En los dos libros de Mondadori que citaré hay varias referencias a las causalidades. En general, no me gustan mucho las casualidades, ni el azar como asunto narrativo –creo que su abundancia en la narrativa actual podría ser una desgraciada herencia de Paul Auster, que tiene otras facetas más interesantes–. Para mí las coincidencias tienen el escaso encanto de los números capicúas: son hechos que se leen igual desde los dos lados. Uno dice: “mira, un capicúa”, y luego da un trago a su refresco. Uno se entera de que nació en el mismo año que su interlocutor, y acto seguido piensa en la lista de la compra. Por si acaso en un futuro inmediato las casualidades se demuestran científicamente como hechos de suma (o alguna) relevancia, hago constar que La familia de mi padre, de Bosch, y Cultivos, de Rodríguez, están publicados en Mondadori. Y que los tres libros, si incluimos Esto que ves es un rostro (Sexto Piso, 2008), de Bosch, tienen como trasunto semántico principal la figura del padre. Aquí acaban las coincidencias entre los libros; centrémonos ahora en los pasadizos entre ellos.
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Ni España ni yo somos así. El hispanista Julio Ortega ha expuesto en alguna ocasión que la narrativa española joven más interesante se caracteriza por ser una narrativa española sin España. Los códigos territoriales han sido vencidos por una concepción narrativa globalizada y tendente a buscar y a buscarse en espejos diferentes, plurinacionales, que incluyen también lecturas e influencias de otras lenguas y países. En su último y excelente ensayo, Mentiras contagiosas, Jorge Volpi defiende su derecho a insertarse en otras tradiciones: “Quizás la nacionalidad de un autor revele claves sobre su obra, pero ello no indica –o al menos no tiene por qué indicar– que esté fatalmente condenado a hablar de su entorno, de los problemas y referentes de su localidad, o incluso de sí mismo. La ficción literaria no conoce fronteras: si ello es visto como un triunfo de la globalización y del mercado es porque no se comprende la naturaleza abierta de la literatura”[1].
Cultivos, entre otros varios propósitos, se plantea como el intento de narrar unas tierras extremeñas, de contar una historia, la de las personas aún atadas a la agricultura y a la tierra, para a partir de ahí lanzarse a lo universal. Sin solución de continuidad se pasa de Ceclavín a Londres o a Nueva York. En medio no está España, es una idea que ni siquiera aparece en todo el libro. Cultivos es una novela glocal, como lo es La familia de mi padre. “Por esto ahora que he vuelto y me he detenido dando un salto silencioso para plantarme en tierra firme, como una cigüeña cuando aterriza, he revisado el trazo sino en una historia. De una herencia extraña, compacta y transparente, y he podido escribir: yo no nací en un lugar sino en una historia”[1], escribe Bosch. Pero la extraterritorialización de Bosch va más allá de su adscripción deliberada a unos registros literarios o a unos códigos nacionales elegidos. Se aferra a lo literario sustancial, al lenguaje: México, por ejemplo, no penetra sólo por las referencias históricas y semánticas de un libro como Insólita ilusión, insólita certeza, que puede leerse como un manual histórico del México maravilloso en paralelo al México real, a la fantasía hiperreal en que este país hermano consiste; México penetra en la obra de Lolita Bosch por el lenguaje, y así modismos como “jalar” (p. 16) se anudan a la memoria catalana y a los poemas en catalán de Maragall como un todo irresuelto: quizá la narrativa española contemporánea sea, precisamente, esa voluntad de no resolver, de no disolver, de no absolver: de considerar al mundo como un tejido de hilos diferentes que se entrecruzan, y no un rompecabezas donde cada país esconde sus cubos para que no se rocen con los demás. Ya no es la narrativa, la obra literaria, un jardín de senderos que se bifurcan, sino el propio mundo.
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Imagen. Las minuciosas descripciones rurales de Julián Rodríguez en Cultivos, hechas con una exquisitez tal que nos permite ver la escena, son sustituidas en La familia de mi padre por las fotografías tomadas por la propia Bosch. Ambos libros son ejercicios de memoria, de memoria familiar, para ser más exactos. Para Rodríguez la memoria tiene un componente estético, y su visualidad es literaria, es una imagen forjada de palabras. Para Bosch, lo importante no es la imagen, o el lugar concreto, sino la historia que subyace y el simbolismo que arroja esa instantánea sobre la historia total. En la página 55 se reproduce un paisaje yermo y se escribe: la nada: un lugar vacío donde hubo algo que no puede ser remplazado”. Es la ausencia familiar –y la desaparición del legado familiar, manifestada en la inundación de la colonia industrial creada por el antepasado– lo que interesa contar, no el lugar en sí. “Yo no nací en un lugar sino en una historia”, sostiene Bosch, y si citamos tanto la frase es porque es una especie de mantra que se repite numerosas veces a lo largo de La familia del padre y es, en buena medida, una auténtica poética de la obra. Frente a la preocupación simbólica, Rodríguez sí se preocupa por el lugar. Y es curioso que un dedicado estudioso de la fotografía como él la descarte para contar su historia: para él procesar la descripción es recrearla en el tiempo, rehacer la imagen originalmente en el único lugar posible para reconstituirla: la mente del lector. Bosch parece decir: “de aquello nada queda, lo que queda es esto, donde los gestos y los hombres operan por ausencia”. Rodríguez parece decir: “es absurdo buscar aquel lugar, ya no existe, pero voy a intentar situarle a usted en él”. Para Bosch la imagen (fotográfica) es un instrumento más para documentar la historia, como lo era para Sebald o para David Eggers, que también han incluido imágenes en sus novelas, presumiblemente para darles un lugar, para acotar aquello que tienen de reales, para conferir verismo. Para Rodríguez, la imagen que cuenta es aquella que la literatura es capaz de formar en la mente. No importa correr el riesgo de que cada lector acabe teniendo una imagen distinta de los mismos hechos: para Rodríguez, esa singularidad intercambiable es precisamente la esencia nuclear de la memoria. Para Bosch, como para Santiago Alba, la imagen es el “alma exterior, un ‘espíritu’ desprendido y emancipado del cuerpo y reproducible por medios industriales: la imagen”[2]; para Rodríguez, como para Barthes, “la imagen (…) es la cosa misma”[3].
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ya no se trata de matar al padre
sino de adivinar su nombre real
Gonzalo Escarpa, No haber nacido
El orden de lectura de los libros de Bosch sería el de publicación, porque parece ser el de escritura y el lógico desde el punto de vista psicoanalítico. Esto que ves es un rostro sería, en términos celianos (de Camilo José Cela, Oficio de tinieblas, 5), la purga de un corazón, tras la desaparición del padre. La familia de mi padre es lo que Freud llamaría la elaboración del duelo, un largo proceso compuesto de elementos irracionales (la decisión de rastrear la historia familiar) y racionales: el uso de la Historia para contar la historia que se necesita contar. En el primer acto / paso / libro, se trata de combatir el dolor, de exorcizarlo mediante un exabrupto, canalizado a través del monólogo y el torrente de conciencia; en el segundo, de aceptar el hecho de la desaparición y de comprender la exacta significación que el desaparecido ha tenido para uno. Hablo de los libros de Bosch y hablo de toda la literatura de la supervivencia y hablo de todas y cada una de nuestras experiencias personales al perder a alguien.
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Estos dos libros de Bosch y Rodríguez, a los que podríamos sumar otros libros de autores tan diversos como Mario Bellatin, Ray Loriga, Robert Juan-Cantavella, Vila-Matas, Juan Bonilla o Félix Romeo, fundan un género literario que podríamos denominar Autonovela. La Autonovela sería el punto de encuentro de la autoficción con la metaliteratura, donde los materiales autobiográficos y las reflexiones constructivas generan un tipo de libro que supone la escritura de uno, con un mayor o menor grado de ficción y teoría, según autores. La Autonovela tendría, por tanto, dos requisitos: una escritura total o parcialmente autobiográfica, y la autoconsciencia dentro del libro respecto a la construcción de esa experiencia vital (que puede ser la de uno, o que puede ser la de uno en relación a la experiencia de alguien muy cercano, como la de Amarillo de Romeo o La familia de mi padre de Bosch). La Autonovela es una de las salidas a la crisis de la novela, y es una especie de testimonio psicoanalítico, deja en el papel el rastro de la terapia del escritor a la hora de afrontarse, la hora de confrontarse, bien en el espejo del propio libro, bien en el espejo de otra persona, oponiendo dos biografías paralelas. La Autonovela no sería tanto un libro del yo como de la conciencia de la dislocación del yo, de su dispersión: si hay algo que montar es porque está fragmentado, si hay que construir una historia de uno es porque la unidad subjetiva es una ficción, una construcción narrativa de la identidad. “De nuevo, yo”, escribe Rodríguez (Cultivos, p. 27), y la cursiva es una metáfora visual de la distancia: implica que el yo es una cuestión, es un tema, algo de lo que hablar y por lo tanto algo ajeno a uno, o parcialmente ajeno, de lo que se puede escribir “a la debida distancia”. La Autonovela admite la confesión, la fabulación bajo la especie de otro, la anotación documental (de ahí la presencia habitual de fotografías o documentos reales), el testimonio, la entrevista. La Autonovela es mejor cuanto menos narcisista y más autocrítica. Una de sus intenciones es no olvidar, que es otra forma de fijar la identidad, a través de la memoria (de otros sobre uno y de uno sobre los otros). Por su difícil encaje con la novela convencional, los autores tienden a justificar(se) en el propio libro el por qué de este modo de abordar la narración identitaria, sembrando el texto de apelaciones a la decisión primigenia, al proceso escriturario (Julián Rodríguez), a la relación con los editores (Bosch), a la condición anfibia y a la frágil frontera entre ficción y realidad, eso que Eduardo Lago ha llamado realidad porosa en alguno de sus Autocuentos de Ladrón de mapas. La Autonovela es hoy el campo de batalla donde transcurre esa eterna lucha incruenta entre la literatura y la vida, entre los libros y la experiencia autobiográfica o, más bien, en el conflicto interno de los libros (los escritos y los leídos) como experiencia autobiográfica.
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