Reproduzco la reseña aparecida en el número 847-848 de Ìnsula del último libro de poemas de Jordi Doce. Más abajo se puede ver el texto en formato normal:
[Relación con el autor: amistad. Relación con la editorial: es mi editorial habitual de poesía]
Mirar atrás también es mirar en torno
Jordi Doce, No
estábamos allí; Pre-Textos, Valencia, 2016, 96 páginas.
Una bella cita del Diario de Goethe, que trae causa a su
vez del verso célebre de Dante, “nel mezzo del cammin de nostra vita”, abre el
último poemario del poeta, ensayista, traductor y editor Jordi Doce (Gijón,
1967). El epígrafe goethiano parece advertir al lector de que No estábamos allí parte de una situación
de reposo tras el camino biográfico recorrido, así como de la construcción
lírica de un retrovisor temporal, gracias a cuyo azogue el poeta contempla al
mismo tiempo, como un busto de Jano, la existencia por andar y la ya vivida. Gran
conocedor de la poesía inglesa, Doce parece seguir el consejo de William Wordsworth
de recolectar las emociones en un momento de tranquilidad, o la recomendación
de Christopher Middleton (realizada en un texto traducido por el propio Doce para
Cuadernos Hispanoamericanos en 2005),
de llevar la emoción a un “proceso de examen y templanza”, a través del cual se
realiza esa revisión vital a la debida
distancia, tanto temporal como formal. Si algunos de los poemas sugieren
que el poeta ha encontrado una “Tregua” (título de uno de los poemas del libro),
o un armisticio con la vida, en otros un sombrío recuento invita a pensar en
una contabilidad algo menos amable.
Este de la mirada tranquila -si
bien crítica- hacia el pasado es un asunto rastreable en la obra anterior de
Doce; podríamos retrotraernos hasta el tenor literal de uno de sus primeros
títulos, Lección de permanencia (2000),
o recordar aquellos versos de Gran
angular (2005) en los que el poeta se retrataba en la pieza “Ronda
nocturna” de este modo: “desde siempre has estado aquí, / cruzando por tu vida
con tu vida del brazo”. Ese tono revisionista característico del poeta
asturiano, sin embargo, parece haberse intensificado, pues en la primera parte
de No estábamos allí la preocupación
temporal alcanza unas cotas casi obsesivas: las referencias a relojes (págs.
15, 17, 20) se mezclan con apelaciones a otros tiempos (pág. 23), o a los “años
mejores” (pág. 25), para poner al sol la “nostalgia del pasado” (pág. 19),
entendida como un “tiempo parado” (pág. 21) en el hoy; el divagar concluirá
retomando el antiguo topos de la
vuelta a la casa paterna (págs. 30-31), que parece darle la razón al último
verso del poemario: “Así comienzan los cuentos: un viajero regresa a casa”
(pág. 89). Sin embargo, a pesar de todos estos indicios, esta primera parte del
libro no es una reflexión sobre el ayer, sino sobre el hoy trenzado, o cruzado,
o traspasado por ese ayer. Los poemas están mirando en torno, están centrados
en el presente, sólo que en ese tiempo actual las trazas o huellas del pasado
siguen estando ahí, o, mejor dicho, aquí,
en la proximidad del lugar desde el que se escribe.
En la segunda parte de No estábamos allí queda todavía más
clara esa dimensión de cruce entre temporalidades, por cuanto se apela a los
fantasmas detectables en “la rueda de las apariciones” (pág. 46), bajo el
prisma de unos tiempos pasados que siguen presentes: por ese motivo los nombres
de los muertos coinciden con los de los vivos (pág. 61), delatando un hilo de
sangre y otro hilo de lapso que parecen huir de cualquier rotura o
discontinuidad. Lo que ya no estaba -parece decir el autor- sigue aquí, del
mismo modo en que otras veces nosotros no
estábamos allí, pero los hechos no contemplados se encuentran -como
fantasmas- entre nosotros. O como presente
está esa figura inquietante que, en la tercera parte, “Monósticos”, se aproxima
por “el pasillo a oscuras” (pág. 79), para generar en la voz elocutoria la
pregunta inquisitiva: “¿Y quién es este que aparece sin avisar? / […] ¿Por qué
vino tan tarde a este mundo tan viejo? / ¿Cuándo vas a decirle que se vaya?” (pág.
81): presencias no deseadas que llegan desde el pasado, para quedarse en el
poema. Son, a su modo, nuevas Lecciones
de permanencia, retornos de lo vivo lejano, fantasmagorías mediante las que
Doce entronca con los prolegómenos de su obra en verso.
La del tiempo, siendo importante,
no es la única preocupación fundamental de No
estábamos allí, pues a ella se unirían otras dos: por un lado, la
contemplación en movimiento de la realidad (hay un verso revelador, en este
sentido, en el poema “En el parque”, que reza: “Miro atrás, miro en torno”,
pág. 47), y, por el otro, la búsqueda de una cada vez más intensa y profunda
indagación en la forma. En este último aspecto lleva Doce trabajando un decenio,
a través de una escritura en marcha donde han sido muy importantes dos blogs o
bitácoras que el autor ha mantenido en el ciberespacio: la que se llamaba como
su libro homónimo, Lección de permanencia
(http://lecciondepermanencia.blogspot.com.es), y la que sostiene desde hace
unos años, Perros en la playa (http://jordidoce.blogspot.com.es).
En esas bitácoras digitales Doce ha ido “testando” con los lectores sus poemas,
que han ido así apareciendo y poniéndose a prueba antes de recalar en una
colección concreta, quedándose algunos por el camino. Lo cual supone una
exploración del trabajo poético como proceso,
naturalmente pareja a la que van adquiriendo algunas de sus últimas entregas,
concebidas también como work in progress semánticas,
donde las ideas van mutando y reapareciendo con diversas envolturas. En ese
sentido me referí a otra obra de Doce, Perros
en la playa (2011), con estas palabras: “un libro de total libertad
semántica y formal, en el que el autor parece haber encontrado una forma ideal para un pensamiento poético
que él mismo definía así en uno de sus aforismos: ‘no repetirse, ser siempre
diverso, cambiante: una llama’” (La cuarta persona del plural). Ese
propósito proteico y polimorfo parece extenderse a No estábamos allí, libro que, si bien contiene menos registros
genéricos que Perros en la playa, parece
someter a prueba varias interacciones discursivas, a mi entender con bastante
éxito. Basta leer “Una vida”, un poema numerado que dialoga con la obra de
Julieta Valero y que contiene algún momento que me recuerda a los aforismos de
las Hormigas blancas (2005) del
propio Doce: “Procesiones de hormigas recogían sus frases y las partían en dos
y en tres. Cada cual escogía su preferida, se la llevaba a casa entre los
dientes, la edulcoraba con salivas nocturnas, la hiel de las sospechas” (No estábamos allí, pág. 36). En otros
casos de indagación formal empleados en el libro, la anécdota es una imagen
asociada a una palabra, como sucede en el excelente y original poema “Notas a
pie de vida”, compuesto por las 33 definiciones poéticas de una palabra que no
aparece mencionada en el poema, la palabra “pruina”. Los dos significados de
pruina, muy diferentes entre sí, tejen una red de ampliación del campo -semántico-
de batalla que consigue crear un ambiente de irrealidad de no poco interés,
pues lo que se busca en algunas de esas definiciones es precisa y oximorónicamente
acertad con exactitud sobre la realidad de la pruina. Este camino de doble
vuelta entre la realidad y el sueño me parece coherente con el camino
reversible entre lo real presente y lo pasado fantasmagórico, que es
otra de las ya citadas constantes del poemario.
La segunda búsqueda formal de No estábamos allí vendría dada por la
preocupación sobre el ritmo versal. En uno de sus pocos fragmentos conservados,
el pensador heleno Gorgias decía que la poesía es “un logos que tiene medida”, y creo que la frase salva su anacronía
para insertarse en la médula de los planteamientos de Doce. Incluso en un poema
conversado, construido como diálogo, como “Primer acto” (pág. 30), los versos
están cuidadosamente escandidos mediante versos de 7, 9, 11 y 14 sílabas, como
si el poeta quisiera recordarse que el pensamiento o los ritmos de la vida
tienen que ser tamizados por el ritmo lírico, y los tiempos vitales vertidos
(con tranquilitas temporal y técnica)
a los períodos de la métrica y la medida. La rotación de versos de 7, 9, 11 sílabas,
e incluso de metros impares más largos, construyen buena parte del esquema
rítmico del poemario, creando unos esquemas o períodos que, sin dejar de ser
métricos y de cuando en cuando cíclicos, evitan cualquier “soniquete” mediante
el aplazamiento de la repetición y la alternancia disímil de versos impares. El
procedimiento confiere al conjunto una sensación de artesanía y control que es
característico de la poesía de Doce, aunque en este libro alcanza, desde luego,
su clímax de dominio y eficacia. Una prueba sería la citada parte tercera,
“Monósticos”, formada por fragmentos crecientes en número de versos que, cuando
llegan a la pieza 11 (número de obvias resonancias métricas y muy protagonista
en otros poemarios de Doce) vuelven a descender, hasta el sintético y
acrisolado verso final, que reconduce al origen métrico, temático y hasta cultural del poema y aún del poemario:
ese verso final es un resumen del libro, a la par que un guiño a Homero.
La tercera de las indagaciones
formales que lleva a cabo Doce ha sido apuntada por Antonio Ortega, quien se ha
referido a No estábamos allí como el
resultado de “una inflexión tonal que tiene ahora un acento más narrativo,
dando entrada al lado imaginativo y expresionista”. Una narratividad, hija de
ese “miro en torno” al que antes hacíamos referencia, que ha sido explicada así
por el prosista Eloy Tizón al referirse al libro de Doce: “este libro que me
atreveré a llamar de ficciones -pues los libros de poemas también son
ficciones, vertebradas a la manera de una narración discontinua y musical, en
torno a la mirada central de un personaje-”. Una mirada, en efecto, que se
vuelca sobre el entorno para reconocerlo, para reconocerse en él -por ejemplo,
en el citado poema sobre el regreso al hogar familiar-, para desfamiliarizarse
en la órbita de Ashbery, o para llevar a cabo una suerte de expresionismo
lírico, fruto quizá del peso de la vista cansada o de la madurez que bordea la
cincuentena, transmutada en No estábamos
allí en un verso que, según Eduardo Moga, responde a “una cosmovisión más oscura”
que en sus poemarios anteriores. El exhaustivo escrutinio que Doce hace de la existencia,
justificado porque “vida es lo que se deja interrogar” (p. 82), quizá produce
esa sensación de penumbra, es innegable, pero pareja a ella encuentro un goce
por buscar, un impulso de seguir ahondando en las posibilidades de la forma y
de la poesía, que sería enemigo natural de cualquier nihilismo.
Por poner algún reparo, el verso
“Si pones atención, oirás voces”, que se repite en dos ocasiones, suena un poco
raro, por cuanto es “escuchar” lo que el diccionario define como acción de oír
prestando atención. Suponemos que el autor ha elegido el término “oirás” por
eufonía o ritmo, pero el resultado acaba chirriando igualmente por significado.
En resumen, No estábamos allí es un poemario de lenta factura, escrito a lo
largo de los años, y supone un punto cenital en la poesía de Doce, lo que ha
venido a reconocer la concesión al libro del Premio Nacional de Poesía
“Meléndez Valdés” en 2017, un galardón creado por varias entidades
públicas extremeñas para premiar al mejor libro de poemas editado el año
anterior. Que Doce lo haya obtenido en su primera edición no es el único dato
representativo; también lo es que entre los otros finalistas se contasen libros
tan sólidos como Carta al padre, de
Jesús Aguado; Corteza de abedul, de
Antonio Cabrera, o Pérdida de ahí, de
Tomás Sánchez Santiago, lo que viene a sancionar algo que ya sabía cualquier
lector de Doce, y es que su lírica está a la altura de las mejores de nuestras
letras. Si en algún texto anterior he apuntado que en la obra del asturiano
podían distinguirse dos etapas o dos tonos
diferentes, uno más intimista y otro volcado “hacia lo exterior, hacia la exploración del mundo
sensible como base del impulso reflexivo o imaginativo”, según declaraba Doce
en alguna entrevista, parece que en esta última fase materializada en No estábamos allí se intenta una especie
de superación sintética de ambas direcciones, en aras de una expresividad que
reúna todas las preocupaciones temáticas y formales del autor, desde la
intimidad de poemas como “Herida”, hasta la clara exterioridad de textos como
“Con los ojos abiertos a la orilla del mundo”. Algo natural en una obra, como
la de Doce, “concebida como búsqueda” (J. A. Masoliver Ródenas); una poesía
que, en sus propias palabras para una breve recopilación titulada Los pájaros (2001), “ha tratado siempre,
en la medida de sus posibilidades, de dar fe de la materia del mundo”.
Diecisiete años después, su última entrega, que comienza con el verso “cuando
el mundo se convirtió en el mundo” (pág. 15), ratifica la coherencia de ese
proyecto estético, revelando que esa materia mundana está para Jordi Doce
compuesta por los rastros que lega y deja el tiempo en el espacio, sobre todo
en “el espacio de un cuerpo” (pág. 43) que no es otro que el cuerpo propio,
donde se acumulan, como capas de estratos, las experiencias vitales y la
reflexión acendrada y lúcida sobre esas experiencias.
[Relación con el autor: amistad. Relación con la editorial: es mi editorial habitual de poesía]