Qué me importa a mí el naufragio del mundo,
lo único que me interesa es mi bendita isla.
Friedrich Hölderlin, Hyperion
¡Qué terror tan dichoso y santo, qué
saludable espanto cuando sepa, por ese puro vestigio de la gracia, que su isla está
misteriosamente habitada!
Paul Valéry, Monsieur Teste
Uno
no siempre escribe de lo que quiere, no porque no sea libre, sino porque a
veces lo impiden azares extraños o circunstancias personales. Una serie de
catastróficas desdichas ha impedido que hasta hoy les hable a ustedes de uno de
los narradores a quien más respeto y uno de los pocos coetáneos a los que –con
toda tranquilidad lo digo– admiro. No
tendrán que esperar a las líneas azules del final para saber que Ibáñez y yo no
somos amigos, apenas nos hemos encontrado una vez, aunque hemos mantenido
correspondencia sobre cuestiones literarias, carteo que comenzó a causa, si mal
no recuerdo, de nuestra común admiración por el poeta Wallace Stevens.
Espere
uno lo que espere encontrar en una novela, es imposible no hallarlo en las de
Andrés Ibáñez. Si el lector quiere acción, la hay; si es sexo, buena
construcción narrativa, visiones sobre la violencia actual, excelente estilo o
filosofía profunda lo que busca, en sus novelas se topará con todo ello; ya
persiga el lector una lectura amena o una compleja, ambas posibilidades están, a la vez y milagrosamente, en sus
textos; y si busca un repertorio de procedimientos literarios, una revisión de
la sociedad de nuestro tiempo (y de buena parte de los pasados) y personajes
sólidos y bien tramados, tendrá donde elegir en Brilla, mar del Edén (2014).
En esta novela, Andrés Ibáñez conforma el accidente
de un avión frente a una isla, quizá inapropiadamente, como un naufragio, e
incluso los supervivientes construyen un refugio llamado Villa Naufragio (p.
97), aunque el autor quizá se basa en la segunda definición del término, que lo
presenta como “pérdida grande, desgracia o desastre” (DRAE). Producida la
catástrofe, los supervivientes se organizan en la playa para hacer recuento,
curar las heridas y salvar lo posible de la carlinga. Supongo que les suena el
argumento: era habitual en las “novelas” clásicas griegas (configurando, de
hecho, uno de los tipos de cronotopos bajtiniano en la novela griega), está en
la génesis de Robinson Crusoe, novela
que parece de obligado rescate para pasar al canon (véanse los acercamientos de
Coetzee y Franzen, mucho más interesante y valioso el primero) y, sobre todo,
es el punto de partida de Lost, la
serie televisiva. He escrito “sobre todo” porque Ibáñez parte explícitamente de
Perdidos para construir la novela,
sobre todo en las 300 primeras páginas, alejándose progresivamente en las 457
restantes del serial televisivo, lanzándose entonces a unamaravilla
arquitectónica de imaginación y fantasía desbordantes. Los puntos de
coincidencia con Lost son obvios: Joseph parece Jack, el médico de la serie, y Wade es muy parecido a Locke e igual
de enigmático (p. 42). Juan Barbarín, el protagonista y narrador de la novela,
siente que la jungla le observa (p. 45), y los personajes oyen voces. El oso
polar de Abrams y Lindelof es sustituido por lobos gigantes (p. 82) y el humo
negro por una columna azul (pp. 93-95) que resulta ser el Dr. Manhattan de Watchmen; en la p. 551 aparece el campo
de golf, etcétera. Los más lostófilos pueden
disfrutar hallando más puntos de contacto. Aunque, como digo, la novela tiene
imaginación de sobra, extraña un poco la honda dependencia del relato
televisivo. Poniéndonos en la tesitura del abogado del diablo, ¿por qué uno de
los narradores más imaginativos del panorama peninsular toma, como punto de
partida y como estructura –pues también se utilizan los flashbacks individuales de la serie– a una conocida serie de
televisión?
Andrés Ibáñez: Me gustaba Lost y, como me pasa muchas
veces cuando algo me gusta, quería escribirlo. Me divertía inspirarme en una
serie de televisión y no en una fuente literaria. Me parecía que era lo que
había que hacer, dado que algunos de los relatos que más me interesan en la
actualidad no son novelas, ni películas, sino precisamente series. Pensaba,
inevitablemente, en Cervantes inspirándose en novelas de caballerías que a él
le parecían “cultura popular” pero que de cualquier modo le fascinaban. Es un poco
lo mismo. Pensaba también en la imitatio
de mis amados renacentistas. Quería practicar la imitatio. Robar, al estilo posmoderno.
V.L.M.:
Algo me imaginaba respecto a Cervantes, la verdad, porque en la novela pululan
incontables homenajes literarios o menciones: Rainer María Rilke, Robert Frost,
Swift, Octavio Paz, Jardiel Poncela (Fernando Valls ya ha apuntado la relación
del capítulo 56 con “La lista” de 34 mujeres de Jardiel, y también podríamos
remitir al diario de Arthur Schnitzler, donde anotó no sólo todas sus amantes,
sino también todos y cada uno de los orgasmos que tuvo desde los 17 años hasta
su muerte), Pynchon, Murakami, John Donne y, sobre todo, a Roberto Bolaño,
personaje explícito de la novela y al que se dedican varios capítulos, incluyendo
un poema apócrifo (pp. 349-342). También, a través de Lost, se incorporan numerosas referencias literarias y filosóficas
que habían tenido en cuenta los guionistas de la serie: la filosofía de Locke,
el “monstruo” de El señor de las moscas,
de William Golding. También sospecho que la Columna Negra es una reminiscencia
del monolito de 2001, An Space Odissey.
El sueño en común que tienen Juan y Cristina (p. 689), ¿tiene algo que ver con
el que tienen el agente Cooper y Laura Palmer en Twin Peaks?
Andrés Ibáñez: Una de las cosas que me interesaron más
de la serie Lost era la importancia
que en ella tiene la manipulación. Cómo es posible engañar una y otra vez a las
personas por medio del miedo, los principios, la ciencia, ¡cualquier cosa!,
para encerrarlas en pequeñas burbujas y convertirlas en máquinas asustadas que
no se atreven a cuestionar la versión de la realidad que han recibido. Pensé mucho en la segunda parte
de Don Quijote cuando planeaba la
novela, sobre todo en la forma en que casi todos los personajes de la novela se
dedican a crear grandes espectáculos para Don Quijote, una realidad falsificada
que él se cree a pies juntillas. Lo que parece decir Cervantes es que hace
falta estar loco para creerse lo que la realidad nos presenta.
Sí, es posible
que la Columna Negra, que yo veo como una especie de enorme roca o peñasco, sea
un recuerdo de 2001, que es una de
las obras de arte que más me han influido y obsesionado a lo largo de mi vida.
El sueño compartido de Juan Barbarín y Cristina es un elemento importante de la
historia. Ese sueño, que es algo más que un sueño porque es una visión real y
compartida, nos habla de una comunicación posible de las almas. Creo que el
estudio de la conciencia es un tema clave de nuestra época. Es relativamente reciente
aunque, según yo lo veo, está dominado por teorías previas: que la conciencia o
la “mente” no existen, que la mente es como una especie de ordenador, etc. Al
estudiar la conciencia, lo más importante que debemos comprender es que es
independiente del cuerpo y que no “está” en el cerebro. La conciencia es un
campo que nos engloba, no algo escondido y aislado dentro de nuestra cabeza.
Hay un nivel de la conciencia, una especie de gran esfera llena de visiones,
que es común a todos y al que podemos acceder mediante experiencias
terriblemente traumáticas (como le sucede a Juan Barbarín en este caso),
mediante la meditación o mediante la experiencia estética. Es cierto que es un
tema que aparece mucho en las películas de David Lynch. Como bien sabes, Lynch
lleva toda la vida practicando la meditación.
Sí,
reseñé la edición inglesa del Catching de
Big Fish de Lynch en este mismo blog, hace bastantes años. Y anoto, al paso
de tu comentario, que también los neurocientíficos como Stanislas Dehaene y
David Eagleman han dejado claro que el cerebro, en efecto, ni es ni funciona
como una computadora.
Sobre
el tema de la isla, táchese lo que no proceda:
1)
Isla como ser vivo / hipótesis Gaia de Lovelock y Margulis / → poiesis
sistémica (la isla como mundo, la novela como mundo: la isla como trasunto de
la propia Brilla, mar del Edén).
2)
En la p. 71 los personajes encuentran el letrero donde reza que “nada es lo que
parece. Esto no es una isla”. ¿Foucault o la isla como proyección mental?
3)
La isla puede ser “el país de los muertos” (p. 26), el protagonista llega a
ella tras unos minutos que le parecieron “una eternidad” (p. 15), y en varias
veces se describe la isla como un lugar de muertos y espíritus y a la Pradera
como un cementerio. En p. 62 se describe a la isla como Limbo. ¿Te has
inspirado, de alguna forma (como el Martínez Sarrión de Cantil) en La isla de los
muertos, de Arnold Böcklin? ¿Cabe plantear una analogía dantesca que
distribuiría la isla en tres sectores, el paraíso (la cima del volcán, donde
están los “espíritus escogidos”, el purgatorio (“Villa Naufragio”) y el
infierno (el interior de la isla)?
4)
No sé si la Isla, que es “un ser inteligente” (p. 410) y tiene sus propios
sueños y pesadillas, que dejan sus restos entre la selva, tiene su origen en Solaris, el planeta inteligente de Stanislaw
Lem. La isla es perspicaz, pero la pradera dentro de la isla también “es un ser inteligente que se deleita
engañándonos” (p. 461), un poco al modo de las Meditaciones metafísicas de Descartes; el propio Wade había
encontrado la pradera en una isla dentro de una isla, una reduplicación de
segundo grado, advirtiendo de una característica esencial de todo lo contado –y
también de la propia narración–: los dos niveles. Todo en la novela tiene dos
niveles, incluidos los personajes, un nivel “visible” y otro profundo o
invisible, al que se llega después de una operación de desenmascaramiento, de
develación, mediante algún tipo de epifanía. Como lo de San Pablo y la visión per speculum in aenigmate. Los lugares importantes de la
isla están invariablemente detrás de un muro o barrera, que hay que superar. ¿Una característica gnóstica, apostillada por la posibilidad de
“redención” (en sentido gnóstico, no religioso)?
Andrés Ibáñez: Difícil contestar a todo ese aluvión de
preguntas/sugerencias. Una de las cosas que me fascinaba de la serie Lost, una de las razones de que me
parezca tan interesante y actual es, precisamente, que el relato contiene todas
las claves, todas las soluciones posibles. Creo que estamos muy lejos de las
anagnórisis antiguas: ¡era su padre! ¡eran hermanos! o de las soluciones al
enigma tipo Agatha Christie. El enigma es inmenso y nosotros conocemos ya todas
las soluciones, y eso, curiosamente, no nos ayuda. Sí, quería escribir sobre
eso, sobre un enigma que no puede descifrarse, sólo vivirse.
La influencia
de Tarkovsky es evidente, no sólo el mar inteligente de Solaris sino sobre todo
el paisaje viviente de Stalker, que siempre ha sido mi película favorita y mi
historia favorita. Pero el paisaje viviente lo he encontrado también en muchos
otros sitios: en Henry Corbin, la noción de Hurqalya como paisaje viviente, en
culturas primitivas como la de los maoríes (La
magia de los sentidos de David Abram), en nuestra percepción del paisaje
como lugar lleno de significados. Creo que es imposible no sentir que el mundo
está vivo, que un árbol, unas ciertas rocas, un valle, un lago, significan
algo, saben cosas de algún modo, y
nos hablan.
Ahondemos
en eso a través de la “Praderabruckner”. La Pradera, espacio simbólico de gran
presencia ya desde la página 162 y que tendrá un lugar clave en Brilla, mar del Edén, es una constante en
tu obra; de hecho, la encontramos en tu primer libro, La música del mundo o el efecto Montoliu (1995), del que pronto se
cumplen 20 años. La profesora Lozano Mijares, que realizó una cuidada lectura
de aquella obra, dijo que “la praderabruckner consiste precisamente en percibir
la música como espacio, no de forma racional, sino experiencial”[1]. La
pradera, por tanto, aparece ligada en ambas novelas a la música y especialmente
a Bruckner y el adagio de su octava sinfonía. La música, además, tiene un papel
primordial en la acción: hace desaparecer la niebla en varias ocasiones,
Santiago y Juan llegan a la pradera cantando (p. 402) y el hecho fundamental de
la novela sucede justo después de que John toque un piano. Al llegar a la casa
Tudor de la cuarta praderabruckner, John siente que su conciencia y su
percepción se amplían (pp. 635-36). Sube al “nivel superior” (p. 636) de la
pradera y tiene una epifanía (p. 643).
Andrés Ibáñez: Creo que tenía yo diecisiete años cuando
sentí, en una de esas visiones que me arrastraban y me arrasaban en esa época,
que la música del Adagio de la Octava era en realidad o “sucedía en” una
Pradera. Escribí un poema y apareció la palabra “praderabruckner”, que luego
pasaría a La música del mundo, donde
es el centro de uno de los episodios principales. Sí, uno siente que hay algo
extraño en la música, algo que no puede verse ni tocarse, sino sólo escucharse
de forma sucesiva, y se plantea si no habrá una dimensión posible en la que se
pueda ver la música y percibirla de forma simultánea, es decir, como un lugar,
como un edificio o un jardín. Esto es también Parsifal, donde Gurnemanz, en el tercer acto, dice: “aquí el tiempo
se convierte en espacio.” Siempre decimos que la música es un arte del tiempo,
es decir, de la sucesión, pero disfrutamos más de la música cuando sabemos qué
es lo que va a pasar a continuación. Pensemos en una melodía, por ejemplo. No
entendemos una melodía de forma “sucesiva”: sólo cuando la conocemos en su
totalidad podemos realmente entenderla y disfrutarla. Escuchar música es escuchar
una totalidad, desde el pasado, hacia el futuro. Por eso es tan difícil
disfrutar de una obra la primera vez que la oímos. Esto no sucede la primera
vez que leemos un libro o vemos una película.
En
efecto, la isla “funciona” por medio de la música. Los que se ponen a cantar,
encuentran la Pradera. En el caso de Wade es diferente: él no canta, pero
recita un poema, aunque no son las palabras del poema las que abren la
posibilidad del encuentro, sino la música de la voz, la música del poema. Es la
voz, el canto, la música, lo que hace que la Pradera reaccione y nos escuche.
Si la isla es un ser vivo, la música es su lenguaje.
La Pradera
lleva toda la vida obsesionándome. Al terminar de ver la tercera temporada de Lost de pronto tuve una visión: que la Praderabruckner
estaba en aquella isla. Fue esta sensación poderosísima la que me hizo pensar
en escribir el libro. Sentí que el viento soplaba en la Pradera, y que la
hierba se movía allí dentro, como llamándome.
Entramos
en algunos reparos, si te parece. Es extraño que en alguien tan dotado para el
estilo como tú, que eres uno de nuestros prosistas más elegantes y articulados,
se cuelen algunas partes en las que se echa de menos algún trabajo de edición,
por ejemplo aquí:
El tercer trozo del avión, correspondiente a
la cola, no se veía en parte alguna. Faltaba un buen trozo de cola,
y con ella todos los pasajeros que estaban alojados allí. Hacia el este, la
línea de la costa cortaba la visión del mar de más allá, y yo me imaginé que la
cola estaría por allí, al otro lado de la punta de tierra de la bahía en
la que habíamos caído. Cortada en sección, la cola del avión se habría
llenado de agua y se habría hundido en cuestión de minutos. (pp. 24-25).
En
esa misma página 25, en el segundo párrafo, hay una frase donde se repite
cuatro veces la palabra “agua”. En la página 449 se dice que las fuerzas de
Kunze “nos apuntaron con sus armas”, a pesar de que páginas antes se apunta que
los “Insiders” habían privado de las armas a la expedición gracias a un gas somnífero,
lo cual se recuerda en la página 548, donde se aclara que el siguiente viaje al
interior de la isla deben hacerlo armados con “palos”, por ser los únicos
instrumentos de defensa a su alcance. Ya no tiene remedio, lo comento por si es
de ayuda para otras ediciones de la novela.
Andrés Ibáñez: Tendría que revisar eso que dices de las
armas. No creo que los Insiders les roben todas las armas. No lo hacen por pura
perversidad y porque en realidad todo lo que sucede en la isla es un juego, del
mismo modo que les destrozan algunos cacharros pero no todos, o les tiran
algunas herramientas al río pero no todas. Fui muy cuidadoso con las armas, un
tema que desconozco completamente. Me documenté mucho. En cuanto a los dormitat
Homerus que mencionas, ¿qué le vamos a hacer? Cuando me llegó el libro y lo
abrí y empecé a leer me encontraba con párrafos como los que mencionas por
todas partes. Me daba una vergüenza horrible y me parecía que era lo peor que
había escrito en mi vida. Luego me dije que habría otros pasajes que estaban
bien.
No me preocupan
tanto las repeticiones. A veces son necesarias para que esté absolutamente
claro lo que se cuenta y para que el lector vea con claridad lo que sucede.
Escribir es algo muy extraño, como tú muy bien sabes. El lector abre el libro y
se encuentra, por ejemplo, dentro de un avión, volando sobre el océano. Para el
lector esto es normal, un libro más, otro libro. Podría estar en un avión como
en cualquier otro sitio. Luego el avión sufre un accidente y cae al mar. El lector
lo sigue, digamos que con interés, pero de momento nada le sorprende en exceso.
Un avión, un accidente. Pero para el escritor, ese avión, el accidente, el mar,
son milagros. Es un milagro conseguir escribir que un hombre está dentro de un
avión y que al leer el libro uno deje de pensar en otra cosa y sienta que
realmente está dentro de ese avión, que ese avión y ese accidente tienen
realidad. Al escritor le parecen milagros cosas que el lector acepta sin
problemas y sin excesiva sorpresa. Cuando el escritor consigue que una página
tenga realidad, sabe que no debe tocarla mucho y que puede estropearla al
intentar mejorarla. Creo que a veces eso es lo que pasa: que uno sabe que ha
logrado crear una sensación, la sensación de un personaje, de un espacio, de
una situación, y ya no quiere tocar ni una palabra por miedo a que esa
sensación desaparezca. Hay otros pasajes, en cambio, que uno corrige con manía
de orfebre, con obsesión casi, durante semanas y semanas. En estos sí se puede.
Es muy difícil saber qué se puede y qué no se puede hacer en una página. Hay
que desarrollar una gran intuición para saberlo.
No sé si me
estoy justificando. Espero que no. Hay otros errores de coherencia que ya me
han señalado. Habrá que localizarlos y arreglarlos.
En
la novela hay ecos que anuncian cosas que van a pasar; la “metafísica de la
montaña” está ya anunciada en la p. 191. La vieja que cuenta el mundo desde el
interior de un saúco está en las páginas 212 y 689. ¿Especularidades, juegos de
espejos narrativos?
Andrés Ibáñez: Al principio de Anna Karenina, una mujer se suicida tirándose a un tren. Es
construcción novelesca normal, diría yo. Uno tiene que ir sembrando, sembrando,
cosas que al principio no se ven pero que más tarde crecen y se hacen árboles.
VLM.:
Tu imaginación no se limita al tiempo, sino también al espacio. Has creado la
Región Confabulada en La música del mundo
(1995), el Planeta Análogo en El
mundo en la era de Varick y la Isla de las Voces o de la Resurrección en Brilla, mar del Edén (2014). Esta constante
de creación espacial, ¿tiene como objeto la posibilidad de arrogarte libertad
plena a la hora de escribir? Parecen espacios más u-tópicos que distópicos,
pero me gustaría saber tu opinión al respecto. Y, relacionado: la Universidad
Blanca recuerda un poco a la Sociedad Teosófica de La música del mundo, y aunque John no está de acuerdo con algunas
de sus premisas, creo ver en esta Universidad una especie de trasposición de tu
poética de la “literatura simbiótica”.
Andrés Ibáñez: Uno sueña con la libertad
total para escribir. Es la libertad que deberíamos tener todos para inventar
nuestra vida. La libertad del artista debe ser un reflejo de la libertad
humana. Por eso me parece tan raro que existan artistas que estén en contra de
la libertad, que apoyen a las dictaduras, que sean reaccionarios. ¿Hay
realmente buenos escritores reaccionarios? ¿Puede un escritor estar a favor de
los que reprimen, a favor de la derecha, de la Iglesia, del liberalismo, del
castrismo? Quevedo es un buen ejemplo: es un gran escritor, pero no un escritor
universal a causa de su mezquindad y su pobreza de miras. “Poderoso caballero
es Don Dinero” se lee, por ejemplo, como una crítica al dinero: lo es, pero en
el sentido que un Don Nadie, con la ayuda del dinero, puede fingirse de noble
cuna. Quevedo condena al infierno no a los grandes demonios de la sociedad,
sino a los barberos. Es esa frivolidad incomprensible de la derecha, ese desdén
por el dolor humano, convenientemente recubierto de religión.
Pero
creo que me estoy yendo muy lejos. O a lo mejor quería hablar de esto también,
no sé. Desde luego, Brilla, mar del Edén
trata también sobre esto. Me asombra, por ejemplo, la visión de los Insiders y
de Abraham Lewellyn, que afirma que la isla es “propiedad privada” y que se ríe
de los náufragos cuando estos le preguntan por qué no les ayudan. ¿Por qué
debemos ayudar al que tenemos al lado? No es inteligente y tampoco da
beneficios. ¿Para qué hacerlo? Si lo hacemos es porque hay algo en nosotros que
nos mueve a hacerlo, una simpatía. Simpatía quiere decir que hay dos cosas
separadas que comienzan a resonar mutuamente. Ayudo al otro porque sé que el
otro y yo somos lo mismo. Siento que no hay otro y yo, que sólo hay yo, que el
otro también es yo. Esta simpatía es como la simpatía de dos cuerdas, de dos
palabras o de dos imágenes. Todo el arte surge de la simpatía, del
descubrimiento de afinidades, de semejanzas. Esto es la poesía. Esto es la
música y la novela. Por eso, ¿cómo puede un artista, que ha de trabajar con las
semejanzas y las simpatías, no sentir amor por el mundo y por los otros?
En
cuanto a las utopías, yo aprendí a temerlas cuando me puse a leerlas. Las
utopías de Moro, Campanella, Restif de la Bretonne, la Sinapia española… Porque todas las utopías son dictaduras. Quizá la
Nueva Atlántida de Bacon sea distinta. Esa es una utopía no tanto política como
de la mente, de la percepción. Pero las utopías y el pensamiento utópico me
aterran. Algunas personas pronuncian la palabra “utopía” con ilusión. Por
ejemplo Bolaño en su maravilloso poema “Musa”. Pero en la política no son
deseables las utopías, sino las topías. El presente, lo que hay. La situación
real. No conozco forma de estado mejor que la socialdemocracia, un equilibrio
armonioso entre un sistema económico capitalista que permite el enriquecimiento
de las empresas y un estado fuerte que controla al capitalismo y ayuda a los
más débiles. Este equilibrio no es una utopía: fue el sistema político y social
de gran parte de Europa durante muchos años, el más próspero, el más
democrático de toda la historia humana. ¿Por qué la palabra socialdemocracia ha
desaparecido? Es a lo que deberíamos aspirar.
La
Universidad Blanca no es realmente una utopía, porque no es un modelo de sociedad. No podría
existir una sociedad así. No todo el mundo está interesado en la transformación
y en la búsqueda interior, en la
evolución de la conciencia y en el arte. No es una utopía, es un centro de
estudio. También una forma de vida, y creo que podría ser una vida ideal para
mucha gente, al menos durante unos cuantos años.
Hasta
aquí la entrevista.
Otras
consideraciones sobre la novela que me parece relevante destacar serían las
conexiones con obras anteriores; amén de las apuntadas, Ibáñez ha estado
interesado la inteligencia artificial y los autómatas, especialmente en Memorias de un hombre de madera. Desde
ese punto de vista, es una especie de broma íntima que John o Juan Barbarín, el protagonista, acabe teniendo una
pierna de madera (aprovecho para decir que es una lástima el escaso desarrollo
del prometedor personaje de Ariko, truncado en seco). El hombre mecánico /
animado / Golem es un mito, lo que no es de extrañar en una novela que
reelabora constantemente aspectos míticos. La tesis del transtiempo que exponía Ibáñez en La música del mundo puede haber hecho un giro en Brilla, mar del Edén hacia una posición
más cercana al eterno retorno, más en la versión de Anaximandro o de Zoroastro
que en la nietzscheana; de ahí que Juan y Cristina se reconozcan en diferentes
épocas (quizá de ahí también la aparición del Dr. Manhattan de Watchmen, que puede trascender también
tiempo y espacio). Lévi-Strauss escribía en Mito
y significado que “hay (…) una especie de reconstrucción continua que se
desarrolla en la mente del oyente de la música o de una historia mitológica. No
se trata sólo de una similitud global. Es exactamente como si al inventar las
formas especialmente musicales la música sólo redescubriese estructuras que ya
existían a nivel mitológico”[2]. En
ese sentido, es factible hacer una mitocrítica de las estructuras profundas de Brilla, mar del Edén, como dirigidas a
crear un continuo expresivo entre el tiempo de la música (la
“Praderabruckner”), el tiempo mítico y el tiempo narrativo, esto es, la
cadencia estructural en que está redactada la novela de Ibáñez, larga y llena
de fugas, detalles y motivos como una sinfonía de Bruckner, esas sinfonías que
un personaje de Thomas Bernhard describe como una “borrachera de notas caóticas
y salvajes”[3], aunque aquí hay, como
Wallace Stevens, una idea de orden
que desea canalizar ese lenguaje salvaje de lo mítico. Los lugares de Brilla, mar del Edén, son lugares para escuchar la música o para cantarla:
“The ever-hooded, tragic-gestured sea / Was merely a place by which she walked
to sing” (W. Stevens, “The Idea of Order at Key West”).
Debemos
terminar, no sin dejar apuntado que Brilla,
mar del Edén es una novela sustancialmente romántica o posromántica en
numerosos aspectos: profundización en la grieta del yo y el sujeto[4],
dualismo (p. 569), elevación, solipsismo en el paisaje y adaptación a los
estados de ánimo (del personaje demiúrgico Pohjola), y una repesca constante de
ese elemento, planteado por Nicolás de Cusa y de presencia constante en el
Romanticismo: el entendimiento de la filosofía vital y artística como coincidentia oppositorum, según
destacase Jean Perrin en su estudio sobre el poeta Percy B. Shelley. En efecto,
la coincidencia de opuestos es constante en la novela: los personajes quieren
irse de la isla y quedarse, al mismo tiempo; Wade no puede caminar, pero anda;
Norobu murió, pero está vivo; Ariko nunca ha vivido pero vive y ama; los sentimientos contradictorios
hacia Juan desgarran a Cristina; “no es que viéramos en el otro nuestra propia
imagen, sino que al ver la imagen del otro no nos parecía ver a otro, sino a
nosotros mismos” (p. 680). El resultado es una gran novela romántica, que
tiende lazos a otra notable novela de este año, Los hemisferios de Mario Cuenca, con la que tiene interesantes
puntos de contacto: ambas usan el género fantástico, parte de su acción
transcurre en una isla, y el punto de partida de las dos es un relato
audiovisual: Vértigo en el caso de Los hemisferios, Perdidos para Brilla, mar del
Edén. Mientras que Cuenca vuelca su esfuerzo narrativo más en la dirección
filosófica de un Fausto o de un Bruno, Ibáñez prefiere el camino de Hyperion o de Enrique de Ofterdigen, puesto que para él la aventura literaria es
un proyecto tanto o más vital que
intelectual o filosófico; como decía Ibáñez en un ensayo, “pensemos, entonces,
en la posibilidad de una literatura que se mueva también en esas dos
direcciones: en la dirección del mundo externo, la ecología, el pensamiento
holístico, la simbiosis, y también en la dirección del mundo interior: el
estudio y la cartografía de la conciencia”[5].
Viaje inmóvil, acecho a las profundidades abisales (Freud) de la conciencia y a
las cimas de la revelación, ambiciosa escritura de nuestro tiempo, lo más
grande de Brilla, mar del Edén, una
novela en la que todo es inmenso, es nada de lo humano le es ajeno.
[Relación con el autor: cordial. Relación con la editorial: ninguna]
[1] M. P. Lozano Mijares, La
novela española posmoderna; Arco Libros, Madrid, 2007, p. 330.
[2] Claude Lévi-Strauss, Mito y
significado; Alianza, Madrid, 2008, p. 83.
[3] Thomas Bernhard, Maestros
antiguos; Alianza Tres, Madrid, 1990,
p. 46.
[4] Sería muy largo hablar sobre la concepción
del yo en esta novela. Numerosos tratamientos, implícitos y explícitos, se
refieren a este tema, constante en la narrativa de Ibáñez. En este caso destaca
la subida petrarquista a esa especie de Mont Ventoux que es el Volcán, donde la
Montaña se identifica claramente con Juan (“esa montaña soy yo”, p. 656) y se
deja claro que nada se resolverá en su interior hasta que la corone, hasta que
llegue, por tanto, al fin de sí mismo.
[5] A. Ibáñez, “”, en Eduardo Becerra (ed.), Desafíos de la ficción; Cuadernos de América sin nombre, nº 7, Murcia, 2002, p. 40.