William T. Vollmann
Europa Central; Mondadori, Barcelona, 2007
De modo que me aplico a la tarea, en esta oscura noche de invierno me preparo para invadir el significado de Europa
W. T. Vollmann, Europa Central
Al fin y al cabo, lector, ¿no prefiere creer que esta historia que se está tomando la molestia de leer tiene algo que decirle?
W. T. Vollmann, Europa Central
Cómo reseñar Europa Central. Tras darle muchas vueltas, sólo se me ocurre imitar su estructura, haciendo un discurso fragmentario que trate, desoladamente, de dar cuenta del todo.
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Érase una vez el siglo XX
Esta frase de Vollmann, “érase una vez el siglo XX”, que aparece en la página 789 de esta oceánica, maravillosa, brutal, desorbitada y desgraciadamente corta Europa Central, podría ser un buen resumen de la misma, ya que en su interior laten todos los miedos, las contradicciones, los errores, los excesos y los crímenes del siglo pasado, contados a través de algunos de sus personajes principales, desde artistas como Shostakóvich o Ajmátova hasta políticos como Stalin o Hitler, pasando por todo tipo de militares, puesto que el argumento de Europa Central es -como el del mismo siglo XX-, sustancialmente bélico.
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El agente de las SS Gerstein, el general ruso Vlásov, el mariscal de campo nazi Paulus: a Vollmann le atraen los traidores, los disidentes; aquellos personajes históricos que son capaces, en sólo un par de meses, de luchar por dos ejércitos distintos.
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La estructura narrativa, la constante utilización de documentos de la época y el modo histórico de contar pueden sorprender al lector, pero éste pronto es atrapado por la fiel recreación vollmaniana de la conquista de Europa Central por Hitler primero, y su recuperación por Stalin después. Es un tema capital de esta novela, por tanto, la paradójica inclinación de Vollmann a atenerse a la verdad histórica para luego apartarse en ciertos casos de ella. En la nota “Fuentes”, situada al final de la novela, aclara que “las historias de este libro no están basadas en hechos históricos con la misma rigurosidad que las de mi serie Seven Dreams. En este caso, el objetivo era escribir una serie de parábolas sobre actores morales europeos famosos, infames y anónimos en momentos decisivos” (p. 797). Sin embargo hay cincuenta páginas de notas sobre bibliografía y se aclara que “los sistemas sociales aquí descritos, junto con todas sus instituciones y atrocidades, proceden, por completo, de archivos históricos” (p. 797). En una entrevista publicada en el nº 286 de Quimera, dice Vollmann explica su proceder: “crear una novela histórica, si realmente llegas a conocer una considerable cantidad de cosas que ocurrieron en aquel tiempo y después intentas imaginarte cómo habría actuado una persona, cómo habría hablado, puede llegar a ser algo útil”[1]. Vollmann comienza escribiendo ensayo para conocer un tema y, cuando tiene los suficientes datos, se permite a sí mismo crear ficción. Necesita partir de la verosimilitud absoluta para luego ir pervirtiéndola, mediante dos mecanismos: la aparición de fragmentos irracionales o sobrenaturales, narrando sucesos imposibles que le “ocurren” a los personajes (véase el capítulo “Idilios de puente aéreo”); segundo, mediante la retraducción (p. 833), versión (p. 828) o alteración programada (p. 814) de documentos reales hasta que se adaptan a la idea que Vollmann tiene de lo que realmente pasó desde una perspectiva narrativa, dejando la idea de fidelidad histórica en segundo plano (“esto es una obra de ficción”, p. 797). Esa libertad le permite, incluso, imaginarse o inventarse abiertamente situaciones plausibles entre los personajes, en concreto la relación amorosa entre el cineasta R. Kármen y H. Konstanstinoskaya o el destino de los hijos de von Paulus (a este respecto, añade Vollmann en una nota: “todo esto no son más que meras especulaciones, que es el regalo que Dios le ha dado a los novelistas históricos”, p. 824). Por tanto, para el autor norteamericano la fidelidad histórica es un largo proceso que acaba en la documentación exhaustiva, que permite al novelista -una vez dominado el conocimiento de la época-, colocar a los personajes y darles vida sin temor a cometer errores[2]. Pero que acaba ahí, dejando sitio desde entonces a la literatura en estado puro. En resumen, Vollmann sabe que, por mucho que se documente, por muchos testimonios o documentos registrados que existan, la Verdad única no existe y el hilo real de los hechos históricos es incognoscible. Por ello, de las miles de combinaciones posibles, él escoge una y la desarrolla a rajatabla, hasta el final, retocando incluso los documentos o testimonios reales que pueden contradecirla, para adecuarlos a ella. El resultado es una magnífica historia sobre las formas de contar la Historia.
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“B. N. Yuriev fue el primero que elaboró una rigurosa prueba teórica según la cual era posible volar en helicóptero. ¿Qué podría hacerme usted si yo corrigiera la historia para que el nombre de ese teórico pasara a ser E. E. Konstanstínovskaya? Como mínimo, ¿no puedo situarla en uno de esos biplanos soviéticos de color azul y verde que no paraban todo el rato de zumbar sobre nuestras cabezas?” (p. 93)
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Uno de los mayores aciertos de esta obra plagada de ellos es la descripción integral del músico D. D. Shostakóvich. Vollmann, que es un artista obsesivo, es el novelista ideal para explicar las obsesiones creativas de los demás. Así, en el caso del compositor ruso, muestra perfectamente la abyección del creador capaz en potencia de vender a su madre o de dejar morir a su hijo si eso va a mejorar la sinfonía (p. 223), o el músico que, muerto de hambre, débil o enfermo, se pregunta si los obuses de fragmentación deben expresarse mejor con un carillón o especificando “que la orquesta debe utilizar mazas metálicas. Shostakóvich, que sonreía de felicidad, subió a la azotea mientras se preguntaba si iba a morir ese día” (p. 228). Algo más adelante, lo hallamos aún más claro: “por aquel entonces, era mi deber, por el bien de la sinfonía, buscar el dolor. Lo sé” (p. 230). No sólo es un maestro en descripciones psicológicas; son increíblemente meritorias las descripciones que hace de las piezas musicales del ruso, adaptándolas a los movimientos bélicos o políticos del momento, sin olvidar su dimensión musical (cf. p. 226).
Shostakóvich haciendo de bombero durante la II Guerra Mundial
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Vollmann, que es alguien obsesionado con la violencia, tema al que ha dedicado un ensayo de siete volúmenes, tiene una endiablada capacidad para transmitir el horror y la violencia, aunque también es capaz como pocos de sugerir ternura o humanidad; a este respecto son memorables los capítulos donde describe el concierto de Shostakóvich en la azotea del conservatorio durante el asedio de Leningrado, mientras caen las bombas, o el momento –seguramente inventado –en que el general nazi F. von Paulus observa con los prismáticos el avance de su hijo en el frente de Stalingrado (p. 398). Sin embargo, no hay que pensar que la fascinación que Vollmann siente por la violencia supone complacencia o falta de crítica respecto a ella: así, se pregunta explícita y directamente no ya para qué “mereció la pena” la muerte de la heroína rusa Zoya, sino cualquier muerte de soldado; “es más, ¿y las muertes aleatorias que pasan sin pena ni gloria en época de paz?” (p. 443); ninguna, nos dice, tiene sentido. Véase al respecto el grave debate moral de las páginas 488 a 490, y esa brutal anécdota que nos coloca desnudos y de frente contra el demonio moral último del ser humano: el médico militar que se pregunta si no habrá algún método incruento para exterminar seres humanos en grandes cantidades. Quizá su objetivo es la enseñarnos el poder del mal para distinguirnos de él: “Aparece todo en tu libro. ¿Cómo podemos convencer a los demás de que sean buenos, si no tenemos ningún mal que señalar?” (p. 156).
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“(…) es demasiado simple descalificar a los nazis como inhumanos y bestiales: ¿qué pasaría si el problema con los nazis fuera precisamente que permanecieron ‘humanos, demasiado humanos’” (Slavoj Zizek, Visión de paralaje; Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 67).
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Es fascinante la estructura de voces y narradores de la novela. En las partes “rusas”, hay dos narradores, uno innominado, y otro, que es un agente del partido, llamado Alexandrov (véase p. 510). En la parte alemana, es también un nazi quien nos cuenta la historia; los narradores omniscientes son partidarios. De súbito, se mezclan entre sus voces las voces de los otros personajes, especialmente Shostakóvich, que tiene un peculiar modo inconexo y trunco de explicarse. Vollmann, que domina todos los resortes narrativos, es muy consciente de que hay alguien leyendo, e incluso le interpela directamente: “lector, ¿a cuál elegiría usted?” (p. 240). De nuevo la historia consciente de ser Historia.
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La imagen del nazi educado, cortés y culto, que tanto martiriza a George Steiner, es representada por Vollmann a través de Friedrich v. Paulus (véase p. 394), capaz de escuchar Beethoven primero y lanzar después un batallón de tropas a la muerte.
Shostakóvich, vigilado por Stalin
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El capítulo “Dentro de la montaña”, tres demoledoras páginas sobre la muerte del Führer, es uno de los textos de raíz histórica más impresionantes que leído jamás. Ay, si nos contaran así la Guerra Civil nuestros narradores.
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Para Vollmann, Europa es una mujer. Unas veces es una mujer fascinante, como Elena K.; otra una cualquiera: “¿Qué pudo impeler millones de balas, ya fueran disparadas por hombres o no? Vosotros decía ‘Alemania’. Ellos dicen ‘Rusia’. Sin duda alguna, no pudo ser la propia Europa, y mucho menos Europa Central, que siempre es una chica buena y dócil. Repito: Europa es una vaquilla tierna, una virgen rellenita, una doncella R o chica P preparada para el amor, un ángel, un premio sumiso” (p. 25). El caso es que, como él mismo ha apuntado, lo esencial de Europa es que es un ser cuya historia no le es indiferente a nadie, porque todos la quieren y, de una u otra manera, la siguen deseando.
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Notas
[1] Entrevista con Mathias Enard, Quimera 286, septiembre de 2007, p. 39.
[2] “Escribí una trilogía de novelas sobre prostitutas. En las dos primeras intenté ceñirme con todo detalle a las historias que me contaron las prostitutas. Finalmente, cuando emprendí la tercera, The Royal Family, sabía ya lo suficiente para echarle algo de imaginación. (…) si lo hubiese hecho antes, habría cometido un montón de errores”; entrevista con Mathias Enard, Quimera 286, septiembre de 2007, p. 39.