Esta semana ha aparecido el último número de Chuy. Revista de Estudios Literarios
Latinoamericanos (n.º 4, 2018), dedicado a Josefina Ludmer, donde la
conocida teórica argentina comenta su
idea de lo que es el activismo cultural:
El activismo cultural no sólo piensa la
literatura sino, sobre todo, la industria cultural: la producción de ideas, de
obras, de acontecimientos, de libros y de teorías. Y no sólo piensa la
industria cultural sino que trata de intervenir y actuar con otras tácticas,
medios y recursos.
Bueno, en eso estábamos con estos ensayos a
la intemperie, que hoy ahondan en dos conceptos: la parcial desmaterialización de
las obras y la progresiva desaparición de la “clase media” literaria.
La
parcial desmaterialización de las selvas
Y lo inmaterial envolvió los días, y probamos lo
insustancial y era bueno.
En un brillante artículo de 2009, el
narrador Andrés Ibáñez daba algunos elementos para explicar la falta de
tradición del pago a escritores: a diferencia de otros creadores, como los
artistas plásticos, que producen objetos,
los escritores sólo generan textos inmateriales que otros (los editores) se
encargan de convertir en cosas: “[...] cuando un escritor entrega un libro a su
editor, no recibe ni un céntimo. Lo que le pagan es un tanto por ciento de las
ventas del libro. Normalmente, un ‘adelanto’ sobre las ventas de ese libro”.
Es decir, hasta que el libro no se materializa
no se considera algo de valor. Esta es la diferencia entre un pintor, o un
escultor, que reciben el total del precio de venta del objeto (o el 40 o 50%,
si venden a través de una galería), mientras que el escritor nunca puede
aspirar por ley a más del 8 ó 10% de
los rendimientos económicos de su creación. Otra forma clara de verlo serían
los artículos de prensa redactados por escritores, que sólo se pagan, dice
Ibáñez, cuando se publican (por experiencia personal sé que hay excepciones,
pero es la regla mayoritaria), luego no tienen ningún valor hasta que aparecen publicados por otros. “En una
ópera, por ejemplo, el escenógrafo, que trabaja un mes, cobra mucho más que el
compositor, que trabaja dos años. El compositor no crea objetos, el escenógrafo
y el figurinista, sí”, completa Ibáñez. Todo esto es discutible, claro, porque
como veíamos en El lectoespectador la
desmaterialización -quizá sería más preciso decir “desobjetualización”-
digital de la cultura está subvirtiendo este orden económico de cosas, pero
precisamente Ibáñez termina su artículo refiriéndose a esa cuestión: “Internet
está produciendo una desmaterialización de la cultura. [...] La gran pregunta
es ¿quién nos pagará, ahora que los objetos desaparecen?”.
En efecto,
esa es la pregunta. Y es relevante teniendo en cuenta que algunos productos,
tanto literarios como musicales o cinematográficos, son consumidos sin haber
pasado jamás por un soporte físico. Otra cosa es que podamos considerar objetos digitales a los ítems
circulantes por las redes, ya que, por supuesto, han tenido que sufrir un arduo
camino de producción para convertirse
en “canciones”, “películas” o “libros”. Es decir, aunque no sean tridimensionales
son productos, que han requerido una inversión –a veces millonaria– para ser
terminados y estar en condiciones óptimas para el visionado, lectura o escucha.
No siempre se aprecia ese esfuerzo de muchos profesionales, que late detrás de
la obra circulante; al permanecer invisible ese trabajo colectivo tangible, con
sus largos créditos y listas de colaboradores, parece que no existe e invita a
pensar que la cultura es un bien gratuito, que surge sin esfuerzo. Pero existe
ese esfuerzo colectivo, cuyo único eslabón indispensable
es el que aporta el creador. Y esa energía corre el riesgo que quedarse sin
pagar; esto es, corre el riesgo de desaparecer, como las especies que se
extinguen cuando las selvas quedan devastadas.
Del mismo modo que los progresivos
recortes sociales han provocado en los últimos años en España se haya reducido
hasta estrechos límites la clase media, también comienza a desaparecer la clase
media editorial: esos escritores jóvenes que de cuando en cuando se colaban,
como promesas, en los catálogos de las grandes editoriales. Hoy estas ya
publican ya casi con exclusividad a extranjeros traducidos y autores españoles
con un público notorio (por más que se haya reducido): Muñoz Molina, Marías,
Gopegui, Vila-Matas, seguidos de una segunda división de escritores de baja
calidad literaria, pero de ventas seguras. Para el resto: editoriales
alternativas o autoedición. En medio, nada. Salvo contadas excepciones, ligadas
a las tendencias comerciales de moda (la autoficción, la autobiografía
descarnada, etc.), la clase media de
la literatura ha desaparecido.
En una loable reflexión, Txetxu
Barandiarán comentaba que quizá los autores debiéramos detener un año nuestra
producción (como hicieron en 2015 los productores de leche) para hacer entender
a la industria que somos la única piedra insustituible de la misma.
Recordé al leerlo la “moratoria” que alguna vez ha pedido Antonio Orejudo, para
que los escritores dejemos de publicar un año y podamos, de esa forma, leernos
los unos a los otros. La humorada de Orejudo cobra ahora un tinte trágico:
quizá debiéramos hacerlo, además, para tener la posibilidad de poder volver a ser leídos por los demás.
El
escritor también invierte para publicar
Un editor me respondía en una red
social a mi primer post, alegando que hay una enorme diferencia entre los
escritores, que puede que no ganen nada si publican un libro, pero tampoco
pierden con ello, y los editores, que se juegan su inversión si el libro no se
vende. Tiene razón, por supuesto, pero —lo he pensado después— sólo parte.
Porque he recordado el nada barato trabajo de documentación que puede conllevar
un libro, especialmente ciertas novelas, todos
los ensayos y todos los libros de
viajes.
Son multitud
los escritores que viajan para documentarse, o para consultar archivos o
registros; son muchos los que invierten un capital en libros para escribir un
solo libro —no quiero pensar en los centenares o miles de euros que he
invertido para escribir algunos de mis textos, por los que luego no he recibido
ningún pago—, y no faltan incluso quienes se ven obligados a adquirir volúmenes
para escribir un solo artículo académico, pues no todos los investigadores
están amparados por una universidad y sus bibliotecas, ni éstas suelen ni
pueden tener todo lo que todos los investigadores necesitan. Por no hablar del
lucro cesante —término jurídico que apela al dinero no obtenido— que en sí
mismo supone la escritura, tiempo dedicado a un esfuerzo que debería ser productivo,
pero que al sistema no le conviene que lo sea.
Así que
concluyamos del siguiente modo: el editor es quien pierde más dinero si el libro no vende.
.
.