En el número de julio de Revista de Occidente ha aparecido este artículo mío, dentro de un ejemplar monográfico sobre "Metáforas y ciencia" muy recomendable. Por si es de vuestro interés, os lo reproduzco:
La metáfora de la relatividad y la relatividad de
la metáfora: Einstein y la literatura
Vicente Luis Mora
1. La metáfora
relativista
Creo
que hay tres motivos centrales por los que la teoría de la Relatividad de
Einstein ha tenido tanto eco en la literatura del último siglo: a) es una
teoría que todos creemos entender, aunque lo cierto es que sólo un 0.03% de la
población, aproximadamente, tiene los rudimentos necesarios para entenderla en términos científicos –quien esto escribe no se cuenta entre ellos–; b) coincide con la creciente tendencia a
pensar, desde principios del XX, que todo es relativo y que cualquier
observación (o auto–observación) debe ser perspectivista y no dogmática; 3) nos
dota, y aquí nos detendremos, de una cosmovisión metafórica para referirnos a
la grandeza del universo sin perder de vista el elemento humano, la subjetividad, con que esa grandeza se
observa, dotándola de una perspectiva temporal. Gracias a la Relatividad, tres
grandes preocupaciones humanas (el paso del tiempo, la enormidad de lo
existente y lo «relevante»
de nuestro lugar en esa inmensidad), pueden casarse sin demasiados conflictos y
ser entendidas como realidades complementarias.
En
1886, el filósofo Ernst Mach, un gran pensador influyente en escritores como
Robert Musil, sostuvo la idoneidad de privilegiar las materias científicas frente
a las humanísticas en la escuela:
Si no consideramos al ser
humano como el centro del mundo (…) si en la naturaleza encontramos por todas
partes los mismos procesos, de los que la vida del ser humano sólo es una parte
ínfima de igual índole, ¡también aquí se amplía la visión del mundo, hay una
elevación, una poesía! Tal vez haya aquí algo más grande y más importante que
en los bramidos de Ares herido, en la encantadora isla de Calipso, en el Océano
que rodea la tierra. Sobre el valor relativo de ambos campos del pensamiento,
de ambas poesías, puede hablar solamente quien los conoce a ambos. (en Blumenberg,
2011)
Hans
Blumenberg, que recoge el pasaje, pondera el gesto humilde de Mach, que invita
a levantar la vista de los libros de mitos griegos y dirigirla hacia las
estrellas, pero sostiene que con ello acabamos alejándonos de nosotros mismos,
lo cual «es imposible, incluso para nuestra
experiencia cósmica (…) en el texto de Mach esta paradoja se convierte en una
metáfora del hecho de que el ser humano, con sólo contemplar el universo con la
profundidad suficiente, parece desaparecer en la lejanía infinita para su propia
mirada» (ibídem); es decir, cae en lo que Freud llamaría pulsión de muerte de sacarse a sí mismo de la idea de mundo. O,
como diría María Zambrano, «está embebido,
cercado por la totalidad y sin acceso a la universalidad» (1989). Por eso, insisto, me parece que la
formulación por Albert Einstein de la Teoría de la Relatividad supuso una
metáfora preciosa para los seres humanos en general y las gentes de letras en
particular: ofrecía una imagen del mundo en que la contemplación de la especie
era parte natural del decorado
cósmico. Otorgaba, y sigue otorgando, tras la reciente «confirmación»
de la teoría en 2015 con el descubrimiento –aún
por contrastar– de las ondas gravitacionales, un modo de
levantar la mirada al Cosmos sin dejar de vernos a nosotros mismos, sin caer en
la pulsión de muerte, contemplándonos como la única parte contempladora del Universo capaz de entender sus leyes.
Zambrano,
«metaforóloga»
como Blumenberg, escribió en «La metáfora
del corazón» que «una de las más
tristes indigencias del tiempo actual es la de metáforas vivas y actuantes;
esas que se imprimen en el ánimo de las gentes y moldean su vida», para añadir que «estas metáforas a que nos referimos no son
felices hallazgos de la poesía o de la literatura, sino una de esas revelaciones
que están en la base de una cultura, y que la representan» (Zambrano, 2007). Creo que la metáfora de la Relatividad –no tanto la tesis científica, que también,
sino el resumen popular y apresurado
de la tesis, que ha gozado de una vastísima difusión– es una de esas metáforas «fundamentales»
(Zambrano, 1989) que cambian la vida,
lo cual era para Rimbaud el objeto final de la poesía.
2. El tiempo
relativo
Si tiene razón José Luis Molinuevo y desde
Blumenberg «ha quedado constancia de que la historia
del pensamiento occidental es la historia de sus metáforas», el pensamiento central de nuestro tiempo
es científico. Y, agregamos, también metafórico, por cuanto «toda forja conceptual se basa en las
metáforas» (Schopenhauer, 1996) y las metáforas «designan un modo de conocer, que va más
allá de lo conocido, y un modo de ser, que significa la irrupción de lo
extraordinario en la vida ordinaria» (Molinuevo,
2006). La metáfora, según numerosos autores desde Davidson a R.R. Hofmann,
pasando por R. Boyd o M. Hesse, es medular en el conocimiento científico, y la
posición de fuerza de la ciencia en nuestros días ha hecho que sus metáforas
preñen nuestro imaginario de un modo profundo e irreversible. Entre ellas, la
metáfora del tiempo relativo, basada en las teorías de Einstein, es una de las más
afianzadas. Pero quizá deberíamos recordar que no hay un solo tiempo relativo,
según suele creerse, sino que numerosos planteamientos rozan de forma
premonitoria la visión einsteniana, quizá porque, según la Zambrano de Notas de un método, «el tiempo se nos aparece
como la relatividad mediadora entre dos absolutos: el absoluto que se le da a
todo ser humano, y el absoluto que el ser humano lleva en su propia condición» (1989). Así, un antecedente
sería Zenón de Elea, quien en una de sus paradojas imagina a varios
espectadores viendo en un estadio la misma carrera; a su juicio, si un
velocista tarda un minuto en recorrer dos determinados intervalos, siendo
iguales por hipótesis ambas distancias y los movimientos, ese lapso podría ser
medio minuto dependiendo del lugar de observación, y la «determinación del tiempo
que se tarda en recorrer una distancia sería inconsistente (o –como diríamos
nosotros–, «relativa»)»
(Martínez Marzoa, 1973). Otra visión antigua, muy citada por los científicos
norteamericanos, es la frase del chino Hui Shih que cita Paz en El mono
gramático (1974): «Hoy
salgo hacia Yüeh y llego ayer».
Otra prefiguración intuitiva la tuvo Giordano Bruno (1548–1600), al explicar
que cuando tiramos una piedra desde lo alto de un mástil de un barco, la piedra
caerá al pie del mástil, ya esté el barco en movimiento o parado (La cena de le Ceneri, 1584). Y otra, puramente
literaria, sería cervantina, pues parece einsteniano el tiempo que ha pasado el
hidalgo en la cueva de Montesinos:
– Verdad debe de decir mi señor –dijo Sancho–; que
como todas las cosas que han sucedido son por encantamiento, quizá lo que a nosotros
nos parece una hora, debe de parecer allá tres días con sus noches.
– Así será –respondió Don
Quijote. (Don Quijote de la Mancha,
parte II, cap. XXII)
De hecho, un error de Cervantes genera una curiosa
curva einsteniana a la hora de construir el tiempo de la parte II del Quijote. Como explicara Ramírez Molas en
Tiempo y narración (1978), a partir
del capítulo 28 de la segunda parte los plazos comienzan a ir hacia atrás. La
carta de Sancho a Teresa Panza (II, 36) lleva fecha de 20 de julio de 1614.
Después de la estancia de Don Quijote y Sancho en el castillo, el caballero
parte a Barcelona, a donde llega... treinta días antes, el 20 de junio.
Increíble pero cierto:
En julio de 1614 había
salido por primera vez don Quijote, y en julio del mismo año murió al regresar
de su tercera salida. Cide Hamete no puntualiza la fecha de la muerte, pero
bien cabe dentro de lo posible y dentro de lo borgesianamente necesario que Don Quijote de la Mancha muriera el día
de su primera salida. En tal caso, todo el relato de cide Hamete no sería
otra cosa que un gigantesco instante. (Ramírez Molas, 1978)
Otra visión relativa del tiempo arranca en
Galileo y, a través de Leibniz, combate el concepto absoluto del tiempo
patrocinado por Newton. Para Galileo no hay diferencia entre movimiento y
reposo, y el observador asiste a situaciones más bien ilusorias o aparentes;
para Leibniz, «no hay movimiento cuando no hay cambio
observable»
(Granés, 2005). En sus
polémicas, utilizaron, como no podía ser de otra forma, una metáfora: la
metáfora del barco. Para Newton, representado por su discípulo Samuel Clarke, movimiento
y tiempo existen, indiferentes al hecho de que una persona encerrada en la
cabina advierta o no que el barco avanza; para Leibniz, es la observabilidad del fenómeno (no la
observación) lo que garantiza que el movimiento exista, y que la nave se
desplace (Mataix Loma, 1996). En una carta a Clarke, fechada el 25/02/1716,
escribe Leibniz: «en cuanto a mí, he señalado más de una vez que consideraba el
espacio como una cosa puramente relativa, al igual que el tiempo; como un orden
de coexistencias, mientras que el tiempo es un orden de sucesiones» (en Sánchez
Ron, 1999). Más tarde, Berkeley hizo suya también la tesis relativa, cuya
última etapa preinsteniana es rastreable en el pensamiento de Mach.
3. Precaución al hablar de la Relatividad
«Vivir es comparar», escribe Guillermo López Gallego
en su poemario Afro (2016), y la metáfora, como explica Cynthia Ozick,
«descansa en la experiencia anterior, transforma lo extraño en familiar»
(2016); todas las metáforas –sobre todo, las buenas– intentan casar algo nuevo
con algo archiconocido, añadiendo un vínculo que es natural y extraño a la vez,
desfamiliarizador. El problema de la metáfora de la Relatividad es que
el término de comparación a quo no es sencillo, como antes apuntábamos,
y al tomar como sintagma de base la teoría de Einstein se corre el riesgo de
que cada lector entienda una cosa muy diferente.
Como
prueba de esa dificultad, bastará con pensar que la Relatividad fue entendida
de muy distinta forma por dos cabezas eminentes, ambos a caballo entre la
filosofía y la ciencia: Norbert Whitehead y Bertrand Russell. Para el primero,
tal como expuso en Science and Modern World (1925), era criticable una interpretación extremadamente
subjetivista de la relatividad, entendida como dependiente de la elección del
observador; para el Russell de The Analysis of Mind (1921) y The Analysis of Matter (1927),
en cambio, «el propio mundo físico, tal como lo conocemos, está
infectado hasta la médula por la subjetividad (...) como da a entender la
teoría de la relatividad, el universo físico contiene la diversidad de puntos
de vista que nos hemos acostumbrado a considerar marcadamente psicológicos»
(Banfield, 1989). A primera vista, parece más lógico estar con Whitehead, pues
nuestro sentido común nos inclina a pensar que la relatividad se explica con ejemplos
de observación, lo cual no significa que sus efectos no tengan lugar cuando no
hay nadie para verlos. Si la ciencia ha previsto un eclipse de sol para el año
que viene, de poco sirve que nos escondamos en casa para evitarlo: el eclipse
tendrá lugar, lo veamos o no. Según Ann Banfield, el error de Russell parte de
una mala comprensión del fenómeno de observación, que el filósofo Frege
metaforizó (de nuevo) en la mirada a través de un telescopio. Para Russell, lo
que se ve por el tubo depende exclusivamente de quien mira, se justifica por la
subjetividad, el objeto se hace al mirarlo; en realidad, como dice
Frege, «la imagen óptica en el telescopio sin duda es unilateral y depende del
punto de observación; pero sigue siendo objetiva, en la medida en que la pueden
utilizar varios observadores (...) o se puede disponer de modo que la utilicen
varios (...) a la vez» (Banfield, 1989). ¿Qué posibilidades tenemos los legos
en ciencia de acertar, si una de las
mejores cabezas del siglo XX marró al calibrar la teoría? Cuando un fenómeno es
de verdad subjetivo, como el relativismo temporal de Bergson, donde la
interiorización de la experiencia fenoménica es estructural, sí puede hablarse
de términos subjetivos. Pero la relatividad no es subjetiva; los gemelos cósmicos
citados –como metáfora– por Einstein podrían intercambiar sus posiciones y seguiría
estirándose el tiempo para el gemelo que viaja. Esta esencial objetividad de
un fenómeno universalmente tenido por subjetivo, como la relatividad, debería
movernos a ser especialmente prudentes al trasvasar metáforas e imágenes
científicas a nuestras obras. Podemos valorar la complejidad de la teoría de
Einstein a través de una cita del matemático Javier Fresán:
Guillermo Martínez y Gustavo
Piñeiro […] mencionan un ensayo de Ernesto Sábato, en el que un físico trata de explicar a un amigo
qué es la relatividad. Empieza hablando de curvatura, tensores y geodésicas,
pero se ve obligado a rebajar poco a poco el nivel del discurso para que su
interlocutor entienda; al final solo quedan trenes y cronómetros. «¡Ahora sí
entiendo la relatividad!», exclama, entusiasmado, el amigo. «Sí, pero ahora ya
no es la relatividad». Lo mismo ocurre con muchas otras ramas de la física y la
matemática moderna: solo gracias a las metáforas pueden llegar al gran público.
Y, por bellas que sean, aunque conecten áreas distintas del cerebro, como decía
Platón, las metáforas están condenadas a desvirtuar teorías cuya comprensión
requiere años y años de aprendizaje. (Fresán, 2013)
Es
decir, que mientras las metáforas amplían y precisan el lenguaje literario,
pueden reducir y devaluar el discurso científico, convirtiéndolo en otra cosa
(en pedagogía, posiblemente). Y eso sucedió con la Relatividad, por supuesto:
«con la fundamental aportación de Freud ocurre como con la de Einstein: el
raudo éxito de la divulgación que obtiene es inversamente proporcional a la
profundidad con que es asimilada» (Darío Villanueva, 1994).
4.
La recepción
La Teoría de la Relatividad llegó en un momento cultural
decisivo, cuando las vanguardias cuestionan todas las bases de la literatura y
del arte: la expresividad, el figurativismo, el imperativo del sentido, la
necesidad del argumento, el papel autorial del individuo. La reconsideración
einsteniana del tiempo es una voladura racional más, cuyo influjo es
particularmente reconocible al coincidir con un replanteamiento de la
observación perceptiva. Sin embargo, a diferencia de las tesis no científicas
de Bergson, la Relatividad ocupó un lugar inmediato en las preocupaciones de
los filósofos, pero no tanto en las de los escritores, enfrascados siempre en
la división de las «dos culturas», por la cual y salvo honrosas excepciones, ciencia
y literatura se ignoraban olímpicamente. Es esto lo que lleva a escribir a
Aldous Huxley en 1963 que leyendo a un poeta como T. S. Eliot «sería difícil
inferir de sus obras que se trata de un contemporáneo de Einstein o Heisenberg
y que vive en la época del microscopio electrónico y del descubrimiento de la
base molecular de la herencia» (Huxley, 1963). Cuando Pearce Williams (1973) se
refiere a los miles de artículos que suscita la teoría de la Relatividad, casi
todos los que cita son científicos o filosóficos, pero muy pocos literarios;
aunque no todo es páramo, desde luego. En 1925, apenas 6 años después de la
comprobación parcial de las tesis de Einstein, Virginia Woolf publica su obra
maestra Miss Dalloway, donde leemos:
El aeroplano se alejó
más y más hasta que sólo fue (…) un símbolo (…) del alma del hombre; de su
decisión, pensó el señor Bentley segando el césped alrededor del cedro, de
escapar de su propio cuerpo, salir de su casa, mediante el pensamiento, Einstein,
la especulación, las matemáticas, la teoría de Mendel. Veloz se alejaba el
aeroplano. (Woolf, 1999)
En 1958, Lawrence Durrell publica Balthazar, parte de El
cuarteto de Alejandría. En su «Nota» introductoria, escribe: «como la
literatura moderna no nos ofrece Unidades, me he vuelto hacia la ciencia para
realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el
principio de relatividad. Tres lados de espacio y uno de tiempo constituyen la
receta para cocinar un continuo. Las cuatro novelas siguen este esquema»
(Durrell, 2004). A continuación, Durrell se distancia de Joyce y Proust,
argumentando que ellos aplicaron esquemas bergsonianos de temporalidad,
mientras él abordaba el espacio-tiempo einsteniano.
En
Paul Valéry, Genet o Bataille se aprecia una incipiente reflexión sobre la
mirada del artista, que denuncia la ruptura del contrato tradicional de observación. Amén de las aportaciones
vistas de Russell y Whitehead, otra temprana recepción filosófica de peso es el
ensayo de Mauritz Schlick, Espacio y
tiempo en la Física actual (1917), cuyo último capítulo exploraba las
distintas funciones de la filosofía y la ciencia. Incluso Heidegger hace en 1926 una mención oblicua de la teoría
de Einstein al principio de Ser y tiempo.
No faltaron autores que se negaron a aceptarla. Edmund Wilson cuenta cómo
Anatole France, tras una conversación con el propio Einstein, confesó lo
siguiente: «cuando me dijo que la luz era materia, me empezó a dar vueltas la
cabeza y me despedí» (Wilson, 1996).
El
éxito de la metáfora relativista reside, pues, en su asociación inmediata con
lo temporal; en «Apuntes sobre el tiempo y la poesía» decía Zambrano que «en la
vida humana lo decisivo es el tiempo. Mas, el tiempo en que vivimos parece ser
ya el producto de una escisión» (2007), y la literatura actual intenta salvar
esa distancia escindida a través de la Relatividad; además, cuando lo hace a
través de la «metáfora de los gemelos», el autor encuentra un modo de incluir
también el arquetipo del doble, permitiéndole la teoría científica unir las dos
subjetividades escindidas en un único canal temporal.
Gerard
Genette, en un interesante ensayo sobre Borges, sostiene que, en general, «la
literatura es ese campo plástico, ese espacio curvo en el cual las relaciones
más inesperadas y los encuentros más paradojales son posibles a cada instante»
(1976). La duración bergsoniana y la
tesis einsteniana dan un nuevo aspecto a gran parte de la literatura del siglo
XX, fundamentalmente en lo tocante al punto
de vista escriturario; de hecho, algún autor, como R.-M. Albérès, llama a
la novela moderna roman relativiste.
El nuevo concepto aportado por Einstein, el espacio-tiempo,
ilumina toda la revolución literaria: las novelas pueden por fin incorporar el
tiempo como un decorado más, jugando con él, recreándolo, refundándolo para sus
propios intereses: por ejemplo, Umberto Eco (1992) reivindicó al espacio-tiempo
como estructurante de la poética de la obra
abierta, relacionándolo con la música serial de Berio o Stockhausen. Cada
obra moderna se dota de una temporalidad propia y especial, tomando el modelo
que más le interesa, utilizando las categorías científicas de un modo libérrimo
y, por supuesto, no siempre científicamente apropiado: Alan Sokal ha escrito
que «es más probable que, tal como ha ocurrido con la relatividad y la mecánica
cuántica, los efectos culturales provengan de las malas interpretaciones
populares de la teoría» (2009).
Como
muestra de la recepción poética de la teoría de la relatividad, veamos un par
de poemas. El primero, «Por el revés de los ojos del arquitecto», es del poeta
vanguardista gallego Manoel Antonio; sus últimos versos son éstos: «Los
astrónomos disparan telescopios / contra unas órbitas descatalogadas / en los
Tratados de la Relatividad / En el revés de los ojos del arquitecto / se instaló
el broadcasting humorista / de las ciudades escamoteadas / que no teorizó
Einstein» (1983). Este poema está fechado en torno a 1925, de modo que habían
pasado pocos años desde que el físico alemán formulase su teoría. Un ejemplo
reciente es el poema «En torno a Einstein», de Víctor Botas, donde leemos: «La
línea recta cúrva- / se inexorablemente / en el espacio. El tiempo / se detiene
en los pasos / de la luz. Estamos / donde siempre. La magia / de las cosas. No
existe / la realidad.» (1980).
John
Ashbery, en Autorretrato en espejo
convexo (1975), comparaba el óleo homónimo del Parmigianino, donde aparece
el pintor reflejado en uno de esos espejos, con la distorsión espacio-temporal
de la relatividad: «nuestro mirar por el otro extremo / del telescopio mientras
tú retrocedes a una velocidad / mayor que la de la luz para al final aplanarte
/ entre los rasgos de la habitación» (2006). También hablan del tiempo relativo
Bernard Wolfe en su novela Limbo (1952),
Rodrigo Fresán en Mantra (2001) y Mario Cuenca en Los hemisferios (2014). Hay un relato de Ángel García Galiano,
«Ouroboros», sobre la búsqueda de Einstein y otros físicos de la llamada
«teoría unificada», e incluso alguna novela, como La intersección de Einstein (1967), de Samuel R. Delany, tiene la
teoría de Einstein como núcleo estructural. Brian W. Aldiss elaboró su relato Man
in his Time (1966) aplicando la teoría einsteniana de los gemelos cósmicos
a un astronauta que vuelve con un ligero adelanto de tres minutos de una misión
a Marte. Ignacio Valle, en su relato «Relatividad» (2013), presenta a un anciano que, al ver
un debate científico en televisión sobre viajes en el tiempo, cavila sobre su
vida y cómo ésta podría haber cambiado si en los años 40 le hubiese pedido
perdón a una mujer. Y no olvidamos los microrrelatos «Relatividad» de Juan Jacinto Muñoz Rengel (2013) y «E la nave va», de Juan Luis Romero Peche, quien describe
una galaxia que produce nostalgia de un lado cuando se la rodea por el otro
(Romero Peche, 2001).
Podrían asimismo encontrarse
ecos de la teoría en algunos poemas de José Luis Rey («El azul conquistado»,
2001), María-Eloy García («Movimiento de Brown», 2010), Ángela Vallvey («El cielo de
Einstein», 1998) y Francisco
Fortuny.
5. Conclusión
Lejos
de haberse producido lo que llamaba Derrida la retirada o atardecer de
la metáfora, las proposiciones metafóricas siguen más vigentes que nunca, y los
escritores aprovechan el poder expresivo de las metáforas científicas, como
señalaba George Steiner en Language and
Silence (1976). Entre ellas, la metáfora relativista no sólo ha marcado la
ciencia del último siglo, también buena parte de su literatura, e incluso de su
crítica: recordemos que Mijaíl Bajtín adoptó el concepto «cronotopo» de la
teoría de la relatividad einsteniana (1989), e Ingerborg Bachmann se
preguntaba: «¿Sigue siendo posible la cronología en la novela, dentro de la
época de la teoría de la relatividad?» (Bachmann, 1990). Todo esto nos permite
entender el éxito de la metáfora relativa, o de la relatividad de la metáfora
literaria: mientras los lectores, como apuntaba el Eco de Apocalípticos e integrados, gustan de tiempos narrativos
reconocibles, donde los personajes transcurren de forma lineal, los escritores
prefieren tiempos curvos, flexibles, donde los personajes no transcurren, sino
que fluyen en más de una dirección
espacio-temporal. La Relatividad y sus posibilidades metafóricas brindan al
escritor un semillero de posibilidades mucho más rico que el ofrecido por el
tiempo newtoniano. La metáfora einsteniana es una espoleta para la imaginación
y una concepción rompedora de cárceles temporales y espaciales. Lo mismo que la
literatura. Por eso se entienden tan bien.
BIBLIOGRAFÍA
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Zambrano, María. Notas de un método. Madrid: Mondadori, 1989.
Zambrano, María. Islas. Madrid: Verbum, 2007.
Comparto hermoso poema de Maria Auxiliadora Alvarez https://mariaauxiliadoraalvarez.com/
ResponderEliminarpiedras de reposo
todo lo que quiero decirte hijo Es que atravieses el sufrimiento
Si llegas a su orilla si su orilla te llega Entra en su noche
y déjate hundir
que su sorbo te beba que su espuma te agobie Déjate ir
déjate ir
Todo lo que quiero decirte hijo Es que del otro lado del sufrimiento
Hay otra orilla
encontrarás allí grandes lajas Una de ellas lleva tu forma tallada
con tu antigua huella labrada Donde cabrás exacto y con anchura
no son tumbas hijo son piedras de reposo
con sus pequeños soles grabados y sus rendijas
[...] [continúa]
ResponderEliminarTranscribo un interesante comentario del profesor Marco Antonio Núñez, dejado en mi cuenta de Facebook, por no haberlo podido dejar aquí:
"Querido Vicente, en la conclusión de tu estupendo artículo citas el título de un texto de Derrida para sugerir que este vaticinó algo así como una “pérdida de vigencia de la metáfora” en el quehacer literario, malentendido inducido quizás a la traducción de “retrait” y la consiguiente merma de su rica polisemia. Si me permites, matizaré esta sugerencia.
En primer lugar, Derrida plantea el problema de la metáfora en relación al discurso filosófico, afirmando categóricamente que no se puede tratar de ella sin tratar con ella. Con lo que se puede ver ya que el empleo de la metáfora no es “opcional”, ni hay tal cosa como un meta-discurso sobre la metáfora (metaforología) que no sea ya metafórico.
En segundo lugar, la expresión “retirada de la metáfora” debe ser entendida bajo el prisma de la “retirada del ser” en Heidegger. Recordemos que para Heidegger el ser se retiene, se oculta, se sustrae, se retira (sich entzieht) en un movimiento de retirada indisociable del movimiento de la presencia o de la verdad. Al retirarse es cuando se determina (por ejemplo, como eidos, de acuerdo con la separación o la oposición visible/invisible). Toda la llamada historia de la metafísica occidental sería entonces un amplio proceso estructural donde la epojé del ser, al retenerse, al mantenerse retirado, tomaría una serie de figuras trópicas. Esta metafísica como trópica y, singularmente, como desvío metafórico, correspondería a una retirada esencial del ser: al no poder presentarse como determinación epocal (el ser como eidos, como subjetividad, como voluntad, como trabajo, etc.), el ser sólo podría nombrarse en una separación metafórico-metonímica
En tercer lugar, el concepto de metáfora implica la oposición de un sentido propio y un sentido figurado, además de la idea del desgaste de las significaciones a partir de un sentido originado. El proyecto de una metaforología general, que se centraría en el estudio de la metáfora en el texto filosófico, depende de todo un sistema de oposiciones (naturaleza-espíritu, naturaleza-historia, pensamiento-lenguaje, sensible-inteligible, etc.) que configuran la metafísica. Lo que Derrida sostiene es que la metaforología se habría derivado y dependería del mismo discurso filosófico que pretende dominar, es decir, la propia metafísica está en situación trópica respecto del pensamiento al ser.
La labor deconstructiva trata de hacer saltar la oposición tranquilizadora de lo metafórico y lo propio en la que uno y otro.
¿Qué pasa entonces con la metáfora? Habría que pasar de largo de ella sin poder hacerlo, esto define la estructura de las “retiradas”. Por una parte, se ha de poder pasar de largo de ella, pues la relación de la metafísica con el pensamiento del ser, esa relación que señala la retirada del ser, ya no puede llamarse metafórica desde el momento en que su uso se ha establecido a partir de esa pareja de oposición metafísica. Dado que el ser no es un ente, no podrá decirse o nombrarse more metaphorico. Y, por consiguiente, no tiene un sentido propio o literal. Del ser se hablará siempre cuasi-metafóricamente, mediante una metáfora de la metáfora, con el exceso de un trazo suplementario, de un re-trazo, de un pliegue suplementario metafórico que expresa esa retirada. [...]
[...] continúa
ResponderEliminarConclusión:
a) Lo que Heidegger llama la metafísica corresponde a una retirada del ser. Por consiguiente, la metáfora como concepto llamado metafísico corresponde a una retirada del ser.
b) El discurso llamado metafísico sólo puede ser desbordado, en la medida en que corresponde a una retirada del ser, conforme a una retirada de la metáfora como concepto metafísico, de acuerdo con una retirada de lo metafísico, con una retirada de la retirada del ser. Pero esa retirada de lo metafórico no deja el sitio libre a un discurso de lo propio o de lo literal, tendrá, a la vez, el sentido del re-pliegue, es decir, la retirada de la metáfora da lugar a una generalización abismal de lo metafórico, metáfora de metáfora.
Ahora se entenderá algo mejor, espero, que Derrida nunca pretendió sugerir nada semejante al abandono de la metáfora del discurso literario o filosófico. PD. No me ha sido posible publicar el comentario en el blog."
Después de leer tu artículo se me ha ocurrido decir, parafraseando a JSC, que nadie llega a la poesía si no es por medio de la metáfora.
ResponderEliminarTu artículo me resultó interesantísimo y novedoso, ya que no recuerdo haber oído sobre la influencia de Einstein en la poesía occidental en la Facultad, como sí ocurrió con Shopenhauer, Freud, Kierkegaard, etc.
Lo bueno es que argumentas bien tus tesis sobre ello, pero eché en falta que no hayas incluído dentro de tu bibliografía al filósofo Gustavo Bueno, que tiene varios trabajos sobre la poesía en el siglo XX.
Te dejo un extracto de un artículo (y el link) suyo que viene de perlas en este comentario: "Ahora bien, para que este mundo-habitáculo, “prosaico” –el mundo de todos los días–, comience a ser vivido humanamente, objetivamente, como un mundo de esencias, es necesario que las imágenes-técnicas (las únicas que poseemos) sean desprovistas de su sentido originario, y pasen a designar objetos que ya no son operables por nosotros; así, el astro será un proyectil: un peñasco ardiente, lanzado al espacio por la mano de un dios antropomórfico (Anaxágoras). Ha aparecido la primera metáfora, es decir, la poesía. Al poetizar, el hombre se libera de los hábitos técnicos: comienza a pensar especulativamente –“inocentemente”, pero sólo apoyándose en conceptos técnicos, es decir, en imágenes–. Poetizar es un pensar especulativo en imágenes. En el momento en que, apresuradamente, el hombre comienza a recoger las relaciones implícitas en sus conceptos primitivos y da inicio a la construcción espiritual de su mundo estricto, edificando sobre relaciones entre pensamientos espaciales, imaginativos, entonces comienza la poesía, cooriginaria acaso, prácticamente, con la Humanidad. Poetizando, el hombre comienza a conocer el mundo especulativamente, y, en consecuencia, comienza a sentirlo de un modo nuevo. El mundo comienza a ser feo o acaso bello y sublime: deja de ser prosaico, es decir, difícil o fácil. Poetizando, los actos cotidianos de la vida se transfiguran, se intuyen esencialmente, se “intemporalizan”, incluso cuando lo que se mira es precisamente la fugacidad de las cosas. El hombre comienza a sentirse artista en lugar de artesano, señor antes que esclavo, especulativo antes que práctico".
http://filosofia.org/hem/195/95312gb.htm