[Texto leído en el encuentro Atlas Literario Español, celebrado esta semana en Sevilla, durante la mesa redonda sobre tradición y cultura de masas]
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El arte sólo avanza si se abren nuevas puertas, si hay nuevos umbrales. De otro modo hay estancamiento y detención. Y eso es involutivo o acabará siéndolo en breve plazo.
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Por ello creo que es necesario –me lo digo a mí, y sólo a mí– un arte nuevo, innovador. Experimentador y no experimentalista; original y no originalista. Si les asusta la palabra vanguardia, no la usen. Pero no olviden que es la única actitud ante el arte (ya clásica y tradicional, tiene un siglo de vida) que intenta llevarlo más allá, preguntarse y responderse a la vez. El que sigue la tradición cerrilmente no se pregunta nada, no aporta nada, no dice nada.
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Me llama mucho la atención que personas que se definen como progresistas elaboren un arte conservador y estanco. Me sorprende bastante que escritores que se declaran públicamente socialistas e incluso comunistas utilicen en sus libros fórmulas decimonónicas de narración, modelos burgueses de escritura, técnicas de narrador omnisciente que responden a epistemologías de corte divinista o pertenecientes a un concepto de sujeto laminado y absolutamente destrozado por la ciencia, la filosofía, el psicoanálisis o la psicología, no ya contemporáneas sino incluso modernas. La obra de Freud es de finales del XIX, lástima que ésa se cite tanto y se comprenda tan poco. Hasta alguien considerado conservador como Harold Bloom cree que es uno de los mayores escritores de todos los tiempos. Hay quien prefiere los ensayos de un tal Juan de Mairena. También me fascina que esos mismos escritores comunistas o socialistas utilicen personajes que responden a esquemas sociológicos y psicológicos anacrónicos y de Ancien Régime, estructuralmente reaccionarios desde una –cualquiera– lectura ideológica. No digo que no se pueda hacer. Digo que me sorprende.
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También me sorprende ver a personas que se jactan públicamente de ideología progresista adoptar en su obra estrategias de mercado, y demostrar allá donde van una marcadísima preocupación (he borrado obsesión) por los temas económicos de la literatura, poniendo en segundo plano ésta última, u olvidándose de ella. No digo que no se pueda hacer, sólo digo que me escandaliza.
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Todo esto se solucionaría, quizá, si los escritores en particular y no pocos en general dejaran de jactarse de su ideología en público, esgrimiéndola como arma arrojadiza, en vez de mostrarla como una simple opción cívica, que es lo que es. Yo por eso nunca hablo en público de mi ideología. Me ahorra contradicciones.
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Dicho esto, abogo por un arte proyectivo, en el doble sentido temporal y arquitectónico de la palabra. Un arte de escribir que lance el lector hacia delante, y que sea un proyecto, esto es: algo complejo –no complicado–; ambicioso –no soberbio–, útil, hermoso y, sobre todo, habitable. Un texto que no dé la razón a los fukuyamas críticos que sancionan el fin de la historia literaria, cuando el único final que ha llegado es el suyo.
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A mí lo que me interesa de la tradición es reventarla. Pero, obviamente, para destruir algo, y de esto saben los ingenieros que derriban casas, hay que conocerlo bien. A fondo. Hay que saber dónde están los cimientos, para colocar las cargas explosivas en el lugar exacto. Una bomba literaria colocada en un tejado no produce efecto alguno. Pero una sacudida en algunos cimientos de la novela, como el narrador omnisciente impersonal, o la linealidad del tiempo narrativo, es significativa. Alguien decía que en España se sigue haciendo novela como si Joyce, Musil o Beckett no hubiesen existido. Y tenía razón, así es. No hay que imitarles, hay que imitar su ejemplo, su capacidad innovadora, su reflexión crítica acerca de la tradición precedente. Suelo repetirlo: el 90% de lo que hoy consideramos clásicos indiscutibles eran autores que en su tiempo eran experimentales o fueron incomprendidos.
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Escribe Flaubert en Bouvard y Pécuchet: "Por otra parte, en ese tiempo una retórica nueva anunciaba que hay que escribir como se habla y que todo estará bien con tal de que haya sido sentido, observado. Como habían sentido y creían haber observado, se juzgaron capaces de escribir. Una obra de teatro es incómoda por la estrechez del marco; pero la novela permite más libertades. Para escribirla buscaron en sus recuerdos" (Montesinos, Barcelona, 1993, p. 130). Cualquiera puede escribir, porque los medios identifican novela y memoria, como si todo lo que se parezca a Las cenizas de Ángela fuera narración literaria. Lo íntimo y lo banal, la confesión sensiblera y melodramática, escritos en tono menor y con absoluta carencia de ambición narrativa, son hoy el pan nuestro de cada día, el nuevo panem et circus con que muchas editoriales entretienen a las masas. Historias comunes para gente común, se nos dice. Hace poco leía un ensayo de Gore Vidal, escrito en los años 50, donde apuntaba que lo bueno de la televisión es que se había apropiado de toda esa basura sentimentaloide y vacua, dejando a los narradores el campo expedito para hablar de cosas más profundas. No sé qué dirá ahora, cuando multitud de novelas parecen libros de autoayuda y, quizás, lo sean.
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No podemos evitar la influencia de la cultura de masas. Todos estamos afectados por ella y la publicidad, la televisión, la prensa y las tecnologías digitales han formateado nuestro cerebro llegando su impacto, según algunos científicos que cito en La luz nueva, a niveles neuronales. Incluso escritores que no ven televisión, como nuestra estupenda Lolita Bosch, definen su postura literaria por oposición a ella, lo que denota, oblicuamente, su importancia. Lo único que importa aquí es conocer las leyes de los mass media para ser sólo afectado por ellos, pero no manipulado. Los narradores sois técnicos en manipulación, y los media son tanto inspiración como competencia. Tenemos que aprender mucho de ellos, de cómo atrapan al espectador y lo enganchan. Aprender, no reproducir acríticamente sus procedimientos. El objetivo es tomar sus técnicas y sublimarlas, darles consistencia literaria, algo mucho menos fácil de lo que parece, por dos motivos. Uno, obvio, es que están pensados para la imagen, y no para la palabra, con lo cual hay que hacer algún tipo de salto expresivo. Otro, que sus procedimientos técnicos están en perpetua mutación y desarrollo, de modo que hay que separar el grano de la paja para no confundir lo estable con lo puramente transitorio y coyuntural. Me explico: el reality show, a mi juicio, tiene poca resistencia, pero la reciente necesidad general de exhibir públicamente los sentimientos, siendo capaces algunas personas de confesar a una cámara y a cientos de miles de espectadores lo que no suelen decirle a su pareja o a su familia, sí es un material duradero y sobre lo que merece la pena escribir. En ello estamos.
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Se han mojado:
- Luis Gámez
- Luis Vea García
- Vicente Luis Mora
- Miguel Espigado
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- Administrador
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- Carlos Gámez Pérez
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- Toto
- Administrador
- Carlos Gámez Pérez
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- Vicente Luis Mora - Respuesta a Jordi Carrión
- Jordi / Jorge Carrión
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- Toni Montesinos
- Yahoo News (sin desperdicio)