domingo, 1 de marzo de 2020

Desv(ar)íos







Le doy mi palabra de que cumpliré mi palabra.

Joseph Roth, La leyenda



¿Existe algo así como el juego de palabras de un juego de palabras?

Anne Carson, “Posesivo usado…”



A primera vista podría resultar chocante unir en una misma entrada de blog a una poeta canadiense viva, Anne Carson, y a un austriaco de principios del XX, Joseph Roth. Pero hay al menos dos motivos para hacerlo; el primero, la relación —diferente— de ambos con la clasicidad; el segundo, que son dos personas que han hecho todo lo posible para mentir en sus biografías. Joseph Roth, como recuerda en su excelente e informado epílogo Ibon Zubiaur, fue un consumado artífice de su propia peripecia biográfica, hasta el punto de engañar a sus amigos y a las mujeres que le amaron. Por su parte, Anne Carson incluye como información biográfica en sus libros, incluido Flota, esta declaración, quizá algo jactanciosa: “Anne Carson nació en Canadá y se gana la vida enseñando griego antiguo”. Sin contener ninguna falsedad, este resumen constituye una mentira atroz, una mentira tan superlativa en su reducción como la de Roth en su laboriosa proliferación.



Joseph Roth. La leyenda del santo bebedor. Traducción y epílogo Ibon Zubiaur. Madrid: Alianza, 2020.



Zubiaur presenta en Alianza su traducción de La leyenda del santo bebedor (Die Legende vom heiligen Trinker, 1939), una de las obras más conocidas de Roth, perteneciente a su última etapa narrativa. En ella asistimos al desvarío urbano de Andreas Kartak por París, contado por un extraordinario narrador en tercera persona cuyo mayor mérito es no asombrarse de lo que está describiendo, lo que genera una sensación onírica sin abandonar el objetivismo total. Quienes hayan leído los periplos urbanos de los protagonistas La rosa (Die Rose, 1925) de Robert Walser, o los paseos afiebrados de los personajes de Benjamín Jarnés, coetáneos a los de Walser, apreciará un cierto aire de familia. La traducción de Zubiaur, según aclara él mismo en su epílogo, actualiza algunos pasajes y no huye de las deliberadas repeticiones léxicas —también las hay argumentales— que dan ese tono característico a La leyenda del santo bebedor. La novela es tan breve que esta reseña comienza a desafiarla en tamaño, así que prefiero ceder la última palabra al sabio Claudio Magris, quien lo explica todo mejor que mis parcas aproximaciones:



El gran éxito de Roth [...] se debe a la odisea que se obstina en narrar, a esa resistencia que sus héroes, tránsfugas y desperdigados tras la derrota, oponen al mecanismo que pretende desposeerlos. El exiliado o repatriado rothiano, en su fuga sin fin, se sitúa al margen de la historia y de la existencia para defender frente al mecanismo de lo idéntico un residuo extremo de irreductible individualidad, algo inconfundiblemente suyo.[1]








Anne Carson. Flota. Madrid: cielo eléctrico, 2020. Traducción de Andrés Catalán y Jordi Doce.


La poesía de Anne Carson es la feliz consecuencia de un talento irradiado sin autolimitaciones. Carson, una de las voces poéticas actuales más celebradas mundialmente, tiene la particularidad de haber entendido que existen dos posibles síntesis de tradición y vanguardia; una, menos arriesgada, consiste en adoptar una actitud algo innovadora, mientras la obra acoge guiños al legado histórico, o se mira en el espejo de la tradición. Otra síntesis, más valiente, y que ella borda con selecto esmero experto, es radicarse en la tradición, adoptarla como torrente de aire pulmonar y someterla al proceso laríngeo de creación de la voz, donde las cuerdas vocales moduladoras son distintas variantes de la experimentación literaria. Carson parte de la gracia basal de la Grecia clásica para deconstruir el canon —a Jacques Derrida le gusta esto, Derrida pondría corazoncitos a Carson—, sometiéndolo a diversos tipos de procedimientos y protocolos de mala lectura dirigida, que mueven los signos a un ámbito de rotación e irradiación diferentes de los originales, pero quizá no infieles a ellos. Carson hace con Eurípides o Íbico lo que la prima donna hace con los cerebros, o el crítico con las cursiladas de Neruda. Lo que le da la gana, sin más. Porque el mayor mérito de Carson no reside exclusivamente en su innegable talento, sino en la carencia de restricciones a la hora de plantear las estrategias discursivas en las que ese talento puede volcarse, desparramarse, desbordarse, errar, incluso equivocarse, porque tan difícil es no encontrar un poema de nuestro gusto como no hallar un texto que nos haga llevar las manos a la cabeza. Pero Carson piensa como El profesor inútil (1926) de Benjamín Jarnés, para quien el tono medio es siempre un tono mediocre. La poeta acierta o se equivoca a lo bestia, a lo grande, sin menudear, sin pedir perdón ni ampararse en licencias poéticas. Carson desvaría, esto es [DRAE]: 1. Delira, dice locuras; 2. Diferencia, varía, desune, se desvía. 3. Se aparta del orden regular.



Y lo hace mediante multitud de procedimientos, a los que somete o sujeta otros textos, no siempre clásicos, no siempre “válidos” para el estrecho radar de lo aceptable literariamente, como las instrucciones de su horno microondas. “If prose is a house, poetry is a man on fire running quite fast through it”, reza una de las frases más conocidas de Carson. Entre los procedimientos de desvarío, de desvío del logos clásico, empleados en Flota, estarían el poema en prosa, el listado alfabético (“Pilas”, “L.A.”), la conferencia erudita y la falsa traducción (“Variaciones sobre el derecho a permanecer en silencio”), la recreación irónica (“Piezapín”), el epigrama (“Trozeus”), el monólogo dramático retorcidamente desdoblado (“Perro fiel I, II y III”), la oda surrealista, la reflexión metalingüística (“Envidia del pronombre”, entre otros), el soneto arqueado de 15 formas diferentes (“Posesivo usado para beber[me]”), el falso realismo (“Salvajemente constante”), la anáfora obsesiva (“Épocas de Yves Klein”), la conferencia teatral (“Tío cayendo”), y un largo etcétera de posibilidades. El origen performático de la mayoría de estas piezas les imprime además un aspecto de animal fantasioso cazado al vuelo, de fotograma aislado de una historia más amplia en movimiento.



La traducción a cuatro manos de Jordi Doce y Andrés Catalán intenta verter toda esta logomaquia anti-falogocéntrica —Derrida también esto— a nuestro idioma, y el resultado es excelente, porque créanme que no es fácil traducir una escritura tan polisémica y ambigua, donde las capas de sentido, incluyendo las etimológicas, se proyectan sobre un inglés fluido y capaz de integrar fuerzas procedentes de orígenes muy distintos. Como tengo las dos versiones, la original de 2016 editada por Jonathan Cape, y la virtuosa traslación impresa de la nueva editorial cielo eléctrico, he comparado línea a línea un par de cuadernillos y he admirado el cuidadoso trabajo de traducción efectuado por Doce y Catalán. La labor editorial de cielo eléctrico, que ha recreado a la perfección los cuadernillos independientes y la caja transparente dentro de la que flotan la veintena de piezas que componen Flota, hace que la obra de llegada a nuestra lengua no sea en absoluto desmerecedora de la original, algo que, en el caso de Carson, suele ser siempre un desafío.



Katherine Berta dice que en Flota, como en las traducciones y estudios que Carson ha publicado sobre Safo, la poeta canadiense “se vincula con la falta de control inherente a todo acto de escritura —y la amplifica—”. Nina MacLaughlin entiende que para Carson la traducción, o el intento de traducción, es el punto no mediocre entre el orden y el caos. Flota, me gustaría añadir, presenta de forma convincente esta obviedad: cualquier sentido poético sólo puede conservarse si flota sobre un mar de sinsentido. No sé qué más decir para convencerles de que Flota es el libro que más eficazmente puede volarles la cabeza y devolverles la esperanza en la poesía como la forma más extrema y libre de literatura.








[1] C. Magris, El anillo de Clarisse; Barcelona, Península, 1993, p. 434.

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