el apartamiento social) y la alianza con los demás, no en un sentido solidario, sino todavía más íntimo,
hasta ser con los otros. Una
subjetividad entendida como tejido (p.
206), libre de las normas occidentales del capitalismo o refractaria a ellas.
Es una reflexión algo utópica, sí, pero no nos viene mal un poco de utopía,
sobre todo cuando es inteligente y está bien escrita.
Javier Moreno, Acontecimiento;
Salto de Página, Madrid, 2015.
Aunque el nombre de
Houellebecq suele salir a colación para hablar de la obra narrativa de Javier
Moreno, yo no dejo de recordar al Don
DeLillo de Cosmópolis al leer Acontecimiento, su nueva novela. Está
presente en esa deriva autoconsciente por la ciudad de un sujeto en crisis, dotado
de una pulsión analítica casi paranoica; un sujeto observador que no camina las
calles para disfrutar, como el flâneur de Baudelaire, sino para sufrir. Su
deriva urbana tiene como fin la lucidez dolorosa, y su tránsito le hace
plenamente consciente de su crisis, exterior e interior. Por si algo faltaba
para asociar este recorrido a DeLillo, la trama terrorista trae a la cabeza
otras novelas del estadounidense, y el detalle de la limusina (como en 2020, la anterior novela de Moreno)
viene a recordarnos las sesudas conversaciones que Eric mantenía dentro de la
suya con sus sucesivos interlocutores en Cosmópolis.
Pero lo importante ahora
es destacar qué singulariza la obra. Acontecimiento
es una novela política porque trata de los ἰδιώτης (idiotes), según terminología helena que definía a quienes no
participan en política, sino que son objeto
de la misma y la sufren sin confrontarla. El papel del escritor/pensador es
ponerse en su piel, y de ahí la cita de Deleuze que abre la novela:
“Literalmente, yo diría que se hacen los idiotas. Hacerse el idiota (…) siempre
ha sido una función de la filosofía”. Lo
que vendría a demostrar la novela de Moreno, en estas condiciones, es que si tú
no te ocupas de la política, la política se ocupará de ti, pasando sobre tu
cuerpo como una apisonadora. La novela presenta un escenario contemporáneo en
el que las relaciones personales son tan virtuales como presenciales, y donde la
idea de comunidad se ha diluido en una sociedad transparente (p. 74) à la Vattimo o aún peor, donde los
ciudadanos se muestran y se venden a sí mismos, solos o con ayuda de otros: los
publicistas. El hecho de que el protagonista de la novela sea publicista
permite a Moreno convertirlo en una especie de Hermes interpretador de todo
cuanto ve, y también en la voz oracular de todo cuanto los ciudadanos están
programados para sentir consciente o inconscientemente –en términos de
neuromárketing, véase p. 61, en sintonía con la última novela de Nicolás
Mavrakis–. Para el racional personaje al que Moreno cede la voz narrativa, el
inconsciente está programado, ya no
es aquella parte de nosotros a la que no tenemos acceso, sino aquella parte del
deseo a la que tienen acceso aquellos que lo programan y condicionan mediante
estrategias mercadotécnicas. Este es uno de los puntos fuertes de Acontecimiento, como también lo es el
examen de la virtualización (digital, pero no sólo) de las relaciones afectivas
e incluso de los sexuales, con algunas escenas arriesgadas de puro virtuosismo
simbólico (p. 168-69) en las que ya nada, ni siquiera el sexo, es tal como se
había concebido en los tiempos recientes. Esto no arroja al cives a un déficit de existencia, sino a
una multiplicación de experiencias vitales vicarias. Si en los siglos
anteriores una persona podía vivir dos vidas, siempre y cuando las viviese
interactuando con personas diferentes (pensemos en El adversario de Carrère), Moreno explica la pasmosa manera en que
gracias a las tecnologías y las redes sociales hoy podemos vivir dos vidas
diferentes con las mismas personas,
teniendo una relación en la vida física y otra distinta en el mundo digital,
como la que tiene el protagonista con Mirinda. No podemos caer en el error de
denominarlas la vida real y la vida virtual: reales –y con consecuencias tangibles, como se demuestra claramente
en Acontecimiento– son las dos.
Las novelas de Moreno
están saturadas de inteligencia, pero esa sobresaturación analítica puede
producir cierta parálisis. A partir de la quinta página de pensamientos
brillantes sobre comportamientos sociales o pautas individuales el cerebro tiende
a “desconectar” en cierto modo de la trama. En algún lugar de esta novela se
habla del bloqueo que produce la información, pero creo que la novela peca de
un mal parecido, el bloqueo del ingenio, que paraliza nuestro sistema operativo
de lectores con la sobredosis de inteligencia verbal, plástica o abstracta
inoculada en nuestra cabeza. Creo que la obra de Moreno ganaría consistencia y
altura si se alejara un tanto del ensayismo y se acercase más al devenir, a la
acción y a la interacción, al movimiento de los personajes, en vez de
apabullarnos con sus impecables análisis. En mi humilde opinión de lector interesadísimo
en la obra (también la poética) de Moreno, su idea de novela mejoraría
deviniendo novela de ideas y no ideas
noveladas, que es lo que a ratos acumula en el texto. Un cineasta francés,
ahora mismo no recuerdo quién, manifestó una vez su intención de rodar El capital de Marx, pero no pudo hacerlo
porque la película iba a tener un coste disparatado por requerir “mucha
acción”. A eso me refiero, la teoría no tiene por qué estar reñida con una gran
historia y unos buenos personajes que encarnen
emociones además de describirlas a la perfección. No es casual que el mejor
momento de la novela llegue casi al final, en el instante del encuentro físico con
el terrorista -otro punto de engarce, por cierto, con Cosmópolis-. Ahí se desborda la energía acumulada y estanca durante
tantas páginas; el resultado mueve al lector a preguntarse qué hubiera pasado
si esa misma tensión narrativa hubiese fluido sin restricciones a lo largo de
toda la novela.
Quitando esto y algún
otro defecto (la novela hubiera necesitado de una última revisión y ser
liberada de algunas erratas), Acontecimiento
quizá no haga honor a su nombre, pero sus valores parciales son tan
consistentes, y destila tanta inteligencia e intuición sobre nuestras pautas y
pérdidas de norte, que pide a gritos muchos y buenos lectores.
.
[Relación con las cuatro editoriales: ninguna, salvo con Pre-Textos, mi editorial de poesía. Relación con los autores: con Crusat, ninguna; tampoco he visto nunca a Luis Rodríguez, pero mantenemos correspondencia sobre libros desde hace tiempo; con Quinto relación casi ausente, pero cordial, y Javier Moreno es amigo.]
[1] B. Berasategui, “Contra las dictaduras del cuento”, El Cultural de El Mundo, 27/11/2015, accesible en http://www.elcultural.com/articulo_imp.aspx?id=37291.
Pues no me importaría nada leerlos, pero solo YOSOTROS tiene edición Kindle (ya lo compré), y a mí no me cabe ni un solo libro papelero más en casa... Saludos.
ResponderEliminarAñísimos hacía, por cierto, que no me encontraba con una mención de Héctor Libertella en ninguna parte. El camino de los hiperbóreos fue uno de mis grandes gozos literarios de los 60-70.
ResponderEliminarLos libros que he leído de Libertella me parecen fascinantes. Tengo que hacerme con toda su obra cuando pueda. También me gustó el libro que escribió su hijo Mauro Libertella sobre él, "El libro enterrado", que te recomiendo, Ramón. Abrazos.
ResponderEliminarA un escritor novel o seminovel, cosa que al final, de alguna manera, no dejamos nunca de ser, ¿le recomendaría, si su bagaje de lecturas clásicas fuera insuficiente, terminar de completar esa base o comenzar a andar caminos nuevos como los que recomienda? (O simultanearlo).
ResponderEliminarGracias. Un saludo.
AT.I
Simultanear ambas tareas. El motivo es claro: la lectura de clásicos debe ocupar toda la vida, pero si es lo único que se hace, hay tantísimos libros de interés en tantas literaturas que no habría tiempo más que para eso, y nos perderíamos lo que se está haciendo en nuestro tiempo. La literatura contemporánea no siempre será tan buena como la clásica (según qué clásicos, casi nunca lo será), pero arroja luz sobre el mundo que nos rodea y sobre nuestra posición existencial en él. No leer nada actual me parece tan extremo y absurdo como leer sólo novedades editoriales.
ResponderEliminarUn saludo y gracias por venir.