jueves, 20 de noviembre de 2014

Novedades en edición alternativa


Antonio Luis Ginés, Aprendiz; Isla de Siltolá, Sevilla, 2014.

“Uno escribe sobre lo que ve. / Por eso no quería aquella habitación / con vistas a la rotonda, / donde el tráfico, fluido e incesante, / nos llevaba a escribir / sobre gente que pasa, sobre coches / que no dejan rastro. Prefería vistas / a la sierra pero no pudimos elegir”, se lee en “Rotonda”, uno de los últimos poemas de Aprendiz. Sin embargo, no deberíamos dejarnos engañar por la cita, porque en realidad Antonio Luis Ginés suele escribir sobre lo que no se ve o, con mayor propiedad, sobre aquello que ya no es visible, sobre lo invisible que permanece dejando su rastro en las cosas, las personas o la memoria. Valle-Inclán decía en un artículo de 1908 que “Para ser perpetuada por el arte no es la verdad aquello que un momento está en la vista sino lo que perdura en el recuento”, y creo que esta frase, como aquella pintura de Tàpies que representa una cama de la que alguien se acaba de levantar, pero cuyo durmiente no vemos, resumen bien el espíritu de la poesía de Ginés. Si en sus primeros libros se notaba el desajuste existencial (“la vida no te espera. Arranca”, se leía en Cuando duermen los vecinos, 1995) y la mirada solipsista (Rutas exteriores, Animales perdidos), los últimos poemarios, Celador y Aprendiz, parecen indicar un giro en su trayectoria que apunta a la observación de la exterioridad: de la experiencia en un hospital, en el caso de Celador (un poemario durísimo, con momentos que recuerdan al Diario de una enfermera de Isla Correyero), y la experiencia familiar, tanto de los ascendientes como de la descendiente, en Aprendiz. La poesía de Ginés tiene la particularidad de ser figurativa y fantasmática al mismo tiempo, capaz de unir el sentido propio de las cosas con el simbólico de una forma sólo en apariencia sencilla. Las capas interpretativas van creciendo con el poemario y acaban construyendo un mundo paralelo de reverberaciones y resonancias que podríamos definir como senequista, que consistiría en la asunción serena y tranquila de la poca importancia de las cosas que hiciera célebre el filósofo cordobés Séneca. Las casas se van llenando y vaciando, las personas van entrando y saliendo, “pero la casa, las figuras, / tienen su propia versión de las cosas. / No parecen contar con nuestro asombro / para cambiar de vida” (p. 44). Un libro con caídas y en el que no todos los poemas tienen la misma tensión, pero que recoge un buen puñado de piezas necesarias y firmes.


Pilar Fraile Amador, Los nuevos pobladores; Traspiés, Granada, 2014.

La metáfora del “fantasma en la máquina” de Gilbert Ryle, una explicación filosófica sobre el pensamiento cartesiano que, increíblemente, ha triunfado en la cultura popular (véase la serie de manga japonés Ghost in the Machine o el álbum homónimo del grupo Police) puede ser una vía de acercamiento a Los nuevos pobladores, el primer libro de relatos de Pilar Fraile. En la mayoría de ellos, utilizando la imagen que Ryle toma del dualismo de Descartes, son descritas personas que continúan realizando mecánicamente sus actividades habituales aunque haya desaparecido el espíritu que las animaba. Es decir, los personajes de los cuentos de Fraile son (o han sido) brutalmente deshumanizados, y su pérdida de humanidad no se debe al hecho de haberse vuelto animales, ni vegetales (ni minerales), sino a que han devenido máquinas biológicas autosustentadas, incapaces de contener su propio movimiento. Esto se advierte con claridad en relatos de título simbólico como “Fe”, “Valor” y “Educación”. En este último levanta Fraile una interesante metáfora sobre un hombre al que se le van cayendo dedos de las manos: en ningún momento se plantea el protagonista qué le sucede, ni intenta remediarlo; sólo se acostumbra, por “educación”, a la nueva circunstancia e intenta que su rendimiento laboral no se vea perjudicado por ella. En “Compañeros”, un relato que recuerda a Super-Toys Last All Summer Long (1969) de Brian Aldiss o al episodio “I’ll be right back” de Black Mirror, el autómata es más humano que su dueña.

Aunque el conjunto es irregular, y algunas piezas son previsibles o sobrantes, relatos como el citado “Educación”, “Razones” y, sobre todo, “Fin del mundo”, apuntan a una dirección de escritura desasosegante, incisiva y con voz propia que merece seguimiento.



Daniel Arjona, La venganza de la realidad; Capitán Swing, Barcelona, 2014.

Quienes estén interesados en tener acceso a un vivaz resumen de las últimas tendencias científicas en unas pocas páginas entregadas, que no confunden la pasión con la falta de rigor, disfrutará con el pequeño ensayo del periodista Daniel Arjona La venganza de la realidad. Arjona describe de forma accesible y precisa a un tiempo los fenómenos científicos más relevantes y su evolución histórica, centrándose en lo que denomina las tres fronteras: la de la cosmología, la de la biología evolutiva combinada con la genética y la de la neurociencia. Ideas y teorías de notable complejidad están entreveradas a la perfección en una síntesis que no las simplifica. Este recorrido, incluso para los lectores familiarizados con las teorías y científicos citados por Arjona, es placentero por otra de sus virtudes: está muy bien escrito, una habilidad que, por desgracia, no suele abundar entre los divulgadores científicos, más preocupados por la “claridad” que por la transmisión, que es otra cosa y que puede hacerse con un estilo digno, como Arjona lo hace.

Entre los reparos que pueden ponerse al ensayo, el primero sería su puntual dogmatismo combatiente (algo que quizá puede permitirse un científico, pero no un divulgador), como cuando dice en la introducción que el libro va a combatir los subjetivismos mediante la ciencia, para acabar reconociendo en la página 15 “el subjetivismo” como uno de los problemas esenciales de la física cuántica[1]. El otro punto discutible es la confusión entre la filosofía y la parte más constructivista y posmoderna de la misma, como revela alguna extraña mención: “lejos quedan los tiempos en que los filósofos creyeron poder echar mano de sus últimos petardos para defender una maltre­cha barricada ante la ciencia. Sokal señaló la desnuda impos­tura del emperador” (p. 8). En realidad, Sokal mostró las vergüenzas de cierto pensamiento postestructuralista, pero no de la “filosofía” como rama del conocimiento que incita al conocimiento de lo real y a su estudio sistémico, sin renunciar jamás a la ciencia, sino (per)siguiéndola muy de cerca. Así, recordando con Rorty que la filosofía analítica ha pasado por una fase cientista y otra “anti-cientista”[2], podríamos citar Los lógicos de Jesús Mosterín, las reflexiones sobre el lenguaje a partir de la gramática generativa chomskiana de todos los filósofos analíticos (tendencia dominante en la actualidad), o los sesudos comentarios sobre neurociencia a partir de Damasio que Zizek incluye en su poco leído Visión de paralaje, uno de sus libros más “serios” y aprovechables, o las teorías neurocientíficas que Vicente Serrano recoge en La herida de Spinoza. No olvidemos que cuando el filósofo Víctor Gómez Pin incluye en su ensayo Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen “un catálogo relativo a qué ha de saber un filósofo”, nos encontramos con que “tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, Teoría de la Relatividad, teoría matemática de Conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, historia conceptual del arte… y un no muy largo etcétera”[3]. Ese catálogo parece bastante alejado de una alergia a la ciencia; más bien parece tomarla como punto de partida para la cogitación. Arjona, en su opúsculo, parece sostener en todo momento de una preeminencia de lo científico, postura cuyas discutibles bases epistemológicas no vamos a discutir, porque significaría hacer un recorrido lleno de citas de Feyerabend, Frege, Peirce, Quine y Popper, entre otros, que me aburre simplemente al pensarlo. Yendo al grano, y obliterando por hoy la aridez de la filosofía de la ciencia (que para Quine era toda la filosofía que precisamos), preferiría postular que filosofía y ciencia no compiten, sino que –cuando bien entendidas– aspiran ambas a darnos una imagen y una explicación –no mera descripción– de la realidad (la ciencia) y un horizonte de sentido y de indagación a partir de lo real (la filosofía). Plantear su coexistencia como una “competición” es tan absurdo como hacer competir a las patatas y a la gastronomía. Sin patatas no hay gastronomía, de acuerdo, lo saben todos los cocineros y todos los filósofos (con la posible excepción de Bruno Latour, que quizá diría que la idea de patata es una construcción social), pero lo interesante es qué puede crear la gastronomía con las patatas, que a solas serán muy reales y exactas pero no hay quien se las coma sin cocinar. Estoy más de acuerdo con Pinker, referencia intelectual destacada de Arjona, cuando decía en The Blank Slate (2002) que es absurdo inferir consecuencias éticas de las evidencias científicas desde la propia ciencia[4], desplazando estas cuestiones a las humanidades (y la Ética es una materia esencialmente filosófica). Respondiendo a la pregunta de H. G. Gadamer en Verdad y método, “si aquello que antes era filosofía tiene todavía un lugar en el conjunto de la vida del presente”, creo que los inapelables descubrimientos científicos sí que dejan hueco para la filosofía, precisamente para reflexionar sobre sus límites y alcance ético.

En cualquier caso, sea preeminente o no la ciencia, es innegable de su papel central y básico en nuestros días y de su creciente dominio del imaginario contemporáneo (incluso del artístico). Por esta razón, y si aún no se han puesto al día, el opúsculo de Arjona es, con sus arrojos y cerrojos, un práctico medio de hacerlo.



Kostas Vrachnos, Encima del subsuelo; Point de Lunettes, Sevilla, 2014.

No voy a decir nada sobre este poemario porque sería inútil añadir una sola palabra más al excelente prólogo de Alberto Santamaría, quien comenta la poesía de Kostas Vrachnos (Kalamata, Grecia, 1975) en su justa medida. Me limito a recomendarlo por agavillar varios poemas sustanciosos, entre los cuales rescato éste, buen botón de muestra de que la de Vrachnos no es una poesía destinada a dejar indiferente al lector:


FAMILIA DE CUATRO MIEMBROS

El padre se arregla la corbata antes del cementerio.
La madre se arregla el pelo antes del cementerio.
La hija se arregla la falda antes del cementerio.
La gata bosteza y se rasca su cabeza vacía.
El hijo les espera desde temprano en el cementerio.

El padre pone en marcha el coche rumbo al cementerio.
La madre a su lado callada rumbo al cementerio.
La hija atrás callada rumbo al cementerio.
La gata más o menos lo mismo que antes, sin cambios.
El hijo se arregla la corbata en el ataúd.




[Relación con A. L. Ginés: muy cordial; con Fraile y Vrachnos, ninguna; con D. Arjona, combates epistemológicos constantes en Facebook, dentro de la cordialidad] [Relación con las cuatro editoriales: ninguna]


[1] Sobre la compleja cuestión de la observación en la física cuántica, véase David Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro; Anagrama, Barcelona, 2013, p. 265.
[2] Richard Rorty, “El ser al que puede entenderse, es lenguaje”, Filosofía y futuro; Gedisa, Barcelona, 2002, p. 122.
[3] Víctor Gómez Pin incluye en su ensayo Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen; Espasa Calpe, Madrid, 2008, p. 29.
[4] Cf. Steven Pinker, La tabla rasa; Paidós, Barcelona, 2003, p. 174.

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