Dan Fox, Limbo. Traducción de Javier Calvo. Madrid: De Conatus.
Me da la impresión de que a los anglosajones se les da mejor lo autobiográfico porque tienen claras dos cosas: o lo que se cuenta de la vida de uno se hace de una manera muy interesante, tensando el discurso y convirtiendo la revisitación de uno en un juicio sumarísimo, o se cambia la vida, se alteran las circunstancias biográficas para convertirlas en una aventura digna de ser contada. Limbo, de Dan Fox, pertenece a este segundo tipo de libro. Di por hecho que era una novela, y la leí como tal, y quizá por eso a ratos me recordó a la excelente El amigo (Anagrama, 2019) de Sigrid Nunez, pero el libro de Fox, en vez de tratar de la escritura, aborda el tema de cómo no escribir, intentando hacerlo. No cuento más para no destripar detalles, pero me ha parecido un libro de no ficción reseñable, muy sugestivo, escrito de una forma atractiva que me ha traído a ratos a la memoria a los ensayos de David Foster Wallace. La mezcla interartística de Fox (músico, escritor, cineasta, experto en arte) se traslada sin dificultad a la trama de Limbo, y el título de la obra no sólo avisa de su tema central —los estados límbicos, tanto los mentales como los espaciales—, sino que también advierte de su efecto, porque la lectura de algunos libros, por ejemplo éste, es un estado límbico también, una especie de catalepsia o de estado de suspensión que sólo acaba con la bibliografía-filmografía-discografía que cierra el libro. ¿Es Limbo una novela? No. ¿Es un ensayo? A ratos, sí. ¿Es un poema? No. ¿Es un texto autobiográfico? En gran parte, pero no en su totalidad. Es un libro de no ficción, y está encuadrado en la colección homónima de De Conatus, pero el peso de lo real en el libro es leve, ingrávido, se da por supuesto desde el principio y se incorpora a la lectura con naturalidad.
El limbo no tiene habitantes, sino náufragos. No se entra en él, sino que se cae; uno se sumerge en el estado límbico, sin saber cuándo saldrá, y, lo más importante, ignorando que lo abandonará convertido en otro. Fox realiza un viaje deliberado para cambiar su vida, para romper el bloqueo (p. 24): un largo embarque en un carguero —un tema muy literario—, y se inserta durante varias semanas en un espacio límbico, pero no podemos evitar preguntarnos si el verdadero limbo no era el de la vida antes del viaje, el de la existencia domesticada que el escritor, precisamente por ser escritor —siguiendo el ejemplo de su hermano marino— acomete, para cambiar las cosas, para cambiarse. Limbo sería un libro sobre el cambio, en el que lo más sugestivo es una reflexión apenas apuntada: uno quiere cambiar para escribir, y acaba sucediendo que la mayor mutación es la ausencia de escritura: en puridad, ser otro, para un escritor, debería consistir siempre en eso: ser alguien… que no escribe.
Hay que destacar la excelente traducción de Javier Calvo, si juzgamos por el texto de llegada que podemos disfrutar y por algunos textos de Fox en inglés que he podido leer en la red. Tanto en las partes más eruditas como en las más narrativas de Limbo se nos olvida que hay un traductor involucrado, y creo que esa invisibilidad de Calvo es un acierto.
Termino dejando una muestra de la escritura de Fox y, al mismo tiempo, haciendo un pasadizo con Persona (1966), la película de Ingmar Bergman. Me extraña que en ese párrafo Fox olvide mencionar uno de los momentos cumbres, al menos para mí, de la historia del cine: el instante en que la cinta del metraje de Persona se rompe primero y se quema después, explicando al lectoespectador dos cosas al mismo tiempo: una, que estamos viendo una película —esto es, una ficción—; dos, que el personaje de Alma se está rompiendo, se está escindiendo, absorbida por Elisabet (y viceversa).
En resumen, Limbo es un libro recomendable por muchos motivos, incluso sin mencionar las pistas que abre a otros artistas, escritores, cineastas o músicos. Y De Conatus demuestra de nuevo que es una editorial a la que hay que prestar atención.
[Relación con autor y editorial: ninguna]
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