Luis Rodríguez, El retablo de no; Tropo, Barcelona,
2017.
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Luis Rodríguez es uno de los narradores más excéntricos, en
todos los sentidos, que tenemos en España. Lo cual no es bueno, ni malo, es
excéntrico.
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Su novela anterior, La
herida se mueve, tenía partes y detalles incomprensibles. Aníbal, uno de
sus personajes, se desliza subrepticiamente en El retablo de no.
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El personaje central de El
retablo de no, un director de teatro llamado José Ángel, puede viajar por
su pasado como nosotros viajamos hacia nuestro futuro, sin saber qué va a
encontrar allí.
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El retablo de
no es un libro reversible -no es el
primero, ni mucho menos-, con dos portadas; una de las partes reproduce una
versión de la novela de 20.000 palabras; la otra, una versión de 10.000.
Una nota editorial de la benemérita Tropo nos dice que una de
las dos es la versión penúltima de la novela, y la otra es la redacción
definitiva. Es decir, que el volumen contiene la novela y el borrador previo de
la novela.
Por lo poco que conocemos de Luis Rodríguez (lo que le hemos
leído, pues no lo conocemos en persona), eso tiene pinta de ser perfectamente
falso.
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Pero es casi más divertido aceptar que sí, que nos lo
creemos, que las dos versiones recogidas son el borrador y el original
definitivo. Porque entonces eso implicaría que el libro recoge un viaje en el tiempo, el que lleva desde
la versión a medio hacer a la versión definitiva.
Una es el pasado de la otra.
Ergo, como su personaje, la novela El retablo de no viaja también hacia atrás o hacia delante
-dependiendo por qué versión comencemos, y no sabemos cuál es la definitiva-,
sin saber los detalles su identidad. Estamos embarcados como lectores en un
viaje temporal cuya característica nuclear es la ausencia de puntos de
referencia fiables. No es que no sepamos dónde vamos, es que ignoramos sobre
qué suelo camina la lectura.
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A ciertos lectores, la falta de referencias le produce
angustia; quieren saber a toda costa dónde están y quiénes son los personajes,
qué hacen, cuándo existen, etcétera; se reconoce fácilmente a esos lectores, son
los que se desmayan tras 20 páginas de El
innombrable de Beckett.
El comercio no es país para ciegos.
Creo que Luis Rodríguez teje en sus cuatro libros (cinco, si
entendemos que El retablo de no reúne
dos libros) una metáfora: la existencia consiste en atravesar lugares inseguros
y borrosos, rodeados de gente que no conocemos en absoluto, sin tener muy claro
quiénes somos, “desenfocados en la intensidad” (p. 80), movidos por una especie
de energía cárnica que nos impulsa hacia un ahí
delante que ignoramos. Pero ni de eso estoy seguro. Tampoco me importa.
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Leer una novela de Luis Rodríguez es leer una novela de Luis
Rodríguez. Sus páginas son uno de los pocos espacios del mundo donde puede
suceder literalmente cualquier cosa, incluso ninguna.
Sus personajes comienzan una conversación en un bar con un
conocido y se descubren pensando en asesinarlo, mientras asienten gentilmente a
sus palabras. A nosotros nos pasa igual con el autor, bendito sea. Le deseamos
el mal por volatilizar las parcas presunciones que hemos cogitado sobre nuestro
lugar en el mundo.
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El retablo de
no tiene una característica que lo hace
precioso: no hay sentido ni sinsentido en él, no hay razón para pronunciar
palabras como irracionalismo o verosimilitud; estamos ante un tercer estado de
la materia mental, donde la narración nos convierte en puro flujo lector, un
dejarse hacer carente de preguntas. Somos el espejo donde aparecen los
personajes.
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El retablo de
no tiene páginas como ésta:
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El retablo de
no es una obra sobre la identidad. Sobre
los problemas de reconocerse, de no discernir cuándo interpretamos un papel.
Por eso está ambientada -más o menos- en el mundo del teatro. Porque, como
decía Erving Goffman en Presentation
of Self in Every Day Life (1959), los dramáticos son los recursos con los que
nos presentamos ante los demás en el día a día. Cuando en la página 45
Rodríguez habla de un personaje que actuaba “como si interpretara diversos
papeles, pero en la calle, con los amigos, en su casa”, no está refiriéndose a
un caso patológico, sino a todos nosotros.
También la novela duda de su identidad, por eso la pregunta con la que
se cierra apela a un personaje secundario de La herida se mueve, otra novela de Rodríguez. Porque la obra duda
de sí misma, porque tiene trazas esquizoides, se cree otra.
Por eso es la suma de una versión de 10.000 y otra de 20.000 palabras,
porque El retablo de no es una novela
con doble, se publica junto a su Doppelgänger.
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Yo no necesito mucho más. Tampoco necesito jerarquizar a
Luis Rodríguez, ni ubicarlo con exactitud en un panorama narrativo lleno de
obras que se parecen entre sí o que recuerdan a otras, salvo las excepciones
que vamos comentando en este blog y en los ensayos que vamos editando.
Sé que Rodríguez, por fortuna, está aislado, pero no está solo;
en España hay otros narradores tan raros y excéntricos como él: Javier Avilés,
Colectivo Juan de Madre, Rubén Martín Giráldez, Cristina Morales.
No se parecen a nadie, ni a ellos mismos, cambian en cada
libro.
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Aquí siempre tendrán su casa.
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[Relación con el autor: correspondencia sobre su obra, no le conozco en persona. Relación con la editorial: ninguna]
Sr. Mora,
ResponderEliminarNo descubro la pólvora creyendo que la novela —la narrativa de ficción en general— sigue instalada en la mente colectiva como algo cuya estructura es ortodoxa. Y creo que es así porque hay un acuerdo social tácito en torno a la conveniencia de que sea así.
Me pregunto si la literatura rupturista con esa tradición estructural cronológicotripartita llegará a reproducirse hasta el punto de que las formas clásicas pierdan su dominancia. Incluso su vinculación con el presente literario.
¿Por qué cree usted que no se impone una suerte de vanguardismo estructural? ¿Por comodidad creativa; porque es demasiado excluyente desde el punto de vista intelectual con una mayoría de público condenada a consumir productos más digestibles? No creo que sea por falta de talento.
Me gustaría hacerle una pregunta; sin duda no soy el primero en hacérsela: ¿disfruta usted más como narrador o como ensayista?
Gracias por sus contenidos. Un saludo.
iAT
Estimado visitante, gracias por sus preguntas y dudas, que no pocas veces son las mías. No sé por qué triunfa esa narrativa clásica, pero seguro que la comodidad -no ya de los lectores, que también, sino la de los propios escritores, amantes muchas veces de no cuestionarse nada y de dejar las cosas como están, porque así hay que pensar menos- es una de las causas. En todo caso, seguiremos haciendo otro tipo de novelas y seguiremos examinando e intentando penetrar en apuestas como la de Luis Rodríguez, que sí se molesta en pensar y plantear(se) alternativas.
ResponderEliminarRespecto a su segunda pregunta, creo que disfruto más como narrador, porque no sé que va a ser lo siguiente (la siguiente idea, la siguiente línea); como ensayista, más me vale saberlo.
Saludos y bienvenido,
Vicente