domingo, 13 de noviembre de 2016

Veinte años de Fabulosas narraciones por historias



La palabra “historia” en español designa tanto el relato de hechos verdaderos como el relato de hechos falsos.

Antonio Orejudo[1]



¿Para qué tanto esfuerzo en parecer real si todo el mundo sabe que no es más que un libro?

Antonio Orejudo, Ventajas de viajar en tren (2000)



Creo que uno de los trabajos a los que puede dedicarse la crítica literaria en nuestros días, habida cuenta de que ha perdido parte de su influencia prescriptora -por causas que hemos expresado en varios lugares, y sobre las que aún volveremos más adelante-, es el de fijar poco a poco el corpus de obras de finales del XX que están pasando la durísima prueba del tiempo y que sobreviven, décadas después, en el interés de los lectores y escritores. Y de una de esas novelas vamos a hablar hoy, una novela cuya lectura sigue practicándose entre lectores y escritores jóvenes como obra de culto, considerada muchas veces como novela de la que aprender.



En 1996 Antonio Orejudo publica su primera novela, un debut ambicioso en el que llevó a cabo un nada execrable atentado contra el canon de la literatura española del XX, cansado quizá del perenne e idealizado cierre de filas alrededor de unas cuantas nombradías. Dos años antes de la aparición de El maestro en el erial de Gregorio Morán, Orejudo revisaba a la baja la figura de Ortega y Gasset y recortaba las ínfulas extrañas de los moradores de la Residencia de Estudiantes, o más bien de algunos de ellos (Dalí y Buñuel, entre otros, quedan fuera del recuento de palos). Comportándose un poco como los tres protagonistas principales, Pátric/Patricio, Santos y Martiniano, tres jóvenes residentes que hoy serían trolls en Internet, Orejudo se enfrenta a la autoridad histórica con tanta virulencia como sentido del humor, reescribiendo situaciones y hasta textos reales, sin abandonar una atractiva verosimilitud. El lector de Fabulosas narraciones por historias, de hecho, corre tras su lectura el peligro de recordar aquella época tal y como Orejudo la cuenta.



La novela tuvo un enorme éxito crítico, catapultada por su calidad y por el hecho insólito de que un narrador novel hubiese sido capaz de escribir una novela tan compleja, madura y bien acabada. El año siguiente a su publicación obtuvo el premio Tigre Juan, y fue saludada por la crítica y los lectores con todo tipo de elogios y parabienes. La prueba de que era un libro que no cabía dejar en el olvido es que en 2007 fue reeditada por Tusquets, con pocos cambios. Los diálogos sustituyeron las comillas por guiones, algún “repanchingado” (1996, p. 301) pasó a estar “repantingado” (2007, p. 293), se eliminan algunas repeticiones (desaparece un “de pie” de la p. 164 original en la 162 definitiva) o faltas de concordancia, se pule alguna expresión, pero son alteraciones muy menores.



Una obra tan poliédrica y polifacética como ésta puede ser definida de diversas maneras. Una de las definiciones podría categorizar a de Fabulosas narraciones por historias como la parodia cervantina y posmoderna de aquellas novelas fragmentarias que hacían en los años 20 Ramón Gómez de la Serna o Benjamín Jarnés (o incluso como una parodia posmoderna de cierta novela española e hispanoamericana experimental de los 70, como queda claro en el caso de la alusión paródica a Rayuela, a través del personaje de María Catarata). Otra definición válida la define como “mezcla de erudición e inteligencia como argumento de una fábula divertidísima y plagada de claves literarias” (Gracia y Ródenas[2]). Pero hay más posibilidades. Como ha explicado una fina lectora de este libro, María del Pilar Lozano Mijares, el relato de Orejudo es una “metaficción historiográfica” (término tomado de A Poetics of Posmodernity, de Linda Hutcheon) en la que no se busca despejar la veracidad de la historia contada; muy al contrario, se persigue, o bien falsearla con fines literarios, o bien declarar la ausencia de linderos entre lo narrativo y de lo histórico. A esto último apuntaba la respuesta de Antonio de Guevara a Pedro Da Rúa que Orejudo incluía, como nota final al lector, en la primera edición, y que fue quitada de la nueva edición de 2007[3]; una respuesta que podría ligarse a la “Nota del autor” con la que Orejudo abría Reconstrucción (2005): “Esta es una obra de ficción, pero contiene datos y juicios que han sido tomados de otros libros y colocados aquí, más o menor retocados, en boca del narrador y de algunos personajes”[4]. De hecho, como indica Lozano Mijares, “la complejidad estructural de Fabulosas narraciones por historias no reside sólo en su fragmentación y en la intertextualidad, sino también en el ámbito de la metaficción” (pp. 302-303), y es cierto que Orejudo da varias vueltas de tuerca autoreferenciales al libro, cuyo rompecabezas sólo acaba de armarse al final (como ha señalado Yaw Agawu-Kakraba[5]), con rotunda maestría irónica, pero dejando flecos deliberadamente abiertos e irresueltos. Por ejemplo, Lozano Mijares señalaba la aparente contradicción de que un fragmento escrito por Pátric para su novela acabe siendo parte de la novela donde esa novela se incluye (pp. 267 y 301 de la edición de 1996; 260 y 292 de la de 2007), al repetir algunos fragmentos; pero el asunto es aún más complejo si se tiene en cuenta que otro fragmento de la novela de Pátric está casi repetido al final de la novela de Orejudo:



Mientras la tía Pili y el tío Pedro se interesaban por la salud de toda la familia, el primo Pedrito caminaba delante, ligeramente inclinado hacia la izquierda para contrarrestar el peso de mi maleta (2007, pág. 260)



Todavía recuerda Santos cómo se alejaba la figura del primo Marcelino: levemente inclinada hacia un lado para compensar el peso de la vieja maleta que llevaba en el contrario. (2007, pág. 337)



Es obvio que la repetición es consciente y deliberada, al utilizar casi las mismas palabras para referirse a dos primos, pertenecientes a dos niveles diegéticos diferentes. Es imposible saber qué pretendía Orejudo con estos guiños, si construir una referencia abismática (en el sentido de myse en abyme, según la descripción del relato especular de Dällenbach), o si procurar una especie de agujero de gusano narrativo por el que algunos detalles y textos se comunican, con la intención de producir extrañamiento al lector. En este sentido creo que para leer esta novela es más útil la teoría narratológica de los mundos posibles (en su sentido constructivista[6]) que la perspectiva de la dilución posmoderna de los conceptos de verdad e historia, como se ha hecho hasta la saciedad con esta obra[7]. Desde la perspectiva de los mundos posibles, el mundo narrativo creado en Fabulosas narraciones por historias es autotélico, autosuficiente y no necesita de otras leyes que las de la confusión del lector para seguir siendo consistente y válido como narración. Otra posible prueba de esta naturaleza es que al incluir en su final al propio autor (en un régimen de “veracidad narrativa”, por cierto, superior al “Antonio Orejudo” de Un momento de descanso, sólo hipotéticamente más “real” por la identidad de nombre) se produce, como recordó Teresa Gómez Trueba al comentar Fabulosas narraciones por historias, “una inmediata ficcionalización de todo lo demás”[8]. Por ello, y por jugar con un hilo argumental histórico por todos conocido, si tuviera que definir con una sola frase Fabulosas narraciones por historias, diría que es una de las mejores novelas que he leído donde la trama se conjura contra el argumento.



La alegría con la que Orejudo mezcla elementos y recursos, verdades y fábulas, consigue introducirnos en un total escepticismo respecto a la verosimilitud de la historia, escepticismo que pronto deja de ser incómodo para convertirse no sólo en una de las características esenciales de la novela (convertida en uno de esos amigos canallas de los que no te fías, pero a los cuales no puedes dejar de querer), sino incluso en retrato de una época, no tanto aquélla como ésta, la nuestra: “Orejudo consigue convencernos de que los límites entre verdad y mentira, historia y fábula no existen”, dice Lozano Mijares, “que vivimos en un mundo en el que la diferencia ha sido deconstruida, o, más bien, que nunca hubo diferencia” (p. 304). Llegado cierto punto, y a pesar de las continuas menciones dirigidas a “probar” la verosimilitud de los documentos aportados (mediante la inclusión de fechas de las cartas, o páginas exactas de las citas aportadas, etc.), el lector deja de suspender su incredulidad, sabedor ya de que está siendo víctima de una añagaza narrativa dirigida a despistarle. Algo, por lo demás, que el narrador no oculta: “Las novelas, las poesías, los periódicos, las revistas, todos los libros están llenos de trampas para obligarnos a sentir y a pensar lo que ellos quieren que sintamos y pensemos” (p. 127). Un ejemplo claro de esta ruptura del pacto con el lector son los tres fragmentos incluidos en las páginas 240 y 241 de la edición de 2007; en ellas termina una carta de María Luisa -aunque el lector no sabe aún que es María Luisa quien firma esa carta-, hay un apunte narrativo sobre Ortega y María Luisa, y el tercer texto es un extracto de un libro real, Ortega y Gasset, mi padre, de Miguel Ortega, donde se menciona a una María Luisa auténtica, con la que su padre tuvo una “amistad de tipo intelectual”. De este modo se siembra una sombra de sospecha; novelesca, sí, pero creada a la vez con elementos verídicos e inventados. Historia y literatura se ponen al servicio del desorden creativo, con la intención de que el lector pierda sus referencias y comprenda que el hábitat natural del mundo narrativo de Fabulosas narraciones por historias es la ausencia de referentes claros. En un momento dado, Homero Mur, uno de los personajes demiúrgicos de la novela, así parece resumirlo, dándole título a la novela: “nos pasamos toda la vida tomando las narraciones fabulosas por historias y, cuando al fin conseguimos entrever la historia verdadera, ésta nos suena tan fantasiosa que nos la creemos” (p. 289). Con notable inteligencia, Orejudo consigue que algunos textos reales de Ortega parezcan apócrifos, de puro ajustados a la historia; así, cuando se reproduce el texto real de La España invertebrada según el cual en nuestro país los “se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles” (Fabulosas…, p. 307), la carga de vehemencia del texto orteguiano parece personalmente dirigida contra Patricio Cordero, el personaje que por entonces vende por centenares de miles sus novelas ficticias, y al que Ortega aborrece en la ficción. El detalle -también ficticio- de que Ortega pudiera esconder una novela realista de juventud (La desalmada), de la que se arrepintiese, es también un enorme hallazgo por las posibilidades argumentales que despliega.



Fabulosas tiene otra dimensión argumental estética, al confirmar la lucha de principios de siglo entre la pulsión realista, la fiebre simbolista y el empuje vanguardista (v. Agawu-Kakraba); incluso en algún punto -una declaración de Huidobro en una tertulia madrileña- se plantea la discusión en términos que parecen atar esa tensión a la lucha entre la narrativa tradicional y la posmoderna: “estamos hartos de todas esas novelas del siglo pasado que se tomaban tan en serio a sí mismas y que tenían pretensiones tan intolerables como analizar la realidad, cuando no cambiarla. La realidad no existe, señores. Y si existe, es demasiado compleja para analizarla” (p. 93). De seguir este correlato que proponemos, si Ortega, Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón y demás correligionarios de la falsa “Junta de Apoyo a la Juventud y las Artes” pretendían imponer un programa vanguardista, Orejudo pretendería postularse a favor de un programa posmoderno que ayudara a renovar tanto las esclerotizadas estructuras de los continuadores del realismo decimonónico a finales del XX como las de los experimentalistas de los años 60 y 70. De hecho, la estrategia de Orejudo es vindicar un papel más activo por parte del lector, que no puede asomarse a Fabulosas narraciones por historias como si fuera una novela más, pues hablamos de un lector que va a ser desafiado en todo momento. Como nos sucede leyendo a veces leyendo a Stendhal, recorriendo Fabulosas tenemos de cuando en cuando la sensación de que el narrador nos está tomando el pelo[9]. Marta E. Cichochka, en su reciente ensayo Estrategias de la novela histórica contemporánea (2016), retoma las figuras de lectant y lisant de Lavergne para concluir que “evidentemente, el lector posmoderno de las novelas históricas contemporáneas se vuelve cada vez más un ‘leyente’ investigador y no un manso ‘leedor’”[10]. La novela de Orejudo reclama, como pocas, la figura de ese leyente activo, que acude de continuo a su biblioteca o a Internet para saber si los materiales ofrecidos por el autor son apócrifos o reales. Un lector que al final entiende que la veracidad no es lo importante, como nos recuerda el narrador de Reconstrucción, una excelente novela que merecería más re/conocimiento: “lo que Pfister cuenta no es lo que sucedió, sino el relato de lo que sucedió. Pero eso no le resta valor como testimonio ni como instrumento de análisis. Al contrario: lo que Pfister cuenta es una materia mucho más rica que la constituida únicamente por lo sucedido”[11].



Pero todo lo expuesto no es más que parte de la recompensa que aguarda a ese lector activo. No sólo la inteligencia y la ironía y el sentido del lector premiarán el esfuerzo de lectura; también una prosa exquisita, metamórfica, capaz de adaptarse al estilo, tono o código que la narración requiera en cada momento, del popular al elevado, del académico al pornográfico, del engolado al vulgar, con una desarmante capacidad de matices e irisaciones. Y el sentido del humor, no pocas veces oscuro, nos brinda momentos de altura: los actos literarios inventados para sembrar el caos en la Residencia (p. 165); las delirantes intervenciones del poeta Bernabé Hieza, que cita de continuo versos sus propios libros de poemas como Qué es de tu vida, Manuel; qué es de tu muerte, Raquel (p. 212); o la muerte de Patricio, contada como si fuese una matanza de cerdos, un hallazgo maravilloso; o que la mayoría de los personajes sublimen sus experiencias personales en sicalípticas para la revista ficticia La pasión. O la memorable andanada contra Juan Ramón Jiménez: “aunque era sabido que le molestaban mucho los ruidos, el de los aplausos no parecía hacerle el más mínimo daño” (p. 331). No merece la pena seguir acumulando méritos, porque la mejor forma de hacerlo es leyendo Fabulosas narraciones por historias, donde la excelencia se impone por sí sola. Orejudo demuestra una absoluta maestría en esta novela de culto, por la que no puede pasar el tiempo porque es, precisamente, una virtuosa demostración de cómo jugar con él.




[1] En M. Escobedo, “Antonio Orejudo: ‘El humor nos defiende de las agresiones del mundo’”, Cuadernos Hispanoamericanos, nº. 737, 2011, p. 110.

[2] Jordi Gracia y Domingo Ródenas, Historia de la literatura española. 7. Derrota y restitución de la modernidad; Crítica, Barcelona, 2011, p. 908.

[3] “No tenga vuestra merced hincapié en historias gentiles y profanas, pues no tenemos más certinidad que digan verdad unos que otros…”; en A. Orejudo, Fabulosas narraciones por historias; Lengua de Trapo, Madrid, 1996, p. 393.

[4] Antonio Orejudo, Reconstrucción; Tusquets, Barcelona, 2005, p. 11.

[5] “The narrative strategy that the narrator deploys in Fabulosas narraciones is a self-consciously fabricated artifice that is cognisant of its ontological status. Within the fiction’s internal configuration emerges a dramatised mirror of its own narrative and linguistic codes. This structural manoeuvre does not, however, become apparent until after the reader completes reading the novel.”; Yaw Agawu-Kakraba, “Reading Modernism Through Postmodernism: Antonio Orejudo Utrilla’s Fabulosas narraciones por historias”, Journal of Iberian and Latin American Studies, Vol. 9, No. 2, 2003, [pp. 125-38], p. 128.

[6] Dentro de los diferentes enfoques de lo ficcional, Antonio Garrido Domínguez apunta “el constructivista”, que “alude a los mundos de ficción como realidades construidas a partir de materiales previos” (Antonio Garrido Domínguez, Narración y ficción. Literatura e invención de mundos; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2011, p. 60), enfoque que debe ser matizado a partir del modelo semántico de Dolezel, según apunta el propio autor más adelante (pp. 124ss).

[7] Cf. Jessica Cáliz Montes, “La descanonización de la Edad de Plata desde sus tertulias: Fabulosas narraciones por historias”, en Jesús Murillo Sagredo y Laura Peña (coors.), Sobremesas literarias: en torno a la gastronomía en las letras hispánicas; Biblioteca Nueva, Madrid, 2015, pp. 399-410. También Patrick Toumba, La representación narrativa y la identidad en la novela española contemporánea: Juan José Millás y Antonio Orejudo; Tesis doctoral, Universidad Complutense, Madrid, 2014, p. 240.

[8] Teresa Gómez Trueba, “El nuevo género de las novelas anti-género”, Letras hispanas. Revista de literatura y cultura, vol. 4, nº 1, 2007, Edición especial: “Manifestaciones narrativas en la España del siglo XXI" (http://letrashispanas.unlv.edu/).

[9] La idea, referida a Stendhal, es de Félix de Azúa, en su ensayo sobre este autor, pero no tengo el libro a mano para buscar la cita exacta.

[10] M. E. Cichocka, Estrategias de la novela histórica contemporánea. Pasado plural, postmemoria, pophistoria; Peter Lang, Frankfurt, 2016, p. 21. p. 20.


[11] Y continúa en estos términos: “Aquellos hechos que conserva en la memoria son semillas que han germinado con el tiempo gracias a la imaginación. Son sucesos que se enriquecen sólo por el hecho de contarlos, de someterlos al juicio de otra persona”; A. Orejudo, Reconstrucción, op. cit., p. 256.