Martillos
neumáticos palabra e imagen bioavance explosivo
William Burroughs, Nova Express
En el mundo de Goethe el crujido del telar
era aborrecido como un ruido ingrato; en el tiempo de Ulrich comenzaba a
hacerse agradable el canto de las máquinas, el de los martillos y de las
sirenas de las fábricas.
Robert Musil, El hombre sin atributos
Si bien no todo el monte es orégano, creo no desbarrar demasiado al
sostener que buena parte de la mejor literatura en castellano está siendo
publicada en editoriales independientes. Acaba de sumarse al numeral indie el sello Balduque, con un
deslumbrante comienzo: la novela Martillo,
primera de Alejandro Hermosilla (Cartagena, 1974), una obra reticular y
absorbente que no cabe sino aplaudir por su madurez, quizá ayudada por el hecho
de que su autor haya publicado su opera
prima en la cuarentena.
Podría parecer fácil presentar esta novela, pero en realidad es
bastante complicado. Se solucionaría el expediente con rapidez aludiendo a
tópicos narrativos como el juego de espejos, las muñecas rusas, el trompe-l’oeil, la metaficción (p. 163),
etcétera. La palabra “fragmentarismo” también sería apropiada e inoportuna a la
vez para acercarse al libro. En realidad, podríamos decir que uno de los símbolos
que mejor explica la literatura del escritor murciano es el caleidoscopio que
nos conduce irremediablemente a observar sus creaciones desde las más variadas
y, por momentos, insólitas perspectivas. Basta animarse a hacer girar el
caleidoscopio y, continuamente, aparecen nombres de escritores como Lovecraft,
Artaud, Ali Bey, Pitol, Potocki, Borges, etc., que podríamos conectar con la
estética del escritor cartagenero en un proceso que se revela, aparentemente,
infinito. De esta forma, comenzamos a sentir la presencia del caleidoscopio
lingüístico construido por Alejandro Hermosilla como un órgano vivo,
perteneciente a un amplio cuerpo (la literatura) en el que todas las partes se
encuentran conectadas entre sí. Pues basta que el caleidoscopio se desplace levemente
hacia un lugar u otro para que todo lo sostenido hasta entonces sobre un
escritor quede en entredicho y el arte de continuos equívocos que este objeto
propicia continúe extendiéndose. En este supuesto, el tejido central de Martillo se arma mediante tres tipos de
citas: las implícitas, que son las intertextualidades apropiadas de las obras
enumeradas en la nota final (p. 223); las explícitas o remisiones, que son
citas de autores explícitamente mencionados en el texto; y, por último, las
apócrifas, referentes a libros ficticios, como el Necronomicón. De modo que ambas capas textuales se entretejen,
creando un sustrato límbico del que se irá alimentando la narración como si de
un inconsciente narrativo se tratase. Hermosilla se procura un ello textual, epicúreo y promiscuo, del
que tirará el superego constructivo.
Dicho de otra forma, un temblor
dionisíaco afecta tanto a la semántica del libro (cuyo gran asunto es el deseo y los apetitos
rabelesianos, pues Martillo es una
novela carnavalesca en todos los sentidos), como a la estructura. Estructura
textual que, además, se plantea como un remedo de la ciudad de Fez y su doble
mitológico y fantástico, Ubar, posible alusión al Uqbar borgiano. De ahí que la
forma más precisa de definir esta novela -árabe, dionisíaca y urbana a la vez-,
es, por supuesto, mediante el concepto de texto-medina
de Juan Goytisolo, fundado sobre el de ciudad-palimpsesto,
como decía el autor de Makbara en un
trabajo sobre la obra de Orham Pamuk. Por cierto, es extraño que en una novela
innovadora, fundada en un gran trabajo sobre el lenguaje, ambientada en
Marruecos, que defiende la ruptura del ritmo narrativo como herencia de la
cultura árabe (p. 151), sexualmente provocadora y que sostiene una visión
pro-arábiga, no aparezca por ningún lado el nombre de Goytisolo, sobre todo
porque precisamente Makbara ha venido
en más de un momento a nuestra mente durante la lectura (también el Vathek de Beckford, minuciosamente
obliterado).
Frente a la idea “occidental” de bien, Hermosilla convoca al travieso efrit o demonio de la mitología árabe
como vehículo rector de las transformaciones de los personajes. Novela de la
carne y la reencarnación, de la pulsión sexual, al fin y al cabo, Martillo es un libro dichoso (p. 164),
celebratorio, de ansia vital. Por ello, Hermosilla, como Nietszche, resemantiza
en su novela el concepto de Daimón, siendo su concepción, coaligada con la de
Mal, una fuerza positiva que equivale a creación, producción, vitalidad,
mientras que el Bien sería mediocridad, placidez, sacrificio inútil. Las
fuerzas maléficas (representadas en la novela por los primigenios lovecratianos) son convocadas para descubrir su fuerza
regenerativa tras la destrucción (destrucción de la sociedad, del texto, del
párrafo). La revelación surge del hachazo en la cabeza (Kafka, Diarios) o del martillazo a los
conceptos (Nietzsche, El crepúsculo de
los ídolos). Algo parecido a lo que le sucede al hombre contemporáneo,
incapaz de reunir los fragmentos de su ser dispersos alrededor de los más
incógnitos parajes y regresar al Edén (p. 91), y que encuentra en la reordenación asistemática de esos
pedazos rotos su identidad. Es el efrit malvado
y fértil, en consecuencia, el que
permite hilar el libro a través de las transfiguraciones y metanoias de los mismos
personajes a través de las épocas, como esa princesa cristiana medieval que se
convierte en Scherezade y después en una bailarina de rasgos latinos (cf. pp.
119, 156 y 180). Repeticiones, arquetipos, giros, apariciones y reapariciones
(de párrafos y de personajes), metamorfosis textuales que revelan
trasvestismos, eso es Martillo, que
recuerda en su monocorde prosodia textual al martinete flamenco, pero que se
eleva, semántica y estilo mediante, a la más compleja y sensual de las
composiciones musicales árabes, puesto que el narrador reverbera aspectos de la
trama en medio de digresiones que nos desvían de la narración central,
haciéndole a uno sentir que se encuentra en medio de una calle con varios asnos
obstaculizando el tráfico (p. 163).
El único problema de este sistema de composición, donde no todos los
materiales son originales, es que resulta difícil saber a quién hay que achacar
la responsabilidad por los fallos. En este caso, y tratándose de una especie de
homenaje al otro cultural, manifestado
por lo árabe en general y por lo árabe marroquí en particular, se comete algún
desmán, como hablar de “Oriente” (p. 46), concepto huero y ideológicamente
connotado en términos generales, pero además impropio para hablar de Marruecos,
que es tan occidental en el mapa como España (y si el término “oriental” se
toma en otro sentido que el geográfico, el error queda bien explicado por
Edward Said en Orientalism). Amén de
esa confusión exotista sobre Oriente en Marruecos, también se comete otra no
menos preocupante para quien localiza o ambienta una novela en un país del
norte de África: no distinguir árabe de
musulmán, error bastante extendido
(hay árabes que no son musulmanes, como muchos tunecinos, vgr., y muchos
afroamericanos estadounidenses son musulmanes sin ser árabes), como el de
identificar indios con hindúes. El problema, como digo, es que seguramente
Hermosilla sabe estas cosas, pero alguno de los autores de los textos
apropiados, remezclados o sampleados lo ignoraba. En tal caso, surge una
curiosa problemática intertextual: ¿es el autor que remezcla obras responsable de los errores de los textos
que incorpora? ¿Debe elegir fragmentos libres de errores? ¿Debería acotar los
mismos y depurarlos en la traslación, mediante aclaraciones, puntualizaciones o
ironías? Interesante problema, al menos para mí, que dejamos para otra ocasión.
Para terminar, podría decir que este mosaico, este conjunto de
cristales rotos en reordenación sistemática, esta potencia esquirlada que
recuerda a la primera novela de Javier Pastor, este “viaje chamánico a los
confines del yo”, como lo describe J. F. Ferré en su prólogo, esta otredad
berberisca injertada a la fuerza (por la fuerza del estilo) en nuestra
literatura, con sus aciertos y fallos, manes y desmanes, merece ser leída por
la simple y poderosa razón de que es uno de esos pocos experimentos narrativos
que salen bien.
NOTA: Me parece justo indicar que en determinados pasajes de la reseña
se copian –utilizando las técnicas del sampleado
tan extendidas en el contexto musical– fragmentos, frases, palabras,
acentuaciones o modulaciones de diversos artículos y trabajos de Alejandro
Hermosilla, como éste
o éste,
o la propia Martillo.
Leo esta reseña y no sé si interesarme por la novela, porque tanto entusiasmo del crítico desemboca en una -casi no- velada crítica a la construcción del texto. Y me queda otra curiosidad: ¿sabe o no sabe escribir el autor? ¿Vale la pena leerlo? Porque para leer otro collage o palimpsesto más...
ResponderEliminarVale la pena leerlo y sabe escribir muy bien. Creo que queda claro en la reseña. Saludos.
ResponderEliminarDesde Berlín te he buscado y los organizadores del Festival o los de VersSchmugel no pudieron darme noticias tuyas. Ana María Rodas
ResponderEliminaranarodas6845@yahoo.com
Ana María, te he enviado un correo. Me alegra saludarte, un abrazo.
ResponderEliminarAunque aún no leo Martillo, tu reseña me ha hecho reflexionar que en general no somos del todo justos con quienes se atreven a hacer algo de una forma distinta. No es lo mismo tener un desliz, digamos, siguiendo a pies juntillas el manual de tópicos de redacción, que hacerlo asumiendo todos los riesgos posibles. Hay en los errores de quien intenta salirse del camino una ingenuidad que incluso fallida puede resultar de lo más evocadora. Tomo nota. Saludos
ResponderEliminarEstoy de acuerdo contigo, Martín. Pero creo que la reseña es muy favorable al libro y a su espíritu innovador. Ojalá leyese un libro como éste todos los meses. Saludos y gracias por venir.
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