Sabe mal terminar el libro de
un coetáneo, poner el punto final a la última publicación de una escritora actual
y viva; personas quizá conocidas y/o bienllevadas del crítico, quizá
asistentes a los mismos espacios, acaso amistades, y darse cuenta de que esa
novedad editorial, incluso aunque “esté bien”, y suele estarlo —porque el
crítico de cierta edad ya se equivoca poco al escoger los libros—, no acaba de ser un libro excelente; sabe mal entender que el leído no es un
libro reseñable; ser de inmediato consciente, en el mismo momento de cerrar el volumen, que no es un libro a destacar, ni a
elogiar en exceso.
El motivo de esa indiferencia instantánea
es que la lectura crítica, sobre todo cuando viene asistida por cierta experiencia, no es
sincrónica (perteneciente a un tiempo concreto), sino diacrónica, y de un modo consciente se realiza desde la
futurible trayectoria completa del autor leído. El crítico lee a esa novelista
o a ese poeta desde el futuro de su carrera, se anticipa mentalmente unos lustros o décadas, y desde allí, con una frialdad más objetiva que la que permite el
presente, juzga de forma “retrospectiva”, comprendiendo con claridad que ese
reluciente libro de hoy será mañana un simple jalón más en la bibliografía
autorial, un hito de mediana valía, intercalado entre otros mejores y otros peores. El
futuro, ese jardín congelado, es el distante emplazamiento desde el que emite (o no emite) el
crítico su veredicto, veredicto o silencio que siempre le resultan fríos, por no decir gélidos, al escritor ardientemente enamorado de su última creación.
Supongo que lo mismo le ocurrió al crítico peruano José Miguel Oviedo al reseñar la obra de Vargas Llosa años antes del Boom...
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