Algunos elementos unen Simpatía (Alfaguara, 2021), de Rodrigo Blanco Calderón, con su anterior novela, The Night, que comentamos por aquí hace años. Por ejemplo, el extremo cuidado reticular con que se aborda la primera página de ambas, que funciona como modelo a escala del resto de la ficción, apuntando posteriores líneas de fuga. Por ejemplo, el elemento alucinatorio injertado con normalidad, que en Simpatía se centra en la casa Los Argonautas, un edificio de límites variables y mutables —similar, y a la vez distinto, a las casas proteicas de algunas obras de Mark Danielevski o Enrique Prochazka—. Por ejemplo, el personaje de Ardiles, un psiquiatra alcohólico, presente en las dos novelas, quizá de forma testimonial en Simpatía. También las unen Caracas como núcleo irradiador y la reflexión extraterritorial como elemento centrífugo. Y el notable estilo y las sólidas y sugestivas opiniones literarias dispersas por ambas, claro. Y hay otro vínculo más que detallaremos luego.
Sin embargo, Simpatía y The Night son muy diferentes. Simpatía comienza de forma leve y calmada, sin anunciar los horrores que luego irán apareciendo en el libro —como Los demonios de Dostoievski—. El tono lento y moroso del principio choca un poco con el tramo final, agolpado y veloz, como si la novela hubiera sufrido reajustes. Alguna conversación demasiado explicativa argumentalmente (pp. 217-222), también anima a entenderlo así. Y, sin embargo, la mezcla funciona bien, por la sabiduría narrativa de su autor, que es capaz de coser los fragmentos con notable habilidad y de lograr el raro hallazgo de la naturalidad dentro de la extrañeza, una virtud muy común en la literatura en lengua alemana.
Y queda un mito más, presente en Simpatía, pero presente también en The Night —y este es el último pasadizo entre ambas que apuntaba arriba—, el del nombre resonador, el de la palabra reverberante, el de la denominación cratiliana, platónica, saussureana (The Night; Alfaguara, 2016, p. 54), el de la correspondencia entre los nombres, sus sonidos, sus significados y la conformación estructural, incluso de las ideas (Simpatía, p. 57), que producen. Un emblema mítico de la literatura, una gran analogía foucaultiana entre los nombres y las cosas, por supuesto, que muestra la profunda dimensión intelectual y vital que para Blanco Calderón esconde el acto de escribir.
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Otro autor anclado en el mito, desde hace varias décadas, es Andrés Ibáñez, quien sigue levantando libro a libro, de forma silenciosa y bastante apartada de los ruidos del mundillo, una de las trayectorias más esplendorosas de la narrativa contemporánea en castellano. Su novela Nunca preguntes su nombre a un pájaro (Galaxia Gutenberg, 2020), que es la penúltima de sus entregas —con posterioridad ha publicado la biografía Thomas Pynchon (Zut Ediciones, 2021) — reúne buena parte de sus obsesiones narrativas y, supongo, personales, en un tejido narrativo de asombrosa precisión, que engarza elementos y materiales muy diversos (mitemas junguianos, narraciones populares, folclore tradicional, filosofía, literatura canónica, series de televisión como True Detective), y su heteróclita mezcla redunda en una naturalidad discursiva desconcertante, que se bebe del tirón —me leí Nunca preguntes su nombre a un pájaro prácticamente de una sentada—, y que deja posos y preguntas a las que responde… el resto de su obra. Al día siguiente, fui a mis anaqueles a buscar algunas novelas anteriores de Ibáñez, y ahí estuve un buen rato, hojeando. Y de ese espigueo bibliográfico surgió este pequeño descubrimiento, que imagino que los doctorandos que —espero— estén trabajando en su opera omnia ya habrán descubierto y estarán analizando:
Casi veinte años separan esas dos reproducciones; la de arriba
corresponde a Brilla, mar del Edén (2014), la fabulosa novela con la que
Ibáñez ganó muchos lectores y reconocimientos; la de abajo pertenece a La música
del mundo (1995), su debut narrativo. Ambas imágenes representan la misma
pradera, un espacio quizá vinculado a la biografía del autor que en las dos novelas
alcanza tintes míticos, con profundo alcance en el periplo de los personajes, sobre
todo en Brilla, mar del Edén, donde se suelda casi sinestésicamente a la
música de Bruckner. Ya vendrán, espero y deseo, los estudiosos que nos expliquen
ése y otros mitos estructurales de las novelas de Ibáñez.
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El último libro de poemas de Diego Doncel, La fragilidad (Visor, 2021), transita por un lugar temático similar al de Simpatía, la novela de Rodrigo Blanco: la ausencia del padre. Un lugar también mítico, como hemos dejado caer y recuerda Ricardo Menéndez Salmón en su relato “La vida en llamas”: “un poco mitológicos sin duda, como siempre lo son un padre y un hijo” (Gritar; Lengua de Trapo, Madrid, 2007, p. 16). Pero en este caso, el diálogo con la figura paterna no es planteado por Doncel desde la orfandad, sino desde la pérdida. El sujeto lírico algo inquietante que daba voz a las más recientes entregas del autor (Porno Ficción y El fin del mundo en las televisiones) se muestra aquí más humano, más sensible, más consciente de sus problemas, escisiones y contradicciones. La fragilidad del cuerpo enfermo del ascendiente aparece en estos poemas como un reflejo de la propia lasitud psicológica, amenazada por la pérdida del referente primordial.
Diego Doncel es un excelente poeta que sortea con sobrada habilidad esos peligros. Los hallazgos métricos y estilísticos de sus libros anteriores se ponen al servicio del nuevo desafío, quizá con menor voltaje visionario, sacrificado en aras de una contención a veces realmente conmovedora. Desconcierta cómo el autor canaliza en un mismo territorio, el del poema, fuerzas personales y poéticas tan variadas y atrevidas, para lograr una voz rabiosamente contemporánea que al mismo tiempo bebe de la tradición estoica, de la eliotiana (p. 33) y de algunos mitos clásicos. Uno de los modos de lograr esa síntesis es un procedimiento habitual del autor desde sus primeros libros: el uso de estrategias tomadas del teatro, tanto retóricas como de vertebración de la subjetividad, que administran con sabiduría tanto resonancias shakespearianas como la capacidad de encarnación de distintas sintonías personales, de psiques en conflicto que van desmenuzando la experiencia traumática con una intransferible rabia equilibrada. Una mezcla difícil de hacer, pero que Doncel logra con su habitual solvencia, rescatando de la palabra tragedia su secular, honda y feraz polisemia.
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[1] Ángel Luis Prieto de Paula, “Poética entre el orden y el caos (Pautas de uso para una nueva época)”; en Virgilio Tortosa (ed.), Escrituras del desconcierto. El imaginario creativo del siglo XXI; Universidad de Alicante, 2006, pp. 87-88.
[Relación con los autores: ninguna con Mar Gómez Glez, cordialidad con los demás. Relación con las editoriales: ninguna en la actualidad, salvo con Galaxia Gutenberg.]
Señor; Vicente Luis Mora. Es encomiable (para mi) que haga esta necesaria tarea.
ResponderEliminarEsto significa que el mero Mal humano, aun encuentra adversarios. Morir habemus.
Gracias, un saludo.
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