Con motivo del fallecimiento del escritor Sam Shepard (1943-2017) rescato este texto escrito con ventipocos años y nunca publicado, en el que se advierten algunas ingenuidades críticas que he ido (creo) rectificando con los años. He preferido no cambiar demasiado el original ni reescribirlo, dejándolo casi tal y como estaba, con el propósito de salvaguardar en lo posible el claro impacto que me produjo en su momento la lectura de estos libros.
Una crónica de Sam Shepard
[Dedicado a Javier Fernández, Pablo García Casado y Antonio
Luis Ginés, que me descubrieron a Shepard]
Luis Ginés, que me descubrieron a Shepard]
“Amigo, hay que moverse”
“¿Hacia dónde?” “No lo sé, pero hay que moverse”
Jack Kerouac, On the road
El hecho central en relación
con América es el espacio.
Charles Olson
Se trataba de uno de esos
hoteles situados en medio de ninguna parte, rodeado por unas seis autopistas,
ante el que pasas y te preguntas quién se alojará ahí y por qué.
Peter Cameron, This
Pain Will Be Useful To You
Aunque por delante, en realidad, no había horizonte.
Joyce Carol Oates, The
Gravedigger’s Daughter
El
gran problema de algunos textos de crítica no es desarrollarlos sino darles
comienzo. Este es uno de ellos. Cuando se está ante una obra circular, ante una
literatura, tomar cualquiera de los puntos de su esfera es en cierta forma
rechazar, menospreciar, ningunear el resto, corriéndose el añadido peligro de
haber equivocado el punto de mira al efectuar el disparo. Entiendo que Sam
Shepard es una de las figuras más significativas de la Norteamérica
contemporánea, y lo es porque no es muy conocido en Europa. Cuando algún
americano dedicado al espectáculo es una celebridad en este viejo continente,
se debe por lo general más a su belleza o a su conducta sexual que a cualquier
otro motivo. Ilustre excepción a esta regla es uno de los talentos excéntricos del
cine reciente (hablo de Woody Allen, claro[1]).
El desconocimiento, el falso anonimato universal de Shepard se debe a que la
mayoría de los europeos piensa que es demasiado americano como para ser
entendido fuera de los límites de su país. Esto es y no es falso.
No
es falso porque, como ha dicho alguien, es cierto que Shepard es esencialmente estadounidense,
como lo es Mark Twain (inimaginable fuera de América, según Borges).
Dramaturgo, poeta, narrador, actor de cine, músico, letrista, batería de grupo,
superviviente de la contracultura. En fin, es todo lo que a este joven
escribidor le gustaría ser. Creo que todos los jóvenes del mundo que le han
conocido quieren ser Sam Shepard, y poder decir que estuvieron con Jessica
Lange y Patti Smith, que han escrito canciones con Dylan, que idearon Crónicas de Motel y que firmaron el guión
adaptado de la fascinante París, Texas,
de Wenders. Pero no estamos aquí, en medio de un pequeño ensayo, para hablar de
lo que queremos ser. Estamos para hablar de una minúscula parte de la obra
literaria de Shepard.
Nos
quedaremos con Hawkmoon y Motel Chronicles, las dos obras que más conocido
le han hecho como narrador-poeta, puesto que ambos son conjuntos de prosa y
poema (con los inevitables y tópicos cruces de estilo entre bloques); si bien
con la particularidad de que, sobre todo en las Crónicas, hay una voluntad clara de homogeneidad a lo largo de
todas sus partes. Luego veremos qué patrón creó esa coherencia en el tejido
final. No cabe duda de que ambos libros ocupan un espacio singular en la
literatura estadounidense de fines del XX; se diferencian porque Luna Halcón es más variada en tonos,
registros y sintaxis, lo cual, al contrario de lo que parece, juega en su favor
frente a Crónicas de motel. A pesar
de que a este último debe su fama Shepard, y es unánimemente más alabado por
crítica y lectores, considero que los buenos momentos de Luna Halcón son más logrados y esclarecedores que los homogéneos
fragmentos de Crónicas. No debemos
dejarnos llevar por las apariencias. Sí, está claro que en este último libro
Shepard tiene la feraz ocurrencia de narrar en minúsculos episodios o
fragmentos un viaje alucinante por los moteles de USA, de una a otra costa,
durante 1980 y 1981, incluyendo algún texto anterior y varias notas
autobiográficas; no es menos cierto que su técnica está más depurada y su prosa
es un bisturí, libre de alguna concesión a la galería que ensucia a ratos Luna Halcón; claro que sí, pero en Luna Halcón están ya presentes las
bases, el motivo, el espíritu de las Crónicas.
En
Luna Halcón podemos leer que “el gran
asesino era el aburrimiento”. Al llegar unos yanquis a un tranquilo pueblo
canadiense “evasores del reclutamiento, delincuentes, gente que huía de las
ciudades, tipos que se pavoneaban a derecha e izquierda”, “comenzó a circular
por los pueblos cierta extraña literatura pornográfica”, “las drogas se
filtraron por todas partes colándose con la facilidad del aire salado del mar”.
Rock & Roll. “Y desde lejos te llegaba el ruido de Estados Unidos,
resquebrajándose por la mitad y hundiéndose estrepitosamente en el mar”. Este
párrafo de “Allá por los años setenta” resume, temática y formalmente, buena
parte de esta etapa de la obra de Shepard. Los cortes sintácticos, las frases
breves, la aguda metáfora o la imagen hiperbólica y precisa que detalla lo que
el escritor intenta narrarnos. Un país que se quema. Un país que le quema. Algo
que quiere, a lo que está inevitable, indisolublemente unido, pero que le
atenaza y le duele; una especie de noventayochismo yanqui. La crítica de un
país anclado en su propio hastío.
“Montana”,
del mismo volumen, es la exasperación del tema. El puro “Aburrimiento” (título
de otro relato) llevado al vacío, provoca que el protagonista mate a una chica,
la cubra con parsimonia de billetes de cien, se vista de vaquero pies a cabeza,
se tome una copa y después la incinere, todo ello con bastante buen humor y con
el mejor rock de fondo. Salvando las distancias, Shepard escribirá una historia
parecida, con mayor emoción, eso sí, en Fool
for Love (1983), una obra de teatro que fue nominada al Pulitzer y que
Anagrama ha editado como Locos de amor.
Un argumento así es una exageración, una hipérbole de la causa, y a nosotros
nos interesa la causa. Es el vacío, el nihilismo, el hueco en la cabeza de toda
una generación que hay que llenar de lo que sea, a toda velocidad, antes de que
el aire se lo coma todo. Lo ilegal, lo sucio, lo colma antes que cualquier otra
cosa. Le pone emoción. Este es el escéptico diagnóstico de Shepard. El tema no
era nuevo (Martin Amis estaba haciendo algo similar y lo publicaría dos años
después, en 1975: Dead Babies),
tampoco Shepard se lo ha apuntado, pero consigue llegar a un punto más difícil.
Esperemos aún un poco para compartirlo.
Estoy harto de los
sentimentalismos Pop
Recuerdo de los Ford de los
Cuarenta
Y de los Beach Boys
Qué me dicen de los Cincuenta
Los Cincuenta eran una puta
mierda
Y lo mismo tú
Y lo mismo tu madre
Estos
versos abundan en el tema, desde el otro prisma estético, el versal. Y añaden
un elemento clave en toda la obra de Shepard: el malestar, el vacío, tienen
mucho que ver con el coche. En “¿Puede volar una camioneta de media tonelada?”
queda patente una de las manifestaciones más típicas de esa relación. Tres
amigos, que la reveladora prosa del autor hace que nos imaginemos como parados,
solteros de mediana edad, borrachuzos y bastante feos, se les ocurre saltar por
un puente levadizo, para ver si es posible alcanzar el otro lado. Nada pierden
si fallan en el intento. Fallan. Los tres amigos lo celebran bebiendo. Agua del
fondo. Un relato de Quim Monzó, “Cacofonía”[2],
recuerda por su estilo y su temática (una pareja aburrida que se dedica a
recorrer en sentido contrario calles de Barcelona) a éste de Shepard. El coche
(no sólo en Shepard; léanse Kerouac, Bukowski, letras de Springsteen) es un
símbolo, un mito norteamericano. A nuestro escritor no le interesa la
distancia, ni la capacidad de desplazamiento, sino esa ilusoria configuración
del automóvil como “máquina de escape”, aunque luego sea para enfrentarse al
otro tópico: no se llega a ninguna parte. O se vuelve al mismo sitio.
Como
el bobo-listo-cursi de Forrest Gump,
los personajes de Shepard sólo quieren correr, sin importarles adónde, sin que
les moleste la idea de llegar a otro sitio no deseado. Su justificación es la
huida; una forma de rebeldía. Inclasificables por inalcanzables. C.L.R. James,
en Beyond a Boundary (1984), escribe
lo siguiente:
El tiempo pasaría, caerían los
viejos imperios y otros nuevos ocuparían su lugar. Las relaciones de clase
habrían de cambiar antes de descubrir que lo que importa no es la calidad o la
utilidad de los bienes, sino el movimiento; no lo que uno tiene o el lugar que
ocupa, sino de dónde viene, a dónde va y el ritmo a que avanza en esa
dirección.
Ese
mismo año de 1984, en L’anello de
Clarisse, escribía Claudio Magris: “la huida se convierte en la mímesis gelatinosa
de ese mundo del que se desea huir, tal como las inmensas autopistas de Jack
Kerouac (On the Road, 1957) impulsan
a los personajes, en continua fuga, a retornar de modo constante y frenético a
su punto de partida”[3].
Tres
años antes, en 1981, Shepard ya había llegado a esa conclusión, sin expresarla
de forma tan contundente, sólo sugiriéndola: “Me tranquilizo y me siento
maravillosamente bien pensando que ya vuelvo a estar en la carretera. En la
carretera, en la carretera, en la carretera”. En “La maldición de la pluma
negra del cuervo”, de Luna Halcón,
leemos: “sigo conduciendo, sigo conduciendo como si me persiguieran. Huyo”.
Insistamos en lo que hay de espacio
en todos estos textos. Kapuscinski escribió con acierto: “Para Estados unidos
siempre fue un problema la gran extensión del país. ¿Cómo dominar este espacio,
cómo enfrentarse a él? En su afán [...] los americanos desarrollaron hasta la
perfección tres ramas de la técnica: la producción de automóviles, la
producción de aviones y la producción de toda clase de técnicas de
comunicación”[4]. Teniendo en cuenta que en
aquella época no existía Internet, y conocida la legendaria aversión a volar de
Shepard (véase al respecto su libro Cruzando
el paraíso), entendemos que el autor centrara en el universo del automóvil
el desenvolvimiento de sus personajes escépticos. Podemos ver su particular
forma de contemplar el destino: “Destino: de un lugar a otro lugar. Pero el
jaleo está entre los dos puntos”. Sin embargo, el personaje miente. No hay nada
tampoco en medio. Sólo el pensamiento del personaje. En realidad, la
escapatoria es imposible; aunque se intenta la técnica explicada por Poe en su
relato “Un descenso al Maelström”, esto es, introducirse girando en el abismo
para mantenerse a flote, la realidad es que en los viajes de Shepard o Kerouac
los personajes acaban solamente mareados.
El
pensamiento de los personajes de Shepard, que él reparte con alegría, es
también digno de estudio, por lo que nos clarifica el argumento de su prosa:
los personajes piensan como viven; van de una idea a otra sin importarles mucho
los pasos intermedios. De un pensamiento a otro pensamiento: “Ahora empiezo a
temer no tanto las consecuencias de la idea como la idea misma. Empiezo a
desear que no regrese la idea. Empiezo a luchar contra ella. Intento evitar que
penetre. Después me envalentono y actúo en sentido contrario. Empiezo a
atreverme a tener esa idea. La invito a venir” (Crónicas de motel). Las partes surrealistas que abundan en Luna Halcón no son menos irracionales
que los párrafos–monólogos de las Crónicas.
El pensamiento es un hilo que gira sobre sí mismo; no señala ni une dos puntos:
forma una rueca. Del traje nacional estadounidense Shepard desteje hilos hasta
formar un ovillo compacto, duro, nucleado, nuclear, radioactivo. La realidad
contamina lo cotidiano. Lo exterior es el fatum.
Los otros son el medio. Sólo cabe ocultarse de ellos, huir, meterse en el
coche, arrancar, acelerar, entender la vida como una roadmovie aunque no se mueva. Cada uno en su coche, adelantando,
mintiendo a los demás:
La gente de aquí
se ha convertido
en la gente
que finge ser
Correr
más. Más lejos. Con drogas o alcohol. El ritmo, el rock, el cine, la noche.
Para luego arribar a la resaca, al mono, al vacío, al the end.
intentó arrojarse por la
ventana
y le dije que no valía la pena
no es más que una estúpida
película
no tan estúpida, dijo ella,
como la vida
El
autor está obsesionado por lo lejos que se sienten las personas unas de otras.
La desolación paisajística se completa con la deshabitación interior. Los
personajes son hangares vacíos de los cuerpos de los otros. En otro poema, a la
pregunta de “¿Por qué pienso / Este tipo está completamente loco”, responde:
Se por qué
porque no oculta
la desesperada distancia que
le separa de la gente.
Está
claro que la elección de Shepard de escribir desde moteles, o sobre moteles, no
es casual. Es el marco perfecto para sus descripciones. El porqué nos lo brinda
el sesudo antropólogo americano James Clifford en su ensayo “Las culturas del
viaje”:
El motel no tiene auténtico
vestíbulo, es inseparable de una red de autopistas; es más un relevo de postas
o un nudo de comunicaciones que un lugar de encuentro entre sujetos culturales
diferentes.[5]
Lo
cual encaja, según Frederic Jameson, en la lógica cultural de la posmodernidad:
En efecto, a las
posmodernidades les ha fascinado precisamente este paisaje “degradado”,
chapucero y y kitsch, de las series televisivas y la cultura del Readers's Digest, de la publicidad y los
moteles, del cine de Hollywood de serie-B [...] No se limitan a “citar” estos
materiales [...] sino que los incorporan a su propia sustancia.[6]
Digamos
que es una sala de espera a gran escala, en la que el escritor discurre,
imagina, observa a gusto a las personas que vienen a tratar su patología. En
este caso, la patología del viaje. Shepard se mete con su pluma en una especie
de antesala de médico, en la que los pacientes tienen en sus caras los signos
de la enfermedad y el miedo al diagnóstico. A partir de aquí, escribe a placer
sobre sus comportamientos e ideas. La carretera es el médico, el motel es la
sala de espera, América es el paciente. El antropólogo Clifford recoge un texto
de Meaghan Morris: “los moteles, a diferencia de los hoteles, destruyen las
formas establecidas de percibir el lugar, el escenario y la historia. Son
únicamente monumentos al movimiento, la velocidad y la circulación perpetua”.
Según la moderna y difundida terminología de Marc Augé, los moteles y las
carreteras en las que Shepard localiza sus funciones son no lugares, caracterizados por una distorsión de las categorías de
tiempo y espacio que Mauss asociaba al lugar entendido en su antiguo sentido
sociológico, ahora y ahí desaparecido[7].
De
los trastornos de comportamiento que los textos registran (similares a los de
las novelas de Ballard, otro teórico de los espacios de circulación masiva[8]),
se deduce que para Shepard la población yanqui es carne de psiquiatra en su
totalidad, dando la razón al Williams Carlos Williams que escribiera en uno de
sus poemas que “los productos genuinamente americanos se vuelven locos”, en un poema,
“To Elsie”, que termina con estos bellísimos versos, tan apropiados en el
contexto shepardiano:
No one
to
witness
and
adjust, no one to drive the car
Los
lugares que describe Shepard son inhóspitos, duros, fríos; o lo contrario,
insoportablemente húmedos y calurosos. Espacios donde no se puede estar, en los
que nadie puede sentirse bien. Los paisajes, ya se sabe, son a lo que inspiran.
A Shepard los lugares que visita entre moteles, como aquellos traídos desde la
infancia, sólo le inspiran cansancio y nostalgia. No melancolía frente a lo
perdido y añorado, sino sólo respecto de lo perdido y de lo que se va
perdiendo. La de sus personajes es una senda de perdedores, de personas que
tropiezan entre sí y que elevan su incomunicación a un teléfono, que consideran
que cohabitar es compartir y que la amistad es emborracharse juntos (como dice
en algún cuento Raymond Carver).
Las
enumeraciones inacabables de Shepard tienen virtudes hipnóticas, sugestivas, y
no es difícil reconocerse en los pensamientos de sus perdedores. Al terminar la
lectura consecutiva de estos dos libros tuve la impresión de haber estado
leyendo una suerte de falsa novela, un solo y enorme texto, un paisaje. Norteamérica
era la protagonista de esa novela. Entendí que si Eric Fischl pintaba “el
fracaso del sueño americano”, que si otros prosistas como Pynchon, Joyce Carol
Oates o DeLillo lo había narrado con exactitud, Shepard había construido el
decorado; que si Hopper retrataba la soledad del paisaje, que si Bukowski cantaba
la pérdida de la sensación de pensarse el mejor país del mundo, que si Doctorow
había logrado explicar por qué los Estados Unidos eran el país del presente
eterno, Shepard construía al detalle el lugar donde eso acontecía, logrando lo
que llama Wenders la “atmósfera”: el universo estadounidense de bares, moteles,
carreteras y copas que constituyen el fresco en carne viva de lo que podríamos
llamar la Norteamérica profunda; un descenso a las profundidades del país-continente.
Esa generación estadounidense compuesta por dos generaciones, 50-75, 76-90, se
encuentra perdida, con todas las guerras, salvo una, ganadas; con todas las
islas, salvo una, colonizadas; una nación que se da cuenta de que lo tiene todo
y no sabe qué hacer con ello: eso es lo que nos cuenta la literatura de
Shepard. “Quién nos iba a decir que el tiempo estaba de nuestro lado”, termina
una de sus reflexiones. EEUU no pudo adivinar su propia victoria. Su éxito, nos
dice Shepard, se la ha comido.
*
Aunque para ser un
pueblo pequeño nos hallamos notablemente libres de resentimiento, la ausencia
de una metrópoli que polarice nuestra atención hace que en nuestros momentos
más íntimos nos sintamos algo solos.
Don DeLillo, Ruido de fondo
(Addenda de 1998). Shepard publica Cruzando el paraíso, inestimable
colección de relatos breves que ahondan en la temática expuesta, si bien ahora
el elemento autobiográfico, que parece a primera vista más evidente, sirve de
lanzadera para un tejido narrativo más profundo, más enraizado en la ficción. Shepard
ya no busca el efecto ambiental, sino llegar a los sentimientos, como su amado
Chéjov, contando historias cercanas, cercanas al estadounidense medio y
cercanas a él mismo, para acortar aún más la distancia que le separa del
lector.
Si
en su primer libro Shepard daba buena cuenta del sueño americano y en el
segundo del suyo propio dentro de aquél, Cruzando
el paraíso se establece como una profundización temática en ambos terrenos,
si bien dejando el segundo libro muy al margen, puesto que los numerosos
fragmentos autobiográficos, casi la mitad de los relatos del libro, son más
directos y con menor distancia que en las Crónicas.
El resto de Cruzando el paraíso sigue
en la dirección de Luna Halcón, aunque
el autor ha prescindido ya de personajes patéticos por sus modos y prefiere
dejar hablar a perdedores normales, cotidianos; los que uno se encuentra,
parece decirnos, en cualquier rincón de la mañana. Las ficciones, no cerradas,
al estilo de Katherine Mansfield, son mucho más elaboradas y muestran un
camino. Todo el libro es un cuaderno de bitácora de un periplo continuo entre
las dos costas de los Estados Unidos, que Shepard ha recorrido infinidad de
veces en coche por su aversión al avión, y que, influenciado por Peter Handke,
autor de Carta breve para un largo adiós
(magistral relato de un viaje estadounidense parecido a los de Shepard), va
convirtiendo en material literario. El movimiento, amén de delatar el paisaje,
va calando también en los personajes. Se cuentan historias de gente que se
mueve por el país, o de gente que no sabe muy bien a dónde ir (“Una fina capa
de piel”, “Polvo”), pero que por si acaso no se detiene. Las relaciones acaban
cuando dos personajes coinciden en un mismo punto (“Totalmente accidental”), y
se terminan sólo si se ponen kilómetros por medio (“Sólo espacio”). El armazón
del libro, por tanto, es magnífico. Los cuentos dicen mucho por separado e
infinito juntos. No la considero, en contra de varios maniáticos del género,
una novela, porque no le hace falta esa adscripción. Hay una rúbrica más exacta
y apropiada para textos así: son prosas de Sam Shepard. Y con eso basta.
[1] Quien nos iba a decir entonces que poco después de redactarse
esta frase Woody Allen iba a aumentar su fama precisamente a costa de un
mayúsculo escándalo sexual.
[2] Q. Monzó, Ochenta y seis
cuentos, Anagrama, 2001, pp. 90 y ss.
[3] Claudio Magris, El anillo
de Clarisse; Península, 1993, p. 415.
[4] Ryszard Kapuscinski, “Impresiones americanas”, Letra internacional, nº 70, 2001, p. 19.
En el mismo sentido, y referido al cine estadounidense, lo entendió Serge Daney
en Ciné–Journal.
[5] J. Clifford, “Las culturas del viaje”, Revista de Occidente, n.º 170-171, 1995, pp. 45-74.
[6] F. Jameson, Teoría de la
postmodernidad, Trotta, 1996, p. 25.
[7] M. Augé: Los no lugares.
Espacios del anonimato; Gedisa, Barcelona, 2001, p. 40.
[8] Su novela La isla de
cemento transcurre en un espacio acotado por varias autopistas cruzadas,
del que no puede salir un automovilista accidentado. También en Crash la preocupación por el tráfico,
los espacios flotantes y el movimiento es una constante.
Siempre he pensado que con Shepard los lectores fracasaban.
ResponderEliminarA mi me parece que el Shepard de Las crónicas de motel era único porque sus textos trataban de no dejar pasar el sentido, o comérselo. Es como si no hubiera el mayor interés en decir nada; manteniendo a raya esa manía de decir algo. Y esto es muy difícil, creo yo, porque todos queremos significar cosas interesantes. Las cosas dando vueltas en su vacío; era eso.
No sé, Manuel; yo sí creo que decía cosas, pero dentro de un laconismo muy contenido que, por entonces, relacionábamos -mis amigos y yo- con la poesía de Raymond Carver o de e.e. cummings. Un decir menos que, sobre todo en el caso de Shepard, acaba siendo un decir más. Un minimalismo country.
ResponderEliminarGracias y un abrazo.
Decir menos, para decir más. Laconismo muy contenido... si, cuadra, pero el representar el vacío americano no sería argumentar sobre él, sino más bien vaciar el texto de sentido. Carver, sí me parece más argumentativo. De hecho el editor trató de hacerlo más minimalista de lo que era.
ResponderEliminarA pesar de la fuerza de los fogonazos de Luna halcón, y su elemento más osado y experimentador, Crónicas es una obra claramente superior, por la madurez del estilo, más sutil y distanciado, siendo capaz de conservar aun la emoción y cualidad poética. Y ciertamente por sostenerse como una obra en sí, homogénea, y no dispar ni dispersa, gracias a esa atmósfera que recorren todas sus páginas. En esto último gana también a su siguiente trabajo, Cruzando el paraíso, que a su vez gana a Crónicas por algún hallazgo en su evolución desde el libro anterior. No tan desapegado, a veces arriesga en cierto sentimentalismo o algunos recursos efectistas, pero hay una clara madurez en el desarrollo y fluidez de sus pasajes, menos minimalistas. Y aun lo mejor sigue siendo su capacidad de observador, como si no se esforzara a la hora de describir (los capítulos-páginas del diario de rodaje de Homo Faber, quizá lo mejor del libro.
ResponderEliminarComo comento al principio, hace muchos años que leí los libros de Shepard. Seguramente si los releyera ahora tendría otra opinión, y esta podría ser similar a la suya.
ResponderEliminarGracias por leer y por comentar. Un cordial saludo,
Vicente