sábado, 10 de junio de 2023

Tiempo de destrucción

 Las lecciones (in)completas de Tiempo de destrucción, de Luis Martín-Santos

 

Aunque en nuestros lares no es habitual que una persona sea valorada en su justa medida y en el momento exacto, por la secular inclemencia española, alguna vez sucede tal ventura, si bien, y por desgracia, suele andar la muerte por medio, especialmente la muerte temprana. Un ejemplo lo cita José-Carlos Mainer en De postguerra; se trata de un texto escrito por Jaime Gil de Biedma en 1964, para The Nation. El poeta catalán comentaba que acababa de producirse

[…] una catástrofe: la muerte del escritor y psiquiatra Luis Martín Santos, desbaratado por un accidente de automóvil. Aunque su oído para el ritmo verbal era pobre… poseía un talento literario considerable y era el escritor más inteligente, más educado, con más dominio de las ideas y de su oficio de toda la nueva literatura […] Su cuya primera y única novela, Tiempo de silencio, compone, con La colmena de Cela y El Jarama de Sánchez Ferlosio, el catálogo bien escaso de novelas valiosas aparecidas después de la guerra.

En efecto, era 1964 y acabábamos de perder una parte importante del futuro —otra más—, consistente en el repertorio virtual de obras que pudo haber escrito Luis Martín-Santos Ribera, de no haber mediado la desgracia; caudal que solo podemos imaginarnos, en un ejercicio de lectura hipotético-fantástica. Porque un narrador fallecido con cuarenta años, como el autor nacido en Larache el 11 de noviembre de 1924, es un novelista que desaparece cuando su madurez, personal y narrativa, está por llegar. Es un crimen con ensañamiento, que siega una trayectoria vital y quiebra una legítima aspiración estética, no solo para él, sino para sus lectores, huérfanos ya para siempre de algo que no han podido conocer.


Martín-Santos es hoy principalmente conocido por su novela Tiempo de silencio (1962), punto de inflexión en la narrativa española de su época. Como expone María Isabel de Castro García en Tendencias y procedimientos de la novela española actual (1975-1988), “se ha convertido en tópico que Tiempo de silencio, publicada en 1962, fue una novela que, desde el realismo, proponía otra novela. La obra de Martín Santos no significaba, en efecto, una ruptura con esa corriente, a pesar de la incorporación de técnicas narrativas y procedimientos insólitos en el realismo –el monólogo interior, los recursos de intertextualidad, la fragmentación discursiva, la inserción de la ironía–. Su propuesta consistía en abrir un camino hacia una nueva forma de realismo que contemplaba junto a la panorámica social, colectiva, una trayectoria individual, personal, singular, independiente”. Ese realismo, llamado por el propio autor dialéctico, como consecuencia de sus lecturas filosóficas, buscaba dinamitar la tradición realista que venía de Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán, y que se había abaratado, según el parecer general (que convendría precisar, aunque este no es el momento), con la llamada “novela social” de las décadas de los 40 y 50. Aunque algunos autores realistas, como Jesús López Pacheco, intentaban ensanchar en obras como El homóvil esa tradición con otras herramientas, el hecho es que solo Tiempo de silencio tenía la entidad o tuvo el acierto de dar un mazazo en el centro del predio realista y abrir el horizonte de posibilidades, aunque no faltó quien viera solo un oropel renovador, como Juan Benet, rodeando a un corazón objetivista. El comentario es muy benetiano, pero quizá no demasiado cierto, porque Martín-Santos no se proponía laminar esa estética (aunque alguna irónica andanada de peso puede verse en la página 45 de Tiempo de destrucción), sino recuperar dialécticamente lo que en ella había de válido para crear o recrear mundos y aunarlo con los hallazgos narrativos del modernism anglosajón y francés (Joyce, Faulkner, Proust, Woolf, Dos Passos, etc.), de los que beberá la mejor prosa del XX, tanto española como latinoamericana. De ahí precisamente su espíritu dialéctico: aunar los contrarios para lograr una síntesis superadora.

Terminado el primer embate, Martín-Santos se propuso una novela que, por lo que podemos deducir, parecía más ambiciosa en todos los sentidos: Tiempo de destrucción. Comenzó a trabajar en ella en serio, dejando partes muy avanzadas, pero el desgraciado accidente automovilístico impidió su conclusión y dejó la novela trunca. Aunque nuestro objeto es el segundo intento reconstructivo de Tiempo de destrucción, editado por Mauricio Jalón y publicado por Galaxia Gutenberg en 2022, no podemos obviar la primera edición de la obra, en 1975, a cargo del citado José-Carlos Mainer, gran experto en el período y que llevó a cabo un encomiable esfuerzo por publicar los bocetos de la novela en las mejores condiciones. El propio Mauricio Jalón reconoce haber partido del trabajo de Mainer, quien estuvo apoyado por familiares y amigos de Martín-Santos, para reconstruir el fragmentario manuscrito.

Sin embargo, la edición de 1975 no fue demasiado bien recibida, quizá porque editorialmente era presentada como una suerte de “novela póstuma” de Martín-Santos, mientras que la crítica de la época manifestó con claridad que se trataba de un proyecto de novela: eran los restos o ruinas de un edificio monumental que nunca había llegado a construirse, y que no debía tenerse por tal. Y, en efecto, así es; la edición de Jalón para Galaxia Gutenberg aúna las tipografías de las distintas partes, en aras de una versión no anotada, sin variantes y más accesible al lector —intención declarada explícitamente por Luis Martín-Santos en un vídeo de presentación de la misma—; pero, pese a su disposición más reconocible como novela al uso, basta la simple lectura de la misma para darse cuenta de que estamos ante un mapa fragmentado donde algunas regiones pueden estar cartografiadas casi por completo, pero en otras apenas quedan líneas borrosas, por utilizar el símil borgiano. Los tránsitos entre las cuatro partes propuestas son accidentados, brutales en sus disparidades, y nos falta una carta de navegación que nos oriente sobre cómo tenía pensado el autor casar prosas e incluso temas tan diferentes. A título especulativo y personal, calculo que el original definitivo podría haberse ido a unas seiscientas páginas, a la vista de los amplios territorios que se transitaban y de sus divergencias, que habrían de requerir numerosos fragmentos de costura y, sobre todo, del desarrollo de los temas y personajes apuntados. Y ni siquiera esa gran novela tendría por qué ser la definitiva; nunca sabremos si Martín-Santos, sobre ese vasto original, la habría después jibarizado y comprimido.

Hay que juzgar, pues, sobre lo poco que tenemos, aunque tengamos más de trescientas páginas legibles de Tiempo de destrucción. Y encontramos la vida de Agustín, un chico de provincias de quien, en la primera parte, “Aprendizajes”, conocemos su Infancia y corrupciones, por decirlo con el acertado título de Antonio Martínez Sarrión, así como la ascendencia formativa de un personaje clave, Demetrios. En la segunda y más lograda parte, “Enmascarados”, Agustín supera la oposición de judicatura con brillantez y elige el destino de Tolosa, donde nada más llegar toma contacto con un caso criminal cerrado en falso que, para su infortunio, intenta reabrir y esclarecer. Las partes tercera y cuarta son brevísimas y están apenas dibujadas; en “Exploración” Agustín conoce a la mujer que, presuntamente, habrá de cambiar su vida, y en “Combustiones”, la sección final, asistimos a una desintegración total tanto del sujeto protagonista como de la propia expresividad literaria, que llega a prescindir de conexiones sintácticas, en pos de un “lenguaje negro” (p. 326) cuyo tema es la inefabilidad.

Esto último ya venía avanzado en el texto que Martín-Santos escribe sobre lo que pretende hacer en Tiempo de destrucción, titulado “Lo que quiero contar”, que formaba parte de los póstumos Apólogos (Barral, 1970) y que se incluye con acierto en esta edición de Galaxia Gutenberg, donde el autor confiesa: “No estoy cierto de poder decir lo que tengo que decir. Tendré que demoler el idioma” (p. 18) y, en efecto, el estilo y la expresión son sometidos a un trabajo ímprobo del que sólo podríamos hallar en la época dos o tres parangones: su amigo Juan Benet (con quien escribió los relatos de El amanecer podrido, también recuperado por Galaxia Gutenberg en 2020), Juan Goytisolo y algo más tarde Miguel Espinosa. Pueden hallarse en Tiempo de destrucción recursos experimentales (es extraordinario el collage del capítulo “Venga solo”, o la alternancia vocal en “Voces que se solapan”, o la descripción del collar de perlas al romperse, etc.), y también hay una “noche de Walpurgis”, elemento que, según recuerda Juan Benet en Otoño en Madrid hacia 1950, era capital para él: “Entre los diversos […] dogmas literarios que a sí mismo se había dictado Luis, consistía uno en creer que toda obra literaria de envergadura debía incluir, y a poder ser en su parte central, una Walpurgisnacht”. Martín-Santos tenía su propio criterio respecto a qué elementos hacían clásicas a las obras canónicas y, a su manera, los reproducía, consciente de perseguir algo de similar grandeza. Su ambición puede parecer desmedida, pero es el secreto de una obra con pocos parangones de calidad, no solo en ese período, sino en cualquier otro. De hecho, Rebeca García Nieto, en un acertado artículo reciente sobre Tiempo de destrucción, escribe: “Es curioso que una novela de hace casi sesenta años sea, en muchos sentidos, más novedosa y ambiciosa que muchas de las novelas que llenan hoy las mesas de novedades”. Touché.

El argumento de la novela mezcla elementos inventivos con otros que parecen remedar o disfrazar experiencias propias, como su adolescencia o sus estudios en Salamanca. A este respecto, la profesora Esperanza G. Saludes, en su tesis doctoral Luis Martín-Santos: análisis de su narrativa breve (1980) cuenta un hecho significativo: a la muerte de Luis Martín Santos, su pareja, Josefa Rezola, “envió el manuscrito de Tiempo de destrucción al doctor Castilla del Pino por temor a que el padre de Martín-Santos hiciera cambios en el manuscrito en lo referente a las alusiones familiares”. Sin embargo, la participación de la familia ha sido fundamental, como cuenta Jalón, tanto para preparar la edición de Mainer en 1975, como para la suya de 2022.

El título, Tiempo de destrucción, teje una clara vinculación con su exitosa obra anterior, Tiempo de silencio. Por ese motivo, hay un elemento que no debe pasar desapercibido, sobre todo teniendo en cuenta que Martín-Santos era psiquiatra y había escrito un ensayo sobre psicoanálisis: el protagonista de Tiempo de silencio, Pedro, termina su novela reconociendo su impotencia psicológica: “es cómodo ser eunuco, es tranquilo estar desprovisto de testículos, es agradable a pesar de estar castrado tomar el aire y el sol mientras uno se amojama en silencio”. Y Tiempo de destrucción comienza, precisamente, con una escena sensual traumática, donde Agustín descubre su impotencia. ¿Puede ser casual esta estructura simétrica? ¿Cabe hacer, pese a la incompletud de la obra martin-santosiana, una especie de lectura simbólico-psicoanalítica de los sujetos varones de sus novelas como seres que, a través de la impotencia física, evidencian una castración ideológico-colectiva? ¿Se trataría de una alambicada y alegórica (p. 171) denuncia de la imposibilidad de generar esperanza en un ambiente yermo, donde la corrupción ambiental obstaculiza cualquier impulso creativo de grandeza?

Cualquier aseveración puede ser puesta en cuarentena, por supuesto, pero del prólogo “Lo que quiero contar” podemos deducir que las pulsiones y las zonas en sombra del individuo eran motivos claves para escribir esta novela. No se trata de esas predecibles compulsiones que cualquier persona tiene en su inconsciente, sino de algo más profundo: eso que duerme en nuestro interior y cuyo súbito descubrimiento en algún momento de la vida constituye la “sorpresa” trascendental que mueve al autor a escribir la novela sobre Agustín: “el descubrimiento de la verdad de uno mismo mediante la sorpresa es el descubrimiento de la realización de un destino que no había sido previsto ni buscado” (p. 16), como si algo en nuestro interior marcase un fatum que se impone sobre nuestra volición consciente, superando nuestra capacidad autodeterminadora. Tal es la “investigación”, social e íntima a un tiempo, a la que desea dedicarse Agustín (p. 165). Es decir, Agustín no sería un personaje de carácter, sino de destino, según la distinción de Rafael Sánchez Ferlosio, pero cuya revelación de destino es, precisamente, el leitmotiv de la obra, su cierre categorial, su finalidad.

En la novela puede apreciarse sin dificultad una crítica de hondo calado a la sociedad española, que continuaba la demolición comenzada en Tiempo de silencio. Una convicción no azarosa en un autor que fue detenido en dos ocasiones durante el franquismo por simpatizar con los movimientos socialistas clandestinos. El propio Martín-Santos, en su texto para el informe publicado por la UNESCO a raíz del encuentro de 1963 sobre realismo literario, explica: “en la actualidad, la única arma con que el escritor cuenta para la modificación de una realidad insoportable es precisamente la de escribir una novela suficientemente hábil para que pase la censura o suficientemente real para que preocupe políticamente al lector. No hay que olvidar que el escritor español oculta generalmente, bajo su caparazón de hombre de pluma, un animal político en trance de ser definitivamente emasculado” (citado en Gregorio Morán, El cura y los mandarines). Es decir, Martín-Santos sabía a la perfección qué y con qué fines escribía; pese a que en sus comienzos Benet y él querían distanciarse de la literatura engagé, años después se torna plenamente consciente de su compromiso literario.

A juicio de Constantino Bértolo en ¿Quiénes somos? 55 libros de la literatura española del siglo XX, la influencia de Martín-Santos fue tremenda en los años siguientes a su muerte, “cuando una buena parte de los autores que iniciaron su trayectoria bajo el sol del realismo se transfiguraron en convencidos leñadores del árbol caído y en paladines de la nueva estética donde la representación del yo y de sus vicisitudes morales, ideológicas, civiles y literarias iba a desempeñar un papel principal”. Este rescate de Tiempo de destrucción debería servir para alargar y ensanchar esa influencia en un sentido más duradero y hondo: su trizado recorrido es más que suficiente para mostrar un talento descomunal y un proyecto de escritura que, por sí mismo, debe tener un efecto no solo en los lectores, para entender la potencia literaria del XX, sino sobre todo en escritores de todas las edades, que deberían recorrer reverencialmente estas páginas para darse cuenta de todo lo que puede y quizá deba tener una obra narrativa: ambición, conocimiento de la tradición literaria, voluntad de hacerla crecer —e incluso de superarla—, y encontrar recursos propios y herramientas expresivas de nuevo cuño, en aras de una novela que cuente lo ajeno, lo propio, lo comunal y lo colectivo, lo físico y lo metafísico, las cosas y las ideas, los sabores privados y los sinsabores públicos. Una experiencia artística total, de la que el lector no solo salga crecido como lector, sino también como persona dotada de una aproximación intelectual al mundo. Solo quienes no hayan leído a Luis Martín-Santos podrán pensar que tal objetivo no puede lograrse. Porque Tiempo de destrucción demuestra que ni siquiera hace falta terminar una obra maestra para dar cuenta de la maestría que atesora. La obra será trunca, pero su lección permanece, completa.

 

 

Este artículo ha sido publicado en el último número de Cuadernos Hispanoamericanos (junio 2023).Puede leerse también en la web de la revista: https://cuadernoshispanoamericanos.com/las-lecciones-incompletas-de-tiempo-de-destruccion-de-luis-martin-santos/


[Relación con el autor: ninguna. Relación con la editorial: Galaxia Gutenberg es la editorial donde publico mis obras narrativas.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario