Le doy mi palabra de que
cumpliré mi palabra.
Joseph
Roth, La leyenda…
¿Existe algo así como el
juego de palabras de un juego de palabras?
Anne
Carson, “Posesivo usado…”
A primera
vista podría resultar chocante unir en una misma entrada de blog a una poeta
canadiense viva, Anne Carson, y a un austriaco de principios del XX, Joseph
Roth. Pero hay al menos dos motivos para hacerlo; el primero, la relación —diferente—
de ambos con la clasicidad; el segundo, que son dos personas que han hecho todo
lo posible para mentir en sus biografías. Joseph Roth, como recuerda en su
excelente e informado epílogo Ibon Zubiaur, fue un consumado artífice de su
propia peripecia biográfica, hasta el punto de engañar a sus amigos y a las
mujeres que le amaron. Por su parte, Anne Carson incluye como información biográfica
en sus libros, incluido Flota, esta declaración, quizá algo jactanciosa:
“Anne Carson nació en Canadá y se gana la vida enseñando griego antiguo”. Sin contener
ninguna falsedad, este resumen constituye una mentira atroz, una mentira tan
superlativa en su reducción como la de Roth en su laboriosa proliferación.
Joseph Roth.
La leyenda del santo bebedor. Traducción y epílogo Ibon Zubiaur. Madrid:
Alianza, 2020.
Zubiaur
presenta en Alianza su traducción de La leyenda del santo bebedor (Die
Legende vom heiligen Trinker, 1939),
una de las obras más conocidas de Roth, perteneciente a su última etapa
narrativa. En ella asistimos al desvarío urbano de Andreas Kartak por París,
contado por un extraordinario narrador en tercera persona cuyo mayor mérito es
no asombrarse de lo que está describiendo, lo que genera una sensación onírica
sin abandonar el objetivismo total. Quienes hayan leído los periplos urbanos de
los protagonistas La rosa (Die Rose, 1925) de Robert Walser, o
los paseos afiebrados de los personajes de Benjamín Jarnés, coetáneos a los de
Walser, apreciará un cierto aire de familia. La traducción de Zubiaur, según
aclara él mismo en su epílogo, actualiza algunos pasajes y no huye de las
deliberadas repeticiones léxicas —también las hay argumentales— que dan ese tono
característico a La leyenda del santo bebedor. La novela es tan breve
que esta reseña comienza a desafiarla en tamaño, así que prefiero ceder la
última palabra al sabio Claudio Magris, quien lo explica todo mejor que mis
parcas aproximaciones:
El gran éxito de Roth [...]
se debe a la odisea que se obstina en narrar, a esa resistencia que sus héroes,
tránsfugas y desperdigados tras la derrota, oponen al mecanismo que pretende
desposeerlos. El exiliado o repatriado rothiano, en su fuga sin fin, se sitúa
al margen de la historia y de la existencia para defender frente al mecanismo
de lo idéntico un residuo extremo de irreductible individualidad, algo
inconfundiblemente suyo.[1]
Anne
Carson. Flota. Madrid: cielo eléctrico, 2020. Traducción de Andrés Catalán y Jordi
Doce.
La poesía de
Anne Carson es la feliz consecuencia de un talento irradiado sin autolimitaciones.
Carson, una de las voces poéticas actuales más celebradas mundialmente, tiene
la particularidad de haber entendido que existen dos posibles síntesis de
tradición y vanguardia; una, menos arriesgada, consiste en adoptar una actitud algo
innovadora, mientras la obra acoge guiños al legado histórico, o se mira en el espejo
de la tradición. Otra síntesis, más valiente, y que ella borda con selecto esmero
experto, es radicarse en la tradición, adoptarla como torrente de aire pulmonar
y someterla al proceso laríngeo de creación de la voz, donde las cuerdas
vocales moduladoras son distintas variantes de la experimentación literaria.
Carson parte de la gracia basal de la Grecia clásica para deconstruir el canon —a
Jacques Derrida le gusta esto, Derrida pondría corazoncitos a Carson—,
sometiéndolo a diversos tipos de procedimientos y protocolos de mala
lectura dirigida, que mueven los signos a un ámbito de rotación e irradiación
diferentes de los originales, pero quizá no infieles a ellos. Carson
hace con Eurípides o Íbico lo que la prima donna hace con los cerebros, o
el crítico con las cursiladas de Neruda. Lo que le da la gana, sin más. Porque el
mayor mérito de Carson no reside exclusivamente en su innegable talento, sino
en la carencia de restricciones a la hora de plantear las estrategias
discursivas en las que ese talento puede volcarse, desparramarse, desbordarse, errar,
incluso equivocarse, porque tan difícil es no encontrar un poema de nuestro
gusto como no hallar un texto que nos haga llevar las manos a la cabeza. Pero Carson
piensa como El profesor inútil (1926) de Benjamín Jarnés, para quien
el tono medio es siempre un tono mediocre. La poeta acierta o se equivoca a lo
bestia, a lo grande, sin menudear, sin pedir perdón ni ampararse en licencias
poéticas. Carson desvaría, esto es [DRAE]: 1. Delira, dice locuras; 2. Diferencia,
varía, desune, se desvía. 3. Se aparta del orden regular.
Y lo hace
mediante multitud de procedimientos, a los que somete o sujeta otros textos, no
siempre clásicos, no siempre “válidos” para el estrecho radar de lo aceptable literariamente,
como las instrucciones de su horno microondas. “If prose is a house,
poetry is a man on fire running quite fast through it”, reza una de las frases
más conocidas de Carson. Entre los
procedimientos de desvarío, de desvío del logos clásico, empleados en Flota,
estarían el poema en prosa, el listado alfabético (“Pilas”, “L.A.”), la
conferencia erudita y la falsa traducción (“Variaciones sobre el derecho a
permanecer en silencio”), la recreación irónica (“Piezapín”), el epigrama (“Trozeus”),
el monólogo dramático retorcidamente desdoblado (“Perro fiel I, II y III”), la
oda surrealista, la reflexión metalingüística (“Envidia del pronombre”, entre
otros), el soneto arqueado de 15 formas diferentes (“Posesivo usado para beber[me]”),
el falso realismo (“Salvajemente constante”), la anáfora obsesiva (“Épocas de Yves
Klein”), la conferencia teatral (“Tío cayendo”), y un largo etcétera de
posibilidades. El origen performático de la mayoría de estas piezas les imprime
además un aspecto de animal fantasioso cazado al vuelo, de fotograma aislado de
una historia más amplia en movimiento.
La traducción
a cuatro manos de Jordi Doce y Andrés Catalán intenta verter toda esta
logomaquia anti-falogocéntrica —Derrida también ❤ esto— a nuestro idioma, y el resultado es excelente, porque créanme que
no es fácil traducir una escritura tan polisémica y ambigua, donde las capas de
sentido, incluyendo las etimológicas, se proyectan sobre un inglés fluido y
capaz de integrar fuerzas procedentes de orígenes muy distintos. Como tengo las
dos versiones, la original de 2016 editada por Jonathan Cape, y la virtuosa traslación
impresa de la nueva editorial cielo
eléctrico, he comparado línea a línea un par de cuadernillos y he admirado
el cuidadoso trabajo de traducción efectuado por Doce y Catalán. La labor
editorial de cielo eléctrico, que ha recreado a la perfección los cuadernillos
independientes y la caja transparente dentro de la que flotan la veintena de
piezas que componen Flota, hace que la obra de llegada a nuestra lengua
no sea en absoluto desmerecedora de la original, algo que, en el caso de Carson,
suele ser siempre un desafío.
Katherine
Berta dice que en Flota, como en las traducciones y estudios que Carson
ha publicado sobre Safo, la poeta canadiense “se vincula con la falta de
control inherente a todo acto de escritura —y la amplifica—”. Nina MacLaughlin
entiende que para Carson la traducción, o el intento de traducción, es el punto
no mediocre entre el orden y el caos. Flota, me gustaría añadir,
presenta de forma convincente esta obviedad: cualquier sentido poético sólo
puede conservarse si flota sobre un mar de sinsentido. No sé qué más decir para
convencerles de que Flota es el libro que más eficazmente puede volarles
la cabeza y devolverles la esperanza en la poesía como la forma más extrema y
libre de literatura.
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