sábado, 10 de noviembre de 2018

La solvencia de Andrés Barba


Andrés Barba, República luminosa. Barcelona: Anagrama, 2018.

Dentro de esa gran historia que Andrés Barba teje a lo largo de los años sobre la infancia y la crueldad (“la infancia es más poderosa que la ficción”, se lee en la página 85 de la novela), una asociación que Barba parece establecer como metáfora de lo enfermo dentro de lo sano de nuestra sociedad, o como acertado símil de la bipolaridad inherente a la propia condición humana, República luminosa es, en mi opinión, un salto adelante en su trayectoria, un paso redondo hacia la madurez narrativa de un prosista que desde muy joven ha tenido un lugar destacado en nuestras letras. Me resulta curioso no haberme ocupado antes de él en este blog, pero creo que el motivo es haber accedido a sus obras a destiempo (llego a República luminosa casi un año después de su aparición), dentro del ritmo extemporáneo con que simulan estar escritas, una atemporalidad que puede anunciar las altas posibilidades de que la narrativa de Barba sea una de las pocas llamadas a permanecer.

Barba, como el narrador de su novela, tiene una visión crítica sobre el “almibarado estereotipo de la infancia” (p. 107) que hemos construido socialmente. En varias de sus novelas hay exploraciones de las dimensiones menos insospechadas o más oculta(da)s de los niños, desde la violencia a la sensualidad pasando a la oposición férrea al mundo de los adultos. En el fondo, el razonamiento es de lógica aplastante: si la sociedad es cruel y nosotros somos seres oscuros y con zonas umbrías, por qué la infancia iba a ser un estado diferente, por qué íbamos a ser otros, en vez de ser sólo los mismos, en proceso de cocimiento. Eso sí: como todos hemos sido niños, sabemos que las novelas de Barba quizá exageran esas dimensiones retorcidas, pero tanto o más exagerados son quienes las obliteran por completo, presentando a los niños como la imagen de la pura candidez y la inocencia. “La dicha del niño”, decía Nietzsche en El caminante y su sombra, “es un mito tanto como la dicha de los hiperbóreos”. Por ese motivo, Barba y sus personajes no se proponen ser justos, ni benéficos, ni precisos, ni documentales: sus novelas no se proponen ser actos de periodismo. En ellas lo imaginativo y el lindero entre lo verosímil y lo imposible siembran el hecho mismo de escribir.


No comentaré el argumento —para eso están las contraportadas de los libros y las webs de las editoriales—, limitándome a apuntar que la historia me ha recordado mucho a Running Wild (1988), de J. G. Ballard, a la película El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960) y a la novela en que ésta se basa, The Midwich Cuckoos (1957), de John Wyndham. Pero cualquier parecido o posible homenaje en República luminosa es lo de menos; la portentosa imaginación de Barba pronto se apropia de la historia, la redimensiona y la lleva a otro lugar: la distopía o la crítica social bajo el marbete de ciencia ficción se transmutan por Barba en una novela metafísica, una obra existencialista donde el individuo en crisis no es un ser humano, sino la sociedad en su conjunto, de la que la ficticia y tropical ciudad de San Cristóbal es más un Aleph que un arquetipo. La capacidad de Barba para dar espesor a los detalles, a las psiques, al ambiente sofocante, a la humedad, a la potencia telúrica de la sangre, a las relaciones de amor y de odio, a los colores y calores, a los espacios, a las creaciones casi oníricas, es desconcertante. Siempre pensé que Barba era un narrador frío, de mirada nórdica, pero en esta novela parece escrita por una pensadora postestructuralista francesa mezclada con un novelista caribeño. Como todas las mixturas de este tipo, el resultado es de una belleza extraordinaria, sin dejar de ser —marca de la casa— desasosegante.

La novela de Barba contiene un libro interior de corte íntimo, cuyo tema es el amor. Ese minúsculo y hermoso tratado se va componiendo a través de una serie de comparaciones y asociaciones entre diversos avatares de la historia y la emoción amatoria, que mueven al narrador a buscar siempre un contrapeso al horror del argumento en el enamoramiento o en la sensación de amar: la amenaza tiene puntos de contacto con la seducción (p. 53), la credulidad para la magia funciona como el amor (p. 94), la pérdida de la confianza es una metáfora del desamor (p. 102), “el amor y el miedo tienen algo en común, ambos son estados en los que permitimos que nos engañen y nos guíen” (p. 127), etcétera. Tras estas correspondencias amorosas late, desde luego, la añoranza de la esposa muerta, que lastra la vida actual del protagonista y que le hace contemplar cualquier recuerdo bajo la especie de lo afectivo. Como puede verse, nada queda al azar en esta novela, muestra de la madurez de un narrador de impecable solvencia.


[Relación con autor y editorial: ninguna.]

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