lunes, 26 de diciembre de 2016

Diario de andanzas y lecturas, 3





11/11/2016
Estoy tan ocupado y azacaneado estos días que apenas tengo tiempo para escribir. Cuando disfruto de algunas horas libres prefiero leer. De lo que escribo me arrepiento a veces, de lo que leo no me arrepiento nunca.

Incluso cuando leo un mal libro. Un libro deficiente leído es una duda menos, una incertidumbre eliminada.

Estoy tan ocupado que debo escribir las reflexiones retroactivamente; aunque ésta la he fechado el 11 de noviembre, en realidad está redactada el 19, en un autobús que cruza bajo la lluvia la distancia entre Grenoble y Lyon.

Días encontrados en los transportes públicos.

Para un escritor la lectura es la carretera y los malos libros el peaje.

Cuando llueve lo suficiente, el paisaje desaparece y se vuelve lluvia.


14/12/ 2016

Ángel Zapata, Materia oscura; Páginas de Espuma, Madrid, 2016.

En una época madura y cansada, los productos de la movilidad del espíritu, comienzan a solidificarse en una masa negativa, en un ‘sol negro’ que produce un efecto invernadero allá donde se proyecta su sombra.
Fernando R. de la Flor

Cada nuevo libro de Ángel Zapata nos apela como lectores -y no sé si agregar: como ciudadanos, como entes políticos-, porque intenta dinamitar nuestra idea de lo que entendemos por real, de lo que entendemos por literario y de lo que supone incardinar el hecho creativo dentro de un proyecto de vida. Zapata es un caso singular dentro de nuestras letras, por su dedicación casi absoluta al relato breve; es teórico, sí, pero teoriza sobre o a partir del cuento; es prosista, pero sólo escribe relatos; es profesor de escritura creativa, aunque centrado -tengo entendido- en relato breve. Es pues practicante, teórico y profesor de relato corto, y por eso cada nueva entrega de sus piezas debe ser leída con atención, porque no es sólo un autor intuitivo que pone por escrito sus pulsiones -disculpen el vocabulario psicoanalítico que teñirá esta reseña, pero no hacerlo en el caso de Zapata supondría renunciar a buena parte de lo esencial-, que también, sino un fino diseccionador de la obra propia y ajena que no “hace” libros, sino que los talla como diamantes.

Materia oscura es un libro que puede extrañar a los lectores de relato más tradicional, aunque algunas colecciones más o menos recientes -pienso en los espectaculares Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón, o Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra- han estirado el género de tal modo que la llegada de Materia oscura puede acogerse sin dificultades como parte del mismo movimiento de apertura y ensanchamiento del género. Si en su anterior libro de relatos, La vida ausente, la presencia de cierto irracionalismo era notoria desde el guiño rimbaudiano del título, en Materia oscura es la razón de ser (o de no ser) de las piezas, resueltas muchas de ellas en estampas surrealistas donde las imágenes visionarias se aherrojan con un lenguaje flexible y firme a la vez, hermoso y resistente como un junco doblado por el viento -la imagen es de un poeta chino-. Hay bastante poesía o mirada poética en este libro, que no en vano se abre con una cita del poeta filósofo Paul Valéry sobre el vaciado de los objetos por la mirada, de la misma forma que la materia oscura forma gran parte del universo y es invisible a los ojos (es decir, es la realidad que a Zapata le interesa: la no evidente, la no palpable, la no descriptible de modo “realista”). Algunos relatos convierten al cuerpo en naturaleza, y otros transmutan la naturaleza en cuerpo; no en vano comparecen disfrazadas la alquimia juguiana (p. 78), los relatos proteicos de transformación o los soles negros de Lucrecio, en aras de una creación donde el sentido y la inmanencia son importantes, trascendentes dentro de su inapelable “aquendidad”, dentro de su aquí y de su ahora, que es donde se cuece lo literario -y lo político, una dimensión inevitable en Zapata-. Terminamos con una de las excelentes piezas recogidas, que dará una idea al lector de lo que puede encontrar en Materia oscura:



25/12/2016

Laura Erber, Ardillas de Pavlov; traducción de Julia Tomasini, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2016.

Esta singular novela de Laura Erber puede leerse de muchas formas: una confesión posromántica narrada de forma fragmentaria, un relato textovisual sobre el mundo del arte contemporáneo, pero también puede ser -y esta es mi lectura- una Bildungsroman irónica sobre la progresiva destrucción de un artista, Ciprian, a la vez que se forma su personalidad. Bajo este prisma de observación, Ardillas de Pavlos es una meditación crítica y a contrapelo acerca de cómo las prácticas del arte contemporáneo pueden causar, a través de becas y residencias, que el artista se deforme, en vez de formarse, cayendo en la banalidad igualitaria. La carrera artística descrita como rauda llegada a ninguna parte. El internacionalismo de bienales y residencias para artistas como modelo global de uniformización de los gustos y los comportamientos, en aras de una koiné tranversal y fácilmente intercambiable.

Para luchar contra cualquier uniformización estilística, Erber (artista y editora, amén de escritora), no cae en la insalvable contradicción de utilizar un estilo manido o convencional; muy por el contrario, crea una forma propia de contar, singular y con pocos parangones. Aunque hay novelas de Annie Ernaux, Mario Bellatin o Jimena Néspolo con las que podríamos emparentar su trabajo, las conexiones sólo serían superficiales: el uso de fotografía como elemento expresivo es muy diferente en los cuatro autores. En el caso de Erber, su condición de artista plástica nos invita a ser muy cautos a la hora de valorar por qué ha querido insertar numerosas imágenes pertenecientes a distintos archivos familiares, mezcladas con imágenes propias y de otros artistas. Como ha señalado Óscar García López en un artículo reciente, “dentro de un texto no podremos hallar otra cosa que no sean letras sin que el procedimiento de lectura cambie de tal modo que sea inevitable pensar que nos encontramos frente a algo modalmente distinto”[1]; en efecto, esto es siempre así, y el caso de Erber podríamos plantearnos si la imagen no convierte además al artefacto resultante en algo categorialmente distinto, en una suma de arte y literatura, o en el pensamiento artístico de una forma literaria, a través de una documentación cuyo registro no es el de la novela, sino el de la investigación artística sobre archivos, un movimiento muy vigente por motivos sociopolíticos en el Cono Sur y Centroamérica, como apuntamos al comentar El álbum de las rejas de Omar Pimienta.

“Me interesa muchí­simo la zona de frontera como zona de flujos y de contrabandos, la apertura de un lugar a otro, de un campo de percepción a otro, de un lenguaje a otro”, ha dicho la autora en una entrevista; en otra aclara -u oscurece- algo la relación crítica entre texto e imagen: “Quis manter uma tensão entre a aleatoriedade de algumas imagens e um nexo mais forte e jogar com essa expectativa do leitor que tem o impulso de pensar que existe uma associação afirmativa entre eles”. En efecto, aunque como lectores “queremos” que exista una afinidad entre lo narrado y las imágenes, en realidad Erber parece buscar una tensión entre lenguajes, una discordancia. Podemos fabular que esa distancia es similar a la que rige el lenguaje de la “ficción de origen” de Ciprian al contar su vida y su propia vida. Queda la duda de si los lenguajes se entienden o no entre ellos, pero quizá esa vacilación sea la almendra misma de la novela: Ardillas de Pavlov puede entenderse una elucidación sobre las posibilidades expresivas (del lenguaje, del arte, de la novela, del arte de la novela). También podemos entender, desde un enfoque más teórico, que la autora ahonda en lo expositivo y que su operación textovisual responde a la voluntad de redefinir el marco donde aparece la representación (Bolter y Grusin[2]), remediándola al convertir el texto en el lugar de exhibición de la imagen. Un libro que es, al mismo tiempo, una galería de arte o una exposición de fotografía documental[3].

Esto en lo tocante al afuera de la escritura; en lo interno, en lo “textual” entendido al modo antiguo, el relato de Erber agavilla decenas de historias que involucran a Ciprian y a su familia, así como a sus colegas y a sus amantes, creando una retícula de historias unida por su mediación interesada. “O romance acabou sendo um lugar onde eu pude fazer uma articulação, uma mistura de colagens desses relatos que eu vinha acumulando”, ha declarado la autora, y esa factura de patchwork o de collage está bien hilvanada a lo largo del libro, volviendo de cuando en cuando la recolección de casos biográficos a los mismos temas y obsesiones, muy ligadas a la convulsa historia de la Rumanía natal del protagonista. Hay una narradora que va apremiando a Ciprian para que no se estanque en su relato (véase, por ejemplo, p. 42), y avance en la narración de los acontecimientos. El resultado es casi siempre bueno y en no pocas páginas (pp. 68-69) se alcanzan cotas memorables. Ciprian no nos dice mucho sobre su arte, pero sí sobre las condiciones materiales de producción del mismo, sobre los circuitos internacionales donde debe integrarse para sobrevivir, para ganar una beca más u otra residencia artística en la que poder encontrar alimentación y cobijo. Eso le hace por un lado muy proclive y por otro muy resistente al memorable discurso de Ulrikka Pavlov (pp. 115ss), donde esta mentora denuncia las fallas estucturales del sistema artístico actual, gobernadas por pautas neoliberales que admiten cualquier crítica artística que contribuya a normalizar su existencia bajo el reflejo pavloviano de la denuncia pacíficamente expuesta en un museo o una galería. El arte crítico, parece decirnos Pavlov, parece decirnos Erber, no muerde tras el cristal de lujo de nuestros museos transparentes. Esa transparencia es enemiga del artista, que debería vivir apartado, fuera de los circuitos, independiente, para crear un arte digno de su nombre y capaz de una oposición real al estado de cosas. Ciprian escucha ese discurso con mucho interés, pero su guerra está en otra parte. Él se limita a recoger detalles, anécdotas, historias, como una ardilla entrenada (p. 58), para hacer arte después con ellos.

El trabajo del narrador, parece decirnos Erber, es exactamente el mismo.




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[Relación con las editoriales: ninguna; relación con Erber, ninguna, cordial con Zapata]



[1] Óscar García López, “¿Por qué lo llaman icono cuando quieren decir diagrama? Cimientos para una apologética exponencial de Charles Sanders Peirce en la teoría del cómic”, en CuCo, Cuadernos de cómic, n.º 7 (2016), [pp. 35-65], p. 39.
[2] Jay David Bolter y Richard Grusin (1996), “Remediation”. Configurations 4 (3), [pp. 311-358], p. 354.
[3] Véase El lectoespectador; Seix Barral, 2012, pp. 118-119.


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