Blaise Pascal, Tratados de la desesperación; Hermida Editores, Madrid, 2016,
edición de Gonzalo Torné.
Torné
hace en este libro una selección (y traducción) muy afortunada de los mejores
pensamientos de Blaise Pascal, especialmente de aquellos en los que aparece
acuñado su pensar más “existencial”, que ha sido recuperado de forma continua
por los escritores y filósofos de los dos últimos siglos. En palabras del
propio Torné: “El lector descubrirá pronto que algunos de los pasajes más
celebres y vibrantes de Pascal están asociados a esa duda estructural, una
suerte de grieta o fisura que atraviesa la condición humana para caracterizarla.
Una duda que requiere de un salto al vacío o una apuesta.” (p. 23).
Nada
de lo humano esencial está fuera de este breve compendio. Para aprender de
memoria.
Eduardo Lago, Llámame Brooklyn; Malpaso, Barcelona, 2016.
Se
reedita, diez años después de su aparición, la excelente novela de Lago, que ya
comentamos en su momento. Para quien no la haya leído, careciendo así de la
experiencia de lectura de una de las obras más singulares y profundas de la
narrativa en español del siglo XXI, la vistosa edición de Malpaso, que incluye
algunas variantes sobre la original, es una oportunidad magnífica de recuperar
el tiempo perdido. A partir de una novela inconclusa de Gal Ackerman, Néstor
Chapman, una especie de albacea existencial y literario de Gal, debe
reconstruir una obra y varias vidas, situadas entre dos culturas y dos lenguas.
Una exhibición de complejidad narrativa y de amor por el relato bien hecho que forma parte del parco canon
narrativo del siglo en marcha.
Sara Mesa, Mala letra; Anagrama, 2016
He
leído casi todos los libros de Sara Mesa y creo que es una autora que no ha
hecho más que crecer, si bien Cicatriz (2015)
no terminó de convencerme, a pesar de su capacidad expresiva. Quizá mis reparos
tuvieran algo que ver con la tentación
psiquiátrica de cierta novela española, que he criticado algunas veces. Pero
Cicatriz gustó mucho, así que quizá
el problema fuese mío y no del libro. La cuestión es que en los relatos de Mala letra no hay apenas reparos que
poner (salvo quizá el brusco cierre del espléndido “Palabras-piedra”); todo es
magnífico, los relatos son desasosegantes y sugerentes, la plasticidad está más
que afinada para crear ambientes en apenas unas líneas, la capacidad respecto
al detalle no es menor que la capacidad frente al todo, el presente es tan
vital y poderoso como el pasado, las tramas son críticas sin rozar lo
panfletario, el sexo sigue siendo enfermizo y degradante (marca de estilo de la
autora) porque es una pulsión que trasluce otras pulsiones, los personajes
masculinos son sólidos y los femeninos extraordinarios, son complejas las
tramas y los caracteres y todos están bien definidos y escritos, abundan los
hijos sin padres y con muchas dudas, y la organización interna del libro está
bien calibrada, compensándose las temáticas y las extensiones en una cadencia
que fluye con naturalidad. Sólo cabe aplaudir.
Tadeusz Dąbrowski, Te Deum; La Isla de Siltolá, Sevilla, 2016, traducción de Miguel Mejía.
Me
ha interesado mucho este poemario del poeta polaco Tadeusz Dąbrowski, publicado
originalmente en 2005. Tiene una mirada singular, a veces transida por la
trascendencia más ortodoxa, y otras por el epicureísmo más compartible, pero casi
siempre sus poemas son celebratorios y respiran inteligencia y afinación. El último
poema, sin título, es un maravilloso ejercicio sobre la descomposición del yo. Junto
a este postrero, los textos que más llaman la atención son aquellos en que se
reflexiona sobre el hecho de mirar
y sobre el hecho de pensar desde y sobre el poema. Incorporo dos ejemplos de esa línea de trabajo de Dąbrowski:
Ben
Clark, Los últimos perros de Shackleton;
Sloper, Mallorca, 2016.
Aunque el punto de partida es la desmesurada
expedición de Ernest Shackleton a través del polo Sur, los poemas de Clark surgen
de la épica trágica del aventurero inglés de los hielos para perderse
rápidamente por fantasmas personales y descripciones del amor en “esta era de
plasma” (p. 54). Con ecos de Eliot, de Shelley, de Hesse (incluso se citan como
epígrafes noticias
de prensa), la poesía de Clark sortea el peligro de la facilidad para ahondar
en un sistema metafórico donde el calor de los afectos se opone al frío
existencial, a poco que nos olvidemos de qué es lo importante (a destacar la
sección “Teoría de los abismos”, donde se tiende un inteligente pasadizo entre
los seres abisales que son “pura necesidad” y la figura de los amantes). “Hoy
saldré a celebrar la dicha frágil / de todos los productos congelados” (p. 58),
dice Clark, y no es casual que el poema de Shelley citado en el primer texto
diga, en otros versos, “I love snow, and all the forms / Of the radiant
frost!”. El poemario es, en gran parte, un homenaje a Shackleton y su
desmesurado amor a la nieve, lo helado, la Antártida y otros territorios
sublimes (en el sentido romántico de terribles, fascinantes y desangelados),
pero también un recordatorio (véase “El reino menguante”) de que cuando nos
empeñamos en la épica, olvidando lo “pastoril”, suele triunfar la elegía.
Mery Cuesta, La rue del Percebe de la cultura y la niebla
de la cultura digital; Consonni, Bilbao, 2015.
En los últimos tiempos han aparecido cuatro libros
que tienen en común haber elegido la textovisualidad como forma, frente a la modalidad
de texto simple mediante la que hace algún tiempo se habrían formulado: los
ensayos La rue del Percebe de la cultura
y la niebla de la cultura digital (Consonni, 2015) de Mery Cuesta y Qué vemos cuando leemos, de Peter
Mendelsund (2014, Seix Barral, 2015); la crónica-cómic Los vagabundos de la chatarra (Norma, 2014), de Jorge Carrión y
Sagar, y la tesis doctoral Unflattening (Harvard
University Press, 2015) de Nick Sousanis. Son señales que apuntan a que no
íbamos muy desencaminados en El
lectoespectador (2012) cuando señalábamos un proceso que estaba
normalizando las experiencias a medio camino entre el texto y la imagen,
incluso en terrenos alejados, en principio y con excepciones, a las mismas (los ejemplos recientes en poesía
y narrativa son ya tan numerosos que sería difícil citarlos todos). Hoy nos
centramos en el interesante ensayo-cómic de Mery Cuesta, que concita en sus páginas
a la pensadora y a la dibujante, sin solución de continuidad entre ellas.
Con
un formato innovador, gracias a la alternancia de textos e historietas, la
autora critica con una perspectiva histórica la dinámica de cambios continuos o
de cambio perpetuo en que está
instalado el mundo digital, configurando como un “nuevo pasotismo, porque tiene
algo de conformista” (p. 20), así como la devaluación de las obras en
“contenidos” destinados a “consumidores” (p. 19), lo que las priva de su
singularidad y de su valor artístico y los convierte en productos abaratados
hasta lo desechable. Consciente de la mutabilidad de su objeto de estudio (“el
método más honesto para teorizar sobre la cultura digital se conjuga en
estricto presente y en pasado mañana o, lo que es lo mismo, en el terreno de lo
especulativo”, p. 9), lo que también advirtiera el ya añorado Eco de Apocalípticos e integrados, Cuesta hinca
su bisturí en varias manifestaciones de esa cultura y de algunas de sus
subculturas, buscando clarificar algunos extremos y desmontar algunos mitos.
Entre ellos, la autora, como ya han hecho con anterioridad otros autores,
critica la falsa democratización con que a veces se presenta el mundo cibernético,
cuando en realidad parece más bien un eficaz modo de control social, ejercido
no desde el poder institucional, sino desde el poder económico.
Una
de las mutaciones descritas en el ensayo que más me ha interesado es el
vaciamiento del concepto underground tras
la llegada del fenómeno digital: “el underground es un mito cultural (…) hoy,
tanto en el mercado como en las programaciones culturales se sigue manteniendo
vivo el cadáver del underground a través de sus atributos estéticos: como
manierismo de lo pobre, como sofisticación de lo semioculto y lo salvaje (…)
desde el momento en que el underground se vocea en una revista internacional de
más de 30.000 ejemplares de tirada, es que está muerto y bien enterradito” (p.
83). Al underground le ha sentado mal la red, según la autora, porque “desde el
momento en que una persona con una afición minoritaria expresa su preferencia
en Internet y comienza a hacer comunidad con otros, esa afición deja de ser
subterránea y se vuelve potencialmente capaz de convocar a una legión de
adeptos. Esta posibilidad de popularización es contraria al espíritu
minoritario y exclusivo del underground” (p. 82). También me ha parecido muy
inteligente su lectura de la desideologización de la subcultura bizarra, que
despolitiza aquellos objetos chocarreros sobre los que fija la mirada (p. 96).
Uno
de los leitmotiv que atraviesan la obra es la caída de la alta cultura frente a
la cultura popular, donde hay alguna reflexión oportuna (“hablamos de un ascenso de la cultura popular en la actualidad
porque psicológicamente seguimos respetando un estatus del hecho cultural
concebido en base a [sic] estratos
verticales propiciado por las propias terminologías alta cultura/baja cultura”,
p. 44), pero a veces nos parece detectar alguna contradicción. Si examinamos la
página 62, por ejemplo, donde se nos habla de que el ascenso de la cultura
popular se debe al “agotamiento de los contenidos de la alta cultura y sus
protocolos, ritualmente sofisticados, plagados de creencias y pactos de
silencio, mediatizados y artificializados mediante un indescrifrable aparato
teórico”, nos daremos cuenta de que el discurso de la autora da por supuesto
que el lector “popular” de la obra habla francés (en esa página hay una
expresión francesa sin traducir), lee de seguido a Umberto Eco y conoce sus
tesis sobre la vanguardia, maneja el nutrido aparato teórico que usa Cuesta y,
en general, es tan connaisseur como
los habituados a las antiguas manifestaciones de alta cultura. Por no hablar de
que en la subcultura bizarra, como la
propia autora reconoce, “la intelectualización desacomplejada se ha convertido
hoy en una postura válida” (p. 95), poblando los manuales y fanzines friquis de erudición impostada y
referencias ad nauseam, quiero decir inacabables. Es decir: Cuesta presupone
que ha desaparecido un espectro cultural elevado en un libro redactado desde
elevados parámetros culturales, lleno de citas de Ortega y Gasset o Grosz, cuyos
códigos serían indescifrables para un espectador de MHYV o de Sálvame. El modo
elegante, exigente y lleno de referencias con que Cuesta redacta sus argumentos
contra la alta cultura los socava y constituye su mejor refutación. La alta
cultura parece vivir más fuerte y pujante que nunca, debido a la esmerada
formación high-brow que parecen tener
sus numerosos y eruditos críticos.
Pero
me temo que es un asunto en el que todos estamos llenos de contradicciones,
como el colgado que se dedica a hacer reseñismo con pretensiones y notas al pie
en un blog… Lo importante es que Cuesta domina los temas de los que habla,
habla de ellos con inteligencia y sentido del humor, tanto mediante la palabra
como a través del dibujo, y explica a la perfección cómo chirrían algunos
goznes culturales y subculturales a causa de la aparición de la neblinosa
cultura digital. Salvo alguna errata engorrosa (“looser” por “loser” en p. 93,
o “Gomes de la Serna” en p. 102), el libro está bien editado y su lectura es
muy recomendable para entender el cruce entre la cultura de masas (y sus
subculturas) y la niebla digital, tan llena de posibilidades como de futuros
fracasos, entre los que se contará algún día esta reseña.
[Relación con Mery Cuesta: ninguna. Relación con Consonni: ninguna]
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