[A Rafi
Valenzuela]
Toda esa escritura es un asalto a las
fronteras
Kafka
Lo bello es darse al mito
Juan Bernier
Horizonte o frontera
No
podemos compartir la afirmación de Jordi Gracia cuando entiende que “da la
impresión de que aquella dialéctica enfrentada que propuso Umberto Eco entre
apocalípticos e integrados a principios de los sesenta haya derivado en un
magma difuso de integrados, todos hijos saludables de la razón”[1],
porque todavía, encastillados en pequeñas aldeas, perdura una escueta legión de
hijos de la sospecha y revisores del lugar de la razón, que combaten la razón
instrumental y perciben el resquicio de otras realidades en nosotros. En esa
línea de percepción visionaria se encuentra la aventura estética de Eduardo García
(São Paulo, 1964 - Córdoba, 2016), una
de las más complejas y profundas de nuestro panorama poético nacional; una obra
poética y ensayística que entronca con la mejor literatura hispanoamericana y que,
por este motivo, es una lírica rica, abierta a la literatura fantástica de
Cortázar y a la palabra de Vallejo, a la sedimentación metafísica de Juarroz y
a la espesura técnica de Borges. Y supone asimismo la exploración continua de
una terra incognita entre el realismo
y la irracionalidad, términos ambos que precisaremos para aplicarlos al caso
concreto. En una entrevista sobre su libro Horizonte
o frontera (2003) mantiene García que “en él desarrollo lo que en mi ensayo
llamo una poética del límite. Se trata de, a partir del realismo que es de
donde yo procedo, intentar acercarme a la zona oscura de la personalidad, al
mundo de los sueños, al territorio de lo irracional, que ha estado bastante
ninguneado en España durante mucho tiempo y que sin embargo es el territorio
natural de la poesía, donde ningún otro arte puede competir con ella. Lo que me
propongo es encontrar el punto exacto entre razón y entre inconsciente, no
hacer surrealismo, ni realismo, sino una veta que aún no se ha desarrollado en
nuestra lengua”[2];
años más tarde acuñaría para esa línea de trabajo la etiqueta de realismo visionario[3].
La
de García es una atalaya singular, pero situada en un frente de batalla donde
García nunca ha estado solo: buena parte de la obra poética de autores tan distantes
como Antonio Gamoneda, Blanca Andreu, Diego Jesús Jiménez, Olga Novo, Manuel
Álvarez Ortega, Gimferrer, Julieta Valero, Jorge Riechmann, José Luis Rey,
Luisa Castro o Juan Andrés García Román (cada uno a su muy distinto y también
singular modo), entre otros, transitan similares lugares intermedios. De hecho,
creo que podríamos aplicar a la poética de Horizonte o frontera este fragmento
del poema “Conversación” de Riechmann: “estamos siempre tan cerca de lo
esencial, tan próximos... Hacen falta muy pocas palabras para decirlo, apenas
unos trazos para dibujarlo. Cuando se da cuenta de esto, el hombre de la
frontera –que es en resumidas cuentas un ser trágico– se transforma en un ser
colmado: lo que podríamos llamar el hombre de la inminencia”[4]. Sin
dejarnos arrastrar por la tentación de relacionar esas líneas de Riechmann con las
posturas heideggerianas de la poesía como acontecer, indagaremos en alguna de
las claves estructurales de la obra de García.
La poesía y el mito
En
“El poeta y los mitos” (Ocnos),
Cernuda dice que los mitos leídos de niño le hicieron poeta. El mismo autor, en
una “Nota marginal” a Hölderlin (1935), anota que “en nuestra poesía, como en
la francesa, a excepción tal vez de André Chenier, los mitos griegos son
únicamente un recurso decorativo; pero nunca eje de una vida perdida entre el
mundo moderno y para quien las fuerzas secretas de la tierra son las solas
realidades, lejos de estas otras convencionales por las que se rige la sociedad”[5].
Quizá reelaborase Cernuda esas palabras hoy, si viviera, pues la poesía
española actual cuenta con varios escritores dotados para entrelazar realidad y
dimensión mítica, entre los cuales destaca Eduardo García, por haberlo hecho en
la pragmática y en la teoría. Teniendo en cuenta su doble condición de poeta y
profesor de filosofía, no será impertinente comenzar un recorrido de la
relación de su obra con el mito partiendo de Nietzsche, quien decía en El nacimiento de la tragedia que “el
mito lleva el mundo de la apariencia a los límites en que ese mundo se niega a
sí mismo e intenta refugiarse de nuevo en el seno de las realidades verdaderas
y únicas”[6]; idea
que, aplicada, encontramos en el Eliade de Imágenes
y símbolos, para el que los mitos “no son irresponsables creaciones de la
mente; responden a una necesidad y llenan una función, que es sacar a la luz
las más ocultas modalidades del ser. Consecuentemente, su estudio nos permite
conseguir un mejor entendimiento del hombre en sí”[7]. Esta
indisolubilidad entre hombre y símbolo no suele ser obviada por el arte. Nelson
Goodman defiende en Maneras de hacer
mundos una teoría que nos parece incontestable: por pura que sea la idea
que tiene el artista de su arte, es obvio que siempre late en la misma una
mínima condición simbólica. El arte tiene para Goodman tres posibilidades, que
pueden alternarse o superponerse: representación, expresión y ejemplificación.
El arte abstracto expresa, pero no representa; el realista representa, y
expresa a veces; la mayoría de estilos son ejemplificadores, en cuanto que
revelan cualidades y relaciones de las que la obra misma es muestra. “Quienquiera
–dice Goodman– que busque un arte sin símbolos no lo hallará [...] ¿Arte sin
representación, sin expresión o sin ejemplificación? Sí. ¿Arte sin ninguna de
estas tres cosas? No”[8]. Por
tanto, en cualquiera de estas tres dimensiones, la obra de arte es
necesariamente simbólica, por reduccionista o “realista” que se pretenda. El simbolismo
de Klimt, Odilon Redon, Böcklin o cierto Valéry (pienso en El cementerio marino), podríamos decir para completar a Goodman, es
sólo manierismo genérico: son simbolistas en su expresión y en su
representación y, además, ejemplifican su origen. En las demás obras de arte
podemos rastrear, por ocultas que estén, manifestaciones simbólicas en al menos
alguno de esos campos. Los mitos pueden desarrollarse de manera clara (como en
el Pigmalión de Shaw o en el Ulises de Joyce), o diluirse hasta el
ocultamiento (como en la literatura de García), pero suelen estar presentes:
los poetas los utilizan para seguir siendo, como decía Ricardo Gullón, “los
excelentes resistiendo al ‘caníbal’ de instintos predatorios: el materialismo”[9]
(entendido el término en su primera acepción, “tendencia a dar importancia
primordial a los intereses materiales”, no en sentido filosófico). En la poesía
de Eduardo García los mitos no son apelados desde la exterioridad, no se alude de
forma explícita a ellos, pero saltan por doquier, están expresados, conforman
la propia estructura de la obra. Intentan conectar con los universales de Jung,
intentan ser transculturales (que no multiculturales). Algo nada fácil, pero preciso
si se quieren transitar estos caminos de frontera, como explicaba Jorge
Riechmann: “considero que el aprendizaje más difícil, con diferencia, es el de
nuestra posición respecto al enigma, nuestro trato con él”[10]. El
trato de García con el enigma era, en este sentido, el sentido último de la
expresión poética.
La
posibilidad de utilización literaria del mito está detrás de todos los
movimientos modernos de importancia, diluyéndose quizá con la aparición del
posmodernismo, que no olvida confundir en su falta de historicidad la
historicidad propia de la mitopoiesis. Así, está presente en dos de los
cúlmenes de la literatura moderna, Eliot y Joyce, como demuestra esta opinión
de T. S. Eliot en una reseña al Ulysses:
En su uso del mito, en su establecimiento
de paralelos continuos entre contemporaneidad y antigüedad, Joyce practica un
método que otros deberán practicar tras él... Se trata simplemente de un modo
de controlar, de ordenar, de dar forma y significado a ese inmenso panorama de
futilidad y anarquía que es la historia contemporánea. [...] En lugar de un
método narrativo, podemos emplear ahora un método mítico. (en The Dial, 1923)
Lo
cual no carece de lógica, porque en el mito, como señala Chantal Maillard, “su
lógica es la del trabajo de la imaginación”[11],
algo pertinente para hablar de las partes oscuras del ser, y, sobre todo, para
advertir el temblor de lo que queda por decir. También late en otra gran
tradición literaria moderna, ya más próxima al (o según los casos, inmersa en)
posmodernismo: la literatura hispanoamericana del boom, literatura en la que García ha buceado recurrentemente.
Zheyla Henriksen, abordando el modo en el cual los autores hispanoamericanos
tratan a partir de mitad del siglo XX el tema del tiempo, señala que responde
no a una visión existencial, sino a una “intuición mítica de la realidad del
cosmos”[12], en
lo que abunda el crítico René Jara: “plasmar mitopoyéticamente su realidad”, de
modo que los personajes son “murmullo del inconsciente colectivo”[13]. No
sería ocioso recordar como precedente a este respecto las palabras que San Juan
de la Cruz pone al frente de su Cántico
espiritual, justificando el uso de figuras,
comparaciones y semejanzas (en realidad, símbolos), para expresar “lo que
nosotros no podemos bien entender ni comprender para lo manifestar”[14]. No
son muchos los autores españoles contemporáneos conscientes de esta realidad,
pero afortunadamente Eduardo García no es el único; así, podemos encontrar
parecidas tendencias en el relatista Ángel Zapata, o en el novelista Juan José
Millás:
Creo que la misión de la literatura en la
actualidad no es muy distinta que la que cumplía el mito clásico en la
antigüedad: ser una vía de conocimiento. Y como vía de conocimiento que es
tiene que dar al lector un mundo simbólico, unos referentes simbólicos, que le
expliquen su propio mundo. Toda sociedad tiene sus mitos y una de las funciones
de la literatura es destripar esos mitos.[15]
El
mito literario se caracteriza por un cierto nivel de creencia, equidistante
entre el mito religioso (que se presupone “verdadero”, según Petazzoni), y la
leyenda, en la que hay un estructural elemento narrativo, que persigue el
entretenimiento, y no la convicción[16]. Un
mito literario, especialmente poético, no busca ser la verdad, pero puede acabar
siendo un lugar de referencia del pensamiento, un topos intelectual que se toma no como verdadero, no con la adscripción mística que tal palabra presupone,
pero sí como cierto: no revelación,
sino conciencia colectiva, aposento del sentido común general. Para Kenneth
Burke, “el poema es el acto simbólico del poeta [...] un acto que,
sobreviniendo como estructura u objeto, nos permite, como lectores, convertirlo
en acto”[17].
Por ejemplo: si Machado, sobre una aserción anterior de Unamuno (la de que todo queda, véase al respecto el estudio
de Aurora de Albornoz), pudo escribir: “todo pasa y todo queda, / pero lo
nuestro es pasar [...] caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, lo
que se ha creado es, fenoménicamente, un topos
o mito literario, que es algo más que un texto para entretener (y desde luego,
algo menos que un mito religioso): la de Machado es una idea que ha pasado al
inconsciente colectivo español a la hora de tratar, popularmente, la metafísica
del tiempo y del camino. “Todo pasa y todo queda (…) se hace camino al andar” es la primera idea que nos viene inconscientemente
a la cabeza cuando queremos espacializar el tiempo. Constituir ese tipo de
mitos es el objeto de la poesía de Eduardo García; que vaya a lograrlo o no
depende del paso del tiempo y de su resistencia
y supervivencia entre las lecturas del futuro. Estamos de acuerdo con Bidney
cuando dice que la última ratio para definir una determinada narración es el
contexto psico-cultural[18],
siempre que se sostenga que ese contexto cultural queda alcanzado por la
aportación mítica de artistas y escritores sólo en la medida en que esos topos se incorporen de manera progresiva
a la comunicación cultural y social.
La
incardinación de esta dimensión mítica en la literatura de García viene
determinada, como antes de dijo, por su vertiente de narración, dentro de una hibridez genérica que se constituye como
una clara pista de su adscripción posmoderna (crítica y autocrítica); pero García
no elabora una narración realista, sino una de corte fantástico. No hay prosa en García, aunque sí cierta épica fabulada de personas que cambian
de país en el camino de ir a trabajar o que encuentran vastos territorios
caminables en el interior de sí mismos o de un cuadro. No es raro encontrar poemas del autor que
parecen auténticos relatos fantásticos, vestidos con un traje poético: en Una poética del límite explica el autor la
importancia que el concepto de “literatura neofantástica”, en la órbita de
Callois, ha tenido para su obra, en tanto “carácter fronterizo, entre realidad
y ensoñación”[19].
El método de aunar indagación en la personalidad y juego de realidad y fantasía
no responde a una casualidad, sino a una inteligente estrategia
de seguimiento de toda una corriente de “suspensión del descreimiento” (Alfonso
Reyes) del lector que, con origen en el romanticismo inglés de Coleridge (“the
willing suspension of disbelief”[20]), y
con una posterior conexión con la teoría del homo ludens de Huizinga y la epistemología de Feyerabend, toma
cuerpo teórico en la obra de Iuri Lotman, como ha señalado Darío Villanueva.
Para Lotman, “el arte del juego consiste precisamente en adquirir el hábito de
una conducta en un plano doble”[21], que
permite vivir al jugador, como añade Villanueva, su naturaleza profunda. La
intención de García es que, al tiempo, también el lector/jugador acepte el
juego planteado por el yo poético (primer jugador), para colocarse en su lugar y
participar en el rito lúdico de confundir la realidad con la ficción,
convirtiéndose en el segundo participante en el juego. A esta perspectiva,
utilizada por García para conectar o empatizar con el lector, hay que añadir
una segunda que, vía Cortázar y los rastros surrealistas, le une a un
acercamiento paradójico a la realidad[22]. Esto,
claro está, sin llevarlo a los extremos, ya que el mismo Cortázar huía de ellos
al decir que “la evolución racionalizante del hombre ha eliminado
progresivamente la cosmovisión mágica”[23].
García quiere rescatar la dimensión interna, la cosmovisión íntima, a partir de
la recuperación poética del mito: repensar
conscientemente lo inconsciente, para reconstruir la experiencia. No a
partir del sentido, como el Eliot de los Cuatro
cuartetos, sino de los sentidos: desde la aparente ausencia de razón se
llega al mundo de lo onírico a través de lo sensorial y sinestésico. De ahí que
el primer poema de No se trata de un
juego, “Un hombre mira a otro en la ventana” tenga exactamente la misma
estructura que el conocido relato de Cortázar “Continuidad de los parques”.
Para
García, como dice en un aforismo de Las
islas sumergidas (2014), “todos los símbolos invitan a pensar. Pero sus
ecos proliferan, abriendo sendas divergentes”[24], de
ahí que el vate aproveche esas posibilidades de apertura para sembrar, al mismo
tiempo, orden cognitivo y desorden irracional. Los otros mundos, la sospecha de que hay otros hombres en uno, y otras
calles bajo las calles de nuestras ciudades, son temas frecuentes en su poesía[25]. Como
resume Henriksen, citando a Eliade: “la función del poeta es, como observamos,
semejante a la del mago; el poeta sirve de médium para reconstruir el tiempo
primigenio, y ésta es la razón por la cual cada creación poética conlleva una
meta, la renovación y continuación de los mitos, y, como consecuencia, la
recreación del lenguaje”[26]. De
ahí que Lévi-Strauss sostenga que mientras que los poemas no son traducibles,
los mitos sí lo son. Por eso son o pueden universales: las diferentes
traducciones harán perder el contenido verbal o expresivo, pero no su
significado. El significante irá cambiando, pero el símbolo no, porque cada
cultura o persona individual lo reconoce instintivamente al rozarle, como
identifica el agua dentro de un odre, de un botijo, de una cantimplora, del
pellejo de canguro o de un cuerno vikingo.
El
reencantamiento del mundo
Sin alma no existiría ni conocimiento ni
ciencia. Pero nadie hablaba de ella.
C. G. Jung, Recuerdos,
sueños, pensamientos
Cuando el materialismo causa estragos,
surge la magia. Este fenómeno reaparece cada cien años
Huysmans, Là-bas (1891)
Como
sabemos por Max Weber, el proceso de racionalización había provocado un “desencantamiento”
del mundo; proceso que la explicación casi total del cosmos por la ciencia
había agravado, según Gottfried Benn, y que había terminado de agotar la
economía política, a juicio de Félix Duque. Frente a esta racionalización
extrema que el esquema de la moral protestante habría ido inculcando en varias
generaciones de occidentales, secando en ellos el manantial de lo mítico en
aras de lo práctico (o lo rentable),
habría quedado al margen, soterrada pero rebelde, una corriente de pensamiento
poético que vindicaba la recuperación del romanticismo europeo, sobre todo de
su primitiva formulación germana (Novalis-Schlegel-Schelling), para dotar al
hombre de una vida interior lo suficientemente satisfactoria en lo personal, a
través de un arte transformador, cuyo origen primero estaría, siempre, en
instancias interiores y en las aguas profundas del inconsciente, aún no
expresado como lo haría Freud algo más tarde, pero desde luego descrito de
forma inequívoca. Esta lucha entre la moral protestante y la ética romántica,
donde siempre ha perdido la segunda[27],
está muy presente en la obra de García, quien ha tenido acceso a ella desde su
vertiente de filósofo, a partir sobre todo de la obra de Nietzsche (en el poema
“La lluvia”, el verso “sí a la vida” es de Nietzsche, quien a su vez lo toma de
Wackenroder, un monje prerromántico); como ha señalado de continuo García, su
modo de proceder como escritor intenta utilizar el mito como medio para
deshacer ese desencantamiento weberiano,
deconstruyendo su método de imposición. Este modo en que esa dialéctica razón
instrumental / inconsciente romántico se articula en el viejo mundo es
estudiado por Gadamer de este modo: “El mito se convierte en portador de una
verdad propia, inalcanzable para la explicación racional del mundo. En vez de
ser ridiculizado como mentira de curas o como cuento de viejas, el mito tiene,
en relación con la verdad, el valor de ser la voz de un tiempo originario más
sabio. [...] Nietzsche sólo dio un pequeño paso hacia adelante cuando, en la Segunda consideración intempestiva, vio
en el mito la condición vital de cualquier cultura. Una cultura sólo podría
florecer en un horizonte rodeado de mito”[28].
Pero la clave está más adelante: “la conciencia romántica, que critica las
ilusiones de la razón ilustrada, adquiere positivamente un nuevo derecho. Unido
a aquel impulso ilustrado hay también un movimiento contrario de la vida que
tiene fe en sí misma, un movimiento de protección y conservación del encanto
mítico en la misma conciencia; hay, sin duda, el reconocimiento de su verdad” (ibídem). Si en la frase de Gadamer
sustituimos “encanto” por “reencantamiento”, entramos en la médula de la poesía
de Eduardo García.
De
las posibles construcciones prácticas sustentadas en este método mítico, como “principio de unidad de escritura”[29] que,
siguiendo a Foucault, permite la coherencia del discurso a pesar de la
dispersión de voces, de seguro está más cómodo García con la planteada por
Carlyle en el Sartor Resartus, de
acuerdo con el resumen que hace Langbaum:
En este sentido la Ropa-Filosofía (que es
como Carlyle caracteriza su filosofía de la Historia) es tradicionalista y
corrige la Ilustración. Nos enseña a ser “clásicos”, en un contexto moderno,
como dijo Eliot, y a dar sentido al mundo moderno rescatando del pasado no
tanto el mito hecho dogma cuanto los cimientos de vida que subyacen, de esa
vida que, expresada en el antiguo mito, habremos nuevamente de expresar con
nuestros propios términos.[30]
Ideas
que podrían compararse con algunos párrafos de una poética de García, no por
casualidad titulada “El reencantamiento del mundo”[31],
donde se hace una elaborada lectura de la modernidad y sus carencias partiendo
de la falsa deglución del romanticismo y la inmersión en la actual sociedad del
espectáculo, descrita en 1967 en el excelente libro homónimo de Guy Debord. García
es consciente del poder semiótico del mito en una cultura de estas
características[32],
y por ello plantea explícitamente su uso como revulsivo, para establecer una
nueva forma de fabular que tienda hilos con la mejor parte de la modernidad
(Baudelaire, Mallarmé; García es sustancialmente francófilo), sin perder ni un
ápice de la libertad creativa y el empuje de lo inconsciente, tal como lo
plantearon los primeros románticos alemanes.
La poética de García antes de “Horizonte
o frontera”
Los
dos primeros poemarios de García (Las
cartas marcadas; Libertarias, 1995, y No
se trata de un juego; Diputación de Huelva, 1998) suponen sendas etapas
hacia la poética del “límite” que ahora examinaremos. Las cartas marcadas era un poemario aún muy influenciado por la
poesía de la experiencia, aunque también por algunos materiales que habían
influenciado a ésta: por Jaime Gil de Biedma, sí, pero también por el Alberti
de Retornos de lo vivo lejano[33],
por ejemplo. Como el propio García reconoció en Una poética del límite, “en mi primer libro aún escribía
poemas-relato realistas. Sin embargo, poco a poco vinieron los símbolos a
impregnar con su vida secreta las escenas de mi imaginación”[34]. Esa
llegada acaeció en No se trata de un
juego, que adoptaba la lección
borgiana para constituir un poemario más maduro, más complejo, menos
experiencial y más posmoderno, un paso más de García en la búsqueda de su
propia voz. En la inteligente introducción que Andrés Neuman preparó a la
segunda edición de este libro, estableció toda una serie de correspondencias
teóricas (Kant, Berkeley), literarias (Borges, Ribeyro, Cortázar, Lewis
Carroll), y artísticas (Magritte), claves para entender la puerta que No se trata de un juego comenzaba a
abrir hacia claves más surrealistas o irracionales, y que se volverían
explícitas en su siguiente libro. “En efecto, ver y fundar”, decía Neuman,
“describir y descubrir, realidad inmediata y realidad ficticia, son los
contrarios con lo que juega muy en serio Eduardo García”[35]. Y
el juego más serio, el de un “Niño abrazado a un árbol”, llegaría en Horizonte o frontera.
La poética del límite. Frontera, horizonte, puerta.
y
al cruzar las fronteras prometo confiar
a
ciegas en la flecha
del
deseo
Eduardo García, La vida nueva
Pero
el poeta es también un hombre de frontera
Ada Salas, Alguien aquí
No
es Eduardo García el único poeta español que tiene una poética del límite. El
poeta granadino Rafael Guillén lleva desarrollando desde los años 70 una
trilogía, constituida por Límites (1971), Los estados transparentes (1998) y Las
edades del frío (2003), en la cual la tensión limítrofe es estructural y
está desarrollada en notables moldes intelectuales y estéticos, algo no
demasiado frecuente en nuestras letras. Aunque no coinciden demasiado sus
propuestas poéticas, Guillén y García sí tienen varios puntos en común: el
interés por la ciencia, la depuración expresiva y la vocación de no cegar paso
ninguno a la iluminación de la verdad, dejando a un lado todo cuanto pudiera
constituir, desde las epistemologías tradicionales, un límite al conocimiento.
Creo suficientemente ilustrativo este poema de Guillén, contenido en Las edades del frío (2003): “Hemos
llegado al límite, agotado / las posibilidades. Hemos / conquistado los reinos
/ materiales, violado los secretos / de la vida, alcanzado / el borde mismo
donde / termina la razón. / Es hora / de dar un paso más”[36].
Sin embargo, esta es la cáscara -por usar una palabra muy
querida por el autor[37]- del método mítico de García. El iceberg
interior está sustentado en la visión de Jung de los universales y la
construcción psicoanalítica de la creación artística (Freud también, pero sobre
todo Jung y Lacan). Jung decía en Recuerdos,
sueños, pensamientos (1961) que “lo que se es según la intuición interna y
lo que el hombre parece ser sub specie
aeternitatis se puede expresar sólo mediante un mito. El mito es más
individual y expresa la vida con mayor exactitud que la ciencia”[38].
Señala con acierto Langbaum cómo para las mentes post-ilustradas (Jung y Eliot
lo eran, García y nosotros también), la fascinación por el mito es muy cómoda,
por cuanto es un “retorno [...] a un tipo de especulación religiosa que no los
compromete en absoluto y que preserva intacto su estatuto de hombres
inteligentes, científicos y modernos”[39];
en otras palabras: una posibilidad de trascendencia sin religión, de mística
sin Dios (véase, en sentido similar, el citado poema “El poeta y
los mitos” de Cernuda en Ocnos). Una posibilidad de penetrar en los arcanos del mundo sin tener que
plantearse la fe ni aceptar dogmas fuera de la razón. Podríamos decir que
García participa de la opinión de Juarroz cuando dice que “es impostergable resacralizar el mundo y devolverle a la
vida su trascendencia originaria. Pero esa resacralización para algunos sólo
puede hacerse ya laicamente (sin dogmas, teologías o iglesias)”[40].
Como podrá verse, es curiosa la tendencia de muchos poetas a utilizar símbolos
o terminología proveniente de la retórica cristiana para describir sus
propósitos, añadiendo a continuación que ello se hace desde una postura no
trascendente, sino inmanentista, a la que aplican categorías terminológicas que
vienen de la antigua trascendencia (algo relacionado con la consideración de la
poesía como algo sagrado, o perteneciente
al misterio[41]).
Esto es consecuencia de un problema filosófico, que expresó claramente
Habermas: “la fuerza retórica del discurso religioso mantiene su derecho
mientras no encontremos un lenguaje más convincente para las experiencias e
innovaciones conservadas en él”[42].
Encontrar un lenguaje crítico y poético operativo que exprese la grandeza
intemporal del discurso poético (e incluso parte del filosófico), haciendo suyo
el inmanentismo a la vez que elimine de una vez las inercias trascendentes es,
a mi juicio, uno de los grandes desafíos del pensamiento literario del siglo
XXI.
Para
García, por tanto, trabajar en el mito a través del poema supone completar su
personalidad: si su vertiente de historiador de la Filosofía le procura una
parte de la verdad, por supuesto limitada, el psicoanálisis y el mito le
permiten indagar en la otra sin dejar
en ningún momento de operar mediante métodos racionales. Su cosmovisión no se
divide en partes racionales e irracionales, sino en racionales filosóficas y
racionales antropo-psicológicas. A lo mejor no es un método romántico stricto sensu, pero es intelectualmente
riguroso y, además, debido a la sensibilidad de su catalizador, deja la emoción
aparte en los cimientos, pero no en el tejado: la pulsión humana aparece al
final, resplandeciente, una vez que las partes racionales han terminado su
trabajo, que no es otro que el de construir la plataforma epistemológica sobre la que sustentar el edificio
creativo.
Supongo
que es aquí donde debemos extricar esa plataforma, para buscar el centro del propósito poético de García.
Y la búsqueda del centro, sin olvidar que ese centro no puede ser otro que el
del sujeto (la filosofía del límite en nuestro autor, como en Nietzsche, es una
filosofía del y sobre el sujeto[43]), no
puede hacerse sin el instrumento más adecuado, el psicoanálisis, que García
utilizó tanto práctica como teóricamente[44].
Como señala en otra poética, “me propongo una poética del límite que invite al
lector a traspasar los umbrales. Horizonte
o frontera: entre cuento y poema, entre realidad y ensoñación. Y esa otra
frontera interior: la de la fractura del yo, desdoblándose en voces”[45]. Un
problema, pues, el de la disolución del yo, y un método, el psicoanalítico,
concurren en esta poética de límites, a la cual podemos sumar estas otras ideas
unidas por Manuel Ángel Vázquez Medel: “Pero incluso ese sentirse como centro
ha sido una conquista histórica, ya que ese centro –kéntron, rasgón, rotura– es, sobre todo, un espacio simbólico y, si
se nos permite, mítico. [...] Esa centralidad es creada por una proyección
abarcadora de totalidad (de la cual es centro) antes que por el análisis
mediado en la palabra, aunque también ese centro lógico (del logos discernidor) que desplaza el
centro mítico (del mitos unitivo) es
conquista y formulación del hombre en la fabulación”[46]. En
este párrafo, inserto en un ensayo sobre subjetividad, están todas las claves de la lírica de García:
símbolo, centro, mito, rasgadura (puerta, frontera), logos, lógica, análisis,
fabulación. Cuando Yeats (un junguiano inconfeso) dice que Blake fue el primero
que relacionó todo arte grande con el símbolo[47],
evidentemente expresa que él está de acuerdo con tal enunciado, entendiendo que
sería símbolo aquello que lleva “ya tanto tiempo formando parte de la
imaginación del mundo (esto es, un arquetipo, algo que hubiera delatado la
ascendencia junguiana), que el simbolista podía servirse de ellas para ayudar a
la comprensión de lo que quería decir sin caer en el alegorismo (El simbolismo y la pintura, 1898). Creo
que la metodología de nuestro autor es muy parecida al método paranoico-crítico de Salvador Dalí, que
intentaba aunar los presuntamente contrapuestos mundos de lo consciente y lo
inconsciente. El pintor catalán describió el suyo como “el método espontáneo
del conocimiento irracional, basado en las objetivaciones críticas y
sistemáticas de asociaciones e interpretaciones delirantes”[48].
Centro,
fractura, rasgadura, objetivación. La obra poética de García es una de las
introspecciones -filosóficas y líricas- actuales más profundas sobre el sujeto,
y toca casi todas las formas de representación subjetiva del sujeto en la
literatura, como demostraremos en el ensayo El
sujeto boscoso, de próxima aparición. Su sujeto es siempre puesto en crisis
y presentado como hueco (véase “El vacío y el centro”, un poema de La vida nueva que dialoga directamente
con el excelente ensayo homónimo de Ángel Zapata), como una sucesión de
espacios comunicados, de habitaciones unidas por los pasadizos del
inconsciente: un sujeto no vacío, sino más bien rasgado, desgarrado, que sólo
encuentra consuelo existencial, como luego veremos, en el deseo.
La frontera interior
Y
de la rasgadura pasamos a la esencia de la época central de García, la tensión
del límite, que vamos a intentar centrar a través de la dicotomía del título de
su poemario Horizonte o frontera, y
relacionarla con ese cielorraso inmanente de su ontología: una concepción no
dualista del alma, laica, pero donde el ánima queda bien delimitada. Dice
Derrida en Cómo no hablar y otros textos:
“la frontera, harto singular, en efecto, puesto que va a dividir dos
territorios absolutamente heterogéneos”[49].
Esta frase, de evidente interés, no sólo es traída aquí por estar inmersa en un
texto psicoanalítico, sino también por su acercamiento a la idea esencial de
frontera: separar dos territorios esencialmente idénticos, homogéneos, por
cuanto lo absolutamente distinto no necesita separación (esto es, operación
exterior de diferenciación), por cuanto la diferencia salta a la vista por sí misma; y sin embargo, esa operación,
la de establecer una frontera entrambos, los constituye, per se, en heterogéneos. Lo que era un continuo
espacial queda ahora separado irrevocablemente por un tercer espacio,
invisible, un no-espacio según la idea de línea de Euclides, y transformado en
dos espacios, familiares pero estancos. La escritura de García se plantea
operar pisando esa línea, mirando a la vez a la realidad que se deja atrás y a
la región de sombras (el inconsciente) a la que se quiere acceder, con un pie
al otro lado, otra expresión muy
querida por García. Y esta distribución horizontal del cosmos poético se cierra con otra vertical: la búsqueda, la
recuperación, del alma del ser. La
visión de García es parecida a la socrática, recogida por Platón en el Fedón: “el alma está puesta en el cuerpo
como una fortaleza en la frontera enemiga” (62b). La cita es especialmente
feliz por aunar los dos puntales básicos del poemario: la frontera y el alma; y
se ilumina también a través de Buzatti: después de esa fortaleza, más allá del
desierto, no hay nada, esa nada a la que se alude en el último verso de “Puertas”,
la salida cabal de Horizonte o frontera.
Algún
positivista se removerá en su silla al enfrentarse, en este punto, a lo que
suele considerarse un problema irresoluble desde tales coordenadas
epistemológicas: la coexistencia de alma y psicoanálisis. Desde luego no puede
mantenerse desde esquemas freudianos, ya que Freud era enemigo declarado de
cualquier manifestación anímica en la persona. Pero no es Freud el motor del
pensamiento psicoanalítico de García –ni del nuestro–, y es sabida la postura
favorable a la existencia del alma que siempre mantuvo Jung, como hemos visto
en el epígrafe que abre este apartado y es rastreable en otros textos suyos[50].
Pero es plausible, incluso desde un punto de vista cercano a Freud, una visión
de contacto, al menos en el sentido de separar el psicoanálisis como
epistemología de la psicoterapia como concreto tratamiento de los problemas de
la mente. Así lo hace Johannes
Messner, para quien el psicoanálisis no es incompatible con el alma si pensamos
que Freud no se plantea preguntas
sobre la misma. Es posible un psicoanálisis al margen del espíritu. De hecho, Messner cita a R. Dalbiez, para quien “la
obra de Freud es el análisis más profundo de los pocos elementos humanos de la
naturaleza del hombre que la historia conoce”[51]. Parece
que Horizonte o frontera debe
transitar por estas difusas lindes, en el marco de una interioridad inmanente
dentro de la cual, sin embargo, es posible el infinito: “los confines del alma
no podremos encontrarlos caminando, aunque recorramos todos los caminos: así es
de profunda su expresión”, decía un fragmento de Heráclito del que Aristóteles
dedujo, como recuerda Colli, que parecía “postular el alma como un principio
supremo del mundo”[52]. A
esa inmanencia ayuda el hecho de que García naciera en Brasil y estuviera
siempre muy marcado por la única cultura suramericana, la brasileña, “no
cristianizada o mal cristianizada”[53].
Desde
esas coordenadas el poeta busca los resortes creativos que golpeen el interior
del lector sin que éste lo advierta en un primer momento. De un modo alternativo
al correlato objetivo eliotiano, la sensación no es recreada artificialmente mediante la construcción de un conjunto de
imágenes dispuestas en orden a crear otra, sino a hacer salir del lector su propia imagen previa, configurada a
través del arquetipo colectivo.
Como
vemos, lo limítrofe asoma a cada paso que damos en la poética de García: la
frontera entre la prosa y la poesía, la realidad y el inconsciente, el yo y el
otro. El poema como examen de la distancia, o de la propia idea de distancia, algo que García explicita en
su reflexión sobre la “voz”. Aunque hablando de una poeta que está muy lejos de
la obra de García, la ruteña Ángeles Mora, el profesor Juan Carlos Rodríguez da
una pauta que podemos extrapolar a Horizonte
o frontera: “El sentido es el límite, claro está, pero la frontera no es un
término geográfico sino precisamente lo que se esconde en el límite. La
frontera a la que me refiero, la que va de la voz a la escritura”[54].
Este concepto de voz, como sonido
interior que surge de las aguas del inconsciente hasta la superficie del
poema, a través de la mano, que no puede eliminar las “sombras” que porta, es
una de las claves compositivas del poemario, algo a mi parecer muy claro en uno
de las piezas más significativas del mismo, “Presencia”:
desde el llanto y la risa, desde fuera
de mi razón, dispuesta a la estocada
dialéctica, triunfal, su sueño insano,
desde el resorte oculto del dolor
llega esta voz que viene agazapada,
destilando sus sombras por mi mano:
Invaden el poema y dicen “no”.
Repensar
en esa misma idea, en una “metainsistencia” compositiva, es el objetivo de Horizonte o frontera y, por tanto, ahora
debe ser el nuestro (Roland Barthes decía en Mitologías que “el mitólogo […] está condenado al metalenguaje”[55]). En
esta dirección, el escritor surafricano Breyten Breytenbach ha escrito que “hay
límites que se expresan con ritmos, en el final de la línea, pero no hay
fronteras. Las fronteras siempre son distintas de las que parecen en los mapas
de gobernantes y conquistadores. [...] El poema es nuestro guía”[56]. En
el caso de García el diálogo o tensión entre realidad e irrealidad encuentra
numerosas imágenes: el muro, la grieta, la fractura, el río, la imagen de la
lluvia en el desierto, sobre la que luego volveremos. En Las palabras de la tribu, refiriéndose a ciertos creadores como
Kafka o Musil, José Ángel Valente hacía hincapié en el modo en que estos y
otros autores habían conseguido ser la plataforma de la mitificación de la
experiencia colectiva; en otras palabras, habían creado textos en los que todos
podíamos reconocernos en cuanto globalidad, en cuanto pueblos corrompidos, en
cuanto masa. Eduardo García se pone como objetivo llevar a cabo el mismo proceso
desde la individualidad, creando poemas que sirvan de plataforma de
mitificación de la experiencia individual, de modo que podamos ver reflejado en
sus aguas, allí, al fondo del poema, nuestro propio rostro.
Influencias
Son
muchas y muy variadas las influencias de la poesía de García y, como vamos
viendo, no todas son poéticas[57]. Si
tuviera que hacer un mapa de influencias, al modo de Bloom, diría que en su
primer libro, Las cartas marcadas,
los referentes de García son la poesía española inmediatamente anterior,
especialmente Gil de Biedma; la literatura hispanoamericana (especialmente
Borges y Cortázar) y la literatura fantástica para No se trata de un juego, y
el cosmos referencial que exponemos en este ensayo para Horizonte o frontera. Dentro de las influencias concretas de poetas
anteriores, serían destacables Luis Cernuda, Rafael Alberti, el Lorca de Poeta en Nueva York, Francisco Brines y, sobre todo, Claudio Rodríguez. Basta leer un
poema de Rodríguez como “Ajeno” para entrar en una órbita de disolución del
sujeto dentro de un espacio ficticio –que roza lo fantástico– que nos recuerda
mucho el mundo interior de la poética de García. Sobre Rodríguez escribió
Dionisio Cañas algo que entiendo extensible a nuestro autor; también para el
autor de Don de la ebriedad “el poema
tiene una proyección metafísica en el sentido de que queda como memoria del
instante poético, en el cual, sin mediaciones algunas, el yo y el objeto se han
identificado. A través de lo que los críticos han dado en llamar realismo metafórico, o realismo simbólico, como característica
de la poesía de Claudio Rodríguez, éste nos entrega su experiencia del mundo
cotidiano, de la materia, fijándola por medio de la poesía en un plano
universal”[58].
Ese “realismo simbólico” deviene en García, como hemos visto antes, “realismo
visionario”.
El
símbolo del desierto en la poesía de García
Y penetra de nuevo en la casa del desierto,
tan
injustificado como para Job la lluvia
Lezama Lima, Dador, 1960
Lleno
de resonancias religiosas, el topos del
desierto ha sido uno de los temas modernos de reflexión no sólo de la poesía
(recordemos los primeros versos de Valente: “Cruzo un desierto y su secreta /
desolación sin nombre”[59]),
sino también de la prosa y la filosofía. Incluso hay autores que se han
dedicado casi en exclusiva, como Edmond Jàbes, a este tema, cuya significación
es tan amplia como inevitable. Moravia, tras un viaje a través del Sahara
apuntaba estas reflexiones: “me parece que la moda del desierto, lugar de
muerte en el cual la vida jamás ha podido plasmarse salvo en forma de
revelación divina, pone de manifiesto una atávica nostalgia hacia la antigua y
fecunda contradicción de un tiempo basculante entre paganismo y cristianismo,
entre politeísmo y monoteísmo [...] Vuelvo a repetir, con o sin nostalgia de
carácter religioso, que en cualquier caso e desierto es siempre un espacio
metafísico. [...] lo demuestran sobre todo los continuos e irresistibles
deslizamientos de nuestra mente hacia una dimensión simbólica, en tanto
atravesamos sus ámbitos infinitos”[60].
Aquí queríamos llegar; al ámbito de lo simbólico, agudamente traído a colación
por Moravia. Según decía Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos, el desierto es el sitio más propicio para
una revelación divina. De las muchas razones que puede haber para ello, Jung,
en Psicología y alquimia (1943), la
relaciona con un proceso inconsciente de aislamiento psíquico en el cual la
retención de energía por imposibilidad de relación con el entorno produce una “imagen
sustitutiva equivalente [...] De aquí se deriva que los hombres primitivos
vieran en los desiertos, lugares solitarios y despoblados, unos sitios
habitados por demonios y seres parecidos”. Ernesto Sábato, en Heterodoxia, lo relacionaba agudamente
con el hecho de que es el lugar físico que más se acerca a la abstracción[61]: el
único que no parece un lugar. Como
vemos, el origen bíblico de la retirada al desierto de Elías para meditar (Libro de los Reyes, III, 19,8) y de Jesús para orar y soportar las
tentaciones del diablo (Marcos, 12, 13), tiene una raigambre localizable: la
huida al desierto es asimilable a un camino
de perfección, un modo de someter el alma a pruebas (v. Miguel de Unamuno,
prólogo a Vida de don Quijote y Sancho).
Ya que de don Quijote hablamos, bueno será citarle:
- ¿Tiene por ventura gallinas el tal
ermitaño?
- Pocos ermitaños están sin ellas
–respondió Don Quijote–; porque no son los que agora se usan como aquellos de
los desiertos de Egipto, que se vestían con hojas de palma y comían raíces de la
tierra. Y no se entienda que por decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos,
sino que quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan las
penitencias de los de agora [...][62]
No
sólo en la tradición cristiana encontramos rastros de este comportamiento:
Morieno, preceptor del príncipe omeya Jalid ibn Hazid ibn Mu’Avivah (645-704),
cuenta cómo a la pregunta de su padre, el rey, sobre su preferencia a vivir en
el yermo, respondió: “no dudo que en los monasterios y en las comunidades
disfrutaré de mayor reposo y que tropezaré con un trabajo fatigoso en el
desierto y las montañas; pero nadie cosecha lo que no siembra... Es muy
estrecho el sendero que conduce a la paz, y nadie puede llegar a ella sino a
través de los padecimientos del alma”. Debido a la importancia que Nietzsche
tiene en la poética de García, no está de más citar esta referencia de Más allá del bien y el mal:
En los escritos de un eremita óyese siempre
también algo del eco del yermo, algo del susurro y del tímido mirara en torno propios
de la soledad; hasta en sus palabras más fuertes, hasta en su grito continúa
sonando una especie nueva y más peligrosa de silencio, de mutismo. Quién
durante años y años, durante días y noches ha estado sentado solo con su alma,
en disputa y conversación íntimas, quien en su caverna - que puede ser un
laberinto, pero también una mina de oro - convirtióse en osos de cavernas, o en
excavador de tesoros, o en guardián de tesoros y dragón: ése tiene unos
conceptos que acaban adquiriendo un color crepuscular, propio, un olor tanto de
profundidad como de moho, algo incomunicable y repugnante, que lanza un soplo
frío sobre todo el que pasa a su lado. El eremita no cree que nunca un filósofo
- suponiendo que un filósofo haya comenzado siempre por ser un ermita - haya
expresado en libros sus opiniones auténticas y últimas: ¿no se escriben
precisamente libros para ocultar lo que escondemos dentro de nosotros? - más
aún, pondrá en duda que un filósofo pueda
tener en absoluto opiniones “últimas y auténticas”, que en él no haya, no tenga
que haber, detrás de cada caverna, una caverna más profunda todavía - un mundo
más amplio, más extraño, más rico, situado más allá de la superficie, un abismo
detrás de cada fondo detrás de cada “fundamentación”. Toda filosofía es una
filosofía de fachada - he aquí un juicio de eremita: “Hay algo arbitrario en el
hecho de que él permaneciese quieto aquí, mirase hacia atrás, mirase alrededor,
en el hecho de que no cavase más hondo aquí y dejase de lado la azada. Toda
filosofía esconde también una
filosofía; toda opinión es también un escondite, toda palabra, también una
máscara.[63]
La
alusión final a la máscara nos resulta de sumo interés porque para García el
enmascarado es uno de los muchos avatares del sujeto, y en la división o fractura
interna del sujeto, la distancia entre el
yo y el yo se representa a través del símbolo del desierto: “Yo soy mi
cazador, yo soy la presa; / yo soy quien me sonríe en la penumbra. / Nos separa
un papel y sin embargo / no podré cruzar nunca ese desierto” (“No se trata de
un juego”). En otro poema del mismo libro, titulado “En el cuadro”, el poeta
vuelve a escenificar una división entre el yo y una imagen (la de un cuadro de
Chagall), y de nuevo el desierto se interpone entre la voz elocutoria y el destino
a alcanzar: “Hace meses crucé por vez primera / el límite impreciso […] el
nocturno clamor de la jungla caliente / y a arena dormida del desierto”. En La vida nueva, la imagen es todavía más
clara: “Respira en mi interior / (…) una hendidura / abierta entre el desierto
y las mareas”. En su último libro, Duermevela,
es revelador su poema “Precipicio”: “Soy el que llora en el espejo / y el que
contempla su agonía. // Nos separa un desierto inagotable”. De modo que el
sujeto, para Eduardo García, es ese ente dividido que se ve obligado a recorrer
un gran desierto entre sus dos mitades reconocibles.
Entre
los varios usos del desierto en sus poemas (véase “Parirás con dolor”, de La vida nueva), el símbolo de la lluvia
en el desierto nos parece especialmente revelador, pues el momento en que la
desolación del sujeto dividido o hueco (que no vacío[64]) es
redimida por el agua de la lluvia, clara metáfora de la vida, la pulsión y el
élan vital. Es un motivo que García ha incluido en varios de sus poemas y es también
un tema nietzscheano (Nietzsche lo incluyó en uno de sus poemas), que ha tenido
notable descendencia. Borges, en su cuento “El milagro secreto”, dice:
[...] Jaromir (en el sueño) era el
primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de
la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto
lluvioso y no lograba recordar las figuras y las leyes del ajedrez. En este
punto, se despertó.
También
llueve en el desierto, parcialmente borgiano, del relato “Tú, que entraste
conmigo”, del peruano Enrique Prochazka[65].
Para Carter Wheelock, estar “en un desierto lluvioso, sintiéndose incapaz de
recordar los elementos o las reglas de la imaginación, equivale a estar en la
condición mítica primaria, o sea, antes de que el tiempo llegara a existir”[66], a
lo que hay que unir que la lluvia es signo purificador (Mircea Eliade, Pérez
Rioja). Zheyla Henriksen dice que “la lluvia y el desierto son dos temas a los
que Borges da mucha importancia: los dos son signos de revelación. Véase como
ejemplo el cuento Los inmortales”[67].
Evidentemente, la filóloga se refiere a “El inmortal”, donde podemos leer que
el protagonista, el tributo Marco Flaminio Rufo, atraviesa el desierto para
buscar la Ciudad de los Inmortales. De regreso, convertido ya en inmortal por
accidente, y llevando consigo, sin saberlo aún, a Homero, descansan sobre la
arena. “Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo
parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa”. La
noche anterior –de la que expresamente se dice que también tuvo lugar en el
desierto–, Rufo había tenido una pesadilla, y se despertó agradecido por la
lluvia, como todos los inmortales. “Parecían –dice Rufo– coribantes a quienes
posee la divinidad”. En ese momento, el compañero mudo de Rufo comienza a
hablar, y desvela que es Homero. La purificación ha terminado. Tanto en Borges
como en Eduardo García la “figura trágica”[68] que
representa el desierto en nuestra cultura se convierte gracias a la aparición
de la lluvia en salvífica, en purificadora.
El
libro donde más desarrolla García el motivo es No se trata de un juego. En el poema “La lluvia en el desierto” la
imagen se desanuda, en principio, de la descripción del motivo, deslizándose el
poema entre apuntes visuales de objetos cotidianos y conductas diarias, bajo
las cuales “brota el hechizo de la luz, / su voz bajo la piel fluye despacio. /
Escucha resonar en esta página / sus corceles de viento, sus promesas”; es el
lector quien debe asociar esa luz salvadora de la realidad mostrenca con la
frescura de la lluvia en el desierto. La imagen se encuentra otras veces
incluida en enumeraciones caóticas (influencia borgiana), como en “Tras las
últimas casas” (Vio las aguas del Ganges, los fakires, […] / la lluvia en el
desierto del Sahara”), o se atisba en momentos puntuales: “el olor de la tierra
cuando llueva” (“Oscura voz”). En La vida
nueva se recupera el símbolo, ligeramente alterado: “para incendiarse a un
tiempo, hombre y mujer, sembrar la tierra / de llamas como ráfagas de lluvia” (“Física
aplicada”), y luego se apela a la germinación
en “Mientras afuera estallan las semillas”: “[…] estas suelas de arena del
desierto […] / y quiero germinar bajo la lluvia”. El resultado es que, a
consecuencia del agua caída, el desierto acaba convertido, todo él, en oasis
habitable: “Yo sólo vine a ver brotar / mi casa en el desierto” (“Naturaleza
muerta”, La vida nueva).
Como nota al margen, apuntemos que no es Eduardo García
el único poeta español contemporáneo que ha sucumbido a la tradición desértica;
amén del citado Valente, también es rastreable en Amalia Iglesias Serna[69],
Francisco León[70],
Antonio Lucas[71],
Alejandro Céspedes, Carlos Briones[72] y
Julio Martínez Mesanza: “Sólo
sabes vivir en el desierto, / alma, y aun el desierto te parece / sometido a la
vida innecesaria”[73].
Incluso la imagen de la lluvia en el desierto está bastante presente en nuestra
lírica: “Las orillas labradas siembran de tímidos trotes / los desiertos
cubiertos de lluvias”, César Antonio Molina (“¿Dónde termina el viaje?”); “En el desierto, pavos
reales bajo la lluvia”, Jesús Aguado[74];
“No sabemos por qué, pero sucede / […] Llueve y llueve en mitad de un gran
desierto”, Eduardo Jordá[75];
“En el desierto / de la lluvia me abandoné”; J. A. Masoliver Ródenas[76];
“insospechada lluvia / en el desierto de lo que soy”, José Óscar López[77].
El deseo y
la celebración
Desde
Horizonte o frontera y hasta Duermevela, pasando por La vida nueva (un título avanzado en un
verso de la breve recopilación de poemas Refutación
de la elegía, “ya se atreve / a estrenar una vida renovada…”[78]),
la poesía de Eduardo García se vuelve más celebratoria y pasional, movida por
un deseo que, si bien era más que visible en los poemarios anteriores, cobra
ahora una enorme importancia y un lugar central en su lírica. Reencontrándose con
la pulsión vital de cierto Claudio Rodríguez (homenajeado en “Don del vuelo”,
de La vida nueva) y con la carnalidad
de la poesía hispanoamericana y la música brasileña, sus libros últimos están
llenos de joie de vivre y de
entusiasmo[79].
Esta expansión vital se corresponde con unos textos derramados, en verso libre
o versículo largo, volcánicos, en los que el lenguaje y la sensorialidad se
entrelazan, dando luz verde a la celebración de la existencia y, sobre todo, al
amor, tanto sentimental como erótico. La mente sigue ahí, supervisando el proceso,
pero parece que es ahora el cuerpo el que asume la voz cantante y guía la
expresividad de los versos, dirigiéndolos al sentido pleno y total de una
poesía volcada en el precepto rimbaudiano de changer la vie. En el mismo sentido de cambiar la vida, también
debe resaltarse un aspecto que no siempre es señalado al pensar la obra de García,
y es su honda carga ideológica, siempre volcada hacia un humanismo crítico y
combativo, renuente ante cualquier forma de poder, compasiva hacia los
necesitados y esperanzada en un modelo más justo de sociedad. Un lado político
que también es apreciable sin dificultad en sus aforismos y prosas.
Conclusiones
La ausencia de un
amigo es una sombra
que se queda a
vivir en la mirada
Eduardo García
La temprana muerte de
Eduardo García trunca una carrera que, pese a su breve expansión, se cuenta
entre las más exitosas de su grupo de edad, tanto por los reconocimientos
obtenidos como por su presencia en todo tipo de antologías, muy dispares en sus
criterios selectivos. Junto a su destacable trabajo poético hay que ponderar su
interesante trabajo ensayístico, especialmente el sistematizado en La poética del límite, que cierra su
trabajo sobre el límite y sobre la búsqueda de un horizonte no del todo
racional para encontrar una expresividad lo suficientemente permeable a todas
las posibilidades y aconteceres de la existencia. No debemos especular con la
obra que García hubiera podido escribir si hubiese vivido más tiempo, porque
cualquier proyección en ese sentido traiciona lo ya hecho; en realidad, lo publicado
por García, los libros que tenemos a nuestra disposición, conforman una obra de
valía más que suficiente para otorgarle, por derecho propio, un lugar
incuestionable dentro de la poesía y el pensamiento poético españoles de principios
de siglo.
[1] Jordi Gracia, Hijos de la razón. Contraluces
de la libertad en las letras españolas de la democracia; Edhasa, Barcelona,
2001, p. 268.
[2] “Escribir para el mercado no me interesa
absolutamente nada”, El Semanario / La Calle de Córdoba, 23-29/11/2002, p. 35.
[3] Cf. Eduardo
García, “Duermevela: el pasajero de la incertidumbre”; mayo de 2014, en la web
del autor, http://www.eduardogarcia.eu/index_archivos/Page1028.htm.
[4] En Jorge
Riechmann. Pliegos de poesía de la Universidad de Alicante, nº 31, 2002.
[5] L. Cernuda, “Introducción” a Friedrich
Hölderlin, Poemas; introducción y
versión de Luis Cernuda (en colaboración con Hans Gebser), Madrid, Visor, 1974,
pp. 18-19.
[6] Citado en Miguel Gabriel Ochoa Santos, Mito, filosofía y literatura en la
modernidad; Plaza y Valdés, Madrid, 2003, p. 92.
[9] R. Gullón, El simbolismo. Soñadores y visionarios; J. Tablate Miquis
Ediciones, Madrid, 1984.
[10] J. Riechmann, en Hora de poesía, nº 100, enero 1996, p. 292.
[11] C. Maillard, La razón estética, Laertes, Barcelona, 1998, p. 55s.
[12] Z. Henriksen, Tiempo sagrado y tiempo profano en Borges y Cortázar; Pliegos,
Madrid, 1992, p. 10.
[13] No estoy seguro de dónde tomé esta cita de
Jara, probablemente de La modernidad en
litigio: la escritura poética de Jenaro Talens; Alfar, 1989.
[14] Gabriel Bou, Iniciación a la poesía; Octaedro, Barcelona, 2001, p. 86.
[15] “La
literatura como conocimiento”, entrevista de José Andrés Rojo con Juan José
Millás, Cuadernos del Sur, 29/3/1990,
p. VI.
[16] R.
Reitzenstein, Das iranische
Erlösungsmysterium, 1921. También está, como apunta Rudolf Kassner en Die Geburt Christi, entre razón e
imaginación, algo especialmente útil para entender la poética de García: “esto
significa que la razón y la imaginación es una. ¿Pero no vive la poesía como
tal, del abismo entre ambas? [...] En el mundo mágico-mítico, la métrica, la
estrofa, la línea, el verso, las palabras del verso y las letras eran sagradas.
Los poetas eran profetas” (citado por Auden en La mano del teñidor, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 1999,
p. 317).
[18] Citado en Geo Widengren, Fenomenología de la religión, Ed.
Cristiandad, Madrid, 1976, p. 158.
[19] E. García, Una poética del límite; Pre-Textos, Valencia, 2005, p. 105.
[20] S. T.
Coleridge, Biographia Literaria; vol.
2, Routledge & Paul Kegan, London, 1983, p. 6.
[21] Villanueva, Teorías del realismo literario; Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, p.
88.
[22] Como señala Jaime Alazraki en su obra
sobre la prosa de Cortázar, “así entendido, lo fantástico representa no ya una
evasión o una digresión imaginativa de la realidad sino, por el contrario, una
forma de penetrar en ella más allá de los sistemas que la fijan a un orden que
en literatura reconocemos como ‘realismo’, pero que, en términos epistemológicos
se define en nuestra aprehensión racionalista de la realidad” (En busca del unicornio. Los cuentos de Julio
Cortázar; Gredos, Madrid, 1983, p. 84).
[23] Citado en Ana María Fernández, Teoría de la novela en Unamuno, Ortega y
Cortázar; Pliegos, Madrid, 1991, p. 107.
[24] E. García, Las islas sumergidas; Cuadernos del Vigía, Granada, 2014, p. 61.
[25] Como ejemplo valdrían los poemas de Horizonte o frontera “En la estación” o “La
huella de una ausencia”; trasladando al sujeto la imagen, “En otra ciudad” o “Intruso”.
[26] Z.
Henriksen, op. cit., p. 25.
[27] “Las familiares diatribas contra el
«escapismo», «el individualismo», «el romanticismo», y otras, son meros
recursos de sofistas, cuya finalidad es hacer respetable la perversión de la
historia”; George Orwell, La defensa de
la literatura, 1946.
[28] Hans-George Gadamer, “Mito y razón”
(1954), en Mito y razón, Paidós,
1999, pp. 15-6, 21. El tema del reencantamiento del mundo tiene una profusa
bibliografía filosófica, aunque no siempre linda con las claves literarias aquí
expuestas: véase Michel Maffesoli, “El reencantamiento del mundo”, Sociológica, vol. 17, nº 48, 2002, pp.
133-49; Ricardo Tejada, Schelling o el
reencantamiento del mundo; Universidad de Santiago de Compostela, 1999;
Luis Alarcón, “Reencantamiento del mundo”, A
Parte Rei: revista de filosofía, nº 12, 2000; José Enrique
Rodríguez-Ibáñez, “Habermas y Parsons: la búsqueda del reencantamiento del
mundo”, REIS. Revista Española de
Investigaciones Sociológicas, nº 16, 1981, pp. 91-122.
[29] M. Foucault, “Qué es un autor”, Obras esenciales, I. Entre filosofía y
literatura; Paidós, Barcelona, 1999, p. 342.
[30] Robert Langbaum, La poesía de la experiencia (1957), Comares, Granada, 1996, p. 67.
[31] E. García, “El reencantamiento del mundo”,
Hélice, 14, enero 2001.
[32] “Nos encontramos, pues, en una época
esencialmente mítica, mitificadora.
Pero a diferencia de las eras en las que la no existencia de los medios de
información de las masas confería al mito el poder de dar un sentido al
universo, actualmente el mito ha resultado ser un instrumento para limitar
conservadoramente el pensamiento, es decir, una estrategia de evasión”; J. M.
Castellet, “Prólogo”, Nueve novísimos
poetas españoles (1970), Península, Barcelona, 2001, p. 30.
[33] En las “hondas lejanías” (Eduardo García, No se trata de un juego; Diputación de
Granada, col. Maillot Amarillo, Granada, 2004, p. 48) del autor laten las de
Alberti, pero quizá también la aserción de Heidegger por la cual el ser humano
es “un ser de lejanías”, aunque la frase no debe entenderse en un sentido
espacial, sino metafísico, como recuerdan Jorge E. Rivera y María Teresa
Stuven, Comentario a “Ser y tiempo” de
Martin Heidegger; Ediciones UC, Santiago de Chile, 2010, p. 112.
[34] E. García, Una poética del límite, op. cit., p. 147.
[35] A. Neuman, “Prólogo” a Eduardo García, No se trata de un juego; Diputación de
Granada, col. Maillot Amarillo, Granada, 2004, p. 30.
[36] Otra conexión, tan curiosa como casual: “Desde
dentro, / se quiebra el horizonte / [...] Más allá, / el espacio baldío de un
desierto / que marca la frontera”; Francisco Ruiz Noguera, “Frontera”, El oro de los sueños, Hiperión, Madrid,
2002, p. 21; no conexión sino clara influencia de García se advierte en el
último poema inédito de Andrés Neuman incluido en la antología de Luis Antonio
de Villena La lógica de Orfeo (Visor,
2003).
[37] Cf. el poema “Cáscara” en La vida nueva; Visor, Madrid, 2008, p.
37.
[38] Citado en Hilda R. May, La poesía de Gonzalo Rojas; Hiperión,
Madrid, 1991, p. 42.
[39] R. Langbaum,
op. cit., p. 191.
[40] Roberto Juarroz, Poesía y realidad, Pre-Textos, Valencia, 1992, p. 32.
[41] Además de en García y Juarroz puede verse
en Juan Ramón (“para mí la poesía es algo divino, alado”), María Zambrano y
buena parte de la poesía del silencio, en Canciones
allende lo humano, de Jorge Riechmann, y en poetas lejanos de la tradición
hispánica como Blake (“Mis libros constituyen las sagradas escrituras de la
Nueva Jerusalén”), Wallace Stevens (“Lo abstracto ficticio es tan inmanente en
la mente del poeta como la idea de Dios es inmanente en la mente del teólogo”, Letters, nº 434), Blok (“hay que
escribir poesía como si fuera Dios quien te mira”; Marina Tsvietáieva, dice en El arte a la luz de la conciencia que esas palabras de Blok son “sagradas”) o
Carl Sandburg.
[42] Jürgen Habermas, Pensamiento postmetafísico; Taurus, Madrid, 1990, p. 36.
[43] Josep Casals, Constelación de pasaje. Imagen, experiencia, locura; Anagrama,
Barcelona, 2016, p. 946.
[44] Neuman rescata en su prólogo una perla de
Eduardo García en este sentido, al responder a Rafael Vargas en estos términos
junguianos: “Creo que somos plurales. La sombra, nuestro oculto lado maligno
que contradice sistemáticamente nuestros buenos propósitos, es tan sólo una de
las muchas voces que coexisten en conflicto dentro de cada uno de nosotros. Es
cierto que existe un yo central que trata de armonizar las otras voces. Por mi
parte, trato de ceder la palabra a esas voces” (Neuman, op. cit., p. 18).
[45] E. García en Luis Antonio de Villena, La lógica de Orfeo, Visor, Madrid, 2003,
p. 78. “La existencia se vuelve humana cuando se torna parlante, sexuada,
mortal. (…) III. La existencia parlante, sexuada y mortal, no se apropia sin
más del sexo, la muerte y la lengua. La asunción de estas tres determinaciones
no implica una suma, es más bien una fractura que hace surgir una subjetividad
escindida, una herida inaugural incurable que arroja a la existencia fuera de
sí”; Jorge Alemán, “Existencia y sexo: notas sobre psicoanálisis”, en revista
digital Antroposmoderno
(www.antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=736).
[46] M. Á. Vázquez Medel, “El proceso de
subjetivación en la crisis de la modernidad”, en Juan Bargalló (ed.), Identidad y alteridad: aproximación al tema
del doble; Alfar, Sevilla, 1994, p. 55.
[47] W B. Yeats, “Blake y las ilustraciones”
(1897), Teatro completo y otras obras,
Aguilar, Madrid, 1962, p. 1155.
[48] S. Dalí, “La conquista de lo Irracional”, Conversations with Dalí; Dutton, Nueva
York, 1969.
[49] Jacques Derrida, Cómo no hablar y otros textos; Proyecto A., Barcelona, 1997, p. 74.
[50] Entre otros, Jung, Psicología y alquimia (1943), Plaza, B., 1977, p. 207.
[51] Johannes Messner, Ética social,
política y económica a la luz del derecho natural, Rialp, Madrid,
1967, p. 22.
[52] Giorgio Colli, El nacimiento de la filosofía (1975); Tusquets, Barcelona, 1994, p.
58.
[53] Eduardo Subirats, Viaje al fin del paraíso; Losada, Madrid, 2005, p. 39.
[54] Juan Carlos Rodríguez, Dichos y hechos, Hiperión, Madrid, 1999,
p. 211.
[55] R. Barthes, Mitologías; Siglo XXI, México D.F., 1999, p. 255.
[56] “Nómadas”, en Letra Internacional, nº 74, 2002, p. 3.
[57] Cf. a este respecto la poética que García incluye
en Manuel Rico y Diego Jesús Jiménez (eds.), Pasar la página, revista Diálogo
de la lengua, nº 4, primavera 2000.
[58] Dionisio Cañas, Poesía y percepción, Hiperión, Madrid, 1984, p. 107.
[59] Véase V. L. Mora, “Desierto
contra espejo. Por qué Valente tenía que ser mejor”, en Jordi Doce y Marta
Agudo (eds.), Pájaros raíces. En torno a
José Ángel Valente; Abada Editores, Madrid, 2010.
[60] Alberto Moravia, “Carta a un amigo
sedentario”, en Cuadernos del Sur,
27/9/1990, p. 24.
[61] Ernesto Sábato, Heterodoxia, dentro de VVAA, Los
premios Cervantes de literatura; Plaza & Janés, Madrid, 1992, p. 246.
[62] Miguel de
Cervantes, Don Quijote de la Mancha,
parte II, cap. XXIV. Véanse las reflexiones de Sloterdijk en Extrañamiento del mundo. “En
esta segunda parte todos son inocentes pero todos sufren castigo: es el
desierto”, Félix de Azúa, El velo en el rostro de Agamenón, El Bardo,
Barcelona, 1970.
[63] F. Nietzsche, Más allá del bien y el mal, § 289.
[64] La diferencia entre sujeto hueco y vacío
se explicará en El yo boscoso. Véase
el poema de García “El hueco y el impulso” en La vida nueva, op. cit., p. 45, o “Casa con vistas al mar”, p. 47,
del mismo poemario, donde se lee: “repliégate hacia adentro / para escuchar
mejor la resonancia (…) sobrevuela / tu mirada interior estas paredes”. En “Al
encuentro” leemos: “respira en mi interior un hueco que se expande” (La vida nueva, p. 50). En Refutación de la elegía, un libro
anterior, escribe García: “Vivir es desear lo que no ha sido. / Rondar siempre
ese hueco es mi destino”; Eduardo García, Refutación
de la elegía; Centro Cultural Generación del 27, Málaga, 2006, p. 17.
[65] E. Prochazka, Cuarenta sílabas, catorce palabras; 451 Editores, Madrid, 2008, p.
106.
[66] Carter
Wheelock, The Mythmaker: A
Study on Motif and Symbol in the Short Stories of Jorge Luis Borges
(University of Texas, 1969).
[67] Tiempo
sagrado y tiempo profano en Borges y Cortázar, Pliegos, Madrid, 1992.
[68] “En este tiempo en que las formas de
aniquilación adquieren dimensiones planetarias, el desierto, fin y medio de la
civilización, designa esa figura trágica que
la modernidad prefiere la reflexión metafísica sobre la nada. El desierto gana,
en él leemos la amenaza absoluta, el poder de lo negativo, el símbolo del
trabajo mortífero de los tiempos modernos hasta su término apocalíptico”,
Gilles Lipovetsky, La era del vacío (1983),
Anagrama, Barcelona, 1996, p. 34. La lluvia en el desierto se opone a este
estado de cosas, y en concreto a una, la “indiferencia ante el sentido” que
denuncia Lipovetsky tres páginas después.
[69] Amalia Iglesias Serna, “Arena”, en Antes de nada, después de todo (Univ.
País Vasco, 2003), p. 96.
[70] Francisco León, Terraria; La Garúa Libros, Santa Coloma de Gramenet, 2006, p. 37.
[71] Antonio Lucas, “Soliloquio”, Las máscaras; DVD, 2004, p. 71.
[72] C. Briones, “Sin principio ni fin”, en Memoria de la luz, DVD, Barcelona, 2002.
[73] “Cuestiones naturales III”, en Némesis, nº 5, junio 2001.
[74] Jesús Aguado, La astucia del vacío. Cuadernos de Bernarés (1987-2004); Narila,
Málaga, 2005, p. 117.
[75] E. Jordá, “Pero sucede”, Ciudades de paso; Pre-Textos, Valencia,
2001, p. 80.
[76] J. A. Masoliver Ródenas, Poesía reunida; Acantilado, Barcelona,
1999, p. 346.
[77] José Óscar López, Vigilia del asesino; Celesta, Madrid, 2014, p. 26.
[78] Eduardo García, Refutación de la elegía; op.
Cit., p. 33.
[79] Cf. su seminal poema “Para no renunciar al
entusiasmo”, que cierra La vida nueva.
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