domingo, 31 de agosto de 2014

Entrevista reseña a Andrés Ibáñez






Qué me importa a mí el naufragio del mundo, lo único que me interesa es mi bendita isla.
Friedrich Hölderlin, Hyperion

¡Qué terror tan dichoso y santo, qué saludable espanto cuando sepa, por ese puro vestigio de la gracia, que su isla está misteriosamente habitada!
Paul Valéry, Monsieur Teste

Uno no siempre escribe de lo que quiere, no porque no sea libre, sino porque a veces lo impiden azares extraños o circunstancias personales. Una serie de catastróficas desdichas ha impedido que hasta hoy les hable a ustedes de uno de los narradores a quien más respeto y uno de los pocos coetáneos a los que –con toda tranquilidad lo digo– admiro. No tendrán que esperar a las líneas azules del final para saber que Ibáñez y yo no somos amigos, apenas nos hemos encontrado una vez, aunque hemos mantenido correspondencia sobre cuestiones literarias, carteo que comenzó a causa, si mal no recuerdo, de nuestra común admiración por el poeta Wallace Stevens.

Espere uno lo que espere encontrar en una novela, es imposible no hallarlo en las de Andrés Ibáñez. Si el lector quiere acción, la hay; si es sexo, buena construcción narrativa, visiones sobre la violencia actual, excelente estilo o filosofía profunda lo que busca, en sus novelas se topará con todo ello; ya persiga el lector una lectura amena o una compleja, ambas posibilidades están, a la vez y milagrosamente, en sus textos; y si busca un repertorio de procedimientos literarios, una revisión de la sociedad de nuestro tiempo (y de buena parte de los pasados) y personajes sólidos y bien tramados, tendrá donde elegir en Brilla, mar del Edén (2014). 

En esta novela, Andrés Ibáñez conforma el accidente de un avión frente a una isla, quizá inapropiadamente, como un naufragio, e incluso los supervivientes construyen un refugio llamado Villa Naufragio (p. 97), aunque el autor quizá se basa en la segunda definición del término, que lo presenta como “pérdida grande, desgracia o desastre” (DRAE). Producida la catástrofe, los supervivientes se organizan en la playa para hacer recuento, curar las heridas y salvar lo posible de la carlinga. Supongo que les suena el argumento: era habitual en las “novelas” clásicas griegas (configurando, de hecho, uno de los tipos de cronotopos bajtiniano en la novela griega), está en la génesis de Robinson Crusoe, novela que parece de obligado rescate para pasar al canon (véanse los acercamientos de Coetzee y Franzen, mucho más interesante y valioso el primero) y, sobre todo, es el punto de partida de Lost, la serie televisiva. He escrito “sobre todo” porque Ibáñez parte explícitamente de Perdidos para construir la novela, sobre todo en las 300 primeras páginas, alejándose progresivamente en las 457 restantes del serial televisivo, lanzándose entonces a unamaravilla arquitectónica de imaginación y fantasía desbordantes. Los puntos de coincidencia con Lost son obvios: Joseph parece Jack, el médico de la serie, y Wade es muy parecido a Locke e igual de enigmático (p. 42). Juan Barbarín, el protagonista y narrador de la novela, siente que la jungla le observa (p. 45), y los personajes oyen voces. El oso polar de Abrams y Lindelof es sustituido por lobos gigantes (p. 82) y el humo negro por una columna azul (pp. 93-95) que resulta ser el Dr. Manhattan de Watchmen; en la p. 551 aparece el campo de golf, etcétera. Los más lostófilos pueden disfrutar hallando más puntos de contacto. Aunque, como digo, la novela tiene imaginación de sobra, extraña un poco la honda dependencia del relato televisivo. Poniéndonos en la tesitura del abogado del diablo, ¿por qué uno de los narradores más imaginativos del panorama peninsular toma, como punto de partida y como estructura –pues también se utilizan los flashbacks individuales de la serie– a una conocida serie de televisión?

Andrés Ibáñez: Me gustaba Lost y, como me pasa muchas veces cuando algo me gusta, quería escribirlo. Me divertía inspirarme en una serie de televisión y no en una fuente literaria. Me parecía que era lo que había que hacer, dado que algunos de los relatos que más me interesan en la actualidad no son novelas, ni películas, sino precisamente series. Pensaba, inevitablemente, en Cervantes inspirándose en novelas de caballerías que a él le parecían “cultura popular” pero que de cualquier modo le fascinaban. Es un poco lo mismo. Pensaba también en la imitatio de mis amados renacentistas. Quería practicar la imitatio. Robar, al estilo posmoderno.


V.L.M.: Algo me imaginaba respecto a Cervantes, la verdad, porque en la novela pululan incontables homenajes literarios o menciones: Rainer María Rilke, Robert Frost, Swift, Octavio Paz, Jardiel Poncela (Fernando Valls ya ha apuntado la relación del capítulo 56 con “La lista” de 34 mujeres de Jardiel, y también podríamos remitir al diario de Arthur Schnitzler, donde anotó no sólo todas sus amantes, sino también todos y cada uno de los orgasmos que tuvo desde los 17 años hasta su muerte), Pynchon, Murakami, John Donne y, sobre todo, a Roberto Bolaño, personaje explícito de la novela y al que se dedican varios capítulos, incluyendo un poema apócrifo (pp. 349-342). También, a través de Lost, se incorporan numerosas referencias literarias y filosóficas que habían tenido en cuenta los guionistas de la serie: la filosofía de Locke, el “monstruo” de El señor de las moscas, de William Golding. También sospecho que la Columna Negra es una reminiscencia del monolito de 2001, An Space Odissey. El sueño en común que tienen Juan y Cristina (p. 689), ¿tiene algo que ver con el que tienen el agente Cooper y Laura Palmer en Twin Peaks?


Andrés Ibáñez: Una de las cosas que me interesaron más de la serie Lost era la importancia que en ella tiene la manipulación. Cómo es posible engañar una y otra vez a las personas por medio del miedo, los principios, la ciencia, ¡cualquier cosa!, para encerrarlas en pequeñas burbujas y convertirlas en máquinas asustadas que no se atreven a cuestionar la versión de la realidad que  han recibido. Pensé mucho en la segunda parte de Don Quijote cuando planeaba la novela, sobre todo en la forma en que casi todos los personajes de la novela se dedican a crear grandes espectáculos para Don Quijote, una realidad falsificada que él se cree a pies juntillas. Lo que parece decir Cervantes es que hace falta estar loco para creerse lo que la realidad nos presenta.

            
    Sí, es posible que la Columna Negra, que yo veo como una especie de enorme roca o peñasco, sea un recuerdo de 2001, que es una de las obras de arte que más me han influido y obsesionado a lo largo de mi vida. El sueño compartido de Juan Barbarín y Cristina es un elemento importante de la historia. Ese sueño, que es algo más que un sueño porque es una visión real y compartida, nos habla de una comunicación posible de las almas. Creo que el estudio de la conciencia es un tema clave de nuestra época. Es relativamente reciente aunque, según yo lo veo, está dominado por teorías previas: que la conciencia o la “mente” no existen, que la mente es como una especie de ordenador, etc. Al estudiar la conciencia, lo más importante que debemos comprender es que es independiente del cuerpo y que no “está” en el cerebro. La conciencia es un campo que nos engloba, no algo escondido y aislado dentro de nuestra cabeza. Hay un nivel de la conciencia, una especie de gran esfera llena de visiones, que es común a todos y al que podemos acceder mediante experiencias terriblemente traumáticas (como le sucede a Juan Barbarín en este caso), mediante la meditación o mediante la experiencia estética. Es cierto que es un tema que aparece mucho en las películas de David Lynch. Como bien sabes, Lynch lleva toda la vida practicando la meditación.


Sí, reseñé la edición inglesa del Catching de Big Fish de Lynch en este mismo blog, hace bastantes años. Y anoto, al paso de tu comentario, que también los neurocientíficos como Stanislas Dehaene y David Eagleman han dejado claro que el cerebro, en efecto, ni es ni funciona como una computadora.

Sobre el tema de la isla, táchese lo que no proceda:

1) Isla como ser vivo / hipótesis Gaia de Lovelock y Margulis / → poiesis sistémica (la isla como mundo, la novela como mundo: la isla como trasunto de la propia Brilla, mar del Edén).
2) En la p. 71 los personajes encuentran el letrero donde reza que “nada es lo que parece. Esto no es una isla”. ¿Foucault o la isla como proyección mental?
3) La isla puede ser “el país de los muertos” (p. 26), el protagonista llega a ella tras unos minutos que le parecieron “una eternidad” (p. 15), y en varias veces se describe la isla como un lugar de muertos y espíritus y a la Pradera como un cementerio. En p. 62 se describe a la isla como Limbo. ¿Te has inspirado, de alguna forma (como el Martínez Sarrión de Cantil) en La isla de los muertos, de Arnold Böcklin? ¿Cabe plantear una analogía dantesca que distribuiría la isla en tres sectores, el paraíso (la cima del volcán, donde están los “espíritus escogidos”, el purgatorio (“Villa Naufragio”) y el infierno (el interior de la isla)?
4) No sé si la Isla, que es “un ser inteligente” (p. 410) y tiene sus propios sueños y pesadillas, que dejan sus restos entre la selva, tiene su origen en Solaris, el planeta inteligente de Stanislaw Lem. La isla es perspicaz, pero la pradera dentro de la isla también “es un ser inteligente que se deleita engañándonos” (p. 461), un poco al modo de las Meditaciones metafísicas de Descartes; el propio Wade había encontrado la pradera en una isla dentro de una isla, una reduplicación de segundo grado, advirtiendo de una característica esencial de todo lo contado –y también de la propia narración–: los dos niveles. Todo en la novela tiene dos niveles, incluidos los personajes, un nivel “visible” y otro profundo o invisible, al que se llega después de una operación de desenmascaramiento, de develación, mediante algún tipo de epifanía. Como lo de San Pablo y la visión per speculum in aenigmate. Los lugares importantes de la isla están invariablemente detrás de un muro o barrera, que hay que superar. ¿Una característica gnóstica, apostillada por la posibilidad de “redención” (en sentido gnóstico, no religioso)?

Andrés Ibáñez: Difícil contestar a todo ese aluvión de preguntas/sugerencias. Una de las cosas que me fascinaba de la serie Lost, una de las razones de que me parezca tan interesante y actual es, precisamente, que el relato contiene todas las claves, todas las soluciones posibles. Creo que estamos muy lejos de las anagnórisis antiguas: ¡era su padre! ¡eran hermanos! o de las soluciones al enigma tipo Agatha Christie. El enigma es inmenso y nosotros conocemos ya todas las soluciones, y eso, curiosamente, no nos ayuda. Sí, quería escribir sobre eso, sobre un enigma que no puede descifrarse, sólo vivirse.
            La influencia de Tarkovsky es evidente, no sólo el mar inteligente de Solaris sino sobre todo el paisaje viviente de Stalker, que siempre ha sido mi película favorita y mi historia favorita. Pero el paisaje viviente lo he encontrado también en muchos otros sitios: en Henry Corbin, la noción de Hurqalya como paisaje viviente, en culturas primitivas como la de los maoríes (La magia de los sentidos de David Abram), en nuestra percepción del paisaje como lugar lleno de significados. Creo que es imposible no sentir que el mundo está vivo, que un árbol, unas ciertas rocas, un valle, un lago, significan algo, saben cosas de algún modo, y nos hablan.
           

Ahondemos en eso a través de la “Praderabruckner”. La Pradera, espacio simbólico de gran presencia ya desde la página 162 y que tendrá un lugar clave en Brilla, mar del Edén, es una constante en tu obra; de hecho, la encontramos en tu primer libro, La música del mundo o el efecto Montoliu (1995), del que pronto se cumplen 20 años. La profesora Lozano Mijares, que realizó una cuidada lectura de aquella obra, dijo que “la praderabruckner consiste precisamente en percibir la música como espacio, no de forma racional, sino experiencial”[1]. La pradera, por tanto, aparece ligada en ambas novelas a la música y especialmente a Bruckner y el adagio de su octava sinfonía. La música, además, tiene un papel primordial en la acción: hace desaparecer la niebla en varias ocasiones, Santiago y Juan llegan a la pradera cantando (p. 402) y el hecho fundamental de la novela sucede justo después de que John toque un piano. Al llegar a la casa Tudor de la cuarta praderabruckner, John siente que su conciencia y su percepción se amplían (pp. 635-36). Sube al “nivel superior” (p. 636) de la pradera y tiene una epifanía (p. 643).

Andrés Ibáñez: Creo que tenía yo diecisiete años cuando sentí, en una de esas visiones que me arrastraban y me arrasaban en esa época, que la música del Adagio de la Octava era en realidad o “sucedía en” una Pradera. Escribí un poema y apareció la palabra “praderabruckner”, que luego pasaría a La música del mundo, donde es el centro de uno de los episodios principales. Sí, uno siente que hay algo extraño en la música, algo que no puede verse ni tocarse, sino sólo escucharse de forma sucesiva, y se plantea si no habrá una dimensión posible en la que se pueda ver la música y percibirla de forma simultánea, es decir, como un lugar, como un edificio o un jardín. Esto es también Parsifal, donde Gurnemanz, en el tercer acto, dice: “aquí el tiempo se convierte en espacio.” Siempre decimos que la música es un arte del tiempo, es decir, de la sucesión, pero disfrutamos más de la música cuando sabemos qué es lo que va a pasar a continuación. Pensemos en una melodía, por ejemplo. No entendemos una melodía de forma “sucesiva”: sólo cuando la conocemos en su totalidad podemos realmente entenderla y disfrutarla. Escuchar música es escuchar una totalidad, desde el pasado, hacia el futuro. Por eso es tan difícil disfrutar de una obra la primera vez que la oímos. Esto no sucede la primera vez que leemos un libro o vemos una película.
            En efecto, la isla “funciona” por medio de la música. Los que se ponen a cantar, encuentran la Pradera. En el caso de Wade es diferente: él no canta, pero recita un poema, aunque no son las palabras del poema las que abren la posibilidad del encuentro, sino la música de la voz, la música del poema. Es la voz, el canto, la música, lo que hace que la Pradera reaccione y nos escuche. Si la isla es un ser vivo, la música es su lenguaje.
            La Pradera lleva toda la vida obsesionándome. Al terminar de ver la tercera temporada de Lost de pronto tuve una visión: que la Praderabruckner estaba en aquella isla. Fue esta sensación poderosísima la que me hizo pensar en escribir el libro. Sentí que el viento soplaba en la Pradera, y que la hierba se movía allí dentro, como llamándome.
           

Entramos en algunos reparos, si te parece. Es extraño que en alguien tan dotado para el estilo como tú, que eres uno de nuestros prosistas más elegantes y articulados, se cuelen algunas partes en las que se echa de menos algún trabajo de edición, por ejemplo aquí:

El tercer trozo del avión, correspondiente a la cola, no se veía en parte alguna. Faltaba un buen trozo de cola, y con ella todos los pasajeros que estaban alojados allí. Hacia el este, la línea de la costa cortaba la visión del mar de más allá, y yo me imaginé que la cola estaría por allí, al otro lado de la punta de tierra de la bahía en la que habíamos caído. Cortada en sección, la cola del avión se habría llenado de agua y se habría hundido en cuestión de minutos. (pp. 24-25).

En esa misma página 25, en el segundo párrafo, hay una frase donde se repite cuatro veces la palabra “agua”. En la página 449 se dice que las fuerzas de Kunze “nos apuntaron con sus armas”, a pesar de que páginas antes se apunta que los “Insiders” habían privado de las armas a la expedición gracias a un gas somnífero, lo cual se recuerda en la página 548, donde se aclara que el siguiente viaje al interior de la isla deben hacerlo armados con “palos”, por ser los únicos instrumentos de defensa a su alcance. Ya no tiene remedio, lo comento por si es de ayuda para otras ediciones de la novela.

Andrés Ibáñez: Tendría que revisar eso que dices de las armas. No creo que los Insiders les roben todas las armas. No lo hacen por pura perversidad y porque en realidad todo lo que sucede en la isla es un juego, del mismo modo que les destrozan algunos cacharros pero no todos, o les tiran algunas herramientas al río pero no todas. Fui muy cuidadoso con las armas, un tema que desconozco completamente. Me documenté mucho. En cuanto a los dormitat Homerus que mencionas, ¿qué le vamos a hacer? Cuando me llegó el libro y lo abrí y empecé a leer me encontraba con párrafos como los que mencionas por todas partes. Me daba una vergüenza horrible y me parecía que era lo peor que había escrito en mi vida. Luego me dije que habría otros pasajes que estaban bien.
            No me preocupan tanto las repeticiones. A veces son necesarias para que esté absolutamente claro lo que se cuenta y para que el lector vea con claridad lo que sucede. Escribir es algo muy extraño, como tú muy bien sabes. El lector abre el libro y se encuentra, por ejemplo, dentro de un avión, volando sobre el océano. Para el lector esto es normal, un libro más, otro libro. Podría estar en un avión como en cualquier otro sitio. Luego el avión sufre un accidente y cae al mar. El lector lo sigue, digamos que con interés, pero de momento nada le sorprende en exceso. Un avión, un accidente. Pero para el escritor, ese avión, el accidente, el mar, son milagros. Es un milagro conseguir escribir que un hombre está dentro de un avión y que al leer el libro uno deje de pensar en otra cosa y sienta que realmente está dentro de ese avión, que ese avión y ese accidente tienen realidad. Al escritor le parecen milagros cosas que el lector acepta sin problemas y sin excesiva sorpresa. Cuando el escritor consigue que una página tenga realidad, sabe que no debe tocarla mucho y que puede estropearla al intentar mejorarla. Creo que a veces eso es lo que pasa: que uno sabe que ha logrado crear una sensación, la sensación de un personaje, de un espacio, de una situación, y ya no quiere tocar ni una palabra por miedo a que esa sensación desaparezca. Hay otros pasajes, en cambio, que uno corrige con manía de orfebre, con obsesión casi, durante semanas y semanas. En estos sí se puede. Es muy difícil saber qué se puede y qué no se puede hacer en una página. Hay que desarrollar una gran intuición para saberlo.
            No sé si me estoy justificando. Espero que no. Hay otros errores de coherencia que ya me han señalado. Habrá que localizarlos y arreglarlos.


En la novela hay ecos que anuncian cosas que van a pasar; la “metafísica de la montaña” está ya anunciada en la p. 191. La vieja que cuenta el mundo desde el interior de un saúco está en las páginas 212 y 689. ¿Especularidades, juegos de espejos narrativos?

Andrés Ibáñez: Al principio de Anna Karenina, una mujer se suicida tirándose a un tren. Es construcción novelesca normal, diría yo. Uno tiene que ir sembrando, sembrando, cosas que al principio no se ven pero que más tarde crecen y se hacen árboles.



VLM.: Tu imaginación no se limita al tiempo, sino también al espacio. Has creado la Región Confabulada en La música del mundo (1995), el Planeta Análogo en El mundo en la era de Varick y la Isla de las Voces o de la Resurrección en Brilla, mar del Edén (2014). Esta constante de creación espacial, ¿tiene como objeto la posibilidad de arrogarte libertad plena a la hora de escribir? Parecen espacios más u-tópicos que distópicos, pero me gustaría saber tu opinión al respecto. Y, relacionado: la Universidad Blanca recuerda un poco a la Sociedad Teosófica de La música del mundo, y aunque John no está de acuerdo con algunas de sus premisas, creo ver en esta Universidad una especie de trasposición de tu poética de la “literatura simbiótica”.


Andrés Ibáñez: Uno sueña con la libertad total para escribir. Es la libertad que deberíamos tener todos para inventar nuestra vida. La libertad del artista debe ser un reflejo de la libertad humana. Por eso me parece tan raro que existan artistas que estén en contra de la libertad, que apoyen a las dictaduras, que sean reaccionarios. ¿Hay realmente buenos escritores reaccionarios? ¿Puede un escritor estar a favor de los que reprimen, a favor de la derecha, de la Iglesia, del liberalismo, del castrismo? Quevedo es un buen ejemplo: es un gran escritor, pero no un escritor universal a causa de su mezquindad y su pobreza de miras. “Poderoso caballero es Don Dinero” se lee, por ejemplo, como una crítica al dinero: lo es, pero en el sentido que un Don Nadie, con la ayuda del dinero, puede fingirse de noble cuna. Quevedo condena al infierno no a los grandes demonios de la sociedad, sino a los barberos. Es esa frivolidad incomprensible de la derecha, ese desdén por el dolor humano, convenientemente recubierto de religión.
            Pero creo que me estoy yendo muy lejos. O a lo mejor quería hablar de esto también, no sé. Desde luego, Brilla, mar del Edén trata también sobre esto. Me asombra, por ejemplo, la visión de los Insiders y de Abraham Lewellyn, que afirma que la isla es “propiedad privada” y que se ríe de los náufragos cuando estos le preguntan por qué no les ayudan. ¿Por qué debemos ayudar al que tenemos al lado? No es inteligente y tampoco da beneficios. ¿Para qué hacerlo? Si lo hacemos es porque hay algo en nosotros que nos mueve a hacerlo, una simpatía. Simpatía quiere decir que hay dos cosas separadas que comienzan a resonar mutuamente. Ayudo al otro porque sé que el otro y yo somos lo mismo. Siento que no hay otro y yo, que sólo hay yo, que el otro también es yo. Esta simpatía es como la simpatía de dos cuerdas, de dos palabras o de dos imágenes. Todo el arte surge de la simpatía, del descubrimiento de afinidades, de semejanzas. Esto es la poesía. Esto es la música y la novela. Por eso, ¿cómo puede un artista, que ha de trabajar con las semejanzas y las simpatías, no sentir amor por el mundo y por los otros?

            En cuanto a las utopías, yo aprendí a temerlas cuando me puse a leerlas. Las utopías de Moro, Campanella, Restif de la Bretonne, la Sinapia española… Porque todas las utopías son dictaduras. Quizá la Nueva Atlántida de Bacon sea distinta. Esa es una utopía no tanto política como de la mente, de la percepción. Pero las utopías y el pensamiento utópico me aterran. Algunas personas pronuncian la palabra “utopía” con ilusión. Por ejemplo Bolaño en su maravilloso poema “Musa”. Pero en la política no son deseables las utopías, sino las topías. El presente, lo que hay. La situación real. No conozco forma de estado mejor que la socialdemocracia, un equilibrio armonioso entre un sistema económico capitalista que permite el enriquecimiento de las empresas y un estado fuerte que controla al capitalismo y ayuda a los más débiles. Este equilibrio no es una utopía: fue el sistema político y social de gran parte de Europa durante muchos años, el más próspero, el más democrático de toda la historia humana. ¿Por qué la palabra socialdemocracia ha desaparecido? Es a lo que deberíamos aspirar.
            La Universidad Blanca no es realmente una utopía, porque  no es un modelo de sociedad. No podría existir una sociedad así. No todo el mundo está interesado en la transformación y en la  búsqueda interior, en la evolución de la conciencia y en el arte. No es una utopía, es un centro de estudio. También una forma de vida, y creo que podría ser una vida ideal para mucha gente, al menos durante unos cuantos años.


Hasta aquí la entrevista.

Otras consideraciones sobre la novela que me parece relevante destacar serían las conexiones con obras anteriores; amén de las apuntadas, Ibáñez ha estado interesado la inteligencia artificial y los autómatas, especialmente en Memorias de un hombre de madera. Desde ese punto de vista, es una especie de broma íntima que John o Juan Barbarín, el protagonista, acabe teniendo una pierna de madera (aprovecho para decir que es una lástima el escaso desarrollo del prometedor personaje de Ariko, truncado en seco). El hombre mecánico / animado / Golem es un mito, lo que no es de extrañar en una novela que reelabora constantemente aspectos míticos. La tesis del transtiempo que exponía Ibáñez en La música del mundo puede haber hecho un giro en Brilla, mar del Edén hacia una posición más cercana al eterno retorno, más en la versión de Anaximandro o de Zoroastro que en la nietzscheana; de ahí que Juan y Cristina se reconozcan en diferentes épocas (quizá de ahí también la aparición del Dr. Manhattan de Watchmen, que puede trascender también tiempo y espacio). Lévi-Strauss escribía en Mito y significado que “hay (…) una especie de reconstrucción continua que se desarrolla en la mente del oyente de la música o de una historia mitológica. No se trata sólo de una similitud global. Es exactamente como si al inventar las formas especialmente musicales la música sólo redescubriese estructuras que ya existían a nivel mitológico”[2]. En ese sentido, es factible hacer una mitocrítica de las estructuras profundas de Brilla, mar del Edén, como dirigidas a crear un continuo expresivo entre el tiempo de la música (la “Praderabruckner”), el tiempo mítico y el tiempo narrativo, esto es, la cadencia estructural en que está redactada la novela de Ibáñez, larga y llena de fugas, detalles y motivos como una sinfonía de Bruckner, esas sinfonías que un personaje de Thomas Bernhard describe como una “borrachera de notas caóticas y salvajes”[3], aunque aquí hay, como Wallace Stevens, una idea de orden que desea canalizar ese lenguaje salvaje de lo mítico. Los lugares de Brilla, mar del Edén, son lugares para escuchar la música o para cantarla: “The ever-hooded, tragic-gestured sea / Was merely a place by which she walked to sing” (W. Stevens, “The Idea of Order at Key West”).

Debemos terminar, no sin dejar apuntado que Brilla, mar del Edén es una novela sustancialmente romántica o posromántica en numerosos aspectos: profundización en la grieta del yo y el sujeto[4], dualismo (p. 569), elevación, solipsismo en el paisaje y adaptación a los estados de ánimo (del personaje demiúrgico Pohjola), y una repesca constante de ese elemento, planteado por Nicolás de Cusa y de presencia constante en el Romanticismo: el entendimiento de la filosofía vital y artística como coincidentia oppositorum, según destacase Jean Perrin en su estudio sobre el poeta Percy B. Shelley. En efecto, la coincidencia de opuestos es constante en la novela: los personajes quieren irse de la isla y quedarse, al mismo tiempo; Wade no puede caminar, pero anda; Norobu murió, pero está vivo; Ariko nunca ha vivido pero vive y ama; los sentimientos contradictorios hacia Juan desgarran a Cristina; “no es que viéramos en el otro nuestra propia imagen, sino que al ver la imagen del otro no nos parecía ver a otro, sino a nosotros mismos” (p. 680). El resultado es una gran novela romántica, que tiende lazos a otra notable novela de este año, Los hemisferios de Mario Cuenca, con la que tiene interesantes puntos de contacto: ambas usan el género fantástico, parte de su acción transcurre en una isla, y el punto de partida de las dos es un relato audiovisual: Vértigo en el caso de Los hemisferios, Perdidos para Brilla, mar del Edén. Mientras que Cuenca vuelca su esfuerzo narrativo más en la dirección filosófica de un Fausto o de un Bruno, Ibáñez prefiere el camino de Hyperion o de Enrique de Ofterdigen, puesto que para él la aventura literaria es un proyecto tanto o más vital que intelectual o filosófico; como decía Ibáñez en un ensayo, “pensemos, entonces, en la posibilidad de una literatura que se mueva también en esas dos direcciones: en la dirección del mundo externo, la ecología, el pensamiento holístico, la simbiosis, y también en la dirección del mundo interior: el estudio y la cartografía de la conciencia”[5]. Viaje inmóvil, acecho a las profundidades abisales (Freud) de la conciencia y a las cimas de la revelación, ambiciosa escritura de nuestro tiempo, lo más grande de Brilla, mar del Edén, una novela en la que todo es inmenso, es nada de lo humano le es ajeno.




[Relación con el autor: cordial. Relación con la editorial: ninguna]


[1] M. P. Lozano Mijares, La novela española posmoderna; Arco Libros, Madrid, 2007, p. 330.
[2] Claude Lévi-Strauss, Mito y significado; Alianza, Madrid, 2008, p. 83.
[3] Thomas Bernhard, Maestros antiguos; Alianza Tres, Madrid, 1990, p. 46.
[4] Sería muy largo hablar sobre la concepción del yo en esta novela. Numerosos tratamientos, implícitos y explícitos, se refieren a este tema, constante en la narrativa de Ibáñez. En este caso destaca la subida petrarquista a esa especie de Mont Ventoux que es el Volcán, donde la Montaña se identifica claramente con Juan (“esa montaña soy yo”, p. 656) y se deja claro que nada se resolverá en su interior hasta que la corone, hasta que llegue, por tanto, al fin de sí mismo.
[5] A. Ibáñez, “”, en Eduardo Becerra (ed.), Desafíos de la ficción; Cuadernos de América sin nombre, nº 7, Murcia, 2002, p. 40.

domingo, 24 de agosto de 2014

Dorothy Tse y Mercedes Cebrián





Dorothy Tse, Snow and Shadow; East Slope Publishing, Hong Kong, 2014.
Mercedes Cebrián, El genuino sabor; Random House Literatura, Barcelona, 2014.

It is the writer’s language that should be described as floating as well, a language that is in between.
Dorothy Tse


A primera vista podría decirse que estos dos libros no tienen mucho en común. El de la hongkonesa Tse es un libro de relatos de corte surrealista, mientras que El genuino sabor  de Mercedes Cebrián es una novela de realismo naif (luego abordaré qué sea esto). Pero al ahondar en los dos títulos surgen insospechados puntos de contacto entrambos. Para comenzar, el tremendismo fantástico (y también naif) de Dorothy Tse –poblado de personas que se arrancan miembros, o de padres que se decapitan para poner su cabeza en el cuello de su hijo, que ha perdido la suya durante una noche toledana–, resulta extraña y conmovedoramente realista para describir las brutalidades que nos suceden con nuestros semejantes más próximos. Para seguir, el falso costumbrismo de Cebrián revela la parte fantástica de nuestra realidad, volviendo ajeno lo familiar, tal y como se aprecia en un apunte sobre los postres exóticos: “tras ese aspecto tan amigable, tan de buñuelo o natillas caseros que esos postres tenían, se agazapaba un idioma incomprensible a todos los niveles. Eso era de verdad lo extranjero: aquello que a primera vista parecía familiar de tan inocuo pero que, al abordarlo, resultaba brutalmente ajeno” (El genuino sabor, p. 18). Y la mención al idioma, sobre todo en lo tocante al idioma del entorno familiar, abre otro punto de contacto entre los dos libros, justo en el cual se cuece la almendra de lo narrado: la identidad extraterritorial.

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Los cuentos de Tse, excelentemente traducidos del chino al inglés por Nicky Harman, están ambientados en Hong Kong, localidad natal de la autora. Eso significa que Tse es china aunque nació inglesa; como saben los lectores, el 1 de julio de 1997 la pequeña región situada en el delta del Río Perla dejó de ser parte de la Commonwealth para pasar a control chino. La esquizoide situación cultural de la ciudad se ve clara en películas de Samson Chiu, Fruit Chan, John Woo o Andrew Lau, autor de la cinta en que se inspiró Scorsese para Infiltrados[1], y los efectos de la división cultural son palpables también en el libro de Tse, originalmente escrito en chino. En un texto difundido por Iowa University, titulado “Writing Between Lenguages”, Tse describe cómo los hongkoneses crecieron con el dialecto chaozhau, pero han tenido que aprender luego el mandarín para relacionarse con la metrópoli, y mientras tanto responden los correos electrónicos en inglés: “para nosotros, merodear entre lenguas es también deambular entre diferentes roles e identidades”. Y luego hace esta declaración: “La literatura de Hong Kong tiene una tradición de resistencia al lenguaje de la vida corriente. Su lenguaje, altamente experimental, es una estrategia para distinguir un trabajo literario de otros comerciales o de entretenimiento (Hong Kong’s literature has a tradition of resistance to the language of daily life. Its highly experimental language is a strategy to distinguish a literary work from an entertaining and commercial one)”, aserto que podría sentar las bases para hablar de los relatos de Tse (escritos en chino culto en un ambiente chaozhau e inglés) como literatura menor, en el sentido deleuziano: “Una literatura menor no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor. De cualquier modo, su primera característica es que, en ese caso, el idioma se ve afectado por un fuerte coeficiente de desterritorialización”[2], que en este caso es más política o simbólica que geográfica; asimismo tiene la obra de Tse la tercera característica (valores referidos a lo colectivo), aunque es más discutible la existencia del segundo requisito, ya que en ella no “todo es político”, aunque alguna lectura realizada sobre su obra, como la del profesor Leo Ou-fan Lee, entiende que los cuentos son una elaborada metáfora de la peculiaridad hongkonesa. Sea así o no, estos relatos son también fábulas existenciales que, bajo la capa de fantasía, esconden un desgarro vital; así puede leerse el retrato brutal de esa madre que, viendo que su hijo no duda en amputarse miembros a cambio de sexo con prostitutas, vacila, con el dinero en la mano, si utilizarlo para conseguirle más mujeres al chico o quedárselo para pagarle un funeral decente cuando muera, optando por esto último (p. 72). Sería difícil describir el mundo narrativo de Dorothy Tse; una posibilidad sería imaginar el imposible punto medio entre Kafka, Chuck Palahniuk y Miranda July. En todo caso he disfrutado sin medida de estos cuentos libérrimos y terribles, en los que una mujer que siente crecer la muerte dentro de sí puede decir, eufórica: “At least, it’s a fresh new feeling” (p. 169), y unas chicas pueden donar sus cuerpos para que sus huesos le den consistencia a los muros de un rascacielos en construcción; unos cuentos que acogen imágenes de desconcertante y cruel belleza, como cuando la narradora del relato “Monthly matters” describe lo que hace su padre con su hermana embarazada:

Los ojos de los transeúntes caen sobre nosotros como hojas sacudidas de un bosque lleno de árboles. Mi padre extrae el cuchillo del vientre de Mui Mui y se retira un par de pasos. Todos esperamos a que algo suceda pero Mui Mui simplemente cae al suelo, sin emitir ni un gemido, como una estatua muy erosionada que se desmorona sobre el polvo. Entonces sólo queda el aire, como en una película muda, con todas las cosas deviniendo una pintura monocroma. La lluvia parece flotar en medio del vuelo, emitiendo el sonido tartamudo de la estática de las pantallas de televisión. (p. 130)

No se angustien, Mui Mui no muere. Los personajes de Tse siguen viviendo a pesar de sus amputaciones, transformaciones o metanoias, como esa princesa que vive durante años atrapada dentro un bloque de hielo (“Snow and Shadow”).

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A juicio de Mercedes Cebrián, la identidad en el extranjero es algo maleable y blandengue, una ontología no líquida sino plasmática, similar a las gachas (imagen querida para la autora, que sostuvo durante años el blog Gachas at Tiffany’s), ligada al uso flexible e irrespetuoso de los idiomas: “Almudena le explica detenidamente su idea de lo blandengue internacional, de la sensación de estar flotando en un líquido amniótico para adultos, de ser ella misma parte de un enorme tofu conversacional en una o más lenguas siempre plagadas de errores e imprecisiones, errores que acaban provocando vaguedades análogas en el trazo, en la rotulación del propio yo” (p. 107). Y justo en este último aspecto, la asunción de los problemas identitarios, es donde no acabo de comprender algunos reparos puestos a la novela de Cebrián, a la que he visto acusada de falta de solidez en los personajes. Creo que, precisamente, la ausencia de solidez de los personajes, denunciada por ellos mismos con amargura, conscientes de vivir “en una transición casi crónica” (p. 141) es uno de los temas esenciales –y mejor tratados– de la misma, conectando con otros libros de Cebrián como Mercado común (2006); no en vano titulábamos nuestra reseña de aquel libro “La vida portátil”, como portátil es la subjetividad de la protagonista: “Empaquetar sus objetos es para Almudena empaquetar su propio yo (…) y esperar, bien embalada, a que la necesiten en el belén viviente de alguna otra ciudad” (p. 132). Esa identidad “gachosa” de los extraterritoriales, de quienes viajan por trabajo y no encuentran su lugar en el exterior, debatiéndose entre la falta de arraigo del país de bienvenida y el distanciamiento cultural hacia su propio país de origen, está retratada a la perfección en El genuino sabor, vinculada a la expresión idiomática y al andar entre lenguas característico de los extraterritoriales, y me parece uno de los mayores aciertos del libro.

El realismo naif de Cebrián consiste en abordar la realidad desde un punto de vista acerado, profundo e incisivo que, en apariencia, se presenta como ligero y superficial. De ahí que su aparente “transparencia” pueda ser malentendida, y su “facilidad” esconde la terrible precisión del niño que grita que el emperador va desnudo. No niego que El genuino sabor es un libro que quizá no tiene grandes ambiciones artísticas y que parece conformarse con enfocar una lente microscópica sobre comportamientos individuales y sociales, pero arroja sobre ellos una luz desusada y necesaria, ofreciendo una imprescindible mirada al bies de nuestra sociedad y nuestro tiempo. Es verdad que la de Cebrián es una literatura poco propicia a la angustia de los “grandes temas” y sin agón con lo sublime, pero también es cierto que por eso mismo carece de la enfermedad de los constructores que Thomas Bernhard denunciase en Corrección, y no intenta imitar a los Maestros antiguos –como le sucede a muchos otros escritores, sin éxito alguno en el empeño–; por ende, gracias a libertad que ella se ha arrogado, su obra puede definir su propio campo de expectativas y renuncias, dentro de un sistema estético que, de puro original y diferente, sin ella no existiría. Intento decir que la literatura española sería más predecible y limitada sin Mercedes Cebrián.

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“La ciudad flotante 浮城es una imagen comúnmente aceptada, introducida por Xi Xi 西西en su famoso relato breve escrito durante los años ochenta, que toma prestada de una pintura de René Magritte, para describir la situación entre medias de Hong Kong. (…) es una ciudad que cuelga en el cielo entre las nubes de arriba y el mar de abajo –que son, respectivamente, China y Gran Bretaña–”, escribe Tse en el ensayo antes citado. Y uno de sus personajes cree que el edificio donde vive es un barco, toma pastillas para el mareo y cada vez que se levanta por la mañana piensa que ha llegado a una orilla distinta (“Blessed Bodies”). Si la ciudad planetaria que está materializando la globalización es flotante (gachosa, blanda pero diferente del líquido, un objeto sin raíces desplazándose sobre una superficie en movimiento, como apuntase Slavoj Zizek acerca de la barca con que termina la película Children of Men), pocas escritoras tan avispadas y finas como Dorothy Tse y Cebrián para describir lo que está sucediendo en ella.



[Relación con Dorothy Tse y su editorial: ninguna. Relación con Literatura Random House: ninguna. Relación con Mercedes Cebrián: cordial.]


[1] Véase Nuria Álvarez Macías, “Historia del cine de Hong Kong”, en http://thecult.es/secciones/cine-clasico/historia-del-cine-de-hong-kong.html
[2] Gilles Deleuze y Felix Guattari, Kafka. Por una literatura menor; Ediciones Era, México D.F., 1978, p. 28.

Foto:
Hallway, 2008 from In Between, by Julia Fullerton-Batten