jueves, 31 de agosto de 2017

El yo asambleario de Los días de la peste




Edmundo Paz Soldán, Los días de la peste. Barcelona: Malpaso, 2017.








Después de dos novelas ambientadas en Estados Unidos (Los vivos y los muertos y Norte), y una en el espacio exterior (Iris), la narrativa de Edmundo Paz Soldán vuelve a Bolivia, y lo hace con una fuerza inusitada. Los días de la peste, con ese título que recuerda a La peste (1948) de Albert Camus, presenta una trama similar a la del escritor francés: los efectos de una plaga en un territorio acotado, en este caso la Casona, una enorme prisión de régimen abierto donde viven familias enteras junto a los presos, y como La peste aborda los aspectos humanos y metafísicos que la enfermedad contagiosa va generando en los personajes. Lo interesante en la novela de Paz Soldán es la forma en la que aborda la plaga, que, en puridad, es una plaga dentro de otra: la corrupción económico-institucional que afecta por igual a funcionarios, autoridades, vigilantes y presos, reos todos de un sistema mayor de cadenas (de favores). La enfermedad como metáfora, en la línea de Sontag, pero también encontramos la metáfora como enfermedad: la negociación de los símiles por las autoridades carcelarias para esconder la crudeza de la realidad inconveniente, para cubrir bajo capas de lenguaje la instrumentación del régimen cerrado. Aunque la obra no menciona en ningún momento -creo- a Bolivia, la cárcel está basada en una prisión boliviana, y algunos términos locales como “turril” o “barbijo”, así como menciones gastronómicas y lingüísticas (las más de 30 lenguas indígenas, por ejemplo), sitúan el argumento en el país de origen del autor. Aunque es claro que éste ha preferido -como Diamela Eltit en alguna novela- no anclar nacionalmente la obra, con la intención de ensanchar el campo de interpretación e incrementar su clara dimensión hispanoamericana. En la misma dirección podemos entender alguna mención de lugar, como "Los Confines", que remite al lugar homónimo de Pedro Páramo de Juan Rulfo. En lo estilístico, Los días de la peste es una de las obras más ricas de Paz Soldán, capaz de poblar de voces distintas y creíbles a la colmena carcelaria, y hábil para esculpir detalles como la construcción discursiva del personaje de Lya, cuya adolescencia mental se trasluce en una expresividad creada a base de frases cortas, eléctricas, simples, sin desarrollar, inmaduras.



Volvamos por un momento al tema de la peste aludida en el título de la novela, a la parte relativa a la enfermedad. “¿Qué son los virus sino seres fantasmales, fantasmas puros que flotan en el mundo esperando poseer una célula humana para corporizarse y hacerse vida? Ahí los ve y no los ve. Todos los días. Monstruos perfectos”. Estas frases pueden leerse en la página 212 de Los días de la peste, pero están en cursiva, y lo están porque en realidad son un intertexto, una cita del narrador peruano Carlos Yushimito, quien las incluyó en su relato “Los que esperan” (en Rizoma, 2015). No es la única cita existente en la novela de Paz Soldán, que reconoce varias de ellas en una nota final, pero la intertextual es la menor de las partes de esta imaginativa y excelente novela del narrador boliviano. La mención a la monstruosidad perfecta de los virus tiene otras potencialidades en la novela que no vamos a desvelar, y que van tejiendo sus ecos hasta la última línea de la novela. Con Los días de la peste vuelve Paz Soldán a varias de sus obsesiones recurrentes: la manipulación informativa, la política latinoamericana, el esoterismo -se crea, como en Iris, un culto maligno de gran poder sobre los personajes-, el poder de la pulsión sexual, la violencia, el dinero (todo en la Casona es dinero, véase p. 88), y la esperanza de los seres individuales inmersos en el marasmo colectivo del “gótico microbiano” (p. 285).



Y esta última idea me lleva a uno de los grandes descubrimientos del libro, el personaje de Rigo. He dedicado 15 años de vida y dos libros al estudio de la disolución subjetiva en la literatura hispánica actual, y en muy pocas ocasiones me he topado con un ejercicio tan sofisticado de desintegración de la identidad tan hábil como el que Paz Soldán realiza con Rigo, un personaje que podríamos definir como un yo micropolítico, una identidad asamblearia que el autor emplea inteligentemente como muestra de la desconexión y la falta de comunicación de la pareja, de la familia, de la Casona, de las clases sociales del Cono Sur, de las etnias nacionales, de la sociedad actual. Rigo, tras una conversión esotérica, advierte la separación entre las distintas partes que lo unen (voz, ojos, piel, mente, etcétera), dotadas cada una de voz propia y volición; pasa entonces del yo al nosotros, hablando en plural al referirse a sí mismo, consciente de su dimensión sociopolítica a escala: “aprendíamos a disolver el yo en el nosotros, el yo era un pueblo y debíamos cuidarlo” (p. 36). Un ser entendido como organismo pluricelular consensuado, regido por la negociación “social”: una identidad que haría las delicias de Foucault -tanto más cuanto descrito dentro de una cárcel-. Un yo benthamiano, donde sus creencias establecen las reglas (y las rejas) de vigilancia. Rigo es nuestro presente y, al mismo tiempo, es cada uno de nosotros.



La personalidad asamblearia de Rigo es un espejo a escala de la Casona, colectiva e individual al mismo tiempo, que a su vez es presentada como un microcosmos de la poliédrica sociedad boliviana (pp. 44 y 203) y que, no por casualidad, es un reflejo de la estructura reticular de la novela, concebida como una faulkneriana sucesión de voces que vertebra un espejo roto, cuyas multiplicadas piezas reflejan a escala todas las preocupaciones políticas, temáticas y estéticas desarrolladas hasta ahora por Edmundo Paz Soldán. 





[Relación con la editorial: ninguna; relación con el autor: muy cordial]

sábado, 12 de agosto de 2017

Una crónica de Sam Shepard


Con motivo del fallecimiento del escritor Sam Shepard (1943-2017) rescato este texto escrito con ventipocos años y nunca publicado, en el que se advierten algunas ingenuidades críticas que he ido (creo) rectificando con los años. He preferido no cambiar demasiado el original ni reescribirlo, dejándolo casi tal y como estaba, con el propósito de salvaguardar en lo posible el claro impacto que me produjo en su momento la lectura de estos libros. 






Una crónica de Sam Shepard





[Dedicado a Javier Fernández, Pablo García Casado y Antonio 
Luis Ginés, que me descubrieron a Shepard]



“Amigo, hay que moverse” “¿Hacia dónde?” “No lo sé, pero hay que moverse”
Jack Kerouac, On the road

El hecho central en relación con América es el espacio.
Charles Olson

Se trataba de uno de esos hoteles situados en medio de ninguna parte, rodeado por unas seis autopistas, ante el que pasas y te preguntas quién se alojará ahí y por qué.
Peter Cameron, This Pain Will Be Useful To You

Aunque por delante, en realidad, no había horizonte.
Joyce Carol Oates, The Gravedigger’s Daughter


El gran problema de algunos textos de crítica no es desarrollarlos sino darles comienzo. Este es uno de ellos. Cuando se está ante una obra circular, ante una literatura, tomar cualquiera de los puntos de su esfera es en cierta forma rechazar, menospreciar, ningunear el resto, corriéndose el añadido peligro de haber equivocado el punto de mira al efectuar el disparo. Entiendo que Sam Shepard es una de las figuras más significativas de la Norteamérica contemporánea, y lo es porque no es muy conocido en Europa. Cuando algún americano dedicado al espectáculo es una celebridad en este viejo continente, se debe por lo general más a su belleza o a su conducta sexual que a cualquier otro motivo. Ilustre excepción a esta regla es uno de los talentos excéntricos del cine reciente (hablo de Woody Allen, claro[1]). El desconocimiento, el falso anonimato universal de Shepard se debe a que la mayoría de los europeos piensa que es demasiado americano como para ser entendido fuera de los límites de su país. Esto es y no es falso.

No es falso porque, como ha dicho alguien, es cierto que Shepard es esencialmente estadounidense, como lo es Mark Twain (inimaginable fuera de América, según Borges). Dramaturgo, poeta, narrador, actor de cine, músico, letrista, batería de grupo, superviviente de la contracultura. En fin, es todo lo que a este joven escribidor le gustaría ser. Creo que todos los jóvenes del mundo que le han conocido quieren ser Sam Shepard, y poder decir que estuvieron con Jessica Lange y Patti Smith, que han escrito canciones con Dylan, que idearon Crónicas de Motel y que firmaron el guión adaptado de la fascinante París, Texas, de Wenders. Pero no estamos aquí, en medio de un pequeño ensayo, para hablar de lo que queremos ser. Estamos para hablar de una minúscula parte de la obra literaria de Shepard.

Nos quedaremos con Hawkmoon y Motel Chronicles, las dos obras que más conocido le han hecho como narrador-poeta, puesto que ambos son conjuntos de prosa y poema (con los inevitables y tópicos cruces de estilo entre bloques); si bien con la particularidad de que, sobre todo en las Crónicas, hay una voluntad clara de homogeneidad a lo largo de todas sus partes. Luego veremos qué patrón creó esa coherencia en el tejido final. No cabe duda de que ambos libros ocupan un espacio singular en la literatura estadounidense de fines del XX; se diferencian porque Luna Halcón es más variada en tonos, registros y sintaxis, lo cual, al contrario de lo que parece, juega en su favor frente a Crónicas de motel. A pesar de que a este último debe su fama Shepard, y es unánimemente más alabado por crítica y lectores, considero que los buenos momentos de Luna Halcón son más logrados y esclarecedores que los homogéneos fragmentos de Crónicas. No debemos dejarnos llevar por las apariencias. Sí, está claro que en este último libro Shepard tiene la feraz ocurrencia de narrar en minúsculos episodios o fragmentos un viaje alucinante por los moteles de USA, de una a otra costa, durante 1980 y 1981, incluyendo algún texto anterior y varias notas autobiográficas; no es menos cierto que su técnica está más depurada y su prosa es un bisturí, libre de alguna concesión a la galería que ensucia a ratos Luna Halcón; claro que sí, pero en Luna Halcón están ya presentes las bases, el motivo, el espíritu de las Crónicas.

En Luna Halcón podemos leer que “el gran asesino era el aburrimiento”. Al llegar unos yanquis a un tranquilo pueblo canadiense “evasores del reclutamiento, delincuentes, gente que huía de las ciudades, tipos que se pavoneaban a derecha e izquierda”, “comenzó a circular por los pueblos cierta extraña literatura pornográfica”, “las drogas se filtraron por todas partes colándose con la facilidad del aire salado del mar”. Rock & Roll. “Y desde lejos te llegaba el ruido de Estados Unidos, resquebrajándose por la mitad y hundiéndose estrepitosamente en el mar”. Este párrafo de “Allá por los años setenta” resume, temática y formalmente, buena parte de esta etapa de la obra de Shepard. Los cortes sintácticos, las frases breves, la aguda metáfora o la imagen hiperbólica y precisa que detalla lo que el escritor intenta narrarnos. Un país que se quema. Un país que le quema. Algo que quiere, a lo que está inevitable, indisolublemente unido, pero que le atenaza y le duele; una especie de noventayochismo yanqui. La crítica de un país anclado en su propio hastío.

“Montana”, del mismo volumen, es la exasperación del tema. El puro “Aburrimiento” (título de otro relato) llevado al vacío, provoca que el protagonista mate a una chica, la cubra con parsimonia de billetes de cien, se vista de vaquero pies a cabeza, se tome una copa y después la incinere, todo ello con bastante buen humor y con el mejor rock de fondo. Salvando las distancias, Shepard escribirá una historia parecida, con mayor emoción, eso sí, en Fool for Love (1983), una obra de teatro que fue nominada al Pulitzer y que Anagrama ha editado como Locos de amor. Un argumento así es una exageración, una hipérbole de la causa, y a nosotros nos interesa la causa. Es el vacío, el nihilismo, el hueco en la cabeza de toda una generación que hay que llenar de lo que sea, a toda velocidad, antes de que el aire se lo coma todo. Lo ilegal, lo sucio, lo colma antes que cualquier otra cosa. Le pone emoción. Este es el escéptico diagnóstico de Shepard. El tema no era nuevo (Martin Amis estaba haciendo algo similar y lo publicaría dos años después, en 1975: Dead Babies), tampoco Shepard se lo ha apuntado, pero consigue llegar a un punto más difícil. Esperemos aún un poco para compartirlo.

Estoy harto de los sentimentalismos Pop
Recuerdo de los Ford de los Cuarenta
Y de los Beach Boys
Qué me dicen de los Cincuenta
Los Cincuenta eran una puta mierda
Y lo mismo tú
Y lo mismo tu madre

Estos versos abundan en el tema, desde el otro prisma estético, el versal. Y añaden un elemento clave en toda la obra de Shepard: el malestar, el vacío, tienen mucho que ver con el coche. En “¿Puede volar una camioneta de media tonelada?” queda patente una de las manifestaciones más típicas de esa relación. Tres amigos, que la reveladora prosa del autor hace que nos imaginemos como parados, solteros de mediana edad, borrachuzos y bastante feos, se les ocurre saltar por un puente levadizo, para ver si es posible alcanzar el otro lado. Nada pierden si fallan en el intento. Fallan. Los tres amigos lo celebran bebiendo. Agua del fondo. Un relato de Quim Monzó, “Cacofonía”[2], recuerda por su estilo y su temática (una pareja aburrida que se dedica a recorrer en sentido contrario calles de Barcelona) a éste de Shepard. El coche (no sólo en Shepard; léanse Kerouac, Bukowski, letras de Springsteen) es un símbolo, un mito norteamericano. A nuestro escritor no le interesa la distancia, ni la capacidad de desplazamiento, sino esa ilusoria configuración del automóvil como “máquina de escape”, aunque luego sea para enfrentarse al otro tópico: no se llega a ninguna parte. O se vuelve al mismo sitio.

Como el bobo-listo-cursi de Forrest Gump, los personajes de Shepard sólo quieren correr, sin importarles adónde, sin que les moleste la idea de llegar a otro sitio no deseado. Su justificación es la huida; una forma de rebeldía. Inclasificables por inalcanzables. C.L.R. James, en Beyond a Boundary (1984), escribe lo siguiente:

El tiempo pasaría, caerían los viejos imperios y otros nuevos ocuparían su lugar. Las relaciones de clase habrían de cambiar antes de descubrir que lo que importa no es la calidad o la utilidad de los bienes, sino el movimiento; no lo que uno tiene o el lugar que ocupa, sino de dónde viene, a dónde va y el ritmo a que avanza en esa dirección.

Ese mismo año de 1984, en L’anello de Clarisse, escribía Claudio Magris: “la huida se convierte en la mímesis gelatinosa de ese mundo del que se desea huir, tal como las inmensas autopistas de Jack Kerouac (On the Road, 1957) impulsan a los personajes, en continua fuga, a retornar de modo constante y frenético a su punto de partida”[3].

Tres años antes, en 1981, Shepard ya había llegado a esa conclusión, sin expresarla de forma tan contundente, sólo sugiriéndola: “Me tranquilizo y me siento maravillosamente bien pensando que ya vuelvo a estar en la carretera. En la carretera, en la carretera, en la carretera”. En “La maldición de la pluma negra del cuervo”, de Luna Halcón, leemos: “sigo conduciendo, sigo conduciendo como si me persiguieran. Huyo”. Insistamos en lo que hay de espacio en todos estos textos. Kapuscinski escribió con acierto: “Para Estados unidos siempre fue un problema la gran extensión del país. ¿Cómo dominar este espacio, cómo enfrentarse a él? En su afán [...] los americanos desarrollaron hasta la perfección tres ramas de la técnica: la producción de automóviles, la producción de aviones y la producción de toda clase de técnicas de comunicación”[4]. Teniendo en cuenta que en aquella época no existía Internet, y conocida la legendaria aversión a volar de Shepard (véase al respecto su libro Cruzando el paraíso), entendemos que el autor centrara en el universo del automóvil el desenvolvimiento de sus personajes escépticos. Podemos ver su particular forma de contemplar el destino: “Destino: de un lugar a otro lugar. Pero el jaleo está entre los dos puntos”. Sin embargo, el personaje miente. No hay nada tampoco en medio. Sólo el pensamiento del personaje. En realidad, la escapatoria es imposible; aunque se intenta la técnica explicada por Poe en su relato “Un descenso al Maelström”, esto es, introducirse girando en el abismo para mantenerse a flote, la realidad es que en los viajes de Shepard o Kerouac los personajes acaban solamente mareados.

El pensamiento de los personajes de Shepard, que él reparte con alegría, es también digno de estudio, por lo que nos clarifica el argumento de su prosa: los personajes piensan como viven; van de una idea a otra sin importarles mucho los pasos intermedios. De un pensamiento a otro pensamiento: “Ahora empiezo a temer no tanto las consecuencias de la idea como la idea misma. Empiezo a desear que no regrese la idea. Empiezo a luchar contra ella. Intento evitar que penetre. Después me envalentono y actúo en sentido contrario. Empiezo a atreverme a tener esa idea. La invito a venir” (Crónicas de motel). Las partes surrealistas que abundan en Luna Halcón no son menos irracionales que los párrafos–monólogos de las Crónicas. El pensamiento es un hilo que gira sobre sí mismo; no señala ni une dos puntos: forma una rueca. Del traje nacional estadounidense Shepard desteje hilos hasta formar un ovillo compacto, duro, nucleado, nuclear, radioactivo. La realidad contamina lo cotidiano. Lo exterior es el fatum. Los otros son el medio. Sólo cabe ocultarse de ellos, huir, meterse en el coche, arrancar, acelerar, entender la vida como una roadmovie aunque no se mueva. Cada uno en su coche, adelantando, mintiendo a los demás:

La gente de aquí
se ha convertido
en la gente
que finge ser

Correr más. Más lejos. Con drogas o alcohol. El ritmo, el rock, el cine, la noche. Para luego arribar a la resaca, al mono, al vacío, al the end.

intentó arrojarse por la ventana
y le dije que no valía la pena
no es más que una estúpida película
no tan estúpida, dijo ella, como la vida

El autor está obsesionado por lo lejos que se sienten las personas unas de otras. La desolación paisajística se completa con la deshabitación interior. Los personajes son hangares vacíos de los cuerpos de los otros. En otro poema, a la pregunta de “¿Por qué pienso / Este tipo está completamente loco”, responde:

Se por qué
porque no oculta
la desesperada distancia que le separa de la gente.

Está claro que la elección de Shepard de escribir desde moteles, o sobre moteles, no es casual. Es el marco perfecto para sus descripciones. El porqué nos lo brinda el sesudo antropólogo americano James Clifford en su ensayo “Las culturas del viaje”:

El motel no tiene auténtico vestíbulo, es inseparable de una red de autopistas; es más un relevo de postas o un nudo de comunicaciones que un lugar de encuentro entre sujetos culturales diferentes.[5]

Lo cual encaja, según Frederic Jameson, en la lógica cultural de la posmodernidad:

En efecto, a las posmodernidades les ha fascinado precisamente este paisaje “degradado”, chapucero y y kitsch, de las series televisivas y la cultura del Readers's Digest, de la publicidad y los moteles, del cine de Hollywood de serie-B [...] No se limitan a “citar” estos materiales [...] sino que los incorporan a su propia sustancia.[6]

Digamos que es una sala de espera a gran escala, en la que el escritor discurre, imagina, observa a gusto a las personas que vienen a tratar su patología. En este caso, la patología del viaje. Shepard se mete con su pluma en una especie de antesala de médico, en la que los pacientes tienen en sus caras los signos de la enfermedad y el miedo al diagnóstico. A partir de aquí, escribe a placer sobre sus comportamientos e ideas. La carretera es el médico, el motel es la sala de espera, América es el paciente. El antropólogo Clifford recoge un texto de Meaghan Morris: “los moteles, a diferencia de los hoteles, destruyen las formas establecidas de percibir el lugar, el escenario y la historia. Son únicamente monumentos al movimiento, la velocidad y la circulación perpetua”. Según la moderna y difundida terminología de Marc Augé, los moteles y las carreteras en las que Shepard localiza sus funciones son no lugares, caracterizados por una distorsión de las categorías de tiempo y espacio que Mauss asociaba al lugar entendido en su antiguo sentido sociológico, ahora y ahí desaparecido[7].

De los trastornos de comportamiento que los textos registran (similares a los de las novelas de Ballard, otro teórico de los espacios de circulación masiva[8]), se deduce que para Shepard la población yanqui es carne de psiquiatra en su totalidad, dando la razón al Williams Carlos Williams que escribiera en uno de sus poemas que “los productos genuinamente americanos se vuelven locos”, en un poema, “To Elsie”, que termina con estos bellísimos versos, tan apropiados en el contexto shepardiano:

No one
to witness
and adjust, no one to drive the car

Los lugares que describe Shepard son inhóspitos, duros, fríos; o lo contrario, insoportablemente húmedos y calurosos. Espacios donde no se puede estar, en los que nadie puede sentirse bien. Los paisajes, ya se sabe, son a lo que inspiran. A Shepard los lugares que visita entre moteles, como aquellos traídos desde la infancia, sólo le inspiran cansancio y nostalgia. No melancolía frente a lo perdido y añorado, sino sólo respecto de lo perdido y de lo que se va perdiendo. La de sus personajes es una senda de perdedores, de personas que tropiezan entre sí y que elevan su incomunicación a un teléfono, que consideran que cohabitar es compartir y que la amistad es emborracharse juntos (como dice en algún cuento Raymond Carver).

Las enumeraciones inacabables de Shepard tienen virtudes hipnóticas, sugestivas, y no es difícil reconocerse en los pensamientos de sus perdedores. Al terminar la lectura consecutiva de estos dos libros tuve la impresión de haber estado leyendo una suerte de falsa novela, un solo y enorme texto, un paisaje. Norteamérica era la protagonista de esa novela. Entendí que si Eric Fischl pintaba “el fracaso del sueño americano”, que si otros prosistas como Pynchon, Joyce Carol Oates o DeLillo lo había narrado con exactitud, Shepard había construido el decorado; que si Hopper retrataba la soledad del paisaje, que si Bukowski cantaba la pérdida de la sensación de pensarse el mejor país del mundo, que si Doctorow había logrado explicar por qué los Estados Unidos eran el país del presente eterno, Shepard construía al detalle el lugar donde eso acontecía, logrando lo que llama Wenders la “atmósfera”: el universo estadounidense de bares, moteles, carreteras y copas que constituyen el fresco en carne viva de lo que podríamos llamar la Norteamérica profunda; un descenso a las profundidades del país-continente. Esa generación estadounidense compuesta por dos generaciones, 50-75, 76-90, se encuentra perdida, con todas las guerras, salvo una, ganadas; con todas las islas, salvo una, colonizadas; una nación que se da cuenta de que lo tiene todo y no sabe qué hacer con ello: eso es lo que nos cuenta la literatura de Shepard. “Quién nos iba a decir que el tiempo estaba de nuestro lado”, termina una de sus reflexiones. EEUU no pudo adivinar su propia victoria. Su éxito, nos dice Shepard, se la ha comido.


*

Aunque para ser un pueblo pequeño nos hallamos notablemente libres de resentimiento, la ausencia de una metrópoli que polarice nuestra atención hace que en nuestros momentos más íntimos nos sintamos algo solos.
Don DeLillo, Ruido de fondo


(Addenda de 1998). Shepard publica Cruzando el paraíso, inestimable colección de relatos breves que ahondan en la temática expuesta, si bien ahora el elemento autobiográfico, que parece a primera vista más evidente, sirve de lanzadera para un tejido narrativo más profundo, más enraizado en la ficción. Shepard ya no busca el efecto ambiental, sino llegar a los sentimientos, como su amado Chéjov, contando historias cercanas, cercanas al estadounidense medio y cercanas a él mismo, para acortar aún más la distancia que le separa del lector.

Si en su primer libro Shepard daba buena cuenta del sueño americano y en el segundo del suyo propio dentro de aquél, Cruzando el paraíso se establece como una profundización temática en ambos terrenos, si bien dejando el segundo libro muy al margen, puesto que los numerosos fragmentos autobiográficos, casi la mitad de los relatos del libro, son más directos y con menor distancia que en las Crónicas. El resto de Cruzando el paraíso sigue en la dirección de Luna Halcón, aunque el autor ha prescindido ya de personajes patéticos por sus modos y prefiere dejar hablar a perdedores normales, cotidianos; los que uno se encuentra, parece decirnos, en cualquier rincón de la mañana. Las ficciones, no cerradas, al estilo de Katherine Mansfield, son mucho más elaboradas y muestran un camino. Todo el libro es un cuaderno de bitácora de un periplo continuo entre las dos costas de los Estados Unidos, que Shepard ha recorrido infinidad de veces en coche por su aversión al avión, y que, influenciado por Peter Handke, autor de Carta breve para un largo adiós (magistral relato de un viaje estadounidense parecido a los de Shepard), va convirtiendo en material literario. El movimiento, amén de delatar el paisaje, va calando también en los personajes. Se cuentan historias de gente que se mueve por el país, o de gente que no sabe muy bien a dónde ir (“Una fina capa de piel”, “Polvo”), pero que por si acaso no se detiene. Las relaciones acaban cuando dos personajes coinciden en un mismo punto (“Totalmente accidental”), y se terminan sólo si se ponen kilómetros por medio (“Sólo espacio”). El armazón del libro, por tanto, es magnífico. Los cuentos dicen mucho por separado e infinito juntos. No la considero, en contra de varios maniáticos del género, una novela, porque no le hace falta esa adscripción. Hay una rúbrica más exacta y apropiada para textos así: son prosas de Sam Shepard. Y con eso basta.







[1] Quien nos iba a decir entonces que poco después de redactarse esta frase Woody Allen iba a aumentar su fama precisamente a costa de un mayúsculo escándalo sexual.

[2] Q. Monzó, Ochenta y seis cuentos, Anagrama, 2001, pp. 90 y ss.

[3] Claudio Magris, El anillo de Clarisse; Península, 1993, p. 415.

[4] Ryszard Kapuscinski, “Impresiones americanas”, Letra internacional, nº 70, 2001, p. 19. En el mismo sentido, y referido al cine estadounidense, lo entendió Serge Daney en Ciné–Journal.

[5] J. Clifford, “Las culturas del viaje”, Revista de Occidente, n.º 170-171, 1995, pp. 45-74.

[6] F. Jameson, Teoría de la postmodernidad, Trotta, 1996, p. 25.

[7] M. Augé: Los no lugares. Espacios del anonimato; Gedisa, Barcelona, 2001, p. 40.


[8] Su novela La isla de cemento transcurre en un espacio acotado por varias autopistas cruzadas, del que no puede salir un automovilista accidentado. También en Crash la preocupación por el tráfico, los espacios flotantes y el movimiento es una constante.

sábado, 5 de agosto de 2017

Pieles, poesía y poetas





Leo bastante poesía actual, especialmente española aunque no sólo, y sigo viendo un mal muy común, sobre el que he escrito alguna vez: el poema entendido como testimonio del momento en que el poeta se siente poeta. El poeta da un paseo puntual por el campo y, aterido por el brusco reencuentro con la naturaleza, quiere recuperar los lazos perdidos con el mundo y escribe un poema. El poeta sale a ligar un sábado, no liga, se emborracha y al llegar a casa escribe un poema triste sobre escribir poemas tristes. El poeta visita el Louvre, ve la Gioconda de lejos, y escribe un poema sobre la Belleza o sobre el turismo de masas. El poeta liga y escribe un poema (es posible que yo haya publicado alguno de este tipo). El poeta escucha Lohengrin, recuerda súbitamente que es poeta, y escribe un poema. Y así vamos tirando. 

En realidad, la poesía suele aparecer de otra manera. “Un poeta -no les choquen mis palabras- no tiene como función sentir el estado poético: eso es un asunto privado. Tiene como función crearlo en los otros.”[1], decía Paul Valéry, y creo que tenía razón. La poesía no debería ser un desahogo, sino un ahogo: el provocado por el esfuerzo de escribir un poema digno. Dejarse la piel en el poema, sí, pero no por la “veracidad” de la emoción expresada, sino por el esfuerzo invertido en crear un texto a la altura de los lectores. Ya se trate de la “emotion recollected in tranquillity” de la que habla Wordsworth en el famoso prefacio a las Lyrical Ballads, o la serenidad con que fray Luis de León aborda “lo que es, lo que será, lo que ha pasado”, o la recomendación de Antonio Martínez Sarrión en su “Brindis a Boileau”: “Enemiga es la urgencia de todo encantamiento / secando de raíz las emociones / que exigen de espoleta retardada”; en cuaquier caso, lo importante de las emociones es qué se hace literariamente con ellas, pues emociones tenemos todos, ya las conocemos; estamos sobreemocionados, de hecho. Demasiado corazón, decía la copla de Willy DeVille. La minúscula emoción de saberse poeta también la tenemos, así que incluso ésa hay que someterla a crítica -autocrítica- y hacer de ella algo valioso. El escritor es libre de decidir si sufre o no escribiendo, pero el texto ha de sufrir siempre.


En fin, que voy a hablar de algunos libros cuyos autores se han tomado la molestia de trabajar con dignidad, esfuerzo y humildad, de forma que nos resulta posible disfrutar de esos valores en el resultado final.


En Cuerpos a la deriva (2017) recuerda Alberto Ruiz Samaniego que la potencia del pensamiento nietzscheano proviene, en parte, de que siempre está categóricamente unida a un cuerpo, a lo orgánico. La materialidad, la carne, nutre o da asiento a lo abstracto, sujetándolo a un lugar y recordando que no es posible disociar mente y cuerpo, pensamiento y carnalidad. Quizá en esta evidencia reside también la potencia expresiva de Historial (Calambur, 2017), de Marta Agudo, un poemario sobre la enfermedad que, partiendo de los lugares teóricos conocidos, como la Susan Sontag de La enfermedad y sus metáforas, llega, vía metafórica, a lugares más complejos e irisados. Si en el anterior libro de la autora, 28010 (2011), leíamos “Me llamo Marta, me llaman Marta y me persigue el idioma en que se expresa el moribundo”, en Historial la voz y el idioma se ceden a otra garganta: no al yo que reflexiona sobre el mal del cuerpo, sino a la propia enfermedad. Historial busca, a mi juicio, un lenguaje del negror y de la expresión de lo terminal, en todos los sentidos de la palabra, a través de una sintaxis poética rota -cuál otra podría explicar mejor la rotura-. Versos blancos, libres y versículos chocan contra fragmentos en prosa y estancias alucinadas, en las que me parece apreciar algún eco de Gamoneda y donde queda explícita la huella lorquiana, ese otro cantante del dolor de los insomnios enfermizos (“Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos / y hay barcos que desean ser mirados para poder hundirse tranquilos”, Poeta en Nueva York). Si en 28010 era su nombre propio el que le permitía juegos mitad lingüísticos, mitad identitarios, ahora es su apellido el nomen que sitúa a la autora en el umbral del sentido, identificándose con los casos agudos, los terminales, a los que “se les llenan de arena los pulmones” (p. 72).

Un tema, el de la enfermedad, que no es nuevo en Marta Agudo; en su primer libro, Fragmento (2004), ya podía leerse este poema:

Ser en destrozos.
Adentro el cáncer
                concede a la metralla
                               su trazo sosegado.
Así,
                serena y eficaz perduras:

                                               naturaleza

Casi década y media después el padecimiento sigue rondando a esta voz singular, a la que no le importa adentrarse en los demonios propios y ajenos, en los que con toda naturalidad entra a hierro con la espada del lenguaje y con el acero del pensamiento: “las dos gestiones más señaladas de nuestra vida no las cursamos nosotros”. Y el dolor expuesto como un cuchillo, a veces en poemas de una sola línea, que nos dejan imágenes de puro desasosiego:

Mientras, la anciana lleva en su carrito vacío al niño que no tuvo.

La enfermedad está en el cuerpo y nos recuerda que tenemos cuerpo -esto ya se ha dicho mucho, Thomas Mann lo dejó escrito en La montaña mágica-, pero también es un asunto mental, y un trabajo íntimo de aceptación. Es en ese momento cuando comprendemos que los neurocientíficos tienen razón, y que pensar que existe una dualidad mente-cuerpo es un cartesianismo superado. No hay un más allá del cuerpo -aunque el cuerpo está roto-, no hay más límite que la capacidad de sentir el dolor. Es el lenguaje del mundo. “Estamos prisioneros en nuestra piel”[2], escribió Ludwig Wittgenstein en sus diarios. “Así la piel, con veinte uñas mordidas”, responde con fiereza Marta Agudo.



[1] P. Valéry, “Poesía y pensamiento abstracto”, Teoría poética y estética; Visor Distribuciones, Madrid, 1998, p. 80. El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura”; Jorge Luis Borges, “Prólogo”, Obra poética 1923-1964; Emecé, Buenos Aires, 1972, p. 11.


[2] Ludwig Wittgenstein, Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932 / 1936-1937; Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 52.








José Vicente Quirante, Vesubios; Los Libros de la Frontera, col. El Bardo, Alhaurín el Grande, 2017.


José Vicente Quirante ha escrito un libro grecorromano, donde pueden encontrarse sin dificultad ecos virgilianos, horacianos, pindáricos, y también odas anacreónticas y epigramas catulianos. A pesar de su entronque con la ciudad de Nápoles, donde residiera el poeta un tiempo, la anécdota local es transcendida y los poemas se insertan en propósitos de mayor alcance, intentando encontrar un tono moderno y clasicista al mismo tiempo, algo nada fácil de hacer y que de cuando en cuando cosecha excelentes frutos. Su estilo puede recordar a algunos poemas de Juan Antonio González Iglesias, aunque Quirante tiene su propia voz y su acidez brinda a veces poemas algo nihilistas, pero que atraviesan la diana, como “Mistificaciones”. Detrás de cualquier paraíso, leemos en varios poemas, lo único que acecha es la nada: “No basta un viaje para alejarme / de mí”, dice el poeta, con ecos senequistas. El Vesubio puede ser leído también como la causa de que la diversión más honda se cubra al instante de ceniza. Una poesía muy personal y cuajada de culturalismo con momentos de desolado acierto:









Comentando unos versos de El jornal (1965), primer libro de José-Miguel Ullán, en los que el poeta salmantino reproduce hablas campesinas (“estripa / terrones / Paco / Estripa / pasado / amigo,”), Julián Jiménez Heffernan se pregunta: “Pero: ¿quién ha expresado la tierra? Ahí yace parte del misterio”[1]. Recuerdo los versos de Ullán y las palabras de Jiménez Heffernan al leer el último libro de versos de la gallega Luz Pichel, CO CO CO U (La uÑa RoTa, Salamanca, 2017, versión de Ángela Segovia), un libro configurado como un ahondamiento en el habla rural gallega, que Segovia traduce, inteligentemente, al “navero” hablado en los campos de Las Navas del Marqués, en Ávila. Un libro cuya escritura se convirtió en una lucha contra el corrector de errores del procesador de textos Word (según señala en su excelente epílogo la siempre atenta María Salgado), programa ridiculizado en algunos de los versos por su pulsión normativa. Un libro deslenguado que trae a mi memoria los interesantes juegos con el idioma gallego que Pichel había desarrollado en Cativa en su lughar / casa pechada (2013), un poemario del que hablamos aquí que reescribía versos antiguos y defendía el castrapo y su pronunciación de la gh en la zona de Alén, para elevarlo a símbolo de la resistencia lingüística contra la uniformidad. Y después de leer esta búsqueda de un habla local, donde subyace un elemento político (el de devolver la voz a las personas que usan un idioma devenido casi literatura menor en el sentido deleuziano), recuerdo al Fruela Fernández de Una paz europea (2016) y al Juan Carlos Reche de Los nuestros (2016), empeñados también en un retorno al origen mítico -digo mítico porque el origen, una vez alcanzada cierta autoconsciencia cultural y tras residir en otros lugares y países, es esencialmente irrecuperable- a través de la reconstrucción poética de sus hablas en los poemas. Y me vienen también a la cabeza los últimos libros de Hasier Larretxea y el Juan Manuel Uría de Harria (2016), que escriben sobre las raíces a través de las prácticas de herri kirolak familiares. Y no olvido que Amalia Iglesias Serna también retrocede en La sed del río (2016) a sus antecedentes ancestrales y su geografía rural, incorporando incluso unas “Bucólicas” en la parte final del poemario. Y es entonces que me doy cuenta de que debería de hacer algo largo y complejo con todo este corpus, pero eso será el próximo año, porque éste ya tengo suficientes líneas de investigación abiertas y no puedo estirarme más. Pero lo importante es recomendar el libro de Luz Pichel, y felicitar a la traductora, a la epiloguista y a La uÑa RoTa por su esmerada edición.


[1] Julián Jiménez Heffernan, “No hay más cera que la que arde. José-Miguel Ullán”, en Los papeles rotos; Abada, Madrid, 2004, p. 297.



[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con Luz Pichel y José Vicente Quirante, ninguna; con Marta Agudo, muy cordial.]