a.
Exponerse no es lo mismo que exhibirse.
Entenderemos en lo que sigue este último término en el
sentido exhibicionista de “prurito de exhibirse” (DRAE)—.
b.
La persona que se exhibe —que puede ser un narciso, una
inconsciente, un presumido, una soberbia, un exhibicionista en cualquiera de
los sentidos de la palabra—, muestra lo menos importante de sí, con la
confianza de que llegue a constituir su seña de identidad. Quien se expone
actúa justo al contrario: lo que muestra públicamente es lo que cree más
importante —dentro de lo público— de sí: su pensamiento, sus ideas, su opinión.
c.
Todas las personas tienen opiniones. Algunas de ellas,
por su formación o por su presunta capacidad —que es justo la que tienen que
mostrar y demostrar al exponerse—, tienen una “opinión pública
contrastada”. Lo que la convierte en contrastada es, precisamente, el hecho de
haber sido puesta a disposición de sus interlocutores, acto que ha permitido validarla,
consolidarla o afinarla gracias a la discusión intelectual. A la puesta en
cuestión.
d.
La ironía no es quizá la mejor forma de cuestionar unas
ideas, pero es una forma de hacerlo. Ni se la debe sacralizar, ni merece
menosprecio. Merece una consideración justa, caso por caso.
e.
La hipótesis de una persona de letras o un intelectual no
sujeto a crítica es un oxímoron. El intelectual debe defender sus ideas, debe
ser capaz de sostenerlas y debe permitir que sean sometidas a juicio, precisamente
porque el juicio intelectual ajeno opera en las humanidades de un modo similar
al método de ensayo y error en el mundo científico: constituye la forma
de saber hasta qué punto las ideas propias aportan sobre lo ya existente. La exposición
general es el procedimiento permite comprobar si son válidas per se o apenas
constituyen meras copias malogradas de las ideas de otros. O simplezas.
f.
Decía Montaigne en sus Ensayos algo que puede aplicarse a quien sostiene su opinión en un
lugar público, abierto y sometido de inmediato a crítica ajena, como las redes
sociales o un blog:
Siento este provecho inesperado de la publicación de mis hábitos, que me
sirve de algún modo de regla. Viéneme a veces la idea de no traicionar la
historia de mi vida. Esta declaración pública me obliga a mantenerme en mi
camino y a no contradecir la imagen de mis cualidades [...] La uniformidad y
sencillez de mis hábitos muestra un aspecto de fácil interpretación, mas, como
las maneras son algo nuevas y desacostumbradas, favorecen la maledicencia. De
modo que a quien me quiera criticar abiertamente, paréceme proporcionarle materia
más que suficiente en la que morder mis imperfecciones confesadas y conocidas,
y con la que saciarse sin pelear con el viento.[i]
g.
La exhibición suscita la maledicencia por el fondo o por
la forma. Enseñar(se) invita a ensañarse. En cambio, la exposición sólo puede
suscitar antipatías en razón de su grado de acierto: a más inteligencia, menos
maledicencia. Si tu opinión suscita muchos comentarios mordaces y muchos
insultos gratuitos, pregúntate si es pensamiento lo que emites, quizá sea más
bien espectáculo tecleado, maledicencia expuesta por escrito que va buscando,
como la telebasura, la extensión de la bazofia gracias al empuje de los amantes
de los estercoleros.
h.
No sé; puede que Emilio Lledó tenga algún trol, o haya
sufrido el ataque de algún hater anónimo en los últimos sesenta años,
pero sospecho que no. Me da por pensar que no los tiene. Y eso que sus
entrevistas de los últimos años han sido muy difundidas, compartidas y
retuiteadas, y no ahorran opiniones contundentes. ¿Cómo es posible que, salvo
raras y puntuales excepciones, sólo coseche reacciones que van del respeto a la
rendida admiración, pasando por el asentimiento puntual o el asombro? Hay que
preguntarse por qué. Imagínense, toleren por un momento la posibilidad de que
Emilio Lledó sea una persona realmente inteligente; alguien que, a
través del estudio y la formación constante durante décadas, haya llegado a
tener un pensamiento propio sólido y coherente con sus principios personales.
i.
No pongo a Emilio Lledó como modelo. Pero sí como
ejemplo. Lo importante no es haber acertado en la persona de muestra, sino en
el diagnóstico del problema. Emilio Lledó se expone, pero no se exhibe.
j.
[Ilustración de Marco Melgratti]
La exhibición queda retratada en esta confesión de un
personaje de Javier Moreno: “exponer mi intimidad en Facebook. No sé qué espero
conseguir con ello. Que se compadezcan, que se burlen de mí, algún tipo de
catarsis liberadora. Algo de comprensión, acaso. Aunque, debo ser sincero, no
se trata de nada de eso. En realidad busco convertir mi emoción en un producto,
ponerlo a cotizar en el amplio círculo pensamientos. Comprobar cómo se
revaloriza con cada nuevo ‘me gusta’. Lo exhibo. Lo adorno. Me publicito.
Reivindico mi derecho a convertirme por unas horas en el centro del universo”[ii].
Sobre exhibicionismo en redes ya hemos hablado en otros lugares, recordando la
“extimidad” de Lacan, Tournier, Tisseron y Paula Sibilia; la
“egología” de Juan Martín Prada; el “marketing existencial” de Rosa María
Rodríguez Magda, o la “espectacularización de la propia vida” apuntada por
Paula Drenkard[iii],
por lo que hoy no toca abundar al respecto. Nos interesa más la exposición
pública.
k.
En su breve, pero contundente ensayo Ironía On. Una defensa de la conversación pública de
masas (2019), Santiago Gerchunoff plantea un punto de vista interesante sobre la construcción de
la conversación pública y sus efectos sobre la idea de democracia, que todo
mundo parece respetar, pero que cada quisque acaba entendiendo interesadamente
a su manera. Gerchunoff considera que existe cierto paternalismo a la hora de
criticar sin más el intercambio de mensajes en los espacios públicos digitales,
en los que existe —con algunas puntualizaciones que recuerda el propio autor—
una mayor “horizontalidad” que la que caracteriza a los medios de comunicación
tradicionales. A ese nuevo escenario y a la frecuente aparición en él de la
ironía como instrumento de digresión unas veces y de agresión otras, dedica el
autor núcleo central de su ensayo:
El desprecio y la alarma ante la transformación de la conversación
pública contemporánea son tan intensos que han desembocado en el diagnóstico de
esa serie aparentemente caótica de nuevas enfermedades sociales: la devaluación
del lenguaje, la divulgación de mentiras, el reino de la opinión y las
emociones, el victimismo, el gusto por linchar, la ironía hipertrofiada…
Voy a llamar
‘conversación pública de masas’ precisamente al objeto de ese desprecio: a la
multiplicación de las conversaciones más o menos públicas producidas por la
implantación universal de los medios conversacionales digitales. (Gerchunoff, p. 18)
Lo original, a mi juicio, del librito de Gerchunoff es su
abierta y terminante defensa de ese espacio público de conversación, con
independencia de que, en efecto, se produzcan numerosas disonancias,
interferencias e incluso injusticias en el mismo (véase p. 66). Mientras huye
de cualquier denigración o santificación generalista de las redes sociales y
los debates producidos en las mismas, el autor intenta dilucidar la borrosa
esencia de la ironía contemporánea, tras muchos siglos de práctica y no menos
de teoría, teoría que Gerchunoff ha estudiado al dedillo y de la que intenta
extraer sus elementos más aprovechables. Este ensayo coincide en el tiempo con José-Miguel
Ullán. Por una estética de lo inestable (Iberoamericana / Vervuert, 2019)
de Rosa Benéitez Andrés, que también estudia con rigor filosófico, dentro de su
examen general del irónico Ullán, los orígenes y evolución de la ironía, para
concluir que tras el empuje de los integrantes de la Frühromantik alemana,
“la recuperación lograda por los románticos permitió comenzar a hablar, de un
modo más preciso, de carácter literario o artístico de la ironía, de su vínculo
con lo trágico o lo cómico, de la capacidad para estructurar nuevas vías
cognoscitivas en las que basa su práctica y, por supuesto, de su carácter
ambivalente” (p. 154). Tanto Gerchunoff como Benéitez Andrés hacen hincapié en
el poder demoledor que una ironía inteligentemente utilizada puede oponer a los
discursos dominantes, entendiendo por tales aquellos cuyo aposento y base no
reside en la inteligencia, sino en el poder mediático, fáctico o económico de
quien los enuncia.
l.
Gerchunoff, combativo, apunta a una de sus usos posibles dentro de esa
conversación pública de masas: “no se trata con la ironía de enseñar la verdad
[…] sino de reaccionar frente a la estupidez” (p. 45), lo cual entraña un
peligro para la persona cuyo discurso es rechazado, por supuesto, perfil en el
que podemos encajar cualquiera de nosotros, en cualquier momento. No porque sea
estúpido aquello que digamos, sino porque el interlocutor digital puede pensar
que lo es. Éste es justo el momento en el que aparece el alcance de la
exposición, de la idea de exponerse a
los juicios, justos o injustos, ajenos. En esa conversación de masas la
corrosión puede venir de nuestra parte, o puede ser utilizada contra nosotros.
Cada persona puede tomar la decisión de afrontar ese riesgo o de quedarse al
margen. La pregunta es: ¿puede alguien que sostiene un discurso público
quedarse al margen de las respuestas generadas por ese discurso? Los antiguos
medios de comunicación eran unidireccionales, con la consecuente ausencia de
discusión, salvo el escasísimo hueco de las “cartas al director” en los pocos medios
que las acogían; pero, como recuerda Gerchunoff, los medios de hoy son
bidireccionales e interactivos, lo que altera por completo y para bien el
estatuto del debate público. En realidad, es la respuesta la que da la medida
de un debate digno del nombre. En este ecosistema, la ironía es uno de los
medios de la supervivencia de la dialéctica; por eso es incluso saludable
practicarla hacia uno mismo como emisor, recordando que, como decía
Blanchot sobre Musil, la ironía puede ser también “la relación del escritor y
del hombre consigo mismo”[iv].
Por este motivo, quienes practicamos la crítica (literaria, artística,
cinematográfica, etc.) pública no debemos olvidar el sano ejercicio de la autocrítica.
m.
Como dice Peio Aguirre, el crítico “con cada toma de palabra se desnuda y se
revela un poco más”[v],
una vez que su opinión ha quedado expuesta.
n.
Recuerdo unas declaraciones bastante lamentables de Francisco Umbral
cuando, al ser preguntado por un rifirrafe público que había sostenido con otro
escritor conocido, respondió que él funcionaba como un dinamitero que dejaba
una bomba y luego salía huyendo; que a él no le interesaba la continuación de
la polémica, sino sólo prender la chispa. Esta forma de actuar me parece bajuna
y cobarde. No se trata de que uno responda a los insultos gratuitos que recibe;
pero los denuestos recibidos tras un ataque propio anterior no son gratuitos,
sino consecuencias naturales de nuestro proceder. Quien participa en el espacio
público de forma agresiva, debe aceptar las consecuencias de los hechos
—incluidas las legales, si se llega a esa indeseable ampliación del campo de
batalla—. Por ese motivo, quien se expone y participa de modo firme, pero
educado, en ese espacio, puede pedir el mismo trato y borrar o bloquear a los
maleducados. Pero lo que entiendo irrespetuoso y quizá injusto es que alguien
con una opinión pública bloquee a quienes muestran su disenso o disconformidad
con lo que ha dicho o escrito, sin mediar insultos o agravios (poco después de
escribir el borrador de este texto, el tribunal supremo estadounidense prohibió
al presidente bloquear cuentas de otros usuarios en Twitter: tiene toda la
lógica del mundo, en cuanto servidor público). No sé qué sustantivo merece la
persona que sólo quiere el borreguil aplauso a lo que escribe, desde luego no
es el de escritora o pensador. Escribir es otra cosa: ser capaz de leer con
atención y respeto la crítica ajena, incluso la irónica, y estar
dispuesto a aprender —en su caso— de ella.
Opinar sin ser contradicho ni reprobado, escribir libros sin obtener más
reseñas que las propagandísticas: he ahí la fantasía de no pocos escritores
actuales, y la explicación de por qué sus libros suelen ser tan mediocres.
o.
no hablo de enseñar
hablo más bien de exponerse
Jorge Riechmann, Poesía desabrigada
La conversación pública requiere a mi juicio el mayor grado posible de
diversidad y apertura en el debate. Una conversación en un perfil o muro
digital en el que el usuario ha ido liquidando sistemáticamente a todos
aquellos que no piensan como él, o a quienes tienen una ideología distinta o
han mostrado reticencias respecto de sus opiniones o las han criticado, no es
una conversación pública: es una red privada de confidencias entre pares. Lo
público demanda la pluralidad: es la ausencia de igualdad de pareceres lo que
socializa la conversación. Por ese motivo no borro en mis redes sociales a personas
de distinta ideología —práctica que conlleva otro beneficio, el de no
sorprenderse cuando llegan los resultados electorales—; no bloqueo a personas
puntillosas o quisquillosos cuyas únicas aportaciones suelen ser negativas, e
incluso mantengo visibles a contactos que literalmente me repugnan psicológica,
ideológica, personal o artísticamente. El motivo de hacerlo, sobre todo en el
caso de los “tocapelotas” o eirones —en el sentido griego del término,
recordado tanto por Santiago Gerchunoff como por Rosa Benéitez—, es que su
presencia en las redes actúa como interlocutor previo, una variante
externalizada de la voz interior (Gerchunoff, p. 12) que anticipa la respuesta
crítica y me permite afinar el argumento al máximo antes de emitirlo. Es decir,
los quisquillosos no funcionan como censura previa, sino como una especie de
editor interno que me obliga a formular la idea de la manera más sólida e
inatacable de la que soy capaz —siendo la inatacabilidad, por supuesto,
una completa utopía, pero una utopía que debe perseguirse—. Esta es una
paradoja del presente de la que podemos sacar partido: los trols pueden
hacernos mejores, porque nos obligan a estar vigilantes.
p.
Terminamos:
1). “[…] los nuevos conservadores […] Parecen tener miedo a la masa como
tal y a su falta de jerarquías aristocráticas; el miedo a que cualquiera, sin ser nadie, sin haber pasado por los
peajes jerárquicos de la vida pública burguesa, pueden discutir y eventualmente
dejar en ridículo a una persona más o menos colegiada. A que la voz de los que saben de verdad se vea
opacada en el caos de cualquieras que
conversan y opinan sobre todas las cosas sin saber nada.” (Gerchunoff, p. 67)
2) “Pero de todo esto estarán la
mayoría de ustedes al cabo de la calle, y disculpen que les diga nada sobre
mediterráneos que habrán descubierto hace siglos. Lo que más me ha desagradado,
sin embargo, son los llamados blogs y foros, por algunos de los cuales
me he dado un paseo. No entiendo que tantos escritores tengan un blog propio y
le dediquen, por fuerza, numerosas horas de su tiempo, porque me parece
equivalente a esto: uno va a un bar, se sienta a una mesa y habla de lo que
sea, y a continuación está expuesto a que cualquiera coja una silla y le
suelte a su vez su rollo o -con demasiada frecuencia- sus imprecaciones. O bien
a esto otro: uno inicia una conversación telefónica particular, y cualquier
individuo puede colarse en ella y opinar lo que le plazca o ponerle verde a
uno. No sé, para mí sería una pesadilla tener que escuchar pacientemente a
personas que no he elegido, y con las que en algunos casos no quisiera ni
cruzar media palabra.”, Javier Marías[vi].
3). “Porque otra de las regularidades de este
blog es la accesibilidad del escritor, que además suele contestar a los
comentarios porque lo considera parte importante de la nueva filosofía que
trata de reivindicar. Llevo seis años en la universidad, entre filología y
teoría de la literatura, y he conocido a muchísimos estudiosos, catedráticos,
profesores, y escritores ponentes, como cualquier otro en mi situación, y puedo
asegurar que solo una estrecha minoría está dispuesta a discutir sus ideas. Y
de esa minoría, solo unos pocos están dispuestos a discutirlos con cualquiera.”,
Miguel Espigado, en Diario de Lecturas.
En efecto: para conversar con cualquiera, para tomar parte en igualdad de
condiciones de la conversación pública de masas —pues cualquiera puede abrir un
blog, o un perfil en redes sociales, y comenzar a escribir—, para exponer
opiniones con todas las consecuencias: esas fueron las razones para las que
este blog fue creado, y así espero que siga siendo.
[i] Michel de
Montaigne, Ensayos; libro III, cap. IX, Cátedra, Madrid,
1998, p. 236.
[ii] Javier Moreno, Acontecimiento; Salto de Página, Madrid,
2015, pp. 73-74.
[iii] V. L. Mora, “Sujeto a
réplica: el estatuto narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de
identidad digital”, en Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (eds.), Imágenes de la tecnología y la globalización
en las últimas narrativas hispánicas; Iberoamericana Vervuert, Madrid,
2013, pp. 33-60. También lo tratamos en el apartado “Más egotismos: dos
palabras sobre narcisismo electrónico” de La
literatura egódica. El sujeto narrativo en el espejo en la literatura española
contemporánea. Universidad de Valladolid, Servicio de Publicaciones,
Valladolid, 2013, pp. 148ss.
[iv] Maurice Blanchot, El libro por venir.
Trad. Emilio Velasco y
Cristina de Peretti. Madrid: Trotta, 2005, p. 17.
[v] Peio Aguirre, La línea de producción de la
crítica; Consonni, Bilbao, 2014, p. 24.
[vi] J. Marías, “Una región ocultamente furibunda”, El País Semanal, 14/12/2008.
Me parece indignante lo que dice Miguel Espigado acerca de los pocos catedráticos, profesores y escritores ponentes de la universidad que están dispuestos a discutir sus ideas, y para más inri, añade: "de esa minoría, sólo unos pocos están dispuestos a discutirlos con cualquiera". Si esto es así (y no creo que haya ninguna razón para que Espigado mienta) la situación de la universidad es más grave de lo que pensaba.
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