11/11/2016
Estoy
tan ocupado y azacaneado estos días que apenas tengo tiempo para escribir.
Cuando disfruto de algunas horas libres prefiero leer. De lo que escribo me
arrepiento a veces, de lo que leo no me arrepiento nunca.
Incluso
cuando leo un mal libro. Un libro deficiente leído es una duda menos, una
incertidumbre eliminada.
Estoy
tan ocupado que debo escribir las reflexiones retroactivamente; aunque ésta la
he fechado el 11 de noviembre, en realidad está redactada el 19, en un autobús
que cruza bajo la lluvia la distancia entre Grenoble y Lyon.
Días
encontrados en los transportes públicos.
Para
un escritor la lectura es la carretera y los malos libros el peaje.
Cuando
llueve lo suficiente, el paisaje desaparece y se vuelve lluvia.
14/12/
2016
Ángel Zapata, Materia
oscura; Páginas de Espuma, Madrid, 2016.
En una época
madura y cansada, los productos de la movilidad del espíritu, comienzan a
solidificarse en una masa negativa, en un ‘sol negro’ que produce un efecto
invernadero allá donde se proyecta su sombra.
Fernando R. de la Flor
Cada
nuevo libro de Ángel Zapata nos apela como lectores -y no sé si agregar: como
ciudadanos, como entes políticos-, porque intenta dinamitar nuestra idea de lo
que entendemos por real, de lo que
entendemos por literario y de lo que supone incardinar el hecho creativo dentro
de un proyecto de vida. Zapata es un caso singular dentro de nuestras letras,
por su dedicación casi absoluta al relato breve; es teórico, sí, pero teoriza
sobre o a partir del cuento; es prosista, pero sólo escribe relatos; es
profesor de escritura creativa, aunque centrado -tengo entendido- en relato
breve. Es pues practicante, teórico y profesor de relato corto, y por eso cada
nueva entrega de sus piezas debe ser leída con atención, porque no es sólo un
autor intuitivo que pone por escrito sus pulsiones -disculpen el vocabulario
psicoanalítico que teñirá esta reseña, pero no hacerlo en el caso de Zapata
supondría renunciar a buena parte de lo esencial-, que también, sino un fino
diseccionador de la obra propia y ajena que no “hace” libros, sino que los
talla como diamantes.
Materia oscura es un libro que puede
extrañar a los lectores de relato más tradicional, aunque algunas colecciones
más o menos recientes -pienso en los espectaculares Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón, o Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra- han estirado el género de tal modo que la llegada de Materia oscura puede acogerse sin
dificultades como parte del mismo movimiento de apertura y ensanchamiento del
género. Si en su anterior libro de relatos, La
vida ausente, la presencia de cierto irracionalismo era notoria desde el
guiño rimbaudiano del título, en Materia
oscura es la razón de ser (o de no ser) de las piezas, resueltas muchas de
ellas en estampas surrealistas donde las imágenes visionarias se aherrojan con
un lenguaje flexible y firme a la vez, hermoso y resistente como un junco doblado
por el viento -la imagen es de un poeta chino-. Hay bastante poesía o mirada poética
en este libro, que no en vano se abre con una cita del poeta filósofo Paul Valéry
sobre el vaciado de los objetos por la mirada, de la misma forma que la materia
oscura forma gran parte del universo y es invisible a los ojos (es decir, es la
realidad que a Zapata le interesa: la no evidente, la no palpable, la no descriptible de modo “realista”). Algunos
relatos convierten al cuerpo en naturaleza, y otros transmutan la naturaleza en
cuerpo; no en vano comparecen disfrazadas la alquimia juguiana (p. 78), los relatos
proteicos de transformación o los soles negros de Lucrecio, en aras de una creación
donde el sentido y la inmanencia son importantes, trascendentes dentro de su
inapelable “aquendidad”, dentro de su aquí y de su ahora, que es donde se cuece
lo literario -y lo político, una dimensión inevitable en Zapata-. Terminamos con
una de las excelentes piezas recogidas, que dará una idea al lector de lo que puede
encontrar en Materia oscura:
25/12/2016
Laura Erber, Ardillas de Pavlov; traducción de Julia Tomasini, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2016.
Esta
singular novela de Laura Erber puede leerse de muchas formas: una confesión
posromántica narrada de forma fragmentaria, un relato textovisual sobre el
mundo del arte contemporáneo, pero también puede ser -y esta es mi lectura- una
Bildungsroman irónica sobre la
progresiva destrucción de un artista, Ciprian, a la vez que se forma su
personalidad. Bajo este prisma de observación, Ardillas de Pavlos es una meditación crítica y a contrapelo acerca
de cómo las prácticas del arte contemporáneo pueden causar, a través de becas y
residencias, que el artista se deforme, en vez de formarse, cayendo en la
banalidad igualitaria. La carrera artística
descrita como rauda llegada a ninguna parte. El internacionalismo de bienales y
residencias para artistas como modelo global de uniformización de los gustos y
los comportamientos, en aras de una koiné
tranversal y fácilmente intercambiable.
Para
luchar contra cualquier uniformización estilística, Erber (artista y editora,
amén de escritora), no cae en la insalvable contradicción de utilizar un estilo
manido o convencional; muy por el contrario, crea una forma propia de contar,
singular y con pocos parangones. Aunque hay novelas de Annie Ernaux, Mario
Bellatin o Jimena Néspolo con las que podríamos emparentar su trabajo, las
conexiones sólo serían superficiales: el uso de fotografía como elemento
expresivo es muy diferente en los cuatro autores. En el caso de Erber, su
condición de artista plástica nos invita a ser muy cautos a la hora de valorar
por qué ha querido insertar numerosas imágenes pertenecientes a distintos
archivos familiares, mezcladas con imágenes propias y de otros artistas. Como
ha señalado Óscar García López en un artículo reciente, “dentro de un texto no
podremos hallar otra cosa que no sean letras sin que el procedimiento de
lectura cambie de tal modo que sea inevitable pensar que nos encontramos frente
a algo modalmente distinto”[1]; en
efecto, esto es siempre así, y el caso de Erber podríamos plantearnos si la
imagen no convierte además al artefacto resultante en algo categorialmente distinto, en una suma de arte y literatura, o en el
pensamiento artístico de una forma
literaria, a través de una documentación cuyo registro no es el de la
novela, sino el de la investigación artística sobre archivos, un movimiento muy
vigente por motivos sociopolíticos en el Cono Sur y Centroamérica, como
apuntamos al comentar El álbum de las
rejas de Omar Pimienta.
“Me
interesa muchísimo la zona de frontera como zona de flujos y de contrabandos,
la apertura de un lugar a otro, de un campo de percepción a otro, de un
lenguaje a otro”, ha dicho la autora en una entrevista; en otra
aclara -u oscurece- algo la relación crítica entre texto e imagen: “Quis manter
uma tensão entre a aleatoriedade de algumas imagens e um nexo mais forte e
jogar com essa expectativa do leitor que tem o impulso de pensar que existe uma
associação afirmativa entre eles”. En efecto, aunque como lectores “queremos”
que exista una afinidad entre lo narrado y las imágenes, en realidad Erber
parece buscar una tensión entre lenguajes, una discordancia. Podemos fabular
que esa distancia es similar a la que rige el lenguaje de la “ficción de
origen” de Ciprian al contar su vida y su propia vida. Queda la duda de si los
lenguajes se entienden o no entre ellos, pero quizá esa vacilación sea la
almendra misma de la novela: Ardillas de
Pavlov puede entenderse una elucidación sobre las posibilidades expresivas
(del lenguaje, del arte, de la novela, del arte de la novela). También podemos entender,
desde un enfoque más teórico, que la autora ahonda en lo expositivo y que su operación textovisual responde a la voluntad de
redefinir el marco donde aparece la representación (Bolter y Grusin[2]),
remediándola al convertir el texto en el lugar de exhibición de la imagen. Un
libro que es, al mismo tiempo, una galería de arte o una exposición de
fotografía documental[3].
Esto
en lo tocante al afuera de la escritura; en lo interno, en lo “textual”
entendido al modo antiguo, el relato de Erber agavilla decenas de historias que
involucran a Ciprian y a su familia, así como a sus colegas y a sus amantes,
creando una retícula de historias unida por su mediación interesada. “O romance
acabou sendo um lugar onde eu pude fazer uma articulação, uma mistura de colagens
desses relatos que eu vinha acumulando”, ha declarado la autora, y esa factura
de patchwork o de collage está bien
hilvanada a lo largo del libro, volviendo de cuando en cuando la recolección de
casos biográficos a los mismos temas y obsesiones, muy ligadas a la convulsa historia
de la Rumanía natal del protagonista. Hay una narradora que va apremiando a
Ciprian para que no se estanque en su relato (véase, por ejemplo, p. 42), y
avance en la narración de los acontecimientos. El resultado es casi siempre bueno
y en no pocas páginas (pp. 68-69) se alcanzan cotas memorables. Ciprian no nos
dice mucho sobre su arte, pero sí sobre las condiciones materiales de
producción del mismo, sobre los circuitos internacionales donde debe integrarse
para sobrevivir, para ganar una beca más u otra residencia artística en la que
poder encontrar alimentación y cobijo. Eso le hace por un lado muy proclive y
por otro muy resistente al memorable discurso de Ulrikka Pavlov (pp. 115ss),
donde esta mentora denuncia las fallas estucturales del sistema artístico
actual, gobernadas por pautas neoliberales que admiten cualquier crítica
artística que contribuya a normalizar su existencia bajo el reflejo pavloviano
de la denuncia pacíficamente expuesta en un museo o una galería. El arte
crítico, parece decirnos Pavlov, parece decirnos Erber, no muerde tras el
cristal de lujo de nuestros museos transparentes. Esa transparencia es enemiga
del artista, que debería vivir apartado, fuera de los circuitos, independiente,
para crear un arte digno de su nombre y capaz de una oposición real al estado
de cosas. Ciprian escucha ese discurso con mucho interés, pero su guerra está
en otra parte. Él se limita a recoger detalles, anécdotas, historias, como una
ardilla entrenada (p. 58), para hacer arte después con ellos.
El
trabajo del narrador, parece decirnos Erber, es exactamente el mismo.
.
[Relación con las editoriales: ninguna; relación con Erber, ninguna, cordial con Zapata]
[1] Óscar García López, “¿Por qué
lo llaman icono cuando quieren decir diagrama? Cimientos para una apologética
exponencial de Charles Sanders Peirce en la teoría del cómic”, en CuCo,
Cuadernos de cómic, n.º 7 (2016), [pp. 35-65], p. 39.
[2] Jay David Bolter y Richard Grusin (1996), “Remediation”. Configurations 4 (3), [pp. 311-358], p.
354.
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