sábado, 19 de marzo de 2011

Dos (o tres) libros singulares

Publicidad y poesía, pasadizos a partir de David Refoyo

¿Te gusta conducir?

Alejandro Céspedes, Flores en la cuneta

¿Te gusta conducir?

Óscar Gual, Fabulosos monos marinos

¿Te gusta conducir?

David Refoyo, Odio

En los últimos años han publicado poemarios en los que la publicidad es importante de algún modo (como tema, como estructura, como intertexto) numerosos autores: Julián Herbert, Pablo García Casado, Gioconda Belli, Javier Moreno (Cortes publicitarios), María Eloy García, Diego Doncel[1], Aurora Luque, Ariadna G. García, Elena Medel[2], entre otros. José Manuel Lucía Megías recomendaba al lector “pensar en verde”, a partir del por entonces omnipresente anuncio televisivo de Heineken en su poemario Libro de horas (Calambur, 2000). No hace mucho apareció el libro de Alejandro Céspedes Flores en la cuneta (Hiperión, 2009), un poemario en prosa con momentos interesantes y un par de excelentes textos. El resultado final parecía un poco forzado, debido a la obligación autoimpuesta de que todos los textos tuviesen algo que ver con los accidentes de coche, pero era muy destacable el uso que hacía el autor de la publicidad de coches para crear una tensión dramática entre la feliz superficialidad de los eslóganes y el fúnebre contenido de los versos. David Refoyo presenta en Odio (La Bella Varsovia, Córdoba, 2011) un tratamiento extremo y algo despiadado de las leyes de la publicidad enfrentadas a la desolación cernudiana de la quimera. La publicidad entendida como la distancia entre la realidad y el deseo. La quiebra entre las pretensiones de una sociedad de consumo empeñada en comprar un mundo feliz a cualquier precio, pero incapaz de manejar su intimidad de un modo razonable y satisfactorio. Organizado como un hipermercado, con secciones de temas presentados como “productos”, encontramos en el poemario ecos de Pablo García Casado (“placer adulto”) o de David González, dentro de un tono general descarnado, hiperrealista y directo, sin concesiones ni retórica, que puede entenderse como una poesía en prosa de puro combate.


Exposición de virtudes mecánicas

Avilés, Constatación brutal del presente; Libros del Silencio, Barcelona, 2011.

En un momento de esta extraña novela leemos: “¿Se puede plantear una narración elaborada por un autor infidente y expresada por un autor fiel o fidedigno?” (p. 90). Constatación brutal del presente es la precisa demostración de lo contrario, de que se puede narrar fidedignamente lo que un autor falaz nos propone como narración. El propósito del libro es demostrar que no se puede narrar, y en efecto ése es el resultado; en esta primera novela de Javier Avilés (Barcelona, 1962) hay literatura pero no hay narración strictu sensu. Hay una armazón técnica que sostiene un texto en el que los mejores momentos se deben a las partes ensayísticas, a los instantes en que el autor reflexiona sobre otros autores, sobre todo cuando se divaga sobre cineastas y sus creaciones. En la línea del Vila-Matas de la “tetralogía literaria”, la narración sobre desaparición del yo y el culturalismo referencial bajo la especie de ensayo se alternan para crear un libro que se alimenta a sí mismo.

En ese sentido Constatación brutal del presente es inversamente contraria a otra novela que la misma editorial acaba de publicar, astillas (Libros del Silencio, 2011), de celso castro (respetamos la voluntad del autor de que se cite su nombre y el título de su libro con minúsculas). Ambas novelas son contadas en primera persona por un narrador homodigiético protagonista; las dos están, en consecuencia, afectadas por la posibilidad de infidelidad estructural del narrador respecto a la historia; en ambas el sujeto es masculino, nihilista y está en proceso de descomposición; sus dos antihéroes han hablado, como dijo Lowell, la extinción hasta la muerte; las dos obras ocupan un lugar perimetral, raro, dentro de nuestra literatura (ni son experimentales, ni son convencionales, son singulares); hay en ellas un hueco para lo irracional y lo paranoico; ambas son fragmentarias y dejan exhausto al lector pese a ser breves, ambas supuran talento. Y sin embargo, como dejaba apuntado antes, son absolutamente opuestas: castro opta por una expresión literaria de cortos vuelos (con las excepciones necesarias para demostrar que lo ha hecho conteniéndose) para dar credibilidad a un joven bibliotecario adicto a las drogas y los pensamientos suicidas; Avilés no se preocupa para nada de crear un personaje creíble, no siente la necesidad de introducir vida en la historia –sólo muerte–, y deja en manos de su sólido estilismo la razón de ser del libro. Ambas novelas son incompletas; una de las formas de un imaginario novelista perfecto podría ser aquel que construyese un personaje de celso castro con el voltaje literario de Javier Avilés.

Retomemos, para terminar, el asunto del narrador infidente, que creo es la almendra de la novela de Avilés. El libro se entronca con una parentela de narradores homodiegéticos deshonestos en primera persona, que podría arrancar en el Lazarillo, pero que en el caso de Avilés entronca más bien con La conciencia de Zeno (1923), la novela de Italo Svevo, así como con obras de Nabokov, Beckett o Roussel. Ascendencia más que respetable, todo hay que decirlo, aunque quizá hay que reprocharle al autor su machacona insistencia en señalarla, en apuntarla desde dentro del texto, como si pensara que el lector o el crítico no fueran a darse cuenta. La paradoja que se produce es la siguiente: de tanto avisarle al lector la infidelidad narrativa a la que está asistiendo, el texto acaba volviéndose sincero, desactivando su mecanismo de engaño. El lector recorre una serie de imposturas narrativas y subjetivas, pero lo hace siendo acompañado de alguien, de una voz en off, que le avisa que todo lo que ve es pura falsedad, giros literarios en el vacío, un cul de sac perpetrado por un mago virtuoso, pero que cuenta el truco a la vez que lo realiza. Cámaras rodando a cámaras rodando, como el plano de Kubrick bien traído al hilo (p. 103). Por ello, cuando leemos “todo esto no es más que un lugar frío e inhumano en el que la técnica ha suplido los sentimientos y las máquinas a las personas” (p. 104), no podemos evitar sentir que la frase puede aplicarse al propio libro, archivable como “exposición de virtudes mecánicas” (p. 105). Asombrosa, es verdad, pero gélida. Si vamos a deshumanizar, hagámoslo, pero entonces lleguemos hasta el final. Constatación brutal del presente hubiera sido un libro arduo, casi ilegible, sin ese narrador que defiende que nada es narrable, sin ese jugador de cartas que compite con los naipes del revés, vueltos hacia el contricante. Hubiera sido una novela durísima, mineral, inextricable, como Oficio de tinieblas, 5 (1973), de C. J. Cela, un libro al que la novela de Avilés me ha recordado en algún instante (pp. 22-27). Hubiera sido un libro de culto, un acto de resistencia salvaje ante nuestros febles tiempos de corrección política y concesiones al lector. Sin ese narrador, sin ese yo elocutorio difractado, sin ese espejo cóncavo a lo largo del camino, Constatación brutal del presente hubiera sido una novela imposible, maldita, joyciana, un engendro demoníaco, una abominación narrativa, una antinovela. Me hubiera encantado leerla.

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(Relación del crítico con los autores reseñados: ninguna. Relación con Libros del Silencio: ninguna. Relación con La Bella Varsovia: actualmente ninguna, hace dos años fui jurado en uno de los premios que convocan)

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Notas

[1] “esa máscara que paseo por Lower East Side / bajo nubes rosadas de apariencia televisiva y los pájaros eléctricos de la publicidad”, En ningún paraíso; Visor, Madrid, 2005, p. 43.

[2] “Por ser la vencedora en la batalla diaria de Zara: (...) / Por liderar el ranking de los cuerpos más apetecibles, / más llamativos, por una cosa u otra, a la cabeza / de las sedas varoniles, los mentones perfectos, / el vello hermoso enmarcando sus labios”, Elena Medel, Mi primer bikini, DVD, 2002, p. 19.

lunes, 7 de marzo de 2011

Despertando del sueño: Tao Lin



«Creo que estoy jodida si quiero entrar en la universidad. No sé a dónde ir. Y sólo tengo 1.100 puntos en la prueba de acceso.»

«No te preocupes por eso. Probablemente te suicidarás este mismo año.»

«Ajá. Tienes razón», dijo Dakota Fanning.

Tao Lin, Richard Yates; Alpha Decay, Barcelona, 2011. Traducción de Julio Fuertes Tarín.

Despertando del sueño

Cualquiera que haya vivido los últimos años en Estados Unidos sabe que es, a día de hoy, un país triste. Una nación desubicada, que comienza a perder irremisiblemente su lugar de privilegio en el mundo, o que en algunas facetas ya lo ha perdido frente a China, y que no sabe cómo digerir ese cambio. La preeminencia era uno de los núcleos de la cultura popular norteamericana, y su evacuación more economico crea tales desajustes identitarios que ha puesto a parte del país de la cafeína a tomar té. Desde mediados de los sesenta tenemos novelas estadounidenses que critican el “sueño americano”, numerosas narraciones que anuncian su decadencia. Pero quizá Richard Yates es la primera que narra en tiempo real, en presente, el despertar de ese antiguo sueño de supremacía sin límites temporales. Casi todos los símbolos estadounidenses de referencia aparecen en la novela y son despachados con apatía o indiferencia; en algunos casos, con cruda ironía:

“Dónde está nuestro premio Nobel. Todos los antiguos ganadores del Premio Nobel eran existencialistas deprimidos. Ahora todos son sociólogos o algo así, desde que Norteamérica ha ido ganando poder” (p. 86; ver también p. 105)

Y el hecho de que el Día de Acción de Gracias tenga un lugar importante en la novela, con su carga vaciada de simbolismo y llena de convencionalidad festiva (es decir, su conversión en una antifiesta) refuerza aún más ese discurso resquebrajado e inquietante sobre el futuro de un país y la sensación de desamparo que tienen sus ciudadanos, sobre todo los más jóvenes. Desde el año 2001 algo se ha roto en EEUU, y no parece haber medio de recuperarlo. Permítanme citar a Douglas Coupland, un narrador experto en esto de detectar sensaciones colectivas: “Bueno, tal vez a la gente le guste la idea de las cosas estadounidenses... de antes del 2000”[1]. La descripción de Estados Unidos que resulta de leer Richard Yates es la de un monumental tanatorio. Creo que uno de los grandes valores de este libro es su dimensión sociológica, a la que volveremos después de dar un rodeo por la…

Dimensión psicológica

Los personajes de Tao Lin parecen estúpidos, pero el mérito del narrador es su capacidad de plasmar esos momentos íntimos en los que estamos a solas y, realmente, somos estúpidos. Esa nutrida panoplia de supersticiones, tics, pensamientos sin salida, temores injustificados, retazos de inmadurez, entrevistas ante el espejo, rencores sonrojantes ante cosas dichas o hechas por la pareja, crueldades afectivas, miserias internas, recriminaciones ominosas, etc., que tienen o tenemos las personas y que jamás reconocerían o reconoceríamos ante los demás, suponen gran parte del difícil y sombrío entramado psicológico que es Richard Yates. Un libro terriblemente profundo y complejo disfrazado de cínica sencillez. A pesar de que el despojamiento de Lin a muchos críticos les ha parecido incorrección, una muestra de carencia de calidad literaria, a mí me ha recordado, y disculpen la blasfemia, a los personajes de Beckett, sobre todo a los de la trilogía Molloy, Malone muere y El innombrable. Dakota y Haley tienen la misma incapacidad para expresarse, escucharse y comprenderse; y si en la prosa de Beckett la descomposición personal se advierte en el lenguaje, palabra por palabra, en Lin se reflejaría en la estructura frasal, párrafo a párrafo. Disculpen que haga esta comparación, pero creo que puede aclarar las cosas:

«No te he enviado nada todavía», dijo Dakota Fanning. «Lo he guardado por si venías. Te he robado crema para los pies, de limón. Creo que tiene que ser agradable ponérselo en la cara. Una vez me puse crema para pies en la cara y fue agradable.»

«Ojalá me hubieras mandado algo para tenerlo hoy.»

«Ya», dijo Dakota Fanning. «Lo tendrías mañana si lo hubiera enviado antes de hoy.»

«Recuerdas cuando dijiste que me mandarías algo cada día.»

«Sí», dijo Dakota Fanning.

«Voy a suicidarme pronto», dijo Haley Joel Osment. (Tao Lin, Richard Yates, p. 135)

Yo seguía esperando. Nada más. ¡Una bicicleta!, exclamé. ¡Pero en Hole hay millones de bicicletas! ¿Qué clase de bicicleta? Reflexionó. Barata, se aventuró a decir. ¿Y si no la encuentras barata?, dije. Tú me has dicho barata, dijo. Permanecí un rato en silencio. Y si no la encuentras barata, dije finalmente, qué vas a hacer. No me lo has dicho, dijo. Cómo le descansa a uno un breve coloquio de vez en cuando. (Samuel Beckett, Molloy[2])

La comunicación se convierte en un intercambio de absurdos, inteligentemente repetidos, que producen irritación al lector; un enfado no dirigido hacia el narrador, que orquesta armónicamente la ira, sino hacia esos personajes tan incomprensiblemente ineptos para hacerse entender. Cómo esta escritura, prácticamente de grado cero, logra esta resonancia en ciertos lectores (en otros produce un brusco rechazo), entre los que me cuento, es un misterio en el que merece la pena ahondar.

Como defecto a apuntar, creo que hay una falta de precisión de Lin a la hora de enfocar personajes femeninos, que me parecen algo estereotipados. Aunque la novela se narra en tercera persona, sólo se narran los pensamientos de Haley (cf. p. 39), pero no los de Dakota. Como si Lin no pudiera entrar en la cabeza de una mujer. Hay un momento en que leemos esta frase: “En una escena aparecía un hombre haciendo un monólogo, la cámara giraba alrededor de su cabeza con un movimiento continuo de trescientos sesenta grados” (p. 167); al llegar a ella pensé que era una precisa descripción de la propia novela, que parece un primer plano agotador, si bien virtuoso, de un abominable personaje que lleva el nombre de Haley Joel Osment.

Dimensión metafísica

Dijo que había paseado ese día y que se había dado cuenta de que pensaba «La vida es estúpida. Soy estúpido». (p. 8)

«La vida me aburre», pensó Haley Joel Osment. «O, espera. No sé. Da igual.» (p. 9)

«Dakota Fanning señaló una casa y dijo que la persona que vivía allí ya no tenía que ir a la escuela por padecer una profunda depresión. Habló sobre otras personas de su ciudad que no tenían que ir al colegio porque estaban profundamente deprimidas. Dijo que ella estaba profundamente deprimida y aun así tenía que ir a la escuela. Haley Joel Osment le dijo que ella necesitaba intentar suicidarse. Dakota Fanning dijo que las otras personas no intentaban suicidarse. Haley Joel Osment dijo que quizá ella necesitaba tomar antidepresivos. Haley Joel Osment dijo «¿Por qué todo el mundo está tan jodido aquí?». Dijo que ése era el mejor sitio para vivir porque estaba lleno de gente jodida y el clima era muy bueno. Dijo que la ciudad debería hacerse publicidad con el lema «Gente jodida, clima estupendo». (p. 19)

«Cuando Haley Joel Osment pensó en el padre de Dakota Fanning visualizó a un hombre aparentemente normal sentado en el borde de la cama por la mañana, de pie en una oficina con el rostro inexpresivo, caminando hacia su apartamento por la noche, caminando hacia su dormitorio, cerrando la puerta con cuidado, gritando de jagonía, lavándose los dientes, durmiendo. (p. 20)

Pensó en cosas sin sentido. Se sintió él mismo como un sinsentido. La vida no tenía sentido. Pensó un poco en la aceptación. Se centró en la aceptación. Se calmó. (p. 48)

Que le jodan a todo el mundo. Odio todo. Estoy confusa” (p. 63)

«No tenemos que suicidarnos», dijo Haley Joel Osment. «Todavía no. Genial. Pospuesto.» (p. 67)

He escogido algunos fragmentos; si tuviera que reproducirlos todos el resultado es Richard Yates. Los personajes creados por Lin son crueles y egoístas hasta límites inconcebibles (cf. pp. 72-79). Casi todos están deprimidos y toman medicación, o drogas, o ambas cosas, y la mayoría tiene pensamientos suicidas. “Si no estás deprimido es que estás loco” (p. 81), dice Julia, uno de los caracteres secundarios. Hacen a veces cosas absolutamente absurdas (“Haley Joel Osment caminó hasta la oficina de correos. Envió algunas pilas metidas en sobres a México y Tennessee por correo ordinario”; p. 173), dicen frases inanes y nadan en el completo sinsentido. Están sometidos a una deriva completa; comen basura, beben basura, están sin trabajo o con trabajos basura, viven basura. “«Yo quiero un bebé que conduzca un camión de la basura por mi casa y pase sobre mi cama mientras duermo», dijo Haley Joel Osment”; he ahí toda una filosofía que, disculpen de nuevo mi atrevimiento, también me recuerda a Beckett, en concreto a esos personajes de Fin de partida, Nagg y Nell, que pasan toda la obra dentro de cubos de basura.

Dimensión social

«Te gustan los Kill Your Idols.» «No», dijo Haley Joel Osment. «Vale», dijo Dakota Fanning, y le mandó una canción.

Tao Lin, Richard Yates

los sentimientos poderosos de éxito acaban siendo prácticamente imperceptibles

Tao Lin, en un poema traducido aquí

Decía que la virtud más importante de Richard Yates es, a mi erróneo y disparatado juicio, su dimensión figurada como retrato colectivo y metonímico. A pensar que Lin ha intentado hacer una novela epocal, sociológica, me lleva el dato de la implacable distancia que produce el nombre de los personajes. Dakota Fanning y Haley Joel Osment son los nombres de los protagonistas, pero en la “vida real” hay dos célebres actores de Hollywood involucrados en superproducciones blockbuster como La guerra de los mundos o El sexto sentido, llamados Dakota Fanning y Haley Joel Osment. Incluso el fallecido escritor Richard Yates, que da título al libro, es una figura bien conocida en la cultura común estadounidense, tras la premiada adaptación cinematográfica de su novela Revolutionary Road. Que los anónimos y mediocres personajes del libro de Lin tomen el nombre de estrellas de Hollywood es, de por sí, muy significativo. Pero aún lo es más que, en ningún momento de la novela, por muchas que sean las veces en que se les menciona, dejen de ser “Dakota Fanning” y “Haley Joel Osment”, en vez de pasar a ser Dakota y Haley, como sucedería en cualquier narración normal. Veamos un ejemplo:

Era amiga del editor de una revista que había publicado poesía de Haley Joel Osment. El teléfono móvil de Haley Joel Osment vibró. Era Dakota Fanning. Haley Joel Osment se puso el teléfono en la oreja. Dakota Fanning dijo… (p. 79).

El procedimiento es forzado, pero hay que preguntarse el por qué de una elección narrativa así de radical. Y atisbo dos posibilidades: la primera, menos arriesgada, es que Lin desea que el lector mantenga siempre una distancia con los personajes que le haga imposible sentir empatía hacia ellos y llegar a ponerse en su piel. Para entender esto bien desde fuera de los Estados Unidos, imaginémonos que los personajes de la novela se llamaran Shakira y Cantinflas. Por concentrado que uno leyera la novela, no podría dejar de ver en ningún momento a la cantante y al actor: su celebridad y sus reconocibles rostros habrían de imponerse sobre la capacidad de cualquier narrativa de crear personajes sólidos. De este modo, Lin obliga al lector a sostener una tremenda distancia frente a lo leído; lejos de sentir compasión o afinidad con los jóvenes protagonistas, el lector se convierte en un continuo juez que evalúa sus acciones, ya que no puede valorar una subjetividad que perennemente es hurtada, castrada, por Lin.

Hay otra posible interpretación, en la que me tomaré más libertades, por no decir riesgos. Pensemos en el hecho de utilizar no un personaje famoso, sino el “nombre” de un personaje famoso. Una celebridad es una especie de marca publicitaria subjetivada, una etiqueta que, por sí misma, genera eco, expectativas. Recordemos, como anécdota, que uno de los personajes de la citada Generation A, de Douglas Coupland, crea un sitio web con tonos de llamada de móvil consistentes en el silencio de las habitaciones de famosos[3]. La habitual agudeza de Coupland convierte aquí el absurdo en símbolo de nuestra sociedad; los famosos brillan hasta en/por su ausencia, del mismo modo que Dios atruena por su silencio en el conocido poema de Blas de Otero. Aquí aparecen asimismo los famosos en fantasma; ellos no están, pero su nombre es como un emblema, un logo narrativo, que despersonaliza por completo a los personajes. Muchas veces hemos conocido o imaginado a personas que viven traumatizadas o molestas por llamarse igual que algún famoso; pueden tener la tentación de sentir en ocasiones que no son nadie, que su identidad ha sido vaciada porque su nombre pertenece a alguien más conocido que ellos, por cuyo rasero se mide siempre el suyo. Y es que las cuestiones de apelación tienen su alcance. Pensamos como Wagner, el personaje de Ignacio Vidal-Folch, quien “sostenía que no saber nombrar las cosas es no entender su esencia, y si algo le molestaban eran las cosas confusas”[4]. El Cratilo, que seguramente ronda tras el texto de Vidal-Folch, nos dejó clara la importancia del nombre para entender un concepto, y una persona no deja de ser un concepto bio-identitario cárnico individual.

Y por ello, en este caso Tao Lin es implacable con sus caracteres: les obliga a pasar siempre por el filtro hollywoodiense del brillo de otros, lo que agrava más, si cabe, su nadería e insustancialidad. Tras esa utilización, a mi juicio tan arriesgada como hábil, Tao Lin parece estar diciéndonos que nuestra contemporaneidad ajusticia a las personas “normales” cada vez que santifica a un famoso, y que la hagiografía de la celebridad que ya cala hasta el tuétano de nuestras superficiales sociedades occidentales nos está obligando a todos de forma inconsciente a ser famosos, al menos durante los warholianos 15 minutos, para no parecer fracasados. Este insensato círculo vicioso es especialmente preocupante en los Estados Unidos, como saben quienes conocen bien el país. Por citar un solo y dramático ejemplo, Joyce Carol Oates recalcaba en un lejano artículo[5] la recurrente fijación de una multitud de jóvenes estadounidenses, marginales o dentro ya de la pura delincuencia, que sueñan con ser de mayores estrellas de cine, deportistas millonarios: famosos, en suma. Piensan en modelos como Capone o Dillinger y creen que también se puede llegar a la fama crimen mediante. Alguien que tiene a Capone como modelo puede ser un alienado, pero también puede serlo un varón que se llame Al Capone y que pase toda su vida preso de bromas sobre su nombre, porque el modelo ha caído sobre él con todo su asfixiante peso mediático, de por vida. Lin pone nombres célebres a sus personajes para impedir que se levanten, para no dejarles ser ellos, y también para recordarnos que los estereotipos de la fama nos presionan constantemente, empujándonos bien a ser otros que no somos, bien a no ser nadie, puesto que apenas nadie nos conoce. En este sistema cruel de estrellatos obligatorios, sólo puedes querer nadie sin ser un fracasado cuando eres tan famoso que persigues volver al anonimato. Es como en el juego de la oca; sólo gana el que está en el punto de salida después de haberla abandonado en algún momento.

Todo esto es aún más significativo si añadimos el dato, sobre el que no abundaremos ahora porque una reseña no es lugar para hacerlo, de que Lin es, con toda seguridad, el escritor joven que ha hecho las cosas más increíbles y absurdas para intentar ser famoso a toda costa.


Concluyendo

No querría terminar sin mencionar la ajustada traducción de Julio Fuertes, que ha lidiado con templanza un toro bastante complicado, precisamente por la calculada simpleza de expresión; he tenido acceso al original inglés y creo que el traductor ha entendido a la perfección el espíritu del texto de Lin y ha sabido recrearlo en castellano. Esto revaloriza aún más la edición de Alpha Decay, lastrada apenas por alguna pequeña errata (“Dije que yo no quiero interrumpir a al gente” p. 140), pero que ofrece al público español un libro valioso.

Esta reseña, haciendo justicia al final de la novela de Lin, termina sin protocolarias e innecesarias grandilocuencias.

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(Relación del crítico con el autor o la editorial: ninguna)



[1] Douglas Coupland, Generación A; El Aleph Editores, Barcelona, 2011, p. 143.

[2] S. Beckett, Molloy; Círculo de Lectores, Barcelona, 1969, traducción de Pere Gimferrer, p. 169.

[3] Douglas Coupland Generation A; Scribner, New York, 2009, p. 28.

[4] Ignacio Vidal-Folch, La cabeza de plástico; Anagrama, Barcelona, 1999, p. 26.

[5] Joyce Carol Oates: “Una generación perdida”, Revista de Occidente nº 235, diciembre de 2000, pp. 119ss.